lunes, diciembre 27, 2010

Se busca

El perro correteaba por la playa sin seguir una ruta aparente. Corría de la orilla hacia la arena, en la arena hacia varios círculos y se desviaba de izquierda a derecha gobernado, claramente, por un potente sentido de la libertad, libertad absoluta. A ratos le perdía la pista, desaparecía tras matorrales lejanos, alborotado, contento y segundos después le volvía a ver aparecer. A mi me gustaba avanzar por aquella playa vacía, el Sol apareciendo lento tras el horizonte acuático y el sonido constante, perenne de las olas. Puedo creer que no pensaba en nada, salvo los detalles que definian el momento. A veces me distraía una figura lejana que caminaba muy a lo lejos, a algún kilómetro de distancia. Así el perro y yo nos entregábamos diariamente a ese rito amable, importante del amanecer. Luego volvíamos por el camino de tierra, estrecho, frondoso y finalmente alcanzábamos la carretera. Nunca medía el tiempo hasta volver a casa, si ahora recordara los primeros tiempos, calcularía una hora, pero jamás miré el reloj. Lo que si fui notando es que cada día, cada jornada a partir de un momento se me hacía mas cansado el trayecto, la ceremonia. Lentamente me iba cansando más y lo atribuí a los años, al físico. Creo que en algún momento me empecé a preocupar. Luego, pasado un tiempo, descubrí que cada día llegaba con el Sol más arriba, mas avanzado el día. Fue cuando empecé a calcular el tiempo del paseo. Tardé unos días en percibirlo, la suma diaria era inapreciable, pero efectívamente, cada día llegaba algo más tarde, cada día la distancia era mayor recorriendo exactamente el mismo recorrido. Seguí culpando a mi cuerpo, a la edad, a mi corazón. Pensé, concluí que cada día caminaba más lento y que además cada día me cansaba más, hasta que semanas después descubrí que no, que aún recorriendo el mismo camino la distancia se iba alargando. No varíe la ruta, seguí constante, había, evidentemente, algo que descubrir. El perro seguía a lo suyo, a su ritmo, a su anarquía feliz. Revoloteando por aquella playa tremenda, preciosa, vacía. No se como pensé que algo había en el perro, algo de aquel problema extraño se revelaría en la actitud del perro. Fue entonces como empecé a analizar diariamente sus movimientos, sus giros, sus carreras aparentemente aleatorias. Memoricé sus giros, sus idas y venidas, pero aparentemente jamás las repetía. Si vi que determinadas mañanas el perro, de repente, ladraba como si algo en la nada se volviera forma visible para él. Comprendí entonces que el perro en sus expediciones iba abriendo nuevos caminos y que esos caminos invisibles se interponian a los caminos visibles, que esos caminos que el perro abría alargaban el camino de vuelta a casa. Que cuando el perro ladraba lo hacía a algo que impedía su paso a esos caminos que el abría. Que esas carreras en las que el perro se perdía eran conscientes, importantes, reveladoras en nuestras expediciones. Cada vez más lejos, cada vez tardando más en volver. Finalmente salíamos aún al amanecer y llegábamos al anochecer a casa. Horas y horas en aquel camino que apuntaba hacia el infinito. Lentamente nos fuimos perdiendo, lentamente fuimos no volviendo hasta el punto de no volver. Por eso suplico que cuando pongan el cartel de "se busca a este perro" me busquen a mi también. Si lo ven necesario, incluyan mi foto, me gustaría, también, ser encontrado.

domingo, diciembre 26, 2010

Aniversario

A las tres de la mañana despierto en Viena. Me asomo a la ventana. Afuera el suelo está cubierto de nieve. Respiro profundamente y descubro que en la habitación hay una persona más. Estoy a oscuras y trato de encender la luz pero la persona irreconocible me dice que no lo haga. Me quedo quieto y pienso que estoy viviendo un robo o algo similar, me sube un golpe de adrenalina hasta la garganta y trato de contener los nervios. No hablo. La persona no identificable se levanta de la silla donde está sentada y se acerca hasta mi, es una mujer. Se acerca mucho y me habla suavemente en alemán, en seguida pasa al inglés y finalmente me habla en español. Fuera oigo pasar un coche rápido. No recuerdo como llegué ahí y le pregunto que está sucediendo. No hay tiempo, me contesta. Me coge de la mano y salimos de la habitación. Bajamos unas escaleras, aprovecho el primer golpe de luz para hacer un reconocimiento. No se quien es. Comunico mi angustia ante tanto desconcierto. Salimos a la calle, hace un frío terrible. Caminamos dos manzanas y entramos en un portal. El portal da a un callejón trasero, veo la parte de atrás de un restaurante, descendemos un callejón y veo cruzar una rata, me dan ganas de gritar, pero no lo hago. La mujer que me lleva acelerada no habla, está concentrada en algo. Al final del callejón, hay un portón, me dice que lo levantemos. Tengo que hacer un esfuerzo tremendo, el portón es terriblemente pesado. Una vez subido, entramos a una especie de garaje, bajamos el portón y nos quedamos a oscuras, me dice que nos quedemos quietos, algunos segundos después, quizá un minuto se enciende una luz. Veo el almacén sorprendentemente amplio pero vacío, hay, sólo, unas cajas al fondo. Caminamos, ella me coge la mano y yo, incomprensiblemente, me emociono. Hay algo en esa chica que me atrae sobremanera. Al final del almacén hay una puerta metálica. Ella la toca, nos abre el tipo más gordo y mas grande del planeta, el tipo me mira con una terrible desconfianza:

.- Es él- dice ella

Siento una presión sólida en el pecho, una forma emocional parecida a hielo seco. Entramos en una sala, hay dos tipos más que hablan en alemán con ella, finalmente ella me mira y me dice:

.- Lo tenemos que hacer

.- ¿qué tenemos que hacer?

.- El amor

.- No entiendo. ¡Aquí ¿Ahora? ¿delante de ellos?

.- No ellos se van a ir ahora mismo.

Los tipos se levantan y se van por otra puerta. La luz, de repente, se apaga y se queda encendida una muy suave. Ella se acerca cálidamente y me besa. durante unos segundos yo no entiendo nada pero la textura de sus labios me hace olvidarme de todo. Rozo su mano y un par de minutos después nos acostamos en el suelo.

De aquello hace, hoy, siete años. Tenemos dos hijos hermosos y somos considerablemente felices. Hoy saldremos a cenar para celebrar nuestro aniversario.

Escena en bucle

Llevo un rato mirando como revienta la luz contra la marea, el juego lumínico aparte de hermoso es hipnótico. No pienso en nada concreto, bebo un vermouth y pasa el tiempo. Hay momentos que nos dejamos arrastrar, nada más, se es parte de la marea. Enciendo un cigarro, lo enciendo despacio, lo mejor, siempre, es la primera calada, el primer humo. En ese instante pasa un joven por la orilla despistado, mirando al suelo, arrastrando los pies como si no quisiera dejar huellas. El chico gira y se detiene, se queda un rato mirando, como yo, el movimiento no aleatorio de olas, la corriente, el juego de luz en el mar, algunos segundos después aparece una chica se pone a su lado y no hablan, ella trata de cogerle la mano pero el hace un gesto seco y la cierra, la escurre por el aire. Se quedan mirando, ambos, el mar. Yo, evidentemente, ya no miro el mar, les miro a ellos. El chico, gira y sigue andando, ella se pone detrás de él y le dice algo, mueve la boca pero yo no escucho nada, se que le dice algo pero yo sólo escucho brisa y olas. Dejo el vermouth en la mesa y me pongo en píe. Les sigo a unos cuantos metros por la orilla. Durante muchos metros no hablan, avanzan playa adelante, casi en paralelo, aunque el chico siempre saca un poco de distancia a la chica. Ella es hermosa, claro que es hermosa, lleva los pies descalzos, el pelo recogido de un modo casual. El está centrado en las no huellas, se que toda su concentración está en las no huellas, en caminar y arrastrar los pies, casi no levantarlos, ella vuelve a decirle algo, algo inconcluso, algo desesperado, yo les sigo detrás. Llegan al final de la larga playa, hay unas rocas, el las trepa con habilidad, ella le sigue con poca fe, está a punto de girarse y no seguirle más, pero trepa como último intento, yo aprovecho otras piedras para verles sin ser visto. Ahora será, como siempre, igual. Ella dirá dos frases más, casi dos suplicas, él no escuchará, no responderá. Ella volverá a hablar por última vez, se girará y no volverá, yo me quedaré viéndome, mirando ese instante infinitamente repetido en mi cabeza. Debí seguirla, debí hacerlo, debí detenerla antes de que su píe resbalara piedra abajo. Soy yo mirando aquella escena una y otra vez, cada mañana de mi vida. Soy yo el que debí aguantarla, besarla. Ahora miro siempre con tan nitidez aquel recuerdo, aquel instante que se sucede una y otra vez, frente a mi.

jueves, diciembre 23, 2010

No carta, no texto

Inevitablemente hay diferencia entre las cartas y un texto sin destinatario, un texto como podría ser este cuyo destinatario es salir sin la intención total de entrar. La forma en que se afrontan uno y otro, son irremediablemente distintas. Las cartas van, los textos salen. Eso en realidad era una manera de empezar esta no carta que sale y que no va a nadie en concreto sino a una abstracción tremenda, a no se quien, que se viene mientras oigo esta canción suave. Aquella masa gigante, acumulada ahí mismo, una masa gaseosa, repleta de vapor que se atraviesa con extrañeza. Desubicado pero emocionado. Una masa bestial que es el pasado, aquellas caras, aquella gente amable, brutal que se fue quedando en el tiempo. Esos rostros difusos, esos nombres medio borrados. En el fondo la melancolía es todo eso. Tiendo a la melancolía, tiendo brutalmente a ella, aunque es cierto que menos con los años. Ahora tengo una hija que proyecta toda emoción hacia el futuro y detiene tan dulcemente el presente que el pasado importa algo menos. Así que bien pensado cada texto, en el fondo, ahora, tienen mucho de carta a ella, a esa explosión que siento en esa cara, en esa sonrisa descomunal, en esa forma humana que dispara la felicidad. Es difícil no caer en la evidencia de que ese bichito es lo más importante que ha pasado en toda mi vida. Que esa cara contiene el presente. Así que este texto que era una no carta a no se que del pasado se convierte en una carta a algo muy concreto del presente. Inicialmente había empezado el texto por otra cosa menos confesional que todo esto. La idea venía marcada por unas cartas que había recordado, también por un viejo amigo que ahora vive a las afueras de Madrid, al que he visto una sola vez en quince años, que trabaja muchas horas, que es extranjero y que está solo y que mañana pasará la nochebuena solo, y a mi esas cosas me dan igual pero percibí una notable tristeza cuando me lo contó en esa llamada del otro día en la que me salió, de muy dentro, otro acento que de algún modo también me pertenece. No se, eran cartas no cartas lo que quería escribir y ahora todo es una carta a la niña porque esta mañana me la ha llevado a una cita médica mía y hemos estado un cuarto de hora solos en la sala de espera y creo que en mi vida había hecho tantas tonterías por segundo y elevaba a la niña como si volara por la sala de espera y por primera vez en años, por primera vez, con todos mis traumas, una sala de espera me ha parecido el lugar más hermoso del planeta porque la niña sobrevolaba emocionada sobre ella y sonreía y se ha abierto una puerta y nos ha pillado una enfermera y nos ha sonreído y la niña ha soltado una carcajada como si entendiera que aquello era enormemente gracioso. Así que a mi me da igual lo de la navidad, soy bastante escéptico con todo ello, pero recordando otras épocas y a este amigo, he caído que es la primera navidad con la niña. Así que carajo, esto es una carta, no es un texto. Es una carta para la niña, claro. Y aquí termino que despierta y debemos retomar ciertos vuelos, ciertos viajes y este tarde noche por suerte veré a este amigo y nos beberemos una cerveza quince años después y espero ayudar a diluir su tristeza navideña.

miércoles, diciembre 22, 2010

Lejano

Hay una sensación parecida a la psicodelia detrás de ese recuerdo. No se cual es exactamente la explicación. Creo que había cierto grado de inadaptación y que de algún modo por las noches me escabullía usando sensaciones escurridizas. Desde la ventana de aquella casa se veía una larga avenida que se iba perdiendo por un valle, el valle era hermoso de día y amenazador de noche. La avenida era solemne, un camino de luces rompiendo la negritud de aquel valle, me gustaba trasnochar mirando aquello, fugándome mentalmente, y esto no es metáfora. Visualmente seguía la estela y solía imaginar que al final, donde las luces se enredaban y se perdían en la oscuridad, todo cambiaba. Era muy joven, mucho y con esa edad se tiende a creer con fe absoluta en esas fantasías. Yo no quería vivir ahí, en esa ciudad a la que acaba de llegar. Me parecía no un lugar desagradable o feo, no. Me parecía un lugar lejano, muy lejano y resulta extraño habitar en un sitio lejano. Todo está lejos, como si no perteneciese, como si todo, constantemente, sucediera en otra parte y está lejos y tu estás allí. De algún modo nunca estás porque nunca llegas. Así que el juego de esa avenida que de algún modo parecía una autopista cósmica de vuelta, me producía una forma de huida. En esa huida había música y luces, y formas no del todo comprensibles, como si para llegar hasta allí hubiera atravesado no se que galaxia de planetas en constante transformación. Creo que dentro de aquella ansiedad por escapar había algo amable. También se disfruta en la extrañeza, en lo que se nos escapa. Era agradable mirar por la ventana cuando todos dormían y mirar aquella avenida por la que jamás pasaban coches, y ver el valle como un hueco negro y todo hacía una forma de eco. Creo que alguna vez pensé que aquello, todo lo que ocurría en esa época, no era sino el eco del algo que sucedía en otro lado. A mi me costaba creer a veces que aquello ciertamente fuera lo real. Tiendo a pensar ahora que lo que había entonces era una enorme capa imaginada gobernando el resto de las cosas. Aquella ciudad existe, sigue existiendo, yo me fui pero está, sin embargo siempre la he visto como algo inventado. Como si realmente hubiera logrado escapar por la avenida, como si años después hubiera encontrado el camino de vuelta de aquel lugar lejano.

lunes, diciembre 20, 2010

Avenida

Esa avenida tenía mucho de avenida hacia la nada. Se extendía poco edificada a los lados y cada dos o tres manzanas había algún local amplio de electrocarburos o ferreterías terribles. Los edificios eran viejos y de difícil ubicación temporal, estaban desgastados y sin embargo no parecían tener más de diez o doce años. Aquella avenida era triste y era triste trabajar allí, así que no aguanté mucho en aquel trabajo. El horario se me hacía cuesta arriba, tenía que sentarme en una mesa en medio de una casa vacía, decorada con algunos artículos abrasivos. El tipo que me había contratado quería que estuviera allí cogiendo el teléfono y ordenando los pedidos, ambas cosas se solucionaban en dos o tres minutos al día. Generalmente me asomaba al balcón a mirar la avenida, enfrente había un edificio abandonado con un reloj que se había quedado parado en las once y dieciséis y pensaba en otras posibilidades. El edificio era de dos plantas t y tenía cuatro apartamentos, todos deshabitados. Se entraba por un garaje y se subía por una escalera trasera desde la que se veía una casa abandonada. La casa era muy amplia, estaba prácticamente vacía: estaba la mesa, unas cuantas estanterías metálicas con todos los productos que aquel hombre vendía por zonas industriales de las poblaciones cercanas, el teléfono y el vacío. El primer día llegué dispuesto, decidido a entregarme a aquel trabajo para sacarme un dinero, pero con rapidez perdí la motivación. Perdía el tiempo escribiendo pésimas letras de canciones y algunos relatos que empezaban oscuros en los dos primeros párrafos y jamás concluía. Cuando sonaba el teléfono, una vez o dos, como mucho, al cabo del día, me emocionaba con la posibilidad de que fuera mi ex novia, que por arte de magia había averiguado que yo trabajaba ahí y que un golpe imposible del azar le había hecho tener el número de teléfono. En el desgarro y la desesperación también hay mucha ficción, mucho poder de imaginar. Jamás fue ella, siempre era alguna tipa reclamando no se que pedido o no se que problema de unos artículos que yo jamás comprendí. Pasaba el día, amontonándose los minutos como una masa por hacer. Miraba el reloj cuando daba la hora y salía disparado. Aquella avenida estaba lejos de casa y el viaje de vuelta en autobús era largo. Cuando llegaba a casa era de noche. Duró poco, muy poco. Un día deje de ir, avisé mal y tarde y quedé como un autentico cretino ante aquel hombre, pero poco me preocupó cuando no me pagó ni sólo día de trabajo. Mirado con distancia fueron días peculiares. Vacíos, sin nada. Como la avenida. Creo que siempre pensé que aquella avenida estaba gobernada por aquel edificio abandonado que había justo enfrente, con aquel reloj cinematográfico detenido en las once y dieciséis.

domingo, diciembre 19, 2010

Nostálgico

Había mucha gente y ahora no hay nadie. Había un ruido agradable parecido a un descenso, como agua que corre. Había más cosas, pero era todo relativo porque ahora no hay nada de eso y sin embargo todo es tan distinto. Ahora están estos árboles tan solemnes, tan presentes, tan sólidos; antes también estaban, claro que si, pero de algún modo estaban integrados, ahora todo se ha deshilvanado, todo ha perdido la relación con lo otro. El bosque se ha quedado descolgado. Cada elemento está fuera. No digo que estos ea desagradable: Me agrada la tierra húmeda, la hierba potente emergiendo como un suspiro profundo, los mismos árboles, el silencio ligero, la capa invisible de humedad que sostiene todo y sin embargo ahora nada sostiene. El olor antes se sumaba a las cosas, ahora viaja ajeno. Es agradable su esencia, pero antes se ligaba a las cosas, se sumaba, ahora nada sigue a lo otro: árboles independientes, olores que deambulan como almas liberadas, humedad que se sostiene únicamente a si misma. Estoy aquí, sigo aquí. Tantas veces he visto este paisaje, este instante congelado. Afuera el tiempo sigue, y de él hay evidencias, las ramas han aumentado su tamaño, las hojas, el flujo del agua de ese río que desde aquí no veo. Nada sigue igual, es invisible el cambio, pero ahora todo, para mi está independiente, descolgado, ajeno. Inicialmente era una comparsa, una orquesta siguiendo un camino melódico trazado de antemano, ahora es instrumentación independiente, solos en medio de solos. Sigo aquí, percibiendo el detalle y a cada cambio sintiendo un grado más de nostalgia. Todo va.

sábado, diciembre 18, 2010

Teclado

No sabe que ahí enfrente está el absoluto, la totalidad. No lo sabe mientras lo mira. Desconoce que en realidad esa es la puerta para millones de posibilidades. Laberinto a recorrer como se quiera. Ahí está la niña frente a un teclado. Todas las letras colocadas bajo ese orden incomprensible para casi todos. La a junto a la s, en el otro lado la p encima de la ñ. La t seguida a la izquierda de la r y luego de la e que casi debajo tiene la s (tres). Se puede lanzar el dedo al azar o pensar concienzudamente la primera tecla a pulsar, pensar duramente ese camino de teclas, ese salto de dedos de acá para allá que irán juntando palabras, frases, párrafos. Ahí empieza el todo, el mundo, lo que la niña quiera y no lo sabe. ¿Cómo es posible que todos los textos, todos los libros por escribir, estén contenidos en ese amontonamiento de teclas? ¿Cómo se sabe el camino por el que empezar? ¿Cómo se olvida uno que si se sigue el camino correcto se podría teclear un texto memorable? Marcar las teclas, camino de baldosas blancas, texto que avanza. El mundo en el leve movimiento saltarín y alegre de los dedos. La literatura universal contenida en ese espacio tan reducido, tan accesible. Es tan pequeño y tanto por decir, tanto por conjugar, tantas variaciones, tantos universos, tantas descripciones, tantos cuentos, biografías, historias, novelas, mentiras, noticias. En ese juego inocente, en ese juego amable de teclas. La niña mira y se asombra, siempre que lo mira, siempre que va las teclas las mira sorprendida. No lo sabe, claro que no lo sabe, ahora desconoce el lenguaje, pero algo intuye, algo encierra ese espacio, algo hay que siempre detiene su mirada en las teclas y lanza la mano, lanza la mano anárquicamente sin saber, que realmente, ahí, ya, escribió su primer texto. La niña frente al teclado, la puerta total. Todo por escribir.

miércoles, diciembre 15, 2010

Días de radio

Había un fuego al fondo donde uno se podía hacer un café. A esa hora jamás había nadie y le gustaba abrir la puerta, encender las luces, cruzar la zona de las mesas y buscar la cafetera. Mientras el café, rito glorioso, se iba cociendo, él preparaba los detalles más superficiales, anotaba algún asunto de última hora, o más bien de primera hora, leía algunas notas recibidas durante la madrugada y volvía al fuego para servirse la primera de dos o tres tazas a lo largo de la mañana. Con la taza en la mano encendía el equipo, se aseguraba que la señal entraba y medía la entrada. La carpeta, rellena de notas, de apuntes dejados por sus compañeros horas antes, la abría sobre la mesa. En sincronización con la capital, soltaba la sintonía y dejaba caer los primeros anunciantes. Unos segundos antes de saludar, sorbía café y como siempre soltaba la frase que siempre usaba:

.- Buenos días, aún no amanece, aquí ya esperamos la luz. Arranca " A primera hora"

De primeras leía algunos titulares importantes, un repaso de prensa y alguna curiosidad, no siempre dejaba caer las efemérides, salvo cuando eran peculiares o muy literarias. Luego el programa iba solo. Se sabía poco escuchado, la audiencia era mínima, pero suficiente para no ser apartado de la parrilla. En una radio de provincias un mínimo muy mínimo a veces vale. Cada cierto rato ponía alguna música, de vez en cuando invitaba a alguna persona. Cuando la mañana se imponía sus compañeros iban apareciendo por la mínima redacción. La rutina era agradable, la radio era un trabajo que le motivaba, ameno y desde el que él podía generar cierta cultura en una ciudad ajena a los nuevos movimientos, a otras tendencias y despreocupada del arte, él sentía que algo aportaba, que algo generaba hablando de autores emergentes, de músicas nuevas, de actividades que se sucedían allá, fuera de la provincia. Allí delante del micrófono, pausado, con la voz grave y sosegada que le habían ido dando los años. Así cada mañana de semana. Repitiendo los actos. Entrar en la radio, encender las luces, el café, la cabina, la conexión. Y así fue aquella mañana que entró y que empezó a repetir la rutina, el rito. Cruzó el pasillo, el café emergiendo allí, en el fuego, abrió la cabina, encendió la luz y se sentó. Sintonía y dentro, el solo manejaba el control y a su vez hablaba. A veces sucedía, pero siempre más tarde, que sonaba el teléfono, alguien haciendo una petición, opinando sobre algún tema, nunca tan pronto. Atendió en medio de los dos primeros spots, la voz la reconoció, le sonaba familiar. Claro que si. Esa voz era su voz, su misma voz, la que escuchaba a través de los cascos cuando hablaba, la que había oído grabada. Esa voz era igual que la de él, él mismo. Entonces entró, no supo que hacer:

.- Tenemos una llamada en directo, son las 5:14 de la mañana. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

.- Hola, soy yo. Tú, soy el otro lado.

.- Creo que no le entiendo, amigo. ¿Quería consultar algo de la agenda cultural, alguna propuesta?

.- No, quiero entrevistarte, lo debes hacer, obedéceme, obedécete.

.- No entiendo

.- Si, entiendes. Yo soy tu, ¿no reconoces mi voz, tu voz?

.- Si, la reconozco.

.- Ahora debes contestar, hoy eres tú el entrevistado. ¿Podrías contarnos lo de anoche? Cuéntalo, lo sucedido antes de dormir.

.- ¿Qué dice amigo? Voy a colgar, debemos seguir con el programa.

.- No, cuéntalo. Cuenta quien eres.

Entonces sintió el miedo. Sintió su propia amenaza.

.- Anoche. Anoche sentí que había zonas de mi que no me pertenecían.

.- Sigue, cuentalo.

.- Saben. Tantas veces sucede, tantas veces nos pasa a los locutores, hablas en la calle y alguien se gira y te pregunta si eres la voz del programa y cuentas, lo cuentas y siempre es la misma afirmación: "Te ponía otra cara, eras diferente cuando sólo conocía tu voz" Los locutores no nos correspondemos con nuestro rostro. Somos otro. Ayer, lo hice. Ayer salí a buscar el rostro de mi voz, de este que soy. Luego un montón de rituales, un montón de situaciones hicieron que lograra mi propósito, logré el rostro que pertenece a mi voz. Maté a su dueño, cuya voz, por cierto, era repugnante, aguda, terrible. Me deshice de mi rostro y me adueñé del que le pertenece a mi voz.

.- Eso es. Ahora me escuchas, escuchas mi voz y sabes que soy yo, tu, yo. Lo que no sabes, jamás sabrás es de quien es la voz, de quien es el rostro. Soy yo, eres tu. Somos la misma voz, diferente cara. Yo habló por teléfono, tu por el micrófono, pero afuera, los oyentes no nos distinguen, somos el mismo.

Agitado, nervioso, tenso, colgó el teléfono. El programa, jamás volvió a salir al aire.

lunes, diciembre 13, 2010

El deseo

Sonaba algo que debía haber sido ideado para torturar a cualquier ser humano del siglo 18 y que sin embargo allí todos degustaban con frenesí, como sin en aquella música, además de un tortuoso ritmo obsesivo, se escondieran las claves para un viaje al delirio. Yo estaba arrinconado, en esa posición privilegiada que se tiene en la esquina de la barra, cerca de la puerta, desde donde se observa y se es poco visto. Pedí tres cervezas, las dos primeras las bebí instantáneamente, la tercera comencé a disfrutarla. Sobre todo les miré a ellos, y es posible que con poca discreción. La chica llevaba una minifalda espantosa y una camiseta de un color terrible y llamativo con una frase que se amoldaba a la curva de sus pechos: "I´m ready for you". Unas botas blancas, altas, bestiales hasta las rodillas. Los muslos podían ser observados horas, días, años y no desgastar, jamás, el impulso salvaje de deseo. A su lado dos chicas más a las que no presté atención, mi atención estaba en los muslos y en la frase de la camiseta, de vez, en cuando, eso si, desviaba mi mirada al joven de pelo muy corto y de peinado violento que era su novio. No les saqué la edad exacta, calculé entre los 22 y los 26, bebían vodka barato y cada cierto rato paseaban al baño en grupos de dos o tres. Pedí una cuarta cerveza. No perdí pista de aquellos muslos, tampoco de su cara, esa chica contenía el poder de la historia humana en su piel, me descubrió, me miró mirándola y a partir de ahí cambió todo. "I´m ready for you" pasó al juego, empezó a bailar con ese chico de mirada confusa, mezcla de bondad y delirio, de nervio y músculo, cada giro de baile, cada dos o tres compases, dirigía la mirada hacia mi esquina donde yo estaba agazapado, dominado por la indomable sensación del deseo, no de la atracción, no. Del deseo, el deseo puro, indómito, frenético, visual. Fumé y bebí compulsivamente, desviando hacía el alcohol y el humo la agitación que disimulaba en mis gestos contenidos. La chica cada vez bailaba más, adaptando su cuerpo a esa música que golpea y desgasta el pensamiento. Golpes de graves y tonos agudos ascendiendo, ascensiones rítmicas hacia el éxtasis. Pedí cerveza cada vez más rápido. El chico, el chico nervioso descubrió la dirección de la mirada de ella y se encontró, sin yo quererlo con la mía que incansable seguía dirigida hacia su novia. El tipo cambió de actitud. Minutos después se acercó. Me pidió que le invitara a un vodka, pagué. No me habló, lo tuve a mi lado varios minutos en silencio. Dejé de mirar a la chica, la chica se había sentado y reía. Después de unos minutos me quise poner de píe y el chico me frenó en seco y me dijo que saliera y que esperara fuera. Obedecí, sabiendo que lo contrario sería aún peor. Salí del bar y esperé en ese parking gigante, vacío y oscuro al lado de la carretera. Me quedé, mientras esperaba, viendo los pocos coches que pasaban de un lado a otro, en medio de la noche, fugaces, perdidos. Salió el chico y tres chicos más, también la chica. Me montaron en un coche, lo arrancaron y no salieron por la carretera sino que cogieron un camino de tierra. El trayecto fue accidentado, iban rápido y el coche saltaba bruscamente en cada bache, a cada segundo. Un rato después frenaron, estábamos en medio de la meseta. Salimos del coche y pensé que mi vida había tenido algún momento brillante, algunos divertidos, bastantes momentos difusos y buenos recuerdos. No reflexioné mucho más. El chico se acercó y no dijo nada. En ese momento me di cuenta que no había escuchado mi voz y me dieron ganas de hablar, de escucharme para sentir algo de mi, lo último. Pensé en como sería la forma de violencia a usar. Habló:

.- ¿Crees que es atractiva?

.- Si

.- ¿Te gusta?

.- Es muy atractiva.


Se quedó todo en silencio. La chica dijo que mejor me dejaran aquí.

.- ¿Eres J?

.- No soy J. No se quien es J. Soy D2

.- ¿No sabes quien es J? ¿de verdad no lo sabes?

.- No

.- Nos dijeron que J mandaría a alguien para entrevistarla y ofrecerle algo en las películas.

.- No se de que me habláis.

.- No vamos a negociar por la chica. Sabemos que podemos sacar más.

.- No se a que te refieres. La miré por que es atractiva.

.- Mira. Dile a J que no hay negocio.

.- Se lo diría pero no tengo nada que ver con J, soy D2. No se de que negocio hablas, de que películas.

.- ¿Y quien coño eres tú? ¿Que hacías sentado en la barra del "Disturb" en la esquina acordada?

.- en serio, muchacho. Hay un error.

.- ¿te gusta la muchacha?

.- Me gusta.

.- ¿Quieres grabar con ella?

.- No, quiero largarme de aquí.

Se quedaron callados, se montaron en el coche y me dejaron alllí. Caminé guiado por la luz intermitente y lejana del disturb. Mucho rato después llegué y abrí el coche. Volví a la carretera y seguí el viaje. En la radio había un programa donde ponían una música suave y prolongada, indefinible.

jueves, diciembre 09, 2010

La buena moral

Durante cinco días viajarían a Marsella. En Marsella se propusieron ser felices, aunque a él, de primeras, no le gustó Marsella. Pasearon anarquicamente por la ciudad, sin saber, conscientemente, que su ruta fue, constantemente, un círculo sobre el mismo barrio. Probaron vinos baratos que ellos creyeron buenos y que objetivamente eran terribles, comieron en diferentes sitios y fueron engañados a la hora de pagar un desayuno. La noche central del viaje ella propuso cenar en un sitio caro. Buscaron en las guías, preguntaron al recepcionista e indagaron en internet. Se decidieron por uno que pintaba bien y relativamente accesible. Llegaron tarde para los marselleses, temprano para unos madrileños. Les ubicaron en una mesa hacia el final del comedor. El sitio era mas bien pequeño, de luz suave y con música inaudible de fondo. Pidieron casi lo mismo y a los dos les pareció malo, poco sabroso, poco elaborado y escaso. Antes del postre y mientras, obsesivamente, criticaban los defectos del local, del servicio y de las calidades, ella se levantó al baño. Subió unas escaleras y al girar hacia una estancia incomprensible que anticipaba los servicios vio de fondo la cocina y a dos cocineros. Le dio una arcada profunda y sostuvo como bien pudo las ganas de vomitar. La cocina que acababa de ver era sucia, muy sucia, muy destartalada, los cocineros se besaban entre ellos de manera que ella consideró obscena y algo ansiosa. Entró al baño y se miró en el espejo. Durante medio segundo pensó que era raro estar ahí, y se planteó el cúmulo de decisiones que habían concluido con ella en ese espejo, mojándose la cara para superar la nausea. Bajó, volvió a mirar la cocina, los dos cocineros, ambos muy altos, muy fornidos y morenos seguían besándose e incluso deslizaban sus manos por debajo del mandil. Contó los escalones de la estrecha escalera. Se sentó, miró a su marido y en voz baja y puntiaguda narró lo visto. EL marido preguntó entre inocente, asustado y horrorizado si aquello sería un local gay. Ella dudo y contestó que seguramente si. Él la miró, no dudo. Se puso en píe, ascendió la escalera con el cuchillo de la carne bajo el jersey. Entró en la cocina donde el asunto entre cocineros se había caldeado aún más y clavó el cuchillo al azar en el primero que su mano encontró en el camino. Murió el más joven, el otro gritó. El marido bajó corriendo, cogió a la mujer y salió a la calle. Cogieron un coche y volvieron a Madrid por carretera. El viaje fue largo y nervioso. Dos días después se incorporaron al trabajo. El crimen nunca fue resuelto. Él confesó a su cura de siempre el delito sabiéndose de antemano perdonado.

miércoles, diciembre 08, 2010

Otra época

Era inevitable que aquella época se acabase sin grandes aspavientos. Fueron unos años apagados, años que se sumaban a los otros años, en los que no pasó nada reseñable, ningún fuego artificial. Entre semana bajábamos al puerto, bebíamos algo en los bares viejos y charlábamos con cierta pereza de asuntos prescindibles. Conocí a una chica que trabajaba de peluquera y que hacía el amor como si levitara y algunos otros individuos que he ido olvidando. También conocí a algunos tipos peculiares y a Cox, un irlandés que hablaba de fútbol de un modo extraño y que decía que los goles de falta, de tiro libre, eran el cáncer del fútbol y que contrario a lo que la gente cree, ese tipo de goles eran lo contrario al buen fútbol. Cox arrastraba la lengua por el idioma ajeno con torpeza y su acento era agradable. Creo que Cox es lo mejor de aquellos años. Una noche se nos pasó la mano con el alcohol y terminamos yendo más allá de los astilleros, una zona llena de espacios abandonados y oxidados, allí se pasaba speed y cocaína, pero Cox me llevó para enseñarme una especie de nave abandonada donde había mujeres y un ambiente adictívamente sórdido. Esa noche conocimos al Gordo Andujar, un tipo que trabajaba de eléctrico en rodajes de cine y publicidad, adicto al opio y extraño. El gordo Andujar nos habló de no se que actriz que le tenía amargado, que se había acostado con ella en un rodaje y que la tipa quería llevarle a vivir al extranjero. El gordo Andujar habló durante horas y al final nos leyó un cuento que había escrito. El cuento era extraño, triste, desolado. No había esperanza en ni una sola palabra. Escuchamos aquella lectura sobrecogidos. Cox y yo no hablamos, casi ni respiramos. En un momento, en mitad del cuento, yo sentí una punzada en el pecho, un dolor insoportable, una forma muy novedosa de nostalgia, como si quisiera a la vez agradecer la vida y querer morir, como si todo lo que conocía se desvaneciera en una forma absolutamente distinta. Cox, lo vi unos segundos, lloró. El gordo Andujar terminó la lectura y se puso en píe. Yo argumenté que me tenía que ir y Cox aprovecho mi excusa para sumarse a la huida. Caminamos todo el puerto sin hablar, amanecía. Se imponía esa luz casi morada e irreal del amanecer, se escuchaban los primeros ruidos de los astilleros. Nos despedimos en la cuesta. Cox estaba apagado, yo no era menos. Llegué a casa. no pude dormir. Luego aguantamos esa rutina un tiempo, pero casi paralelamente Cox y yo dejamos los trabajos y esa ciudad. A veces, muy esporádicamente, recuerdo al gordo Andujar, otras a la peluquera, pero generalmente no recuerdo nada de aquella época.

sábado, diciembre 04, 2010

Con la iglesia hemos topado

Borracho, beodo, ebrio, rascao, pedo, mamao. Haciéndo eses. Así iba. Así. Como un cubo repleto de alcohol. Caminaba agazapado y torpe por aquella calle difusa, mal iluminada, silenciosa y vacía. Extraña como toda calle pequeña de madrugada cuando la cruzas, como en via crucis, infectado de vino, intoxicado y con el hígado derrotado, trabajando fatigado y triste. Pensando en la fe, en esa fe que sólo encuentro en una botella, en una barra de bar, en el trasiego atropellado de las noches de borrachera. Mirando al cielo oscuro y gigante y deshabitado de todopoderosos, argumentando para mi, dándome la razón en mi agnosticismo. No hay como esos diálogos interiores en los que todos tus argumentos son potentes y sólidos y te das, constantemente, la razón. Así caminaba cuando vi la figura incomprensible viniendo por la otra punta de la calle, a paso firme, como el que busca algo conciso, muy concreto y sabe donde buscarlo y camina rápido para encontrarlo justo a tiempo. Allí lo vi venir, figura blanca, segura, pero frágil en el andar por la edad y los achaques, tremendo, solemne, porque no decirlo, potente, trascedente. Lo vi venir y me iba a cruzar con él y sin buscarme explicaciones acepté la imagen, la realidad incomprensible que se plantaba ante mi. Así fue, no era producto del alcohol, no era la gigante borrachera que empujaba a trompicones por aquella calle. Era así, fue así, me crucé aquella noche, sin explicación aparente, con el Papá Benedicto. Que caminaba hacia la nada, como camina todo creyente y todo no creyente. Hacia el vacío, hacia la mortalidad. Allí venía Benedicto de madrugada con sus convicciones, con sus seguridades y sus misterios. Con el báculo, rígido. No dudé:

.- ¿Dónde va, buen hombre? ¿Dónde va, si se puede saber? ¿Cómo es posible usted, aquí, ahora?

.- No debería verme, pero sólo me cruzo con infieles a esta hora, lo cual no me preocupa, Terminan olvidando que me vieron, lo atribuyen al alcohol. Son ustedes siempre tan borrachos.

.- Vicios tenemos todos. Ustedes también se traen los suyos. Que tire la primera piedra el que no tenga vicios.

.- La oración, la fe, el conocimiento, la paz. Esos son mis vicios.

.- Alguno más tendrá, ¿no? Si no ¿cuál es su mérito? Sacrifique, amigo, sacrifique. Gánese con esfuerzo el paraíso ese que se han construido. Que aparte de lo aburrido, que eso ya es sabido, un poco caro me parece. A no ser que escondan ustedes, algunos lujos que no publicitan en los folletos de esa ciudad eterna de vacaciones. ¿Hay multipropiedad allí? Lo mismo me planteo unos días cuando muera, pero pocos, que luego me tengo que ir a navegar a la nada.

.- La provocación es un camino torpe. No llega usted ni a pobre diablo. Cuídese. El alcohol traiciona. Envenena y confunde. Lamento interrumpir sus reflexiones, pero debo seguir mi camino, llego tarde.

.- Pero queridísimo Benedicto. ¿Dónde coño va usted a esta hora, en medio de esta ciudad, alejada de Roma, y con la posibilidad del pecado a cada esquina en esta hora que no se reza? ¿Dónde va? Uno no puede cruzarse con Benedicto y dejarle ir. Tengo algunos asuntos que recriminarle. No me gustan sus reflexiones, por ejemplo, sobre el condón, noble artilugio. Habría unas cuantas cosas que debatir al respecto, sin embargo, me gusta su look, su imagen. Es cuidada y solemne. Hoy va con su Mitra, con el palio y el anillo. Esa cita debe ser importante. ¿Es guapa la muchacha, que va usted hecho un pincel, que no ha escatimado en detalles? Voy a poner su imagen de moda. Toda la vanguardia artística vestida como usted. Moderno y elegante. Atrévase, amigo, y cálcese unas converse.

.- Lo lamento. Debo seguir. Es tarde, hace frío y usted debería ir a la cama. LA borrachera cobrará sus deudas en dolor de cabeza mañana.

.- Adelante, caballero.

Y dejé pasar a la noble figura. Pasó de largo, firme, sin ceder en solemnidad ni un momento. Siguió y yo seguí detrás, menos borracho ya. Seguí sigiloso, delicado. No me escuchó el hombre, le vi cruzar la calle, seguir hacia arriba. Dirigirse sin freno a su destino. Esa noche me gradué en espía. Veinte minutos después, cruzo la puerta azúl, donde vive la joven Lucía. Se apagó la luz.

miércoles, diciembre 01, 2010

Sin título

¿Cómo se llama eso? ¿Qué palabra recoge esa sensación alargada,acompasada, rítmica? Es un ritmo, una cadencia sosegada, unacompasamiento total de los elementos audibles y visibles. Se entra entiempo. Se pertenece. Sucede en determinadas ocasiones, nuncaelegidas. Se ve a lo lejos un paisaje, lo incomprensible e inabarcablede todo paisaje y es como si el cuerpo se intergrara en ello, como sila sangre, el ritmo cardiaco, la respiración fueran pasaije, visión.Algo que sucede externamente. Todo se integra. De repente estás, vas.Te desplazas en esa fugacidad permanente. Miras y hay un amasijoagradable de sensaciones de en cierto modo están sucediendo fuera.Eres árbol, la luz potente, bestial irrepetible del amamecer. El trenavanza y tu cabeza está apoyada en la ventanilla. Se extiende elplaneta y lo percibes. El planeta está en movimiento y tu estás ahí, aritmo con todo ese desplazamiento. No se como se llama. No lo se, peroes de las sensaciones más agradables en las que se puede habitar. Enno ser uno, sino ser todo eso a la vez.

martes, noviembre 30, 2010

Jugador de fútbol

Jugaba en un equipo de segunda B, lateral izquierdo con mucha subida, buen toque de balón y pase en largo de excelente calidad. Algunos veían la posibilidad de que se convirtiera en un jugador de algún equipo de mitad de la tabla de primera, sin embargo se destrozó los ligamentos por una entrada terrible en el minuto treinta y dos de un partido intrascendente de mitad de liga. Contra un equipo duro, en un domingo por la mañana de un mes frío del medio del invierno. Obligado a dejar el fútbol, buscó trabajo en la ciudad donde estaba instalado, que era la ciudad del equipo que le había contratado como jugador. Allí se sentía cómodo, le gustaba la tranquilidad de esa ciudad de provincias. Al cabo de cuatro meses había engordado ocho kilos, se había redondeado su cara y su cuerpo había perdido algo de elasticidad. Consiguió trabajo como repartidor de la fabrica de vidrio y por las tardes se juntaba en una cafetería del centro con algunos ex jugadores y gente de alrededor del club. Evidentemente se dio al alcohol. Los domingos que el equipo jugaba en casa, bajaba hasta el campo a animar e incluso a apoyar en la dirección técnica, pero cautelosamente, en el club, le fueron negando amablemente la entrada al banquillo, para terminar en la grada sur. Entre semana, a media noche, llegaba a casa y se fumaba un puro. El puro, pensaba, era el único partido que seguía jugando: "El humo es el balón, no juega para nadie, se extiende por el campo, que es la habitación, el puro y yo enfrentados, la estrategia es disminuir los espacios del otro, atacar y chutar con potencia". Empezó a mantener una relación difusa con una chica más joven que trabajaba en la fabrica. La chica era dulce y a él le agradaba estar con ella. Un día consolidaron su relación en una excursión por la montaña alta, cerca de la ciudad. Durmieron al aire libre, arropados por dos mantas. Esa noche el lloró confesándole que lo que él quería, lo que hubiese querido siempre, era haber tenido una carrera decente de futbolista y que un instante, un píe mal dirigido de un contrincante acaba con tu destino, que el destino es un balón con efecto, que ni el mismo, el balón, sabe si terminará girando, por el mismo efecto, antes de rozar con el larguero. Ella le abrazó y le pidió que le contará como fue la entrada, como fue que se produjo la lesión. El confesó que aquel partido era espeso. El equipo contrario era flojo, de esos equipos que se cierran atrás y no dejan jugar y cortan el partido con un exceso de faltas. Él había subido dos veces la banda y el lateral del equipo contrario le había pateado en el momento previo a que él chutara. La segunda vez, en silencio le insultó y el contrincante le dijo que tuviera cuidado, que no había dos sin tres. Entonces, irritado, en el siguiente balón quiso ofenderle con un regate imposible, el contrincante se deslizó por el cesped en mal estado y le dobló la pierna. Encogido de dolor en el suelo, el contrincante se acercó y le insultó. Lo demás fue difuso, le sacaron en camilla del campo, una operación mal realizada y una carrera terminada de golpe. Ella entonces le dijo que iban a viajar a buscar a ese tipo. La semana siguiente, llenaron el coche con dos maletas y algo de comida. Recorrieron el país en coche. Durmieron en hoteles de carretera donde hacían el amor románticamente. LLegaron a la ciudad pequeña de aquel equipo defensivo. Cogieron habitación en un hostal pequeño, limpio y acogedor del centro. Durante dos semanas, iban diariamente a los entrenamientos de aquel equipo, identificaron al contrincante. Le siguieron con precaución. Un martes, de madrugada, tocaron en la puerta de su casa, él tipo no abrió. Dos días después le abordaron en el portal, amenazado, el contrincante subió con ellos. Entraron en su casa, un apartamento pequeño, decorado con posters de Mágico Gonzalez y Marcos Coll. El contrincante está nervioso y ellos le piden que se siente. Ella entonces despeja el salón, mueve las mesas, desplaza los sofás y los muebles. Mucho rato después el salón está casi vació. Ella saca, de su mochila, un balón deshinchado y lo pone en el suelo. Marca dos puntos que son porterías y le piden al contrincante que se ponga en píe y jueguen, ella arbitrará la contienda. EL contrincante se queda inmóvil, aterrorizado en medio del salón; él, sin embargo, desplaza el balón anárquicamente por el salón, regateando jugadores invisibles y haciendo, a la vez, de narrador. Pasa el balón entre las piernas del contrincante que está llorando silenciosamente. Entonces él se pone enfrente y le dice que inmediatamente se ponga a jugar y que le entre duro, como aquella vez. El contrincante se desplaza despacio, obligado. En el momento que el contrincante va a tocar el balón, obligado, casi empujado por ella, él se lanza al suelo dirigiendo con fuerza y precisión sus piernas para doblar la rodilla del contrincante que cae rendido. Ahí, apoderados por alguna extraña fuerza, juegan, juegan una y otra vez. Fútbol extraño, fútbol salvaje, sin porterías, sin estrategia, una mujer y un hombre contra el contrincante, un enfrentamiento distinto, basado en un fútbol de ataque, duro. Pierna contra pierna, pie contra boca, golpeo sin efectos. Sin sonar, suena el pitido final, se acaba el partido. El contrincante ha perdido, también, su destino. Partido de vuelta. Resultado incierto. Se acaba: y ¿Que hay cuando se pita el final? Silencio.

sábado, noviembre 27, 2010

Los sábados por la tarde en una tienda de ropa

Ella consiguió un trabajo a tiempo completo como dependienta de una tienda de buena ropa en un barrio moderno, algo burgués y con cierto toque artístico. La tienda estaba en un acalle poco transitada de ese barrio, en un local amplio, reformado de un modo minimal y espacioso; la ropa que vendían era sencilla, oscura, firme y bastante cara. La dueña era un tipa de buena familia, que constantemente viajaba con amigas a París y que tenía la tienda como una forma de ocio y trabajo mezclado. Es decir, dedicaba más tiempo a hablar de ropa, a charlar fuera de la tienda y a viajar para conocer tendencias, que al negocio en sí. Para eso la contrató a ella, para cumplir un horario y atender y cobrar al público. A ella le gustaba la oportunidad. El sueldo no era malo y el horario, salvo incluir sábados todo el día, le permitía cierta holgura entre semana. Al principio la esperaba en un café, en una calle paralela, luego fui yendo a última hora a la tienda para recogerla y finalmente pasé algunas tardes de sábado con ella allí. Generalmente entraba muy poca gente, alguna tipa en busca de trapos, un par de compras que, por precios, mantenían el negocio y poco más. A mi me gustaba sentarme en un sofá rojo que había en el centro del local y ver a través de la amplia cristalera, el paso fugaz de la gente por la calle. Era aburrido estar allí, pero era una época que lo demás podía ser más aburrido o no más aburrido, pero la mejor opción era siempre estar con ella, así que entregaba los sábados a estar en aquella tienda poco transitada. Atrás, en la antesala al almacén, la dueña había montado un despacho que apenas usaba, pero que tenía una decoración cálida. La primera vez que hicimos el amor ahí a ella no le pareció buena idea y a mi, sin embargo, me generó una forma estupida de adrenalina a la que absurdamente me enganché. Entonces, mi reto semanal, era fornicar los sábados por la tarde en ese despacho elegante y estilizado. Al principio había esa teatralización cinematógráfica resbalándonos por la mesa de madera antigua, lanzando objetos innecesariamente al suelo, pero que le otorgaban a la escena, un punto más de sensualidad. Luego, pasados los primeros sábados, a mi me gustó probar a ponerle ropa cara a ella para prefigurar aún más la escena. El despacho, toda aquella ropa cara, me producían algo más de excitación. La amenaza permanente de la aparición de un cliente generaban una pizca agradable de ansiedad al acto y alguna vez tuvimos que frenarnos en seco al escuchar el colgante de cristal que, oníricamente, anunciaban la entrada de alguien en la tienda. Ella salía disparada y yo recogía velozmente el leve desorden montado. Un día cualquiera, ella me dejó, sin muchas explicaciones, sin mucho drama y yo me quedé fuera de sitio. La semana era larga y los sábados evocaba los sábados pasados. Se me hizo largo aquel invierno. Pasado un tiempo, un sábado a media tarde pasé por aquella calle, quizá pensé en entrar, hablar con ella, pero me quedé en la acera de enfrente, aprovechando el escondite de la oscuridad de la tarde que ya había caído, viéndola sola a través de la cristalera. La miré, la vi entrar al fondo y tardar un rato en salir. La vi quieta, leyendo a veces, algún bostezo esporádico, la vi empezar a recoger e ir cerrando. La vi perderse por la calle, en la esquina un tipo la saludó con un beso y se fueron de la mano. Entonces empecé a repetir una nueva rutina cada sábado, la de espiarla. Cada sábado por la tarde iba a esconderme en la acera de enfrente para verla. Mis sospechas se confirmaron, lo que empezó como una espera en la esquina terminó con aquel tipo pasando los sábados por la tarde allí. Los vi, a él sentado en el sofá donde yo había estado, los vi entrando poco a poco, sábado a sábado, en el despacho, perdidos durante minutos allí, tras las telas rojas. Seguí volviendo, cada sábado, allí agazapado. Un sábado él no fue, tampoco al siguiente. Tres sábados después le ví aparecer por mi acera, se agazapó a mi lado, comenzamos a espiar conjuntamente. Sábado a sábado. Un día incomprensiblemente, todos los espías que nos fuimos sumando en la acera de enfrente dejamos de ir. La tienda, lo supe después, cerró.

jueves, noviembre 25, 2010

Ciudades fantasma, calles fantasma y fantasmas

Hay determinados lugares en toda ciudad que de cierta forma no pertenecen a esa ciudad. Hay calles que uno conoce de repente, en una esquina hacia el noreste de la amplia urbe, y comprende que en toda ciudad siempre se cuelan calles lejanas de otras ciudades más lejanas aún. Cuantas veces no pasa que se está en una calle y uno sabe que incomprensiblemente se ha salido de la ciudad y se está en otra. A mi me ha pasado en la ciudad en la que vivo, algunas veces. Caminas, levantas la vista y parece que ha cambiado hasta la forma de la luz, hasta el ambiente que transpira, inevitable, toda ciudad y se piensa de golpe, como un puñetazo sensorial:"esta calle no parece de aquí, parece de allí" de una ciudad inexistente, ubicada en el medio de la nada. Pasa, muchas veces pasa. También pasa con algunos locales, sobre todo determinados bares y pasa o me pasó en uno muy concreto, alejado del centro, en una avenida poco transitada, por que si hay algo más desolador que una calle de noche poco transitada es una avenida de noche sin gente, sin tráfico, sólo con farolas que no alumbran a nadie, sólo al asfalto, que es una forma desconcertante de tiempo. Allí, incrustado en un bajo de un edificio triste entré una noche en un pub, un pub de otro tiempo, de esos que había en otra época con sillones de sky negro o rojo, media luz, música incomprensible, de esa de hilo musical, baladas para un mundo venido a menos. El hilo musical es el apocalipsis, el principio del fin. Allí, en esos sitios amargados, donde cumpliendo el cliché, acude el jefe con la secretaria, como la intro de una pésima película porno, en un sitio de un ocio terrible, casi demencial, me encontré con Paul Wilson Dominguez. Paul Wilson, me saluda sin venir a cuento y yo contesto porque a determinadas horas uno contesta el saludo hasta al inventor del hilo musical o el que le dio por pensar en versiones de temas populares orquestados torpemente con cuerdas. Entonces Paul me dice:

.- Yo a lo que de verdad temo no son a los muertos que aparecen o que uno sospecha que aparecen, yo a los que temo son a los otros, de los que nadie más habla. Usted imagínese amigo, ¿que es de la vida de esos muertos de hace doscientos o trescientos años? un muerto más, uno sumado a otro, ignorado por los siglos, aplastado por meses y meses, por el paso del tiempo, anulado su paso por esta tierra. A esos es a los que temo yo. De los que no se sabe nada. A mi se me aparecen algunos, como a todos. Yo he visto muertos de todo tipo, pero esos, esos que no están más, eso si aterra, amigo. Eso es terrible.

.- No se. Da igual. Si no aparecen que mas da.

.- Ese es el problema. No aparecen. Lo bueno es aparecer, pero vivir una vida intrascedente y luego ser polvo cósmico, eso es terrible, viejo. Eso es la insignificancia absoluta. Mi meta, mi única meta, es ser una aparición. La vida, para mi, no es más que la oposición para ser, por llamarlo de algún modo, fantasma. A mi esta tramite, la vida, me interesa más bien poco o lo que me interesa es conseguir las facultades y las virtudes para ser un buen fantasma en el futuro. Eso, amigo mío, eso si que es pensar a largo plazo. Vive una vida miserable y garantízate una vida futura. ¿De qué sirve ser aquí? Esto es fugaz, compadre. Esto es un instante, una eyaculación de la eternidad. Yo quiero ser fantasma.

.- Y lo logrará, amigo. Lo logrará- dije borracho y azotado por una forma desconocida de felicidad.

Aquella noche pasó a otra cosa. Esos bares, esas calles de ciudades infinitamente lejanas aparecen esporádicamente en la ciudad. Lo que no es esporádico en mi vida es lo otro, la aparición constante, molesta y terrible en mi cama del fantasma de Paul. Lo afirmo: Paul Wilson Dominguez logró su cometido en la vida. Ser una presencia. Al menos en mi vida.

.- ¿Verdad, Paul?

martes, noviembre 23, 2010

Santos

Santos bajaba a medianoche a la calle. No era hombre lobo, pero el rito era diario. Con sumo cuidado recorría el largo pasillo de la casa familiar. Atrás quedaba se mujer, dormida, traspuesta, con la boca semi-abierta donde se perdía aquel esplendor, aquella firmeza, aquella luz estelar de cuando tenía dieciocho. Eso pensaba siempre Santos en el instante que cogía los zapatos con cuidado de debajo de la cama y, en calcetines, recorría el pasillo, dejando a un lado su despacho, la sala de estar , el salón. Un recorrido fugaz por su existencia. Santos salía al descansillo, respiraba profundo después de haber sostenido con esmero la respiración en esa travesía, se calzaba y se ponía el largo y oscuro abrigo de tres cuartos y bajaba, a oscuras las escaleras del reputado edificio. Santos, finalmente, alcanzaba la calle, la noche, la otra forma de vida. Oculto, tras el sombrero heredado de su padre, ese sombrero legendario, elegante, que cubría de día las atractivas canas y de noche el rostro de los que miran con malos ojos. Atravesaba las calles más estrechas de su barrio y en una esquina solitaria esperaba paciente la llegada de un taxi citado por la tarde. Sin saludar y con voz rígida comunicaba la dirección, un lugar de difícil acceso a la altura del kilómetro diecinueve de unas de las carreteras dirección Norte. El trayecto era veloz, ofrecía alta propina si sobrepasaban ciertos límites de velocidad y Santos, columnista en periódicos conservadores, reflexionaba y mascullaba, a lo largo del viaje, temas y debates para su columna. Indignado con los caminos de la política gobernante, desconsolado ante algunas de las leyes provocadoras, había encontrado en su columna un lugar donde expresar y trasmitir a un porcentaje alto de la población, la preocupación por ese arma arrojadiza de la libertad mal entendida por los gobernantes que, empeñados en destruir las instituciones básicas de la sociedad, daban rienda suelta a conjunciones y formaciones sociales denigrantes, obscenas y casi sádicas, que amenazaban los buenos principios y al estabilidad, pilares de una sociedad educada y con una ética bien entendida. Finalizado el trayecto, Santos frenaba también en seco sus narraciones mentales de posibles artículos para su columna, pagaba en la zona más oscura del camino y bajaba sin decir adios. Recorría el estrecho camino de tierra donde al final aparecía la reja. Tocaba un timbre y segundos después la misma voz de siempre preguntaba. Santos saludaba como estaba estipulado y la puerta se abría. Recorría el jardín iluminado tenuemente y que a Santos le recordaba a algún fresco renacentista que retrataba el paraíso. Finalmente Santos cruzaba la puerta de aquella casa lejana, subía las escaleras y cruzaba un pasillo silencioso, donde si se afinaba el oído, apagados, graves, casi inaudibles llegaban los gemidos de otras habitaciones. Santos cruzaba la puerta de la habitación Margot, el nombre de la habitación por la que pagaba una cuota mensual. Abría con la llave, sin saber, nunca, quién estaría al otro lado de la puerta. Iluminada con una vela, Santos siempre veía, al fondo una, dos o incluso tres sombras. Saludaba cariñoso, se quitaba el sombrero, el abrigo y la chaqueta. Se presentaba y se acercaba al joven desnudo. Lentamente, mientras se preocupaba por detalles y gustos del joven, se quitaba la corbata, la camisa, el cinturón, el pantalón. Aparecía, por fin, una sonrisa, una sonrisa profunda y feliz, casi infantil, en la cara de Santos. Una sonrisa alargada. Entonces, desnudo ya, se acercaba hasta el joven y pasaba su boca por su cara, susurraba frases poco comprensibles, narraciones de posibilidades. Santos, entonces, emergía como un gran guionista, un guionista que ejercía un papel que el mismo escribía. Santos lo mismo se volvía un profesor suspendiendo a su alumno, que una secretaria que ha cometido un error y le solicitaba al joven desnudo que actuara como un jefe cruel que no perdona a la secretaria un pequeño error. Santos era entonces tantas cosas: Niño, Abuelo, Lobo, Policia. Saltaba por la habitación Margot, feliz, liberado. Gritaba ante la atenta mirada del joven desnudo. Pedía caprichos, posturas, frases, pedía azotes y algún golpe más fuerte. Así, siempre, durante un par de horas. Saciado, se vestía, y serio de nuevo, deshacía el camino. Al llegar a casa, silencioso, cauto, preciso, se metía de nuevo en la cama y pensaba, solemne, en el día siguiente.

sábado, noviembre 20, 2010

Bifurcación de Berlín

No conozco Berlín. Me gustaría conocer Berlín y tiendo a creer que conoceré Berlín antes de morir. Por muchas razones me atrae Berlín. Evidentemente Berlín, su sólo nombre, resuena. Reverbera con una carga emocionante de historia. Hay en su nombre un espacio potente, casi una conclusión: Berlín. Pero también me atrae Berlín porque sueño a menudo con ella y me gusta esa ciudad que he visto en sueños y que podría no parecerse en nada a la Berlín real. Cuando sueño con Berlín no sueño edificios afamados, plazas o puertas vistas en libros y documentales o incluso buenas películas; sueño con calles que jamás vi, edificios que recrea mi subconsciente, aceras inventadas o que sospecho inventadas y que podrían o no ser calles de Berlín. De donde saca alimento mi cabeza para soñar con ese Berlín lo desconozco, tampoco se porque prefigura de ese modo la ciudad. Si imagino Berlín ahora, despierto (creo que estoy despierto, creo que esto no es un sueño ¿o sueño que escribo sobre el Berlín que sueño?) imagino algo que, podría parecerse más al Berlín que me encontraré el día que espero la pise. Pero cuando sueño aparece una ciudad, agradablemente enigmática, escenario de cine negro, que casi se ve en blanco y negro, sus calles no son calles, son ambientes, sensaciones y tienen una iluminación como para otorgarle un premio al director de fotografía de mis sueños. Acudo muy de vez en cuando a ese Berlín onírico que sólo existe, sospecho, en mis sueños. Luego, a partir de ahí, surgen preguntas en el caso de que finalmente me encuentre con la ciudad realmente. La primera es evidente ¿Cuánto parecido habrá entre Berlín real y Berlín que yo sueño? Si sucediera la poco probable posibilidad de haber semejanzas, de que esas calles que sueño existen, sería interesante este proceso de prefiguración onírica de Berlín ¿Por qué mi cabeza prefiguraba con cierta exactitud la ciudad? ¿Cómo se había colado la ciudad ahí? Si sucediera la muy probable posibilidad de no parecerse en nada esas calles solitarias y nocturnas que sueño con las reales, surgirían la pregunta por la que escribo esto: ¿Que sería entonces de la Berlín soñada? ¿Donde iría? ¿Volvería a aparecer? ¿Donde está Berlín, mi Berlín? ¿Dónde existe ese Berlín? ¿Existe? ¿Sueño? Sueño.

viernes, noviembre 19, 2010

Las decisiones de un turista

¿Dónde carajo empezó el viaje? ¿En el momento que lo decidimos, mientras hacíamos las maletas, en el taxi al aeropuerto, en el avión? ¿Dónde le ponemos principio? porque el final ya sabemos donde marcarlo. Son decisiones que te van empujando. De algún modo, de eso se trata la vida, de ir decidiendo constantemente para plantarte donde sea que estés ahora mismo plantado. Juego, si. Casillas de tablero, partida de ajedrez. Las metáforas vales todas. A mi siempre me gustó la metáfora de las carreteras. Si lo piensas por encima, todas las carreteras de un continente están unidas, la ruta la decides tú. Si salieras de casa y girarás a la izquierda podrías terminar, si tu quisieras, en una carretera en medio de Polonia, pero al final siempre decides ir por calles que conoces, a esquinas donde ya has quedado. Al final tu decides que salidas tomar en cada parte de la carretera. Por eso me gusta esa metáfora, también la del tablero, pero en cualquier caso son decisiones, unas detrás de otras, un montón de ellas a cada segundo. Así que pensar donde empezó el viaje es difícil porque podría haber empezado el día que nacimos, o antes, ¿Por qué quién decidió que naciéramos? ¿Lo eligieron en ese coito tus padres? ¿Fue casual? ¿Accidente?¿Quién decidió que nacieran sus padres? ¿Quién? ASí que visto así, es difícil colocar el punto de arranque. El viaje sucedió y quizá lo decidió un tipejo bajo un árbol hace cinco mil años. Lo prefiguró abstractamente, como una especie de ensoñación incomprensible, una sensación difusa, mientras rascaba con una piedra en la corteza de ese árbol. Quizá nos fuimos más que un juego de ese tipejo fugaz, aniquilado de la estela humana por la arena del tiempo. Quizá trazó una línea caótica en la corteza de ese árbol y ahí, ahí ya estaba marcado que tu y yo cogeríamos ese avión y que llegaríamos a Caracas. Ahora da igual. Aterrizamos en Caracas, con su humedad de golpe que te abofetea según bajas del avión. Un puñetazo de una sensación desconcertante porque nosotros llegábamos del invierno, y en el aeropuerto habíamos dejado nieve y temperaturas bajo cero. El resto fueron trámites de viajero. Un taxi que te sube a la ciudad. La conversación amable con el conductor que te habla de política y de beisbol. Y ese hotel que nos daba una vista feroz de una ciudad salvaje. Luces como un cosmos. Eso es esa ciudad de noche: la metáfora del universo. Yo me quedé hipnotizado mirando la ventana mientras se hizo de noche. Lo mejor es llegar a una ciudad cuando está anocheciendo, porque así la entiendes menos y es más lejana y te sientes más ajeno y así el viaje es más consistente, más real. Da igual, fue ahí que pensé que me bajaba a la calle a pasear de noche. Cogí el ascensor sin decirte nada. Crucé el hall saludando. EL recepcionista creo que me quiso avisar pero se contuvo. Yo salí a caminar de noche por Caracas. Un turista desconocido paseando largamente por Parque central de noche. Y fui decidiendo rutas al azar, por seguir con posibles metáforas. Crucé esquinas hasta que vinieron dos tipos de frente y se acabó. Me quedé tendido en una acera de Caracas sin zapatos, sin cartera, ni reloj. Así estaba trazado en la corteza de un árbol hace cinco mil años o después, o antes, pero eso ahora, ya me da bastante igual.

martes, noviembre 16, 2010

Conductor temporal

Primero fui taxista. Taxista sin taxi propio, que somos un tipo de taxistas distintos, subempleados de taxistas, lo cual complica las cosas. Para ser taxista hay que ser distinto, de otra forma. La ciudad se concibe de otra manera, porque la ciudad, cada calle, cada avenida, son tu oficina, el lugar donde sacas alimento. Y yo no aguanté eso. Estuvo un tiempo. Haces muchos kilómetros al día, también piensas mucho. Pero piensas de un modo extraño, del mismo modo que avanzan los números en el cuentakilómetros. Como si la cabeza pensara por si sola, en una suma de reflexiones que su único valor son amontonarse numéricamente. Haces rutas, llevas gente, los analizas superficialmente a través del retrovisor. Fichas que se desplazan, tablero que ha perdido las reglas. El problema es que la gente no se encuentra porque se buscan equivocadamente. Hay un problema que no se identificar, pero hay algo de eso, de juego desordenado, como si una partida hubiera sido agitada y las fichas se hubieran colocado mal, en casillas erróneas. Pero lo dejé, dejé el taxi. Logré entrar en el metro. Conductor de metro. Tu me dirás que es un trabajo raro, claustrofóbico. Todos lo dicen. Siempre que digo lo que soy, todos usan esa palabra. Yo no lo veo así. Yo lo veo como viajes en el tiempo. Nadie me creería, pero un conductor de metro maneja el tiempo, lo domina. Domina el destino de la ciudad, es suyo. Esos vagones llenos de gente que va, que viene, que se cruzan entre sí, que se miran, que se rozan. Gobernado por mi, por mi forma de dirigirlo. Y lo hago, claro que he jugado con ello. Alguna vez me he detenido en mitad de un túnel, uno rato, unos segundos. En seguida se comunican de la central contigo, te preguntan que si pasa algo, que si ha sucedido algo con el convoy. Argumento algún fallo suave, solucionable, pero ya ahí, en esos segundos, quizá en ese minuto he revolucionado todo el destino de los habitantes de la ciudad. La gente que va en mi tren llegará más tarde, se cruzarán ya, segundos después, con otro destino. En la estación siguiente se acumulará más gente en el andén que quizá no se cruzaría. Todo ha cambiado. Pero hay otras formas de tiempo bajo tierra, entre los túneles. En el metro el tiempo se sucede de un modo distinto y yo lo fuerzo. Esa sensación de alargamiento entre estaciones que resultan que están más cerca es real, pero a veces yo disminuyo la velocidad para potenciarla. No te has preguntado nunca en el metro como es posible que sólo hayan pasado dos minutos entre esta estación y la anterior. Tu has leído un buen trozo del libro que llevas o has pensando en tantas cosas y sólo una estación. Miras creyendo que estás más cerca de tu destino, pero no, el metro a veces se sumerge en un viaje y yo lo certifico. Ahí abajo todo es más lento o no más lento, mas dentro. Eso es, se está más dentro del tiempo, cómo si se bucease en el reloj, como si se viajara por dentro de él. Me gusta llevar el metro, ser el primero que ve el túnel, avanzar hacia la estación final, hacia el fin de trayecto, que finalmente es el destino de todos.

viernes, noviembre 12, 2010

El amor

Luego es fácil, claro que es fácil, lo llamas amor y está resuelto pero aquello era otra cosa. No era amor. Yo no creo en el amor. El debate, lo sé, es viejo. Amor. Están esos enloquecidos defensores de esa abstracción imposible, los románticos. Que si, que defienden una cosa que no es. No es amor, es otra cosa. ¿Qué es amor? Aquello no lo fue. Me hubiera arrastrado por el suelo, si hubiera hecho falta, pero no fue amor. No se que es el amor y jamás, nadie, me lo ha podido explicar. Aquello era locura o algo parecido a la locura, a una posesión. Me transformé. Cambié mis formas internas. Mi pensamiento no era yo. Era un haz extraño, dirigido hacia su rostro, porque no confesarlo, también hacia sus piernas, hacia sus gestos, hacia su olor. Si estaba cerca era terrible, si estaba lejos, casi peor. Si nos veíamos en un café, el café era un sitio perturbador, una molestia. Nada era agradable porque todo me separaba de ella. El aire, las luces, el café, la espera, el tiempo, eran muros. Si lo pienso, no se que esperaba, pero todo el rato esperaba, la esperaba a ella, a algo invisible, inaccesible de ella. Su piel, pero era algo más que su piel. Su boca, sus pechos, sus rodillas me producían una forma muy especifica de ansiedad. Los quería en mi pero más allá del puro sexo, más allá de mi boca recorriendo miembros. Quería ir más adentro, más profundo que una penetración, más lejos. A esa zona imposible de los seres. Una zona que nadie conoce, una inmensidad inexistente. Si no estaba todo era terrible y agotador. Recorría las calles mirando rostros, esperando verla, encontrármela por un azar que jamás jugó a mi favor. EN cada esquina sentía un vuelco creyendo haberla visto, pero no, no era ella, jamás me la encontré. Si me quedaba en casa, si estaba con otros, todo se convertía en el tramite de espera para volverla a ver. Eran inmensos tiempos muertos de mi vida. En el trabajo, en la calle, en el baño, en la ducha todo era una imagen imprecisa, indefinida, de su cara, de sus manos, de ella. Era ella, todo el rato, como una marca. Una presencia agotadora, extenuante. No es amor, era locura. No la amaba, no. El amor no existe. Existe una ambición, una ambición incomprensible. Algo terrible. Por supuesto, me apartó definitivamente de su lado. Al principio vi la nada. Un ciego con visión. Ahora sólo la recuerdo. Poco más se. Yo me aparté de esos juegos, decidí no entrar en ese engaño del amor. De ella supe poco, se casó. Fuimos envejeciendo paralelamente, sin volvernos a ver. Ella vive con ese tipo, creo que a eso le llaman amor a lo mío soledad.

martes, noviembre 09, 2010

Performance

No recuerdo quien lo propuso, eso es lo de menos ahora. Supongo que esas cosas van creciendo colectivamente, alguien lanza una frase, otro la recoge y se va creando la idea. El caso es que finalmente lo hicimos. Éramos siete, nos teníamos que colocar en círculo, un círculo cerrado, pues la idea consistía en sacar tu móvil y con la cámara enfocar al que tenías justo detrás, además, en tu composición fotográfica debía entrar, no sólo su cara, sino su móvil y la imagen que a su vez enfocaba él, que sería la del personaje que tenía atrás con su móvil enfocando al de atrás. Ese era el círculo, esa era el ejercicio. Nos sonaba bien, nos hizo sentirnos activos, artistas. Sería nuestra primera performance y nos motivaba. Nos colocamos, el círculo debía ser realmente apretado para que en tu cámara entrara bien el rostro del de atrás y su móvil. Nos reíamos con las pequeñas dificultades. Al colocar la cámara hacia atrás tampoco se sabía si se estaba encuadrando bien la imagen requerida, pero lentamente lo fuimos logrando. El círculo se fue cerrando, fuimos entrando lentamente, alguien dijo:

.- ¿Creéis que ya lo tenéis? ¿Si? Bien girar un momento hacia la pantalla del móvil para ver si estáis encuadrando bien al de atrás y su imagen.

Fui girando, supongo que como todos, como cada uno en el círculo y entonces vi al de atrás sosteniendo su móvil y en su móvil vi al de atrás sosteniendo su móvil donde se veía al de atrás y fui viendo y me fui perdiendo, a lo lejos me vi por primera vez y fui cayendo, fui entrando. Giré, no supe de los demás, pero cada vez estaba más dentro, más profundo en el círculo, espiral, ciclos. Estaba aquí y si seguía girando volvía a aparecer círculo adentro, reducido, pequeño. Velocidad de vértigo donde veía pantallas que me lanzaban a otra pantalla donde volvía a aparecer yo mismo y seguía lanzado. Dejé de ser o me multipliqué. Vueltas. No recuerdo quien lo propuso pero no hay manera de salir de aquí, de este círculo.

domingo, noviembre 07, 2010

Minotauro

Hay poetas que murieron torturados. Golpeados por las manos de cabezas dominadas por la locura. Arrastrados por suelos mugrientos y sospechosos que eran el epicentro de la injusticia, pero suelos legales, gubernamentales, legislados, repletos de cargos en pirámide que iban aumentando en maldad, por evidente que parezca. Pero hay otros poetas, en mundos crueles pero mucho menos, que son torturados por si mismos, por sus propias cabezas. Que se arrastran ellos, con sus propias manos, por otros suelos que son sus miserias, por su propio ego que les golpea una y otra vez, que los maltrata y les llena de moratones en la moral. Paranoicos, obsesivos, no quieren, no quieren a nadie pero a quien menos quieren es al otro que habita ahí, dentro. En ese laberinto terrible. Tristes, venden su alma a lo que ofrecen. Quieren ser y son pero también son lo otro que no quieren ser. Olvidan esos poetas que todos somos fugaces, prescindibles, olvidables o no lo olvidan, lo olvida el otro, el que habita con ellos en ese laberinto.

viernes, noviembre 05, 2010

El escritor de cuentos cortos

1.- Recortando un cuento corto.

Escritor, a tiempo parcial, de cuentos cortos que hablaban de cuentos cortos o de cuentos cortos con final abierto, que son cuentos cortos infinitos.

2.- El editor comunicó que aún no había terminado de leer aquel cuento corto

Empeñado en encontrar una palabra que fuera de principio a fin un cuento corto.

3.- Esto no es un cuento corto. Es más largo de lo que parece.

Generalmente jugueteaba con la idea del cuento fugaz o poco definido.

4.- ¿Si corto un cuento tengo un cuento corto?

Los recopiló, uno detrás de otro. 1, 2, 3, 4, etc, etc... y fueron muchos cuentos cortos

5.- El mejor cuento corto es el que más rápido se lee y del que más tiempo perdura su lectura.

Los corrigió, los presentó, orgulloso, decidido. Los mandó a editoriales. Esperó respuestas

6.- Todo principio es un cuento corto con final abierto.

Desesperó. Nadie contestaba.

7.- Si escribiera un ruido, todo lo que ese ruido conlleva es, de por si, un cuento. ¡Plash! Imaginen ustedes.

Pasaron dias, meses. Nada. Dudó. ¿No gustan mis cuentos cortos?

8.- Espacio para rellenar por el lector.

Las esperas, decididamente, no son cuentos cortos.

9.- Los grises de un escritor en blanco.

Pensó, concluyó. Nadie publicará mis cuentos cortos. Ese día tenía una carta en el buzón. La abrió.

10.- Este cuento se acabó

En la carta se leía: "Hemos recibido sus cuentos cortos. Aún los estamos leyendo"


Música diaria

Suenan: Los muelles de la cama mientras giras tu cuerpo para levantarte, los píes en el suelo cuando das los primeros pasos del día, la puerta medio cerrada de la habitación mientras la vas abriendo, la puerta del baño. Suena la orina en el retrete, suena la cisterna. Suenan de nuevo tus pasos en el suelo, retumbando lejanamente, como si aún caminaras por los sueños. Suena el interruptor de la luz que has pulsado porque aún no ha amanecido del todo y no se ve bien. Suenan las puertas de los armarios de la cocina mientras buscas el café, la cafetera, la cucharilla. Suenan los giros en la cafetera, el grifo que abres y por el que corre el agua que terminará volviéndose café. Suena la cafetera cerrándose. Suena la bolsa de pan, la tostadora, el café que sale anunciándose, sabiendo que con él arranca definitivamente el día. Suena tu garganta carraspeando, el sonido sordo de un bostezo. Suenan otras puertas, paredes , suena a lo lejos la ciudad. Suena la ducha, ese viaje inexplicable del agua caliente hasta la piel, el cepillo de dientes, más pasos, la primera canción del día, el armario, el teléfono, la puerta de casa, el ascensor, la voz de un vecino que saluda, la calle, sus coches, sus autobuses, bocinas, un murmullo gigante de niños en el colegio a lo lejos, miles de pasos en la acera, conversaciones que pasan, otros teléfonos, la locución del metro anunciando paradas, el compañero de vagón que desprende desde sus auriculares el sonido no identificable de una canción. Suenan ruidos, el tren en la vía, la gente, el día, lo que no se sabe que se escucha. Suena todo, suena el tiempo, suena tu vida.

jueves, noviembre 04, 2010

Dos siglos

Entré en casa hace dos siglos. No he vuelto a salir. La última vez que crucé esa puerta venía huyendo, venía corriendo. Abrí a toda prisa, asustado. Crucé y cerré la puerta de un golpe, pasé la llave, bajé las persianas, apagué todas las luces y me quedé en silencio. Suspiré unas cuantas veces, me senté. El miedo fue disminuyendo, se fue instalando en mi una leve seguridad. Afuera, a ratos, escuchaba sonidos, ruidos que no quise interpretar. Cuanto más tiempo pasaba más tranquilo me sentía, mas seguro estaba. A veces, cerraba los ojos. Imaginaba cualquier tipo de espacio. Inicialmente veía agua, orillas, espacios que se extendían en agua. Lugares apacibles. Luego fui viendo sitios menos concretos, siempre muy abiertos, muy extendidos. Finalmente desaparecieron geografías, sólo veía no límites. Allí me instalé mentalmente. Fue pasando el tiempo, los primeros años. No noté ninguna ausencia. Estaba bien a solas, a oscuras, en silencio. Estaba cómodo en esos no espacios ilimitados. Ignoré, entonces, en todos los sentidos, lo que sucedía al otro lado de la puerta, de las ventanas, más allá de las paredes de mi casa. Pasó el tiempo, pero ignoré también ese paso del tiempo, porque ignoré todo aquello que sucedía, lo físico, lo concreto e incluso lo abstracto. Me instalé en una delicada nada. No tiempo, no espacio, no cuerpo. Durante años habité en esa quietud, en esa transparencia. Olvidé mis formas, mis pensamientos, me olvidé de todo. Siglos, si. Dos siglos. Dos siglos ausente incluso de mi mismo, logré deshacerme de todo, sólo una cosa quedó instalada, la única, la potente. Sólo eso siguió allí, inmóvil, estático, insuperable. Dos siglos junto a ese vacío, superponiéndose a lo que fui, al tiempo, al espacio. Dos siglos y no hubo manera. Entonces, hoy,finalmente me puse en píe y volví, abrí la puerta, caminé por la calle. No reconocí nada. Evidentemente, ella ya estaba muerta.

martes, noviembre 02, 2010

Contrarreloj

16:37. Tengo tres minutos para escribir esto, y después de esto ya son dos cuarenta y cinco. Es importante lo que debo de anotar y muy poco el tiempo que tengo. Tres minutos escribiendo son apenas unas cuantas frases apuradas. Si quiero ser concreto y concentrar en este texto el mensaje importante que debo trasmitir no debo pensar mucho las frases, apenas detenerme. Me quedan dos minutos, pierdo el tiempo. Avanza y me condena. Tengo cada vez menos, me aprisiona y lo pierdo. Me detengo unos segundos para centrarme, para buscar las frases exactas que debo transcribir desde mi cabeza hacia la página. Es tan poco tiempo que me oprime y me desconcentra. Me empuja el tiempo, me expulsa del texto desde el instante en el que lo he empezado. Un minuto, debo decirlo. Debo trasmitir la situación a la que estoy sometido. Se me escapa. Ellos me obligan....

PD: El texto fue escrito bajo esa condición. La de los tres minutos. A las 16:4o lo cerré.

Carnaval en una ciudad triste

Dejé de verle en el año 96. No fue mi mejor año, aunque tampoco fue el peor. Nunca hay un peor año de tu vida. Si puede ser que en general el año 96 fuera desolado o algo parecido a un aislamiento. El caso es que fue un año en que las cosas empezaron a cambiar y la gente de entonces, con la que pasaba más tiempo, empezó cada uno a llevar otros ritmos. En general yo habitaba en una forma imprecisa de aislamiento y quería largarme, pero largarme seguramente a un destino invisible porque en general había perdido la brújula. Recuerdo plantearme irme a vivir a Argentina donde no conocía a nadie, pero uno puede plantearse cualquier destino cuando ha perdido el suyo. A R le dejé de ver en esa época. Nos llevábamos bien y mal. Creo que éramos muy parecidos en aspectos y opuestos en otros, también había zonas de nuestra personalidad que no eran trasladables a nuestra relación. Habíamos sido íntimos y generalmente nos atraían las mismas tipas. Fuimos novios de una misma chica con la que yo terminé estando un tiempo y sospecho que él me recriminaba en silencio eso. Sin embargo la chica se convirtió en algo contundente durante un tiempo. R fue evaporándose en otras rutinas en las que yo ya no fui entrando aunque el, tiempo después, me comentó que le dio tristeza ver que yo me fui alejando. Nunca desvelé que en realidad en esa época me alejé de todo, de R, de la novia que tuvimos en común, de mi casa, de mis discos y me quedé con algunos libros que se volvieron importantes. Uno puede depositar todas sus esperanzas en uno, dos o tres libros y esos libros pueden acudir a tu grito de auxilio y responder con creces al desgarro. Así que dejé de ver a R, le perdí la pista o él me la perdió a mi: esos juegos de amistades tienen siempre las dos caras, somos todos alejándonos y acercándonos. Luego, años después, me llegaba alguna frase, algún eco, poca cosa. Había vuelto a su ciudad donde los dos habíamos viajado alguna vez, se dedicaba a un negocio familiar y seguía conectado de algún modo con la música. Me imaginé siempre que su vida era triste, que seguramente había engordado mucho y que aquella forma de rebeldía se había ido aplacando hacia una cierta amargura vital, pero generalmente nos equivocamos con las prefiguraciones de las vidas presentes de la gente del pasado. Un día, hace muy poco, alguien me habló de R, comentarios difusos, ningún dato revelador sobre su vida. Mientras el otro me hablaba recordé una noche un río con R, había más gente. R me propuso fumar marihuana por primera vez, ambos nos estrenamos juntos. Los demás en esa noche en el río no sabían nada. Salimos del agua y nos fuimos monte adentro, fumamos torpemente. R me indicaba las instrucciones para hacerlo bien. Aspiramos, cerramos los ojos y volvimos al río donde un grupo de gente, en el que no conocía a nadie, bebían metidos en el agua. Esperé algo, sensaciones especiales durante un rato, pero lo que acudió a mi en esa madrugada en el río fue un letargo agradable, miré a R varias veces que miraba algo y luego a mi y hacía un gesto invisible. Luego se acercó nadando y me preguntó que sentía y yo le contesté que lentitud, como si la corriente estuviera deslizándose hacia el aire. En el grupo de gente de desconocidos para mi, había un tipa extranjera, iba con su novio, que era de esa ciudad triste donde estábamos pasando el carnaval. La tipa salió a la vez que yo del agua, ambos argumentamos frío. Yo me metí en un coche a cambiarme y la tipa entró medio desnuda e hicimos el amor o ella hizo el amor y yo algo indefinido porque estaba aterrorizado con la fácil posibilidad de ser descubiertos por su novio que estaba a unos metros , en el agua. El sexo fue extraño pero aún así, bajo la torpeza y la sensación de urgencia, velocidad y peligro, lo disfruté. Minutos después aparecieron todos. Discutiendo, insultándose. R estaba indignado, violento. Nos montamos en los coches. Yo estaba asustado con una mezcla confusa entre la paranoia de que aquella situación se estuviera dando por el sexo con aquella chica impredecible y por las sensaciones aletargadas de mi primera experiencia con la marihuana. El asunto lo comprendí al llegar a la ciudad triste que aún celebraba carnavales. El novio de la tipa había acariciado bajo el agua a R y a R el asunto le pareció irrespetuoso. Luego yo le confesé a a R lo que había sucedido con la novia del tipo. Creo que sonreimos. Caminamos y me preguntó que si había sentido cosas con la marihuana. Contesté que si.

domingo, octubre 31, 2010

Ocultos y anónimos

La cuestión es la siguiente: Durante años se entrega con una pasión no correspondida a la escritura diaria. La pasión no es correspondida con talento o con frutos de calidad pero si con instantes de felicidad y de diversión. Esa evidencia, la de la falta de talento, le hace mantener su lado escritor oculto, anónimo en su vida diaria. A ese lado lo entierra en conversaciones, a ese escritor anónimo lo deja guardado en casa cada vez que sale a la calle. El asunto, no obstante, le genera ciertos conflictos o ciertas paranoias. Debido a su celo por proteger al escritor amateur de su vida exterior, sufre, cada ciertos intervalos de tiempo, el golpe de la sospecha de haber sido descubierto, puesto que a ese escritor oculto lo expone en un blog de nombre robado, diariamente. Hay, además, un grupo de gente del que esconde con más celo aún a ese escritor anónimo. Temeroso de ser descubierto hay ciertas preguntas de ese grupo de gente que de vez en cuando le hacen levantar la ceja y la duda de :"¿me han descubierto? ¿Han encontrado el blog fantasma?" Así pasan años, cinco, quizá seis. Una tarde de otoño que llueve, aunque este detalle nada aporte a la historia, uno de los miembros de ese grupo le dice que acaba de publicar un cuento para un revista literaria de perfil amateur. Se muestra interesado ante el lado escritor de ese tipo que, seguramente, también había mantenido oculto. Le pregunta si puede leerlo, y el otro contesta que si, que le mandará un link donde puede leerlo. Esa noche al llegar a casa ve que tiene un correo, es el link, lee el cuento. Al final del cuento hay una mínima biografía del tipo. Ahí, entre otras cosas lee la dirección de un blog, el blog, curiosamente tiene un título sobrecogedóramente parecido con el suyo, con ese donde oculta al escritor amateur. La duda no se resuelve, el juego sigue abierto, pero el detalle, como poco, le parece curioso.

viernes, octubre 29, 2010

Insomnio

A las cuatro de la mañana abre los ojos. Silencio. Se levanta a beber agua. La boca seca como esos pantanos vacíos en medio del verano y el golpe de toda la cerveza en medio de la cabeza. Como si la cabeza fuera el punto exacto del medio de ese pantano seco en medio de un paisaje alargado y soleado. Abre la nevera y saca la botella medio vacía, bebe del pico de la botella y siente una forma extraña de melancolía al percibir la luz rara de la nevera iluminando la cocina con desgana pero con cierto misterio. Como si la luz de las neveras iluminaran algo que no siempre se ve. Sin antecedentes racionales piensa en Dominique, su amigo de infancia y cierra la nevera en medio de un bostezo. Duda si meterse de nuevo en la cama o lanzarse en el sofá del salón y esperar a que venga el sueño despistándolo con la ubicación. Decide el salón. Cuando se acuesta en el sofá duda si ese instante no es del todo cierto, si el insomnio, en realidad, no es más que otra forma de sueño. Se cubre con una pequeña manta que hay en el sofá y cierra los ojos. Media hora después vuelve a despertar y extrañamente el tiempo ha retrocedido. Suspira.

Genética

No hay odio, tampoco una sensación creciente de amotinamiento. No hay imágenes violentas de aniquilamiento. El hijo mira al espejo y ve gestos y rasgos profundamente marcados de su padre. La genética es demoledora porque imprime en tu cara el recuerdo insistente y fulminante de donde vienes. Se parece a su padre en la forma de la cara, en el giro fino de los pómulos. Hay motivos suficientes para coger la pistola y apuntarle y descargar con imprecisión una hilera de balas entre su hígado y su bazo, sin embargo lo que le despierta es una profunda apatía, casi pereza. La pereza de lo que pudo ser y el reloj ignoró. Hay cosas que se pasan de tiempo, como ese autobús que pasó antes de que llegaras a la parada. No lo viste, pasó y se fue. Ojos que no ven corazón que no siente. Eso le produce el rostro de su progenitor. Un autobús que no se ha visto pasar. Mientras tanto reconoce la capacidad indudable de sus genes que han impreso a fuego lento esos ojos incrustados, esa facilidad innata para la divagación y ese caos incomprensible para los otros en el pensamiento. Se ve reflejado en el espejo y comprende que en el fondo no es más que el vestigio de un coito. Un gemido que reverbera durante años. Un orgasmo en una habitación. Los ecos de los gestos en su cara así lo recuerdan.

martes, octubre 26, 2010

Sentido

Hay un momento, unos cuantos segundos, que se van esparciendo aleatoriamente por tu existencia en la que todo, cada segundo, cada minuto, cada hora de tu vida, encajan y cobran sentido. Por eso se vive. Por ese instante breve y esporádico de éxtasis.

PD: Anoche vi esa luz.

lunes, octubre 25, 2010

Perdida

LLegamos a su casa incendiados. A mi me abrasaban las manos, a ella vaya uno a saber que pero echaba fuego por todas partes, nos fuimos corriendo en llamas por el pasillo y en medio de llamas y cenizas agitadas nos lanzamos a la cama. Allí nos fuimos enterrando entre las sábanas y el edredón pero el fuego no bajaba. Nos movíamos de un lado al otro como luchadores de Judo, casi como queriendo inmovilizar al otro. Giro entre una sábana, media vuelta con el edredón. Perdí los límites de la cama. Entre las llamas a toda intensidad y las sábanas con vida propia, perdí la noción del espacio. Lo mismo notaba una mano suya en mi codo que la otra más abajo. Lo mismo notaba su cara a medio metro de la mía, que sus rodillas en mi pecho. Sospeché a ratos que nos habíamos desarmado, que se había desmontado el puzzle corporal y aquello era caos de miembros. Las sábanas los mismo daban dos vueltas y enredaban mis tobillos, que se extendían entre ella y yo de manera elástica. Ahí se mezcló todo, los fuegos, los miembros y órganos y las sábanas y el edredón. Yo dejé de saber por donde andaba mi cuerpo, si incrustado en el edredón o en el Kolpos, pero me perdí en aquella agitación. SI mi pierna era la mía o era una extensión. Si había cuatro piernas o dieciseis. Sábana, sobre sábana siendo la misma enredada a su vez en el edredón. Así andaba como loco por esa cama cuando pensé que estaba solo, que era tal el enredo de las telas y de las pieles que me había quedado solo en ese cuadrilátero enloquecido. Así que respiré y me detuve. La llamé, dije su nombre un par de veces. Como respuesta silencio. Me separé como pude de las sabanas. Me costó. No encontraba todo mi cuerpo, envuelto como estaba de una sábana, la otra, el edredón. Me puse en pie sobre el colchón. Me quedé analizando aquellas montañas laberínticas de telas. El amontonamiento imposible. Acerqué la boca y la volví a llamar. Andaba por ahí dentro, claro que si y comprendí que debía ayudarla a salir. Metí una mano, la seguí llamando. ¿Dónde estaba, dónde se había metido? Giré la montaña formada donde yo hacía poco también estaba. No la encontré. Deshice las formas creadas, separé, como pude, un trozo de edredón, algunas partes de la sábana. Seguí sin encontrarla. La busqué, la busqué durante horas. La llamé, grité su nombre y jamás apareció. En recuerdo me llevé esa montaña de sábanas y edredón. Me las llevé a casa y aunque de vez en cuando busco, sigo sin encontrarla por ahí dentro. A veces me planteo el entrar con ella ahí, para siempre, pero cuando me decido siempre me termina dando claustrofobia y no me atrevo.

domingo, octubre 24, 2010

Las casas vacías

Siempre está, estoy seguro. No se por donde entra, no se como lo hace, pero siempre está. Desconozco como es capaz de conocer mis horarios cuando ni yo mismo los llego a manejar, cuando la vida se sucede en muchas salidas casi aleatorias y el horario de mi vida es impredecible. No se como lo hace y desconozco, por supuesto, cual es su interés. No se cuando empezó y jamás le he visto; cuando he tratado, mil veces, de descubrirle, de engañarle y capturarle, encontrarle in fraganti, pero es más rápido que yo, siempre se anticipa a mis decisiones y cuando creo que le voy a encontrar ya no está, ya se ha ido. Siempre está, ahora está. Abrí la puerta, salí a la calle y ya está, ocupa mi casa cada vez que salgo, en el instante exacto que piso la calle se que está, que entra. No tiene llave, no tiene paso por ningún acceso, por ninguna ventana del patio, por ningún balcón. No se donde habita cuando yo entro, no se que hace en el instante en que giro la llave y abro la puerta. Desconozco a que se dedica. Ahora está, si llamáramos a mis vecinos me dirían que hay luz en casa, que hay ruido, que alguien camina por el pasillo, nunca lo hago, jamás he preguntado a los vecinos, prefiero mantener para mi ese misterio por poco creíble, por incomprensible. Quizá ni siquiera encienda las luces, quizá no hace ruido, no camina de mi habitación hasta la cocina y de ahí al salón. Quizá se siente en silencio, a oscuras, esperando mis pasos en el descansillo para salir por ese sitio imposible por el que entra. Quizá sólo espera, sentado, pensativo, maquinando un plan que no comprendo, un fin que no espero. Sé que está, no me preguntes porque lo sé, sólo sé que está. Hoy, por ejemplo, me vestí silencioso, escondido, sin darle pistas, no hice ningún movimiento. Metí toda la ropa en el baño, llevé un libro por si me ve. Me vestí a oscuras y esperé un buen rato. Disimulé. gateé por el pasillo por si me ve. Abrí la puerta cuidadosamente, sin encender las luces del descansillo, salí a la calle y desde instante sé que ya está, que se ha colado en casa, que se ha sentado en el sofá o que se tumba en mi cama o que, y eso es lo que más temo, husmea en mis cosas, me abre los armarios, me revisa los documentos. He montado en el metro, he llegado hasta aquí y sé que ahora está allí, dentro de mi casa. Siempre está en mi casa cuando yo salgo. No se quien es, no se que quiere, pero está allí, en mi casa cuando está vacía.

sábado, octubre 23, 2010

Los parques

Ese parque estaba muy bien, era amplio, muy concurrido y lleno de actividades liberadas para Nicolás. A nosotros nos relajaba, llegábamos al parque y Nicolás salía corriendo al fondo, donde ya era casi rutina encontrarse con los mismos niños. Nos despreocupábamos y Nicolás se divertía, además el tipo de padres era agradable y nos fuimos relacionando sin intimidades pero cálidamente. Mientras Nicolás se enfrentaba en guerras inventadas en ese espinoso campo de batalla de los columpios, nosotros hablábamos con los padres de aquellos niños del tiempo, de las vacaciones de verano, de las gripes y de actualidades informativas o de películas que nos gustaban y recomendábamos. A veces iba yo, a veces Lola, a veces los dos. Casi siempre a media tarde, en esa hora que el día cede y cambian los ciclos. Nos apoyábamos en los bancos al fondo, nos juntábamos aleatoriamente, saludábamos y dejábamos de ver a los niños que poco a poco fueron sumando muchos, muchísimos. Un batallón que se entremezclaban allí, como una masa de energía incontrolable. Muchas tardes hablaba con el padre de Juan. Un tipo agradable, pausado. Quizá era el padre con el que mejor me llevaba y con el que generalmente terminaba hablando. Compartíamos gustos, nos interesaban cosas en común. Era un tipo de conversación profunda y llegó a convertirse en algo más que en una charla banal y diplomática en una esquina del parque, me agradaba que fuera cayendo la tarde y bajar al parque para reunirme con el padre de Juan, mientras Nicolás se enfrentaba allí, despreocupado de mi mirada. En eso el parque era liberador para Nicolás como hijo, para mi como padre. Nicolás se volvía un niño más en aquel cúmulo de pequeños seres donde nunca identificabas a ninguno y yo charlaba con el padre de Juan, el tipo había vivido en varios países, viajaba mucho y contaba asuntos peculiares de esos viajes lejanos. Escribía, eso me dijo, por afición; aunque confesó que le dedicaba al asunto muchas horas al día. Un día me hablaba del horror en un viaje a Angola, otro día del recorrido tremendo que hizo con unos tipos desde Guatemala hasta la frontera de Estados Unidos. Así las tardes en el parque se volvieron un asunto interesante para mi. Luego, cuando ya caía la noche Nicolás se acercaba sin necesidad de llamarle y nos íbamos. Nos despedíamos con prisa, mirando la hora cercana del baño y de la cena, un "mañana nos vemos" y ahí quedaba todo. No caes, no te das cuenta, a veces no te fijas. La rutina se va implantando y no caes en los detalles que la sostienen. Las cosas van ocurriendo y no te da por preguntarte lo primordial. Alguna tarde en el camino del parque a casa le dije a Nicolás que si un día quería invitar a dormir a Juan que lo hiciera, pero Nicolás me dijo que no sabía quien era Juan. Son tantos niños amontonados en sus juegos, en sus normas. Juan y Nicolás simplemente no habrían congeniado, las relaciones. Pero no te percatas, siguen pasando las tardes, acudes a la rutina, te instalas en la esquina del parque con el padre de Juan y charlas y el te cuenta, que hasta que nació el niño todo era desbarajusta en su vida, pero que desde el niño lo que quiere es llevar otro ritmo, pero Juan, Juan siempre se queda el último, Nicolás siempre viene a buscarme antes que Juan a su padre y siempre nos vamos primero y sigues, no te preguntas porque la rutina se instala y aniquila las preguntas primordiales y el padre de Juan siempre ahí, que siempre se queda el último, hasta que comprendes, hasta que la realidad cae como un niño se desliza por el tobogán, que el padre de Juan no tiene Juan, que se queda y nunca va a buscarle ningún niño, que el padre de Juan no es le padre de Juan, porque no hay Juan, porque no hay niño y entonces por un temor, por una duda incomprensible, de golpe, sin aviso, sin transición, le dices a Nicolás que nunca más volveremos a ese parque y Nicolás pierde de un plumazo sus batallas, sus compañeros. Fue a partir de ahí doctora, que el niño empezó a hablar solo y le juro, le juro que cada día, cuando le descubro hablando solo me pregunto si ese niño invisible, ese amigo inexistente, es Juan y su padre a su vez, es el mío, mi amigo invisible.

viernes, octubre 22, 2010

Saltador urbano

La mejor manera de salvarse, la única, es saltando. Saltando hacia atrás y sin pensar demasiado en la posibilidad de haberse lanzado para adelante. Recibir el golpe repentino en las rodillas, ese golpe que por esperado es inesperado. Ese estrujamiento de los ligamentos, la tibia reclamando su presencia, su importancia, los huesos sin resistencia doblándose hasta el punto que ya no dan más y están a punto de sonar. Esa la única manera, recibir de lleno el efecto de dar con los pies en la acera de repente, a una velocidad que el cuerpo no resiste. Ya luego viene el quejido inevitable, las piernas perdiendo su entereza y dejándose, entendiendo que hay un punto en el que ya no se da más, entonces el cuerpo, vencido, se cae al suelo al completo y la boca se estampa en el suelo con poca fuerza pues las manos y los codos se han encargado de frenar la fuerza que las rodillas no pudieron y entonces, ya en el suelo, viene un olor, una esencia con la suma de olores que están condensadas, siempre, en las aceras, en el asfalto, es un olor peculiar y que sabrá evocar todo aquel que se haya dado de morros en una acera. Es un olor a cemento y a tierra seca. Es un olor raro, incomprensible porque no se entiende que ahí abajo, a ras de suelo, también exista una esencia, el olor primitivo de la ciudad, el sudor de las calles. Ya en el suelo comprendes, definitivamente, que la caida te ha salvado, te ha producido algunos rasguños, algunas heridas que sangran levemente, pero sabes que te has salvado, de algo invisible, de algo indefinido, pero te has salvado de algo que venía a suceder justo después del instante antes de salta hacia atrás. Duele, si, pero libera.

Mi lista de blogs

Afuera