jueves, enero 31, 2013

Fotografía de árboles

  Hacía fotos con cierta adicción. Una foto me llevaba a otro foto y cada una parecía el boceto de la siguiente o una suerte de aprendizaje en busca de la foto definitiva. Con esto no quiere decir que fuera buen fotógrafo, que no lo era. En realidad, y sin ningún complejo, admito que era un pésimo fotógrafo Mi atracción por encontrar una imagen desdoblada me llevó a ver la vida con una obsesión de quietud, debía detener esa micromilésima de segundo, debía cazarla para mi, por mi propio placer. Fotografíe de todo: fotografié carreteras, coches, nubes, aviones, helados, señores, líneas, agujeros, arena, paredes, casetas de vigilantes de noche, casetas de vigilantes al amanecer, fotografié atletas, el mar, fotografié otros continentes y al final sólo fotografié árboles, cualquier árbol, todos los árboles. Si la foto es detener; un árbol, a su manera, detiene el tiempo. Así que fotografié árboles casi con la idea inconsciente de fotografiar hasta el último árbol de la tierra, hasta ese arbusto perdido en mitad de la nada. Comprendí que las formas de los árboles, que sus ramas, emiten expresiones; creí aprenderlas a leer. Creí comprender un significado o llegué a fabular significados. Creí ver un lenguaje evidente en la forma en que las ramas se abren y se alzan hacia el aire, en la distribución de las hojas, en la forma en como estas eligen ir cayendo, creí ver un orden en esa caída melancólica y paulatina a la llegada del otoño. Creí ver que los árboles exigen y gritan o se emocionan o ríen o pierden el control con una lentitud sobrecogedora. Sus gestos son nuestros gestos ejecutándose a una velocidad incomprensible a nuestra velocidad. Como en esas repeticiones deportivas donde se ve una acción de un segundo sucediendo en cinco. En los árboles los gestos me parecían gestos desarrollándose despacio, la sonrisa abriéndose durante treinta y dos años, el grito de enfado reverberando inapreciablemente durante cuarenta y siete años. Eso creí comprender hasta estar convencido de que lo que creía era una verdad inamovible, los árboles, sin ninguna duda, desplegaban sus ramas formando una expresión y en eso se basó durante muchos meses mi vida. Fotografías amontonadas hasta lo ingobernable de un árbol tras otro árbol. Cada árbol que pasaba por delante de mi vista quedaba retratado y por las noches trataba de descifrar sus expresiones, sus gestos. Luego fui cayendo en el detalle: ya no me valía una foto general del árbol. Retrataba las hojas, la forma en que se amontonaban las ramas, en como la corteza producía esas formas que parecen un lenguaje milenario, intraducible. Cada vez más cerca, cada vez más horas pegado al árbol. Foto tras foto, hora tras hora, hasta subirme a ellos, hasta desplegarme por las ramas en busca de no sé qué: algo invisible, algo que reuniera el gesto definitivo del árbol. Logré ejecutar fotografías en posturas casi acrobáticas, adaptándome y creyendo entender la forma de los árboles. Así hasta que creí empezar a ver, casi como una visión privilegiada, casi  como un poder de superhéroe, la forma en que las ramas, inapreciablemente, van creciendo. Me movía hábil y me detenía creyendo ver ese movimiento invisible, ese crecimiento casi estático. Y las ramas, porque fueron las ramas, empezaron a agarrarse a mi, como si se fueran a fundir con mi piel; y me pareció ver que me rodeaban con sigilo. Entonces dejé de fotografiar porque no pude hacerlo, porque las ramas me inmovilizaron primero el cuello y luego los hombros, casi al tiempo los tobillos y las rodillas. Todo aquella biología parecía fundirse contra mi piel y mi piel se hizo corteza y fui gritando y fui emitiendo gestos, pero sólo ahora sé que esos gestos tardaron años en formase, que mis dedos buscando la salida se convirtieron en ramas alzándose y finalmente aceptando la transformación. Ahora, simplemente, crezco y de vez en cuando te veo pasar.

martes, enero 29, 2013

Los otros, el mismo

 No siempre se es el mismo. Hay un tempo de fondo, una cadencia que acompasa la línea, pero en verdad vas siendo otro. No fuiste el mismo al salir del cine en aquella película tremenda, no eras el mismo en aquellos pasillos mal iluminados de los días de hospital, no eras el mismo cuando ibas de copiloto en aquel coche que reventó contra otra coche en la esquina de aquella avenida. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas las horas que vinieron después, la adrenalina acumulada en un punto impreciso de la sien, el nervio y la sensación de irrealidad al ver el otro coche en llamas, la puerta de tu lado reventada? Tampoco eras el mismo cuando saliste de aquella casa, empujado por su padre, a gritos, como un delincuente y tu callado, porque tu bandera era el amor; un amor, por otro lado, que era mentira, porque ahora que han pasado los años asúmelo por fin: aquello no era amor. No eras el mismo cuando caminabas por aquellas calles tristes y de luz mortecina y hacía calor y compraste dos cigarros y le pediste mecha al tipo de la tienda y te sentaste a mirar una vista que se desprendía y que en cierta forma no te pertenecía. No eras el mismo en aquel avión que rompía con tu vida, también contigo mismo. Si nunca fuiste tú, ahí ni siquiera te pertenecías. No eras tú cuando aquella mujer te hablaba de muerte y recitaba poesías grandilocuentes a las seis de la mañana y tu te afanabas en su cuerpo desconocido y legendario y que anunciaba la decadencia y el principio del fin. No eras el mismo en aquel entierro, cuando le diste un beso al cadáver y sentiste la rigidez inquebrantable de la muerte y te pareció una mala despedida porque lo físico no se despide, pensaste. No eras igual en aquella oficina hostil y en aquella tiendita de ambiente saturado y fría, un invierno cansado y largo. No eras tú frente a aquel señor esquivo que decía ser tu padre y que hablaba como en otra pantalla y mientras le escuchabas pensabas ¿Y qué es la sangre? No eras el mismo en aquellos cambios de nota que descubriste con los años, en un lento y torpe aprendizaje musical. No eras el mismo mientras leías montañas y carreteras y profesores que habitaban lejos. No eras el mismo en las salas de espera, en tantas salas de espera, en tantas horas muertas. No eras el mismo en aquella playa que recordaste otras playas, una vida que había quedado atrás. No eras este en aquella ciudad remota, de calles laberínticas donde te pareció ver algo parecido a un misterio. No eras el mismo luego. En aquellas dos salas donde viste la luz el alumbramiento. Nunca has sido el mismo, porque a cada rato somos otro y nunca nos repetimos, salvo la cadencia.

lunes, enero 28, 2013

Perdido

 Aún hacía frío, pero empezaba a amanecer antes. Salía pronto y caminaba sin prisa, en ese rato que hay en las calles justo después del bullicio de la mañana, cuando la gente que trabaja ya está en las oficinas y los que no trabajan aún no toman las calles. Hay una especie de transición en esa hora en la que todo queda en silencio, como quedaba en silencio el colegio justo después del terremoto de muchachos después de que sonara el timbre para la primera clase. A veces bajaba hasta el río y me quedaba viendo a los meticulosos jardineros trabajando con el césped o con los árboles caducos, paseaba sintiendo esos dos grados menos que hay por la orilla, mirando la luz esperanzadora de la mañana reventando en el agua, las corrientes suaves pasando de largo, en dirección al sur, algunos patos de vida indescifrable y algún anciano paseando con brío, a zancadas sólidas, como enfrentándose con furor al fantasma de la vejez. Los días que hacía menos frío o con bonita luz caminaba mucho, más allá de los jardines y terminaba por esa zona del río que antecede a la ciudad, esa zona de arbolada y que casi es bosque, donde la ciudad ya ha comienza a marcar, pero aún es difusa. Descubrí caminos por allí, unos paseos hermosos que terminaban en los bosques y esa zona protegida que rodea el noroeste de la ciudad. Fue así como me perdí. Empujado por la euforia de un día que anunciaba una cercana primavera, me sentí fuerte y quizá con espíritu deportivo o aventurero. Los pasos reverberaban en el camino de tierra, mi respiración sonaba acompasada con el canto de los pájaros. Caminé, caminé mucho y quizá iba tan concentrado o tan acompasado con luz, árboles y pájaros que olvidé visualizar el camino. Tomaba desvíos sin pensar, como empujado por una corriente  infranqueable. Avancé, avancé mucho hasta que, volviendo de esa pseudohipnósis me vi rodeado de una frondosidad atípica, casi irreal para haber comenzado la caminata en mitad de la ciudad. Me detuve. Me senté al pié de un árbol solemne. Aún no pensaba en el retorno porque aún no era consciente de estar perdido. Cerré los ojos. Pensé sin pensar, como se piensa en sueños, los pensamientos se suspendían o quedaban estáticos frente a una bruma invisible. Olvidé por un rato los asuntos diarios, las incomodidades de mi realidad, esas formas de tiempo que parecían amorfas o forzadas. Olvidé mis planes de dejar esa ciudad o mis planes de buscar, olvidé los días previos, el año previo, el incómodo vacío de los días. Entonces me puse en pié. Miré a los lados para ubicarme y comprendí mi absoluta desubicación. Elegí casi al azar por donde volver, al cabo de un cuarto de hora, nada del camino me recordaba a  mi paseo. Todo lo que veía era nuevo. Me di la vuelta, traté de buscar el árbol en el que me había sentado. Estar perdido es estar en un lugar donde a cada paso, todo, parece realmente nuevo. Nada parece un lugar en el que ya has estado. Giré, giré mil veces, tomé caminos y todo, absolutamente todo me seguía pareciendo nuevo. Al cabo del rato, por primera vez, me invadió una forma suave y peculiar de angustia. Esa primera angustia bloqueó debilmente la capacidad de decisión, ahora en vez de moverme, cada movimiento me parecía dudoso a aumentar la desubicación. Pensé que moverme tan anárquicamente, quizá, me perdía aún más. Me vi en una espiral, cada paso me llevaba más dentro de la desubicación, estar perdido te lleva, inexorablemente, a estar más perdido, porque cada paso estás más lejos de ubicarte, estás alejándote de ese hipotético lugar donde te encontrarás contigo o encontrarás el punto exacto donde te perdiste. También ocurrió que el tiempo se deformó, porque el si el tiempo en sí es una deformación, metido allí, en mitad del bosque de la periferia de mi ciudad, el tiempo se deformó hasta el delirio: dejé de saber en las proximidades de qué hora vivía. Podía estar atardeciendo o quizá media mañana. La inaccesible ubicación del Sol entre tanta rama no me permitía ubicarme tampoco en este sentido. Podía llevar una hora perdido o siete. Caminé, decidí caminar con velocidad, casi corriendo. Caminé mucho tiempo. A ratos corrí. Creí ver animales, creí escuchar a otros excursionistas, pero sin embargo, al final, siempre estaba solo, no había nadie más. Troté entre árboles, por caminos de tierra que terminaban de repente. Caminé entre arbustos. Anocheció. La noche bajó la temperatura, la humedad del bosque aumentó casi de golpe. Me moví como un ciego. Avancé sin saber si avanzaba o por donde avanzaba, bien podría estar dando vueltas sobre un punto fijo. Incomprensiblemente, sin un aviso o una señal que así lo indicara, fui a dar a una calle vacía. Estaba, ya, en la ciudad. Caminé por calles, caminé por muchas calles en mitad de esa noche invernal. No vi a nadie, solo las farolas parecían mantener las ganas. Me desvié en el primer letrero en el que leí:"centro ciudad" el letrero, sorprendentemente, estaba en inglés. No sé cuando fue, pero fue. Hubo un momento preciso que descubrí que esa ciudad no era mi ciudad; que esa ciudad, en cierta manera, no existía.

miércoles, enero 23, 2013

Transcripción (historia atroz)

 Para pasar a su apartamento, si es que aquello era un apartamento, no había que cruzar un portal al uso, se entraba por un restaurante italiano bastante caótico y con muy poca clientela regentado por un tipo, que según decían, practicaba, además, abortos ilegales en la cocina. Nada parecía decente en aquel local, ni siquiera las bombillas, que habrían sido compradas en cualquier tienda de bombillas, pero hasta eso parecía ilegal o sórdido o traído de un submundo de trampas. Él cruzaba por las noches cuando llegaba de la redacción desganado y pensando que en nada se parecía su trabajo al sueño del perseguidor de imágenes que él había previsualizado los años previos.

 La última noche cuando cruzó, el restaurante ya estaba medio cerrado, Toti estaba hablando con una chica joven. La chica estaba preocupada y hablaba con intensidad, como si le estuviera revelando un secreto atroz. Él quiso pasar de largo, saludar con un buenas noches y tratar de obviar los rumores que afirmaban escenas gore en la cocina. Los dos le miraron con cara seria y le detuvieron con una rogatoria: "Necesitamos tu ayuda". Se detuvo en seco. No sabía como reaccionar. Con Toti casi nunca había hablado, salvo para negociar el precio del apartamento y las condiciones de este y los buenas noches que siempre le decía al pasar cuando llegaba de la redacción. Se acercó con rostro confuso. Toti habló sin vueltas:

.- Lola está embarazada y tiene un problema.

 Ahí pensó que vendría la confesión de los abortos realizados en la cocina, pero no, lo siguiente que dijo Toti es que él era ginecólogo y que le iban a practicar una operación para ayudarla con un problema del embarazo.

.- Será rápido.

 Miró a Lola, Lola miraba al suelo y a su barriga de cinco meses.

.- ¿Qué tengo que hacer?

.- Vamos a sacar al feto, le haremos una leve operación de corazón y lo volveremos a introducir.

.- Eso es una locura, ¿Por qué no va a un hospital? ¿Por qué hacéis esto aquí?

.- Porque en un hospital no se lo harán. La medicina que yo practico es experimental.

.- Y qué te hace pensar que yo colaboraré en tus experimentos.

.- Esto

 Toti en ese momento le apunta con un arma con forma de pistola, pero una pistola extraña, futurista, iluminada con colores fosforescentes. Se queda quieto. Toti mantiene el tono amable y empieza a actuar. Lola se tumba en una mesa que hace las veces camilla de quirófano. Él ve la escena aterrado, tiene ganas de gritar, una nausea profunda, terrible, le recorre la garganta. Suda y siente una forma inexplicable y desconocida de paralisis. Varias veces mueve las manos como tratando de ver si aún reaccionan a sus corrientes nerviosas. No mira, trata de no mirar nada. Lola ha cerrado los ojos, confía plenamente en Toti. Toti actúa serio, sólo cuando ya está operando, se le puede ver que tras su apariencia delectiva y salvaje, Toti es, ciertamente, un ginecólogo. Sus movimientos, lo reconoce, si dejan ver a un profesional. Apenas respira. Lola respira casi como si estuviera de parto. Toti saca al feto. Está a punto de desmayarse. Si hay una imagen sinónimo de atroz es esa. Toti le dice que a partir de ese instante su función es fundamental, debe sostener al feto en una posición precisa. Todo en su cuerpo es una nausea, una paralisis. Hay momentos, unos pocos momentos extremos, en los que la cabeza parece suspenderse, quedarse ajena al comportamiento químico del cuerpo. Todo en él se sucede en una maraña confusa en la que nada parece cierto. No hay memoria, no hay pasado, no parece venir un futuro, todo está congelado en esa escena insoportable y definitiva. Algo hace Toti en el feto, algo que él ni siquiera trata de descifrar. Toti actúa como siempre dice la metafora: con precisión de cirujano. Su cara es inexpresiva, todo se concentra en sus manos y sus ojos, donde parece habitar una fuerza sobrenatural. En su pasaje irracional, de repente, hay un vestigio de admiración a Toti, no es una admiración a sus metodos, es una admiración a su falta de pánico, a su temerosidad, porque él habita, justo, el polo opuesto: el terror y el pánico, la parálisis químico de un cuerpo gobernado por la incomprensión. En la imagen que culmina el delirio, mientras el mantiene con las manos algo que no quiere mirar, Toti fotografía y aún pierde unos segundos en buscar un encuadre preciso, como si cupiera la estética en esa foto que quiere conservar. Toti le quita de las manos lo que a él le paraliza. A partir de ahí no recuerda nada o sólo ve la cara de Lola iluminada por la luz blanquecina de una de las lámparas de la cocina del restaurante. Se cae al suelo, no se desmaya, pero mientras Toti actúa con velocidad él llora. No hay una medida de tiempo, pero un rato después todo ha terminado, Toti le abraza, él despierta, ve por la ventana la noche, el vaho en los cristales. Aún mantiene la duda de si esa pesadilla, en realidad fue cierta.

martes, enero 22, 2013

Canción de amor

 Varios acontecimientos suceden esa mañana de apariencia dispersa, pero unidos por un trasfondo que los soldifica de un modo emocionante y peculiar.

 A primera hora escucho música de un francés que esa semana tocará en mi ciudad. Después de un recuento de un buen número de ellas, llego a un vídeo de una de las canciones de su último disco en directo. La canción es hermosa y suave, delicada y atmosférica. Mientras la escucho pienso que en las canciones que yo hago hay una tendencia a ese tipo de atmósfera, en cierta manera reconozco ambientes que, aunque peor ejecutados, son similares. Recuerdo, sobre todo, los ambientes de una canción de amor que hice cuatro años atrás, la única canción de amor confesional y personal que he hecho en mi vida. Siempre comparto música que me gusta y que creo que puede llegarle con mi hermano. Le suelo ir mandando cosas y suele responder con comentarios. Cuando le di a enviar, lago me hizo pensar o algo me conmovió al punto de querer escribir otra vez, de nuevo, una canción de amor. Entre otras cosas desde aquella canción de amor y este momento. Hay elementos nuevos: entre otros, dos hijas. Mientras pensaba eso, mi hermano contestó a la canción que le había enviado del francés: "Esta canción me recuerda a tu canción de amor" Sonreí, estuve a punto de contarle toda esta historia, pero en ese momento me llegó un mensaje al teléfono. Era una amiga increíble, que desde hace pocos días vive en mi ciudad. Los motivos, entre otros muchos, que la han llevado a mudarse a esta ciudad en la que hoy llueve y la luz atraviesa suave los charcos y las ventanas y hay gotas, ha sido el amor, un amor del que no tengo imágenes pero que intuyo maduro y tremendo, elevado. Aún no la he visto desde que aterrizó, sé que anda sumida en esa delicadeza del encuentro, el viaje de dos que se ven por fin. No hay prisa por verse, ahora le toca disfrutar de ese tiempo. Me contó que se sentía feliz, hablamos de la luz, del amor, gastamos un par de bromas. Cerca de su nueva casa, me dijo, está La Iglesia de San Nicolás. Recordé entonces la última vez que estuve en esa iglesia. M se había ido de viaje de trabajo a Marruecos y unos amigos me habían invitado a ver un concierto allí, un cuarteto tocaba música sacra. Recordé esa tarde de sábado, el frío al salir. Recordé que en la puerta, aún, de la iglesia M me llamó, habían terminado la jornada laboral y se iban a tomar algo. Pensé, sin gloria, sin grandilocuencias, sin aspavientos, que amaba mucho a esa tipa. Esa noche, cuando llegué a casa, compuse la única canción de amor confesional y personal que he hecho en mi vida.



lunes, enero 21, 2013

La nieve

 El frío es implacable: lo primero que te recuerda es que hace no tanto (porque el tiempo es una bala) estabas en verano y no sentías esas agujas mientras caminas por la calle, esas agujas invisibles que se te clavan en las orejas y en la punta de la nariz. Y es implacable porque parece permanente, y no te deja visualizar con facilidad que, una vez pasada la misma cantidad de tiempo, volverás a estar en manga corta, sentado al sol, bebiéndote la segunda cerveza; porque la primera te las has bebido sin respirar por la sed que da el calor. El frío es implacable porque empuja la luz, la empuja hacia afuera, el sol parece débil allá atrás. La luz reverbera, como si la luz no fuera de hoy, sino un reflejo de esa luz del verano que te parece imposible. Anuncian nieves y el cielo brilla, detrás de estas luces vendrán las nubes cargadas de hielo, camiones que son nubes, camiones por carreteras vacías, iluminadas sin fuerza. Por allá por la sierra vienen las nubes y se nota en ese silencio que da el frío, porque el frío enmudece las cosas, incluso Madrid, que hoy parecía más calladita. La gente camina rápido y no te mira, o te mira desde detrás de esas bufandas, como si las bufandas fueran muros, divisiones territoriales en un mapa geográfico indescifrable, habitan allí, tras la bufanda y esos abrigos que se suben hasta el borde de la boca y un tipo pasa con sombrero elegante y te hace pensar que el sombrero debería ser un complemento obligatorio, porque los sombreros son hermosos. Una chica pasa luego, mira al suelo y se mantiene un pañuelo casi hasta la nariz con la mano que se ha atrevido a sacar del abrigo. No se ve, es imposible desvelarlo, pero un sabe que detrás de esa maraña de telas y lanas y algodones hay una tipa hermosa, que llegará a casa y se desvestirá despacio y pegará el culo unos segundos a la calefacción para aclimatarse y ya luego vaya uno a saber que coño hará: llamar, cenar, reír o mirar por la ventana a ver si vienen por la noche esas nubes, los camiones, las nieves.

Ritmo

 El ritmo cotidiano, esa velocidad que no percibimos de nuestra propia vida, se vio reducido de repente a una enorme lentitud. Lo que durante años había sido trasiego desde antes del amanecer, ahora era lentitud total. Nada le esperaba al otro lado de la puerta. Se acostumbraba, sí, pero se acostumbraba desde cierta imposición, en realidad su cuerpo seguía exigiendo ese tempo intenso del café veloz, de bajar al parking, saludar al vecino y recorrer calles o carreteras para reuniones elevadas donde siempre era admirado. Lo admirable, y eso era algo que hasta los que le tenían antipatías sabían ver, era que entre tanto trasiego y tanta actividad, hubiera siempre prioridad para lecturas elevadas, para aprovechar cualquier hueco de ese movimiento permanentemente activo, para leer párrafos memorables y que memorizaba. Ahora, tanta acción, tanto compromiso se habían frenado por un montón de inexplicables situaciones, pero entre ellas, por la ambición de los provincianos a los que tanto tuvo que sufrir y que terminaron, con toda su mediocridad infinita, logrando aniquilarlo en sus batallas de valores. El mundo no está preparado para tipos auténticos, la mediocridad y la cerrazón es el mal, el virus letal que acabará con todo. Sin embargo ese golpe de freno en su vida le había permitido no sufrir ni siquiera de rencores o resentimientos, lo que sucedía ahora era un letargo inexplicable. La mañana empezaba a la misma hora, nadie cambia el habito de despertar a una hora precisa durante cuarenta años de repente. Aún no amanecía y sin embargo el descenso de la cama ya era otro. El café duraba el doble y ahora siempre lo tomaba en el ventanal del salón, un ventanal que bien podría ser la pantalla de su vida, desde ese ventanal vio a sus hijos jugar abajo cuando eran críos, los vio crecer, llegar del colegio las tardes iguales, los vio llegar de madrugada con sus primeras borracheras, los vio largarse y los ve ahora, cada muchos meses, volver amables y cariñosos y algo nostálgicos y ya mayores. Ahora el café lo toma ahí, cuando todo se ha frenado y cada día observa minucioso el movimiento de luces y nubes del amanecer y pronostica sin mucho rigor, el tiempo que hará ese día. Lee el periódico, pero con distancia. La vida es un lento camino a descreer, descreer de todo, hasta de lo que parecía universal. Ahora camina porque nota ciertos síntomas que debe atajar antes de que sean problema. No hace resumenes, no recapitula, no busca respuestas. Simplemente está hipnotizado ante la lentitud que ha tomado todo, como si ese ritmo, en realidad, no le perteneciera, como si fuera a ser transitorio. Y se sabe acompañado, en eso siempre ha sido un afortunado, pero hay un vacío, un silencio que recuerda a la soledad. No hay bullicio ni charlas que parecen importantes, de repente todo es liviano e intrascendente y lo más importante es la fotografía que tienen las cosas, la quietud del movimiento. Como si si vida estuviera sucediendo fuera de gravedad.

domingo, enero 20, 2013

La memoria

 Solía huir de esas sensaciones de tempo lento. En general la melancolía le parecía un sentimiento burgués, un recreo de la memoria sólo accesible a los privilegiados del mundo. Sin embargo, con frecuencia, recordaba tardes o días que parecían inexistentes, irreales. Había algo en el paso del tiempo que resultaba salvaje, casi atroz; el tiempo lo modifica todo, también esa fina capa que hay entre lo cierto y lo incierto. Por eso, a veces observaba el pasado, no tanto con espíritu nostálgico, sino con espíritu científico: ¿Qué es el pasado? La tarde que se sentó en el destartalado anfiteatro de aquella ciudad en la que vivió, la memoria le golpeó insaciable: recordó a su difunto padre con un botellín de cerveza, su madre a un lado y él mirando el escenario, azotado por la euforia del que va a disfrutar de su primer concierto. Quizá esas tardes lejanas son la felicidad, quizá la felicidad no es más que un sentimiento difuso de la memoria, un conglomerado de químicos que se producen en el cerebro cuando se visualiza ese pasado borroso y modificado que habita escurridizo por la memoria, esos pasillos del cerebro misteriosos e inaccesibles. Eso sintió, también lo abismal del paso del tiempo. El tiempo es eso que sucede sin suceder. Uno vive y luego pasa el tiempo. El tiempo no pasa mientras vives, el tiempo pasa luego, de golpe; cuando vuelves a ese casi abandonado anfiteatro, de una ciudad en la que viviste veinticinco años antes y ves esa bola de fuego pasar de golpe, con esos veinticinco años en llamas. El tiempo pasa ahí, no va pasando. No te das cuenta que el tiempo pasa hasta que ya pasó. También recuerda esas fotos en las que siempre estás más joven, con más pelo, con la piel más luminosa. También sucederá eso después, cuando veas una foto de hoy y sentirás lo mismo que hoy cuando ves una foto vieja; y así hasta cuando no queden más fotos, hasta cuando ya nadie te pueda fotografiar. No es melancolía, piensa, es ciencia: ¿Cómo se explica todo eso?

lunes, enero 14, 2013

Ciudades visibles

   La ciudad cae al píe de la montaña. Desde arriba parece sumisa, desde dentro parece el infierno. Se prolonga como culebra del Este al Oeste. Aparece brusca por el norte justo cuando la montaña suaviza su descenso. Una línea invisible parece marcar el principio de la ciudad por esa parte. Por el Sur muere en colinas de clase alta. Por el Este y el Oeste va deshaciéndose en lenta, esparciéndose con desgana y sin estética, las salidas de la ciudad por esos extremos son feas y áridas. Hay zonas que recuerdan etapas de esplendor, un esplendor que quedó atrás, en una época estética dificil de ubicar. Hay otras zonas que no parecen reales, habitadas por vendedores de artículos locos, desconcertantes, vendedores sin clientela, con mesas de plástico como tienda. No se sabe de que viven. Lo mismo venden libros viejos: Biblias, recetarios o manuales de electrodomésticos envejecidos y ya inútiles. Todo eso ocurre cerca de la vieja estación de autobuses, donde ya no llegan ni salen viajes, y donde habitan vagabundos y maleantes. Poco más allá hay museos de carácter postmoderno que ya nadie visita y que son atendidos por muchachas desganadas que ocupan esa plaza transitoriamente, esperando encontrar mejor trabajo. Por allí, en parques incrustados entre viejas autopistas que atraviesan deliradamente el centro de la ciudad, hay artistas que preparan funciones sin público, utilizan ese parque amplio e inesperadamente verde, como escenario improvisado para ensayos que no se sabe si algún momento terminarán en estreno o si habrá alguna vez público, aunque sólo sea uno. Al salir del parque la zona de agitación financiera. Tipos que comen en lugares ruidosos, hablando de cifras y proyecciones, habitan, sin saberlo, un lugar en el que no están. Cada uno de esos tipos, en el fondo, se está yendo. La ciudad es una proyección que querrán abandonar. El tráfico es denso e inexplicable. De la vieja y ex vanguardista autopista, salen desvíos mal asfaltados a zonas destartaladas: huela a comida en la calle. Todo parece habitar en una atemporalidad extraña. Las avenidas con boquetes llenos de agua de las lluvias torrenciales y explosivas recuerdan el clima generoso, pero a veces frenético. No ahorra en vegetación la ciudad, a cada paso hay árboles, árboles tremendos, casi imposibles entre asfalto y acera. En cierta manera la vegetación, abriéndose y rompiendo aceras para emerger paralela a la montaña, recuerda que el proceso de abandono ya está muy avanzado. Las raíces revientan el asfalto: la selva siempre vence. La ciudad desaparecerá, dentro de cientos de años y quedará enterrada entre una vegetación majestuosa, sólo algunos sabrán o sospecharán como mucho, que allí hubo una capital.

miércoles, enero 09, 2013

El manifiesto abierto

 No había una intención, no había una idea preconcebida. Había una batalla o una forma de guerra pacífica, amable, ligera, permanente; sin perder el vicio del placer. Se avanzaba sin buscar una conclusión. La conclusión, en si, era asumida como un error. El único motor era ese placer físico que sólo se logra alcanzar cuando no se busca la conclusión. Había en el error mucho de acierto. Lo que inicialmente parecía boceto terminaba coronándose como la parte fundamental o incluso la parte no sólo esencial, puesto que el boceto de por si tiene mucho de eso, sino que contrario a su función, el boceto se convertía en la parte que embellecía el trabajo. Aquí lo valido era siempre lo autentico, lo honesto, lo que contenía emoción y vida, pero no esa emoción vacía y efectiva, no; la emoción profunda, interna, no verbalizable. Todo lo que se buscaba debía anteponerse a las palabras. El lema era: "Si puede ser descrito no vale". Cuando se llegaba a un debate demasiado verbal se comprendía que la esencia estaba siendo fulminada, pero por otro lado el debate y el análisis siempre estaban presente. No valía ser condescendientes, pero tampoco valía la intransigencia. Todo debía ser abierto, no valía la utilización de recursos asimilados. El viaje durísimo hacia una verdadera identidad, sin anclarse en identidades cerradas, esas del pensamiento uniforme y de banderillas, la identidad como guía en la ruta, pero una guía con posibilidad de ser alterada ante la aparición de escenarios no previstos. El viaje vertiginoso de la idea, desde ese nacimiento inapreciable hacia cualquier desviación aceptable, imprevisible. Ese era el único sentido: la búsqueda total de todos lo sentidos posibles.


Grupo intrascedente

martes, enero 08, 2013

Experiencias de excursionistas

1.- Caminaron varios Kilómetros sin saber muy bien si seguían dentro de la ruta o si en algún momento se habían desviado y todo aquel paraje era parte de un camino perdido. La semana anterior había nevado intensamente en la zona y la vegetación árida se hacía extraña con el manto blanco e impoluto. El cielo estaba espeso y gris, la luz era lejana y al hablar, la nieve y la inmensidad le otorgaban a sus voces unas características hermosas, como si hablaran más cerca, pero más lejos. Dudaron: seguir o no seguir. Pero al final acordaron seguir: si esa no era la ruta, al menos disfrutarían de perderse. No parecía haber derrota en la decisión, el paisaje era sublime y tremendo, caminar por ahí era un placer. Nada alrededor, salvo la nieve y el paisaje y el silencio amortiguado y la luz rebotada. Los siguientes kilómetros fueron silenciosos, nadie compartía lo que vivía. El silencio es contagioso, o al menos lo es en esas circunstancias. El cielo parecía un techo, un techo soberbio que encerraba un mundo discreto, cauteloso, dentro parecían habitar solamente ellos. Tres habitantes en un lugar de pleno sosiego y lejanía. Todo, desde allí, parecía lejano. Al cabo de los minutos, quizá una hora, comprendieron que esa no era la ruta que indicaban las guías y los libros especializados y que definitivamente se habían desviado. Hubo un momento de despiste que tardaron en perdonarse, ya eran casi expertos como para permitirse un error de no iniciado, pero decidieron no reclamarse y no culpabilizarse. Estaban ahí y estaban, por otro lado, caminando por una ruta hermosa, el silencio volvió. A lo lejos se elevaba el camino, la ascensión iba siendo leve, casi inapreciable, no obstante la linea del horizonte seguía allí, inamovible, inalcanzable. Fue en ese punto donde la leve ascensión arrancaba donde se cruzaron con una anciana que llevaba dos niños. La señora trató de pasar de largo, pero ellos aprovecharon para preguntar dónde andaban, que era eso. La mujer se detuvo. Les miró y con voz profunda, casi como si no le perteneciera, les preguntó: ¿se han perdido? Ellos no quisieron aceptar la derrota así y se justificaron con un orgulloso:"más bien nos hemos desviado accidentalmente". Los niños les miraban como debe mirarse a habitantes de planetas remotos. Ninguno de los dos hablaba, casi ni se movían. La mujer dijo: "En realidad esto no lleva a ninguna parte. Es una repetición permanente del mismo paisaje. No hay mucho más que ver", pero ellos la miraron como si en la mirada fuera impresa la pregunta que los tres tenían en mente:" Bien, ¿y usted de donde viene?" Hubo un silencio largo, incomodo. Uno de los niños estornudó y reaccionó como si el estornudo hubiera sido algo que roza lo ofensivo. Miró como disculpándose. La mujer no dijo nada más, miró a los niños en un gesto sin gesto y empezaron a caminar. Los tres se quedaron viéndoles perderse de espaldas, haciendo el camino de vuelta que en algún momento ellos tendrían que hacer.

2.- Habíamos conducido varias horas. Nos habíamos detenido en uno de esos restaurantes de carretera y habíamos picado algo ligero. El calor era terrible. Ninguno de los dos soportaba los aires acondicionados, pero en el coche lo encendimos porque la temperatura interior era diabólica. En la guía indicaban unas cascadas idóneas para un baño. Buscamos torpemente el camino. En algún momento la carretera se volvía camino de tierra, pedregoso y brusco. La inmensidad se abría repentina en un giro del camino. Según la guía por ahí habría que avanzar unos seis o siete kilómetros y pronto veríamos un giro a la izquierda. Apagué la música, debía conducir con mayor concentración. El paisaje se abría tremendo. La aridez y el calor parecían reverberar, como si el coche fuera el único sonido en miles de kilómetros. Fue ahí cuando se pinchó la rueda. Nos bajamos. Creo que insulté a varias deidades y avarias generaciones de las familias de los fabricantes de esa rueda. Nos sentamos. Ella aprovechó para hacer algunas fotos. Todo parecía haberse sumido en el silencio del calor y del verano. En cierta manera, esos minutos parecían contener todo el verano del mundo, el calor y la luz, el silencio casi universal que había en todo lo que alcanzábamos a ver. Creo que fue ella la que los vio primero, iban con ropas terriblemente desgastadas, ropas que en algún momento debieron ser idóneas para hacer rutas y caminar por la montaña. Caminaban pesados, casi como elefantes, estaban delgados y algo demacrados, la piel muy bronceada. Ella, quizá por amabilidad, quizá porque cuando te cruzas con alguien en mitad de la nada sientes que hay que saludar o hablar preguntó si por ahí se iba bien a las cascadas. Uno de ellos, no sé cual, porque en realidad los tres me parecían el mismo, contestó: "En realidad esto no lleva a ninguna parte. Es una repetición permanente del mismo paisaje. No hay mucho más que ver" y siguieron caminando. Los dos nos giramos para verles perder caminando de espaldas haciendo el camino de vuelta que en algún momento nosotros tendríamos que hacer.

domingo, enero 06, 2013

La chica fugaz (historia bastante real)

 Vivió en Merida, en Barquisimeto, en Caracas, en Cuernavaca. De un modo absolutamente indescifrable y críptico, terminó viviendo en Boston. No hablaba inglés, pero consiguió trabajo en el departamento de limpieza de la universidad. El sueldo le bastaba para mantener a su hijo y para darse algún capricho esporadico. No aspiraba a mucho más. Algunas veces, aún, era atacada por el aire, o algo que ella llamaba el aire, que era una necesidad suprema de perder la razón. Con frecuencia recordaba las noches en Merida, las noches de Cuernavaca y alguna noche suelta en Barquisimeto. Calles mal pavimentadas, tipos desagradables y la tendencia permanente al desconcierto. En cierta manera todo aquello era el aire: la falta extrema de pudor, la atracción de los vicios, sexo con pirsa y con tipos que necesitados y con urgencias. Si algo le había demostrado la vida es que la mayoría de los tipos se aceptanlo que sea, sin pudor, por cogerse a una tipa. Ella jugó con esa metralleta, toda su adolescencia y bastantes años de la veintena. A los treinta se quedó embaraza de un vigilante de un McDonalds de Cuernavaca, un tipo torpe y sin otra gracia que su facilidad para robar hamburguesas. Se fue de Cuernavaca sin mayor gloria, en realidad casi siempre se iba silenciosa y la gente olvidaba si aún vivía o ya no estaba. El viaje por Estados Unidos, embaraza, fue de una épica casi excesiva, pero una épica excesiva, una narración que no sería verosímil, una épica delirante, una épica que rozaba la locura y lo incierto. Es absurdo tratar de desgranar el camino y los días que la terminan empujando a Boston, pero termina en Boston, en un lugar del que no sabe nada, en el que no conoce a nadie y donde los inviernos son excesivamente frios, sin embargo Boston le gusta, porque Boston no se parece en nada a su vida, ni a ella, ni a nada. A su modo, Boston es un planeta, una planeta remoto y nuevo, lleno de habitantes moldeados de otro modo. Asume la calma y el sosiego, y aunque de vez en cuando siente el aire, ese aire arrebatador y frenético. Sólo algunas noches sale por Boston, conduce borracha y entusiasmada y siente el furor.

miércoles, enero 02, 2013

Siesta en vacaciones

 Soñé que no era del todo yo. Era un tipo parecido a mi, pero con diferencias evidentes. Mi manera de actuar, en esa extraña conciencia que hay en el sueño, me resultaba extraña, ajena. Caminé, la ciudad por la que caminaba era una mezcla soberbia de las características más esenciales que debe haber en mi percepción sobre las ciudades que más me han marcado. A su manera esa ciudad era un resumen subconsciente de ciudades. Caminé por calles en las que jamás había estado, que con casi toda seguridad no existen en ningún lugar del planeta, pero que en ningún momento me resultaron ajenas. Vi edificios remotos, extraños y cercanos. Vi coches pasar, la luz indescriptible de una especie de infinito y detenido atardecer. Entré en un edificio con la entrada pareecida a los edificios de Palos Grandes, en Caracas. Subí a un apartamento. El ambiente, dentro, era agradable y acogedor, pero triste, como si todos aquellso que deambulaban por el pasillo y por las habitaciones supieran de algo que ya no tenía vuelta atrás. Vi muchas caras conocidas. Caras de compañeros del colegio, de esos colegios en los que estuve poco tiempo. Vi gente que estaba igual, con la misma cara que cuando niños, vi gente que había engordado hasta lo obsceno, vi una vieja amiga de la que jamás he vuelto a saber. Vi mucha gente: todos, son excepción, me abrazaron con intensidad, incluso con cierto desgarro. Al rato, casi nadie hablaba. Todos me miraban con amor, con ternura, con distancia. Les miré, esperé unos segundos y pregunté: ¿Estoy muerto? y desperté feliz, al borde de una piscina, mi hija mayor chapoteaba en el agua, la pequeña movía un objeto de colores, descubría con fascinación el movimiento de las cosas, el movimiento de sus manos.

martes, enero 01, 2013

Los días

 ¡Lanzad los días de vuestra vidas hasta el día de vuestra muerte!

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