viernes, abril 24, 2015

Cayo Sombrero

 En el año 93 pasé tres o cuatro noches en Cayo Sombrero. Uno de esos viajes que sólo puedes hacer con diecisiete años. No hay físico, posteriormente, que resista salvajada corporal semejante. Fui con mi hermano y con un amigo del que casi no recuerdo ni el nombre. Llevábamos poquísimo dinero con el que basicamente compramos Pan de Sandwich, mortales barata y anís. Sospecho que me produje daños irreparables en el cuerpo después de aquello. No puedo afirmar que me lo pasara bien. Creo que sí, pero lo que me viene cuando lo recuerdo es una nebulosa de resacas y de borracheras poco delimitadas entre si. A veces muy borracho, a veces en la nausea y en el malestar físico, tirado en medio de la arena de ese playa formidable.

Recuerdo pocas cosas, recuerdo juntarnos con mucha gente de distintas ciudades, caraqueños, valencianos, barquisimetanos. Beber con ellos de una forma casi primitiva. Recuerdo una fogata por la noche con música a todo volumen y la sensación de no estar en un lugar muy concreto del planeta. Pero lo que más recuerdo es a un español mayor que yo, quizá cinco o seis años mayor que yo. Viviendo el momento con verdadero frenesí. Recuerdo hablar en un momento con él. Acercarme y charlar no sé muy bien de qué. Le pregunté por España, de la que ya me costaba recordar cosas. No habían pasado muchos años desde que me había ido, pero me fui siendo un niño y ya era un borracho de diecisiete. A mi me sucedía algo curioso mientras vivía en Venezuela, era una especie de falsa nostalgia que en realidad era una forma de curiosidad. Mi vida en España se había diluido extraña en la memoria, pero yo confundía aquel esfuerzo por recordar con la melancolía. Hacía esfuerzos por recordar las calles, las ciudades donde viví. Me venían imágenes y olores de Vigo o de Madrid, pero en realidad no lo echaba de menos. España me daba igual. Había una curiosidad rara. Se parecía a cuando lees un libro que sucede en una ciudad que no conoces e imaginas los escenarios, las calles que se describen y haces un esfuerzo por casi palparlas, porque en cierta manera esa imaginación sea más real. Aquel español me habló de España con ligereza. Fue breve. Dijo un par de obviedades y algo así como que España estaba cambiando mucho. A mi aquella España, no la de ahora, en la que ya llevo viviendo muchos años, me venía marcada por la forma de ser de mi padre, en cierta manera para mi la lejana España era la forma de ser de mi viejo. Cierta austeridad vital, cierta amargura, hostilidad y alegría, diversión y chascarrillo, nocturnidad y tristeza. Mi padre vivió más de la mitad de su vida en la dictadura y su manera de ser y vivir, como para casi todos los españoles de esas generaciones, la vida le iba muy marcada por esos rasgos y esa personalidad social de la dictadura. Pero aquel español un poco mayor que yo de Cayo Sombrero me dio de golpe otra España. Una España frenética, desapegada, de un hedonismo algo impostado, un poco más sofisticada que la España que yo tenía en mi cabeza. Aquella España no se parecía a lo que yo recordaba de España. Tampoco voy a ir a análisis sociales o históricos. Todo se movió en un terreno más bien difuso de las percepciones de un tipo de diecisiete años, bastante desubicado vitalmente. No recuerdo muchas cosas de aquellos días durmiendo en la arena, salvo, insisto, la permanente sensación de borrachera. Me crucé alguna vez más por el cayo con el español. Siempre iba en animo festivo, pero desde la perspectiva de distancia. Nunca convivía sin filtros. En realidad habitaba aquella realidad como observador, casi como narrador, con cierta soberbia. Todo le parecía "muy loco" en su viaje por aquel país. Volví de aquel viaje sin nada de dinero, logré volver a Barquisimeto con mi hermano pidiéndole el empujón a un autobús que volvía el viernes santo hacia la ciudad vacío. El autobús estaba destrozado y nosotros íbamos con el cuerpo inundado de alcohol y absolutamente agotados de los días durmiendo poco y mal. Nos subimos al autobús vacío y el conductor apenas nos miró. Llevaba un compañero que fue casi todo el viaje de pié a su lado, lo que parecía una odisea porque el autobús vibraba como si habitáramos encima de un terremoto permanente. A ratos cabeceábamos, a ratos mirábamos el paisaje hipnótico de esa carretera. En un momento dado le pregunté a mi hermano por España, por cómo la recordaba. España era un asunto extraño en nuestra cabeza, éramos españoles, pero habíamos dejado de serlo con una velocidad pasmosa. En cierta manera, una de las cosas más desconcertantes de la vida en Venezuela, fue que dejamos de ser de ningún sitio, pero no por una decisión o un razonamiento. En cierta manera habíamos borrado España, pero tampoco nos pertenecía la cultura y las costumbres de nuestro nuevo país. Como los tipos de la serie Lost, era como si nos hubiéramos quedado en una isla indescifrable en mitad del atlántico en nuestro vuelo cuando viajamos de Santiago de Compostela a Caracas. Esa sensación o percepción de nosotros mismos se implantó con fuerza en casa, con nuestros viejos, entre nosotros mismos. Esa percepción en realidad nos ha seguido mucho tiempo, incluso a veces colea, esa extraña sensación de no saber muy bien dónde queda tu casa o tu origen: el desarraigo. Y ese desarraigo me explica también mi percepción de España ahora. Siempre me resulta inexplicable. Aquella España que representaba mi viejo cuando vivíamos en Venezuela y la que arranca con aquel tipo de Cayo sombrero, que se parece a la España de ahora.

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