miércoles, diciembre 28, 2011

Gasolinera

 Miró y veo que estoy en reserva. Avanzo mirando con atención todos los carteles. Durante un tramo largo no aparece nada. El paisaje en esa zona del país invita al hastío o a la desolación. Sólo veo una extensión infinita y prolongada. Recuerdo, entonces, una frase de FV: "Estoy cansado de las inmensidades" En la radio sólo localizo una emisora en la que hay una tertulia y otra en la que ponen, en bucle, éxitos de los ochenta. Sólo algunos kilómetros después, veo una desviación que indica gasolinera. Salgo. La gasolinera no está cerca de la autovía. La carretera avanza, estrecha, por mitad de la inmensidad, finalmente, en una hondonada, veo la gasolinera. Giro y detengo el coche. Me bajo y no veo movimiento. Lleno el depósito y voy a pagar. Dentro no hay nadie. Cojo una bebida energética y ojeo unas revistas con portadas deliradas. Me quedo viendo una iultsrada con una foto de un tipo extremadamente musculado, levantando unas pesas: "Alcanza el cielo con el biceps" reza el titular. En ese momento aparece un chico muy joven con el uniforme de la compañía de la red de gasolineras. Pago sin dirigirnos la palabra. El chico me pregunta que si quiero algo más. Le pregunto que si sabe si hay algún sitio para comer cerca:

.- Cerca de aquí no hay nada. Estamos lejos de todo.

.- Muy bien, volveré a la autovía.

El chico me da el resto del dinero y me comenta algo sobre una oferta de galletas o de algún producto que desconozco. Le contesto que no estoy interesado. El chico me mira y me dice que si le puedo llevar hasta algún sitio.

.- ¿Y la gasolinera?- le pregunto

.- Me da igual la gasolinera. En la última semana sólo ha pasado usted por aquí. Lléveme hasta la autovía.

 Salimos, se monta en el asiento de copiloto y arranco. Mientras deshago el camino para volver a la autovía miro por el retrovisor y voy viendo la gasolinera quedándose atrás, en la hondonada. Miro al chico y la inmensidad y acelero. En la autovía no freno. Hago todo el viaje con el chico al lado. CUando llego a mi destino, freno, miro al chico que se baja y sin despedirse se va por una calle. Jamás le vuelvo a ver.

lunes, diciembre 26, 2011

Historia de Claudio y Linda

 Linda Delgada tenía algo perverso en mitad de tanta pulcritud. No era perversa en lo evidente, ni siquiera en lo oculto. Era perversa en lo que no había, en lo que no tenía. Todas las ausencias, todos los silencios, toda esa ingenuidad estaban proyectando un mundo atroz y retorcido en Claudio C. Claudio C. de ese modo, no podía encontrar el sosiego, porque el mundo se revolvía a cada instante. Todo lo que circundaba a Linda Delgada se volvía terrible, por qué formaban una telaraña de amenaza, de lejanía. Lo ideal para Claudio C. hubiera sido encerrase, como hacían tantas tardes, en su habitación a dejar pasar el tiempo mientras, esporádicamente y movidos por impulsos o latidos iban haciendo el amor. Linda Delgada asumía sin interrogaciones trascendentes aquellas tardes lentas, algo aburridas, dispersas. A Linda Delgada le gustaba hacer el amor con Claudio C. y el tiempo intermedio pensaba en las palabras desperdigadas de Claudio C. Monólogos extensos sobre un Dios en el que no creía o sobre una bruma metafísica en que sentía que ambos flotaban. Muy pocas veces y con cierto pudor, Claudio C. le leía algún poema escrito la noche anterior.

 Linda Delgada viajó con su familia un mes. Claudio C. conoció el peso de la imaginación. Sumaba días para restar tiempo. Cuando volvió Linda Delgada le pareció irrealmente hermosa. Como si en un mes hubiera vivido una vida. Claudio C había proyectado imágenes desoladoras o terribles en su habitación. Había esperado su llegada y cuando se encontraron vio que Linda Delgada era otra Linda Delgada por la que había transcurrido un mar de sucesos. Sucesos lejanos, incomprensibles, estrechos, o que se iban estrechando en su cabeza. Claudio C. cambió el modo de hablar con Linda Delgada se volvió más nervioso. Linda Delgada le despertaba desasosiego. Ella se mostraba más cercana. Lo había pasado bien, pero se había acordado mucho de Claudio C. Para Claudio C, no obstante, la duda permanente era saber la cantidad exacta y precisa de tiempo que había pensando en él durante aquel mes. Ella no sabía responder porque todas las preguntas al respecto de Claudio C. contenían varias opciones de respuesta encriptadas. Para Claudio C, en el fondo sólo había una respuesta, ella tendría que decir que había pensado dos meses en total. El mes entero había pensado dos meses o tres. Claudio sostenía sin decirlo verbalmente, que él había pensado medio año en ella mientras había transcurrido ese mes fuera. Esas formas improbables de conceptos temporales fueron aniquilando las conversaciones entre los dos. Para Claudio C. el mundo se convirtió en una cerradura, un lugar al otro lado de la puerta. Para Linda Delgada Claudi C se convirtió en la puerta irremediablemente oxidada que la alejaba de otro tiempo que se quedaría brumoso en su memoria.

 Con los años, no se volvieron a ver.

domingo, diciembre 25, 2011

Día festivo

 En la puerta un rumano me pide que le compre comida. Hago un desesperanzador gesto de hombros y cruzo la puerta eléctrica. No hay nadie en la tienda. La cadena ofrece pasillos veloces y cortos con productos de todo tipo, comida, bebida, prensa. Abren fines de semana y festivos. A mi me parece que hay algo inexplicablemente triste en todo ello. Los chicos que trabajan en la tienda son básicamente jóvenes y extranjeros. No hay nadie y no tienen mucho que hacer, pero es día festivo y sus caras muestran cierta amargura. De repente, como salidas de la nada o de un silencio sospechoso, en el pasillo de las bebidas, veo a unas chicas cogiendo latas de refresco y alcohol barato. Calculan gastos y escogen. Hablan con crueldad de un chico que está en la casa donde, después de comprar la bebida, van a ir. Una de ellas va incomprensiblemente poco abrigada para la temperatura que hay en el exterior. Podría ser atractiva, pero sin embargo hay en su belleza algo desolador. Hay seres que parece que no habitan este mundo, y esa chica parece no existir más allá de ese pasillo de un supermercado de una ciudad dormitorio de las afueras de una capital. Cojo dos cervezas, un periódico y un plato de comida prefabricada. Me despisto viendo unas estanterías con libros. Todos los libros morirán en el olvido de lo perecedero, todos son terribles y prescindibles, sus títulos son desoladores e invitan a un optimismo robótico. Camino hasta las cajas algunos minutos después entre esos pasillos vacíos. En la caja coincido nuevamente con las dos chicas. Están delante de mi. No hablan. La chica desoladora saca un dinero que acumula de un fondo común y paga, la otra mira algo que trato de descubrir. Al rato veo que mira al rumano que está en la puerta, le mira con temor y con ternura. Hay una mezcla emocional explosiva en esa mirada. Recogen las bolsas y salen caminando. Pasan al lado del rumano que las mira sin esperar nada. Pago y salgo, el rumano me mira con una sonrisa que viene de muy lejos, de un tiempo ancestral y siento que hay algo que me une al rumano. Le doy una de las latas de cerveza y ríe. Camino hasta el coche y veo que un poco más allá las dos chicas guardan las bolsas en el maletero de un coche caro. En ese momento y sin comprender el motivo, decido seguirlas. Arrancan y suben boulevard arriba. El boulevard siempre está vacío, en día festivo parece un planeta deshabitado, a los lados se van viendo chalets nostálgicos de épocas de esplendor. Algunos están vacíos, otros se han ido deteriorando, los menos aún están ocupados y sueltan humo por la chimenea. Suben cinco o seis manzanas y se desvían a la izquierda. Esa es la zona más apartada de la carretera del pueblo. Nunca pasa nadie por las calles. Las calles son más estrechas. Aparcan delante de una pista de tenis abandonada. Yo sigo un poco para disimular. Por el retrovisor veo que abren el portón de una de las casas de la derecha. Doy una vuelta a la manzana y aparco algo apartado de allí. Camino y observo desde lejos la casa. Es un chalet de piedra en semiabandono, desde dentro viene el sonido de una música disonante y distorsionada. Hay algo de luz y se escuchan unas cuantas voces. Esporádicamente vienen risas. Salto la reja. El jardín es inmenso y está cubierto de encinas. Las hojas gotean el vaho. Me acerco a una de las ventanas apagadas. Calculo el número de habitaciones, el chalet me resulta desorbitado. Podría ser una residencia o un lugar de retiro colectivo. Doy la vuelta y alcanzo la parte de atrás de la casa. Hay una especie de huerta abandonada, unas bicicletas muy viejas y unas carretillas. Veo luz en una de las ventanas y sigo escuchando las voces, la música distorsionada y las risas esporadicas. Durante unos segundos todos los sonidos me parecen pregrabados, las risas, el murmullo constante de voces. Sin embargo sé que no es así. Trato de encontrar una ventana abierta o algo que me permita ver dentro sin ser descubierto, pero todo está cerrado. Vuelvo a la puerta de entrada. La música se para. Oigo el murmullo más cerca y me escondo entre unos matorrales por si sale alguien. Espero unos minutos pero no sale nadie. Vuelvo a acercarme a una de las ventanas. En ese momento, veo a mi lado, a una de las dos chicas. Es la que miraba al rumano desde la caja. Me mira con temor. Yo dudo entre salir corriendo hacia el coche o justificarme. Nos quedamos callados mirandonos. Ella no reacciona. Simplemente me mira. Yo la miro, porque el modo en el que me mira me resulta hipnótico. No sé cuanto tiempo pasa. Se da la vuelta y vuelve dentro. Yo vuelvo al portón de la entrada, salto y voy hasta el coche. Enciendo la radio. Suena una guitarra. El locutor, con voz pausada, cuenta algunas anécdotas que rodean la grabación de la canción. Conduzco hasta casa.

sábado, diciembre 24, 2011

Inmortal

 Tengo la espalda apoyada contra el muro. En cierto modo dejo caer el cuerpo. No podría hablar exactamente de placer, pero dentro de todo, me gusta ese frío suave que da trasmite sobre mi espalda el muro. Hay cierta humedad que imagino traspasando a velocidades inimaginables a través de mi camisa. Procesos invisibles, procesos que marcan todo. Veo poco, estoy deslumbrado. Lucho entre permanecer con los ojos abiertos y adivinar o cerrarlos y dejarme llevar definitvamente. Estoy cansado. Estoy rendido. Sin embargo no siento que mi derrota sea algo cruel, inmerecido. Si miro velozmente mi pasado, merezco estar ahí y aunque no sea un final heroico, si es un final hermoso. La hermosura de lo irremediable. es curioso pero por mi cabeza circulan algunas imágenes peculiares, ambiguas, placenteras: algunos prados, algunas plantas, algunos árboles, luces abstractas de atardeceres de verano. Evoco voces, sonidos, olores. La cara de una chica que conocí a los catorce años. Asuntos dispersos de mi vida. Mi vida. En esos fragmentos de cosas, pienso de repente, está mi vida. Eso ha sido mi vida. Horas que han pasado, silencios, tardes, cafés, algunos sueños permanentes, idealizaciones. La piel blanca y dulce de ella. Su olor. Algunas ideas vagas sobre política, algunos disgustos universales. Los errores, pequeños logros, algunos textos simpáticos, una acumulación infinita de borradores que jamás corregí. Me vienen imagenes de ciudades, playas. Un balón de futbol  rodando por la arena de la playa, mi padre me devuelve el balón con precisión. Me veo corriendo por la orilla. Junto a mis dos pies, al mismo ritmo, veo otros dos pies, son los de mi hermano. Me vienen borracheras, amigos jóvenes, euforias nocturnas, la idea permanente de buscar una música que, ya lo sé, jamás encontré. Me vienen melodías a toda velocidad, un resumen veloz de unas ocho mil canciones importantes, autobiográficas en el sentido de que cada una me traslada, con precisión a un instante o una sensación muy concreta. Finalmente me viene la cara sublime de una niña. Esa niña contiene en su expresión el secreto preciso de mi existencia. En ese rostro veo la luz, veo el sentido. Ahora abro los ojos, sigo viendo sombras que me apuntan. Me apuntan y me tienen a tiro. Pueden disparar, pueden hacer desvanecer este cuerpo, pero por esos instantes que he recordado a velocidad inconcebible, sé que soy inmortal.

viernes, diciembre 23, 2011

El metro

¿Cuál es la medida? El punto exacto. Si mides pierdes la frescura, si no mides se te va de las manos. ¿Hasta donde mides para encontrar la medida justa?¿Cuando dejas de medir? El problema es encontrar la medida, tu medida, la medida exacta de lo que sale y de lo que ha ido entrando. El problema está en medir y encontrar la no medida. La esencia no se mide. No se puede sólo arrastrar porque es el maremoto. No se puede sólo medir porque entonces está el cadáver. Entonces hay que encontrar la medida en esa no medida. El punto exacto de arrebato y control

jueves, diciembre 22, 2011

Fueron las dudas

  .- El tipo vivía detrás de sus gafas. Como si sus gafas fueran un muro, una frontera, una barrera infranqueable entre el mundo y él. Era todo gafas. Le recuerdo siempre con las mismas. Unas gafas negras, de aspecto antiguo. Esas gafas parecían de otra época, lo que aumentaba la distancia, porque además de la distancia física que implicaban entre el mundo y él, había una distancia sideral, una distancia basada en el tiempo, como si él se hubiese quedado anclado en una época remota, lejana. Uno hablaba con él y parecía estar hablando con un espectro, con alguien del que se dudaba su verdadera presencia. Te miraba detrás de esas gafas y uno no sabía muy bien con quien hablaba o si realmente se hablaba con alguien. Hablabas y le mirabas y dudabas. Como si la conversación se estuviera cayendo por un agujero o como si tu fueras el que cayera por el agujero y la conversación se quedara allí, arriba, donde fuera que todo estuviera sucediendo. Entonces te girabas y siempre pensabas en ese momento en el que él llegaría a casa, solo, lejano. Cruzara el pasillo, se quitara los zapatos, los calcetines y pusiera momentaneamente las gafas sobre la mesilla. ¿Qué sucedía ahí, en ese momento imposible? ¿Qué pasaba cuando dormía sin las gafas? ¿Qué pasaba en la ducha, cuando las gafas estaban situadas en esa otra época y él no tuviera el muro? No había respuestas y todo eran dudas detrás de sus gafas, ninguna respuesta. No había posibilidades de imaginarse que pasaba cuando en su cara no estuvieran colgando las gafas, sobrevolando ese tiempo inaccesible. Por eso, Señor Director, se las rompimos. Por eso. Ese fue el motivo. Por las dudas. Por la falta de respuestas. Por la curiosidad, Señor Director, por la curiosidad.

domingo, diciembre 18, 2011

La ventana

 Desde abajo se veía la ventana de su habitación. Cuando llegaba la noche había, evidentemente, más facilidad de control. La luz, la simple luz, indicaba su presencia. Si aquella luz se apagaba anunciaba que salía de la habitación al universo. Si aquello sucedía se barajaban mil opciones, pero sobre todo la vista permanecía, entonces, atenta al portal donde la podía ver aparecer para, ya sí, perder su rastro entre calles y calles. El laberinto desquiciado de la ciudad. Pasé muchas horas mirando. Muchas. La cortina lisa, que dejaba intuir algo de movimiento, era mi punto de atención. La luz encendida daba para prefigurar mil comportamientos. Quizá estudiaba, quizá leía, quizá ordenaba su armario o escuchaba música. Yo que sé. Imaginé mil cosas e incluso fantaseé con la reciprocidad: ella pensando en mi abajo, en la calle. Aquella luz era un epicentro emocional. Mi vida giraba alrededor de aquello. Llegaba la tarde y miraba el reloj. Calculaba el tiempo que faltaba para que comenzara el atardecer y ese momento en el que las luces de las casas empiezan a mitigar la oscuridad de afuera. Me sentaba allí, debajo de aquel árbol con posición privilegiada hacia aquella ventana y comenzaba la observación minuciosa de la luz y de todo aquello que a mi cabeza podía traer la luz. Me sentaba, era la época en la que empezaba a fumar, me encendía un cigarro y miraba. Y allí, como un milagro, como una salvación del hastío y de la desesperanza, aparecía la luz. Un fogonazo invisible para el universo y vital para mi. Poco más sucedería las dos o tres horas siguientes. La luz sumada a las luces de los vecinos, de los otros edificios, de los faros de los coches. Una luz más que permanecía estática. Había unas pocas tardes que sucedía lo terrible. Las luces del vecindario se iban encendiendo. Una a una, desacompasadamente, menos la de ella. Aquella ventana se quedaba intacta, a oscuras. Allí me quedaba esperando el milagro, pasaba el tiempo y aquel arrítmico universo de bombillas que se apagaban y se encendian del vecindario, no marcaba la nota que yo esperaba para completar la melodía. La metáfora no es casual. Aquello me parecía una forma peculiar de partitura, una partitura inmensa, caótica que escondía una sola nota que era la que yo buscaba. La oscuridad de aquella ventana desmoronaba una tarde noche de mi vida y me dejaba con la impaciencia y el temor de que aquello se prologara al día siguiente, toda la semana, un mes entero, el resto de mi vida. No sucedía, la catástrofe al día siguiente. Volvía y el milagro volvía a suceder, la luz aparecía y con ella mi imaginación reconstruía hipotéticas situaciones. Una tarde se apagó la luz, como cada vez que la luz se apagaba, comenzaba mi ebullición de posibildades. ¿Había ido a cenar? ¿Estaba en la ducha?¿Estaba en el salón? ¿En la cocina?¿hablando por teléfono? ¿Había salido y debía mirar al portal? Apareció, efectivamente, por el portal. Caminando en mi dirección, jamás la vi venir tan de cerca. Caminaba pausada, casi con temor. Como si estuviera siendo dirigida por un control remoto. Me quedé quieto, encendí otro cigarro y la vi detenerse enfrente de mi, casi debajo del árbol.

.- Hola

.- Hola- contesté fatigado, exhausto ya, antes de la batalla. Jamás había imaginado esa posibilidad.

.- Dice mi padre que por favor dejes de mirar hacia mi ventana, que no lo vuelvas a hacer, que ya está harto. Que si vuelves pondrá otros remedios.

 Se giro y se fue. No volví, jamás, a mirar a la ventana.

G de Ego

 Siempre me ha sorprendido ese chico. Más allá de lo puramente emocional que pueda despertar en mi su modo de actuar. Es inevitable sentir algo ante sus formas. Inicialmente podría resultar hasta repulsivo, y así fue. Recuerdo escribir algo sobre él cuando le descubrí. Su ego es demoledor, pero ese ego demoledor se va volviendo algo entrañable. Si tiene algo, si hay algo en él, es su abismal sinceridad, coherencia, honestidad. No debe ser fácil desnudarse sin tapujos, sin temores, sin verguenza. No hay pudor en mirarse sin caretas. Al principio su ausencia de pudor ante su ego te dan asco, luego te va seduciendo. Ojalá todos los egos tuvieran esa honestidad.

 Recuerdo un texto que leí de alguien muy cercano en el que hablaba de los egos, del temor a comprender o a asumir el ego. La conclusión era algo así como que el ego también tiene su derecho y querer cohibirlo es casi peor que asomarlo sin tapujos. Mi experiencia vital me ha llevado a creer en ello. Prefiero un ego de frente que los egos con recovecos, disfrazados, deshonestos. Conozco casos de los dos. No sé en cual estará clasificado el mío. Mi propio ego. Pero creo que mis problemas a la hora de relacionarme están marcados por querer esconderlo. Este chico del que empecé hablando es honesto con su ego, vive marcado por él, pero no lo disimula. Su ego le hace exhibirse demasiado, pero le lleva a tener talento. Desconozco su grado de paciencia, si la tiene, llegará a hacer eso que persigue. Lo estaré esperando, desde esta invisibilidad y anonimato donde le espío. Quizá, quien sabe, un azar enloquecido me lleve dentro de años, a enseñarle este texto que no sospecharía jamás que he escrito.

sábado, diciembre 17, 2011

Instante

 Me quedé cerca de veinte minutos viendo desde las escaleras el transito de coches por aquella autopista en estado decadente. Detrás de la autopista una prolongadísima extensión de tierra cubierta de palmeras  estaba como inerte. No pensaba en nada concreto o pensaba en el anonimato. En esa sensación peculiar y trascedente de saberte anónimo, silencioso, casi invisible. Sólo se escuchaba esa masa sonora del tráfico en la autopista. Durante algunos minutos, estoy convencido, no estuve en un tiempo preciso. Todo lo que sucedió en aquel rato, no sucedió en un año concreto, en una fecha. Era mi vida abarcando un abanico de fechas improbables. Era mi vida en años anteriores y en años por venir. Nunca he vuelto a ocupar un lugar semejante, el del no tiempo. Ahora lo recuerdo y o lo imagino. No se si sucedió o estará por suceder.

viernes, diciembre 16, 2011

Media hora de espera

1.- Un grupo de cinco chicos se han parado justo a mi lado. Cuatro chicos y una chica recién salidos de la adolescencia.  Sus tonos de voz, sus frases, su humor, su indecisión y una forma de aburrimiento que transpiraba más allá de sus abrigos, todo era inapetente. Han estado cerca de diez minutos esperando la nada. Charlaban en tono de permanente burla de unos a otros mientras decidían que hacer esta noche. Al rato he descubierto que el más bajito, de pelo largo y con un leve bigote absolutamente antiestético, estaba liado con la chica. La chica vestía de ese modo pop predeterminado: entre alegre y oscuro, casual y trágico, tan carente de espiritu. No obstante, al rato, sin explicación aparente, me ha resultado atractiva. Se han ido.

2.- Ha cruzado velozmente desde la otra acera, la dueña del café de enfrente. Iba en manga corta, caminando decidida. Quizá enfrentándose al frío con los brazos descubiertos. La camiseta era muy estrecha y marcaba potentemente sus pechos. Jamás me había fijado, no la suelo ver con frecuencia. Algunos pensamientos veloces e imágenes orgánicas han inundado mi imaginación. Ha entrado en el local de Kebabs y ha vuelto a su café. Todo ha sucedido en segundos.

3.- Ha aparecido una furgoneta del tipo 4 por 4. Se han frenado justo enfrente de mi. Conducía una chica rubia, a su lado iba un tipo que ha bajado la ventanilla y ha mirado a la puerta del restaurant. El aparcacoches ha salido y le ha dicho que el llevaba el coche. La pareja se ha bajado. El tipo me ha mirado con desprecio, incluso desafiante. No he entendido muy bien su actitud. Han entrado al restaurante. En ese momento, en el café de enfrente, ha salido un tipo. Hablaba muy alto por teléfono. Le decía a alguien que dejara el coche en un parking, el otro ha debido contestar que era imposible, que había mucho tráfico y que estaba todo ocupado. Mientras hablaba bebía de una copa de vino y fumaba. Ha colgado y ha vuelto a entrar.

4.- Ha pasado una pareja. Ella era morena, muy atractiva. La he mirado, luego he mirado al chico. Por bastantes detalles fugaces, me ha dado por pensar que era la primera vez que salían juntos. Ella, al pasaro justo delante de mi, le ha dicho: "Eso siempre me pasaba. De pequeña siempre fue así". He querido seguir oyendo pero se han ido perdiendo a lo largo de la calle.

5.- Del restaurante han salido unos tipos a fumar. Vestían de ese modo que siempre me resulta triste. Esa forma clásica, aburrida, monótona de la clase media alta de esta ciudad.  Esa forma de vestir que además se vuelve obscena cuando, llegado el viernes, pretende ser sport. Hablaban de la siesta. El más gordo decía que había comido y que se había quedado dormido. "Una siesta de campeonato". Luego, y por ello he intuido que era una cena navideña de trabajo, han empezado a hablar de los compañeros de mesa. El gordo ha empezado a hablar de uno y le llamaba el rojo. "Ese hijo de la gran puta vota a Izquierda Unida". Me ha sorprendido que, en política, ambos lados, se expresan con idéntico lenguaje sobre el otro. Luego, evidentemente, han hablado de mujeres. El gordo hablaba con desprecio de una que, según él, sólo servía para chuparla. El otro ha dicho que la conocía desde hacía veinte años.

6.- Ha pasado un grupo de siete tipos. Todos llevaban zapatillas de tela. Los siete hablaban, anárquicamente, de mujeres.

7.- Por la acera de enfrente ha pasado una chica que sólo he visto de espaldas. La he seguido con la mirada. Me ha parecido muy cinematográfica. Caminaba si prisa, como si saber muy bien donde iba, como si no hubiera un dirección exacta. Ha girado a la izquierda.

8.- LA tipa del videoclub ha salido rápido. Se ha montado en un coche. En ese momento un coche de policía ha atravesao la calle con la sirena y las luces encendidas.

9.- El dueño del restaurant ha salido. Me ha saludado.

.- Hola N.

.- Hola- he contestado- ¿Mucho lío hoy?

.- Ya sabes. Es navidad.

10.- Ha salido un chico y una chica a fumar. Hablaban de proyectos, de asuntos diversos. Él vestía muy moderno y hablaba acelerado. Ella le miraba pero claramente no escuchaba. Ella parecía algo nerviosa. Esa gente que tiene problemas con sus nervios. La mirada, el modo en que fumaba, el movimiento de píes. Desde luego ese no era su sitio. La duda es saber si hay algún sitio.

11.- Ha sonado mi teléfono.

sábado, diciembre 10, 2011

Ellos

.- Son ellos. ¿Me entiendes? Ellos, siempre, todo el rato. Ya eran ellos ayer. Lo fueron, con su manía de desmoronarlo todo, de joderlo.  Lo fueron con su inutilidad que lo infecta todo, lo salpica todo. Lo son hoy, lo serán siempre. Su constante es arruinarlo todo. Cuando todo coge la ebullición correcta, cuando todo está pulcro, cuando todo está detenido con exactitud, ellos lo mueven, lo ensucian, lo enfrían. Siempre tienen la culpa de todo. Siempre. Si no fuera por ellos, todo iría tan bien. Están siempre entrometiéndose, siempre distorsionando la paz. Si no fuera por ellos, todo estaría bien, todo sería perfecto, todo sería como yo quiero. Siempre. No habría distorsión, porque yo sé lo que soy capaz de hacer, conozco mi valor, mi capacidad. Yo sé hacerlo bien, pero ellos, como una presencia terrible, siempre vienen a interponerse en mi camino, a marcar las cosas con su infinita presencia, con su absoluta inutilidad. y ¿Qué puedo hacer? No puedo hacer nada. No puedo contar con ellos, con nadie. Todos, absolutamente todos, son un muro que me separa de todo lo que voy a conseguir. Ellos, todos, los siete mil millones de habitantes de la tierra lo hacen mal, no lo entienden. Me separan de mi fin.  Ellos, todos, son mediocres. Lo son. Y no lo pueden entender, no entienden nada. No entienden que no existen, que soy sólo yo. No entienden. Son un muro que no me deja verme. Ellos

jueves, diciembre 08, 2011

La gripe del cuento corto

  Un cuento corto debería ser tan contundente, repentino y liberador como un estornudo. Esa fracción de tiempo tan breve en el que arranca, se desarrolla a gran velocidad y concluye explosivamente una historia Un estornudo es el paradigma del cuento corto. Todo cuento corto aspira a ser un estornudo. Ese picor en la nariz que crece, crece, crece hasta ese momento en el que casi resulta insportable, viene un parón, un instante en el que todo se detiene, es una fracción de tiempo en la que empeiza la resolución y de repente, los pulmones se hinchan, se agrandan los orificios nasales y sucede la explosión. Todo se expande sonoramente. Se va el picor y el cuerpo se queda agitado. Devastado después de la batalla. Se acabó.

miércoles, diciembre 07, 2011

La soledad es un robo

 Los amigos de lo ajeno me han robado a mis amigos.

lunes, diciembre 05, 2011

Lectura inmortal

 El protagonista de esta historia empezó a leer este texto, lo cual le produjo una autentico confusión, pues se leía leyéndose. Llegados a este punto el protagonista quiso dejar de leer esto, que a su vez significaba dejar de leerse leyendo, pero un giro maquiavélico o una neurosis repentina le hizo dudar de que si dejaba de leerse, a su vez dejaba de existir. Así que decidió seguir leyendo, infinitamente este texto. cada vez que veía la cercanía del punto final lanzaba la vista de nuevo hacia la primera línea. Aquí, justo, aquí, el protagonista de esta historia empezaba a leerla de nuevo.

Fin (o principio)

domingo, diciembre 04, 2011

Segunda B

   .- Llegué a jugar algunos partidos en primera. Pocos. Jugué en segunda un año y medio. Es más duro segunda que primera. El asunto en la vida son los términos medios. Segunda es un termino medio. En el medio está la selva. Pero generalmente fui jugador de segunda B. Segunda B es indescriptible. Si en primera los empresarios mueven dinero y poder nacional, en segunda son pequeños empresarios y en segunda B son  tipejos que lo quieren ser. La ética de los tres grupos es la misma: la miseria es su base. El empresario de primera es cruel y dictatorial, el de segunda es cruel, dictatorial y mediocre, el de segunda B es cruel, dictatorial, bruto y no piensa. Es un animal. En primera pagan bien, hay mafias, pero vives bien de jugar. En segunda cobras un sueldo, te pagan con retraso y los jugadores de los otros equipos no son contrincantes, son enemigos. En segunda B te pagan mal, a veces ni te pagan, juegas amenazado y los jugadores de los otros equipos te odian. Quieren devorarse tus huesos. Sin embargo, sin comprenderse, sigues jugando. Lo sensato sería salir del vestuario de cualquier partido en un barrizal en mitad del invierno y salir corriendo, no volver, olvidarte del futbol. Pero sigues. Sigues porque habitamos en entramados invisibles, en laberintos. Es como en el futbol. En segunda B no hay tácticas, nadie conoce tu nombre, nadie vio un video para preparar el partido. Un medio defensivo terrorífico del otro equipo te dice al inicio de partido: "Hoy no la hueles y si la hueles te quedas sin rodilla" Te quedas paralizado y los primeros balones que te llegan te dan ganas de patearlos fuertemente más allá del campo, a algún río y que jamás vuelva. Sin embargo lo vas olvidando. Juegas los noventa minutos con la presión de la violencia, con un miedo que termina siendo subterráneo, está ahí, pero sigues. Así, igualmente, aguantas en segunda B. Crees en el futbol. Al final siempre crees en el futbol. Cuando te llega un balón hay placer en detenerlo, en bajarlo, en mirar y pensar en la jugada prolongada. Yo fui jugador barroco. De toque. Me gustaban las jugadas prolongadas, pacientes. Prefiero perder en goles y ganar a pases. Me gustaba pensar en el siguiente pase, el pase que podría hacer el tipo al que se la paso. Esa prolongación casi musical de jugar en equipo. Si paso a la izquierda ese jugador podrá prolongar hacia la delantera, hay dos pases en tu pase. Cuando piensas así hay arte. A mi me gusta la parte artística del fútbol. La parte instrumental del arte. Pero en los campos de segunda B había poco de eso. Llegabas a vestuarios que huelen a moho. Siempre huelen a moho los vestuarios de segunda. A calcetines sudados. Te cambiabas la ropa  con bromas y chistes masculinos con tus compañeros de equipo. Chistes tristes. Los jugadores de segunda B, también los de segunda y los de primera, los entrenadores, los asistentes y los árbitros, hacen chistes tristes y bromas fracasadas sobre el sexo y los culos de las mujeres. Nos cambiábamos así. El entrenador llegaba y soltaba una charla caótica sobre táctica. Siempre terminaban su charla con la misma frase "este partido es importante". Luego nos abrazábamos y entrábamos a la cancha. Uno es capaz de aguantar una carrera por ese instante en el que se sale y empieza a correr el balón. Los partidos de segunda B son otro tipo de futbol. Se basan en el sueño de veintidós tipos que corren pensando que algún día serán jugadores de primera, grandes jugadores de primera y que ese partido es otro paso más para una carrera que termina en un estadio popular, grande, hermoso. Los partidos de segunda B son proyecciones, hologramas corriendo tras un balón que se va desinflando, un planeta enano, perdido. Pero juegas, te sientes futbolista o también eres futbolista o sobre todas las cosas eres futbolista. Pierdes o ganas, siempre ganas porque fui un partido más, te sientes más futbolista, más experto; más sabio, si cabe. Juegas domingo a domingo. Ganas. Tienes bajas por lesion y te buscas un trabajo para mantenerte. El esfuerzo es descomunal. Crees en tu futbol. Aguanté. Yo fui de los que aguanté. Aguanté mi retirada. Los últimos años en segunda B fueron los mejores. Ser veterano en segunda B es el placer del futbol. Aguantas las amenazas de los presidentes del club. Olvidas la miseria de los campos. No sólo te acostumbras, también  te atrae. Jugar en esos campos es futbol. Los de primera no son futbol. Son films. Están guionizados. En segunda B está la realidad. La realidad total, objetiva y fiel del futbol. No te retiras. Te retiran. Luego sales del campo, un buen día y no vuelves. No has hecho otra cosa en tu vida. No tienes otro oficio. Tampoco sabes como son las cosas más allá de un campo de segunda B. Te sientes como que naces. Como si el campo fuese una nave, un planeta, una vagina que te lanza a la tierra. Naces.

viernes, diciembre 02, 2011

Viaje

  Viajamos dieciséis horas en autobús. Llegamos a mediodía a un terminal pequeño, una construcción de paredes debiles a las afueras de una población en mitad de una carretera de doble sentido. El conductor fue el que nos avisó que el viaje terminaba ahí. Bajamos, cogimos las maletas y nos quedamos un par de minutos en el asfalto sin saber exactamente que hacer. Con el temor de haber cogido el autobús equivocado y estar perdidos y lejos de nuestro destino. Entramos al edificio, en una caseta preguntamos a un tipo desganado por como podíamos llegar hasta el pueblo de costa del que sólo conocíamos el nombre y al que nos dirigíamos por pura intuición. Sospechábamos un lugar especial . El tipo nos miró y nos dijo que el siguiente autobús salía la mañana siguiente, que lo otro que podíamos hacer era pagar a un taxista que nos llevaría, que el viaje duraría una hora. Contamos nuestro dinero en efectivo y nos acercamos a uno de los taxistas de coches destartalados. Le preguntamos y contestó que el no viajaba hasta allí, que no compensaba, el segundo dijo que sí. Nos montamos y creo que apenas hablamos en la hora que duró el viaje. La carretera era estrecha y generalmente avanzaba paralela a la costa. No nos cruzábamos con nadie, de vez en cuando algún camión viejo en dirección contraria. La carretera avanzaba en medio de palmeras. Ella miraba por la ventanilla, la costa era soberbia, inmensa, una forma descomunal de vegetación. El sol reventaba en el agua. La marea era fuerte. Era mediodía y hacía un calor tremendo. El silencio era una forma de sueño, llevábamos muchas horas sin dormir. Creo que es la primera vez que siento que estoy en mitad del planeta, una sensación rara, porque siempre se está en mitad del planeta, pero me sentía allí, con ella, lejos, sin posibilidad de ser encontrados en siglos. Nadie nos hubiera encontrado jamás en aquella carretera. El conductor de aquel coche a trozos abrió la ventanilla. Entró la ráfaga pertinente de viento. Pensé en el pasado, en otra playa, en otra carretera que corría paralela al mar. Esos recuerdos que se parecen al presente o que no se parecen o que se parecen en algo y se mezclan durante medio segundo y al final no sabes si lo que percibes es lo que recuerdas o si lo que recuerdas está empantanado con la humedad que estás percibiendo. Por decir algo pregunté al conductor si quedaba mucho, si creía que sería fácil encontrar un sitio donde dormir allí donde íbamos, si era bonito. Poco después giró a la izquierda, descendió por una carretera muy estrecha, un camión con gente encima nos obligó a pararnos a un lado y dejarle pasar. El tipo bajó con prisa por la carretera. Al píe de playa vimos unas cuantas construcciones ubicadas por laderas de acantilados que daban al mar. Detuvo el coche y dijo que ahí era donde íbamos. Pagamos y nos despedimos, el tipo parecía ansioso por salir de allí se fue a toda prisa. De repente nos vimos los dos en mitad de un pueblo del que sólo conocíamos el nombre. "¿Qué hacemos ahora?" me preguntó ella. Nos quitamos los zapatos y caminamos por la playa. A lo lejos vimos a dos tipos caminando por la playa. Fuimos caminando como el que hace un reconocimiento de la zona. Sentí ganas de bañarme  y salí corriendo al agua. Una ola bestial me empujo durante algunos segundos, sin embargo me resultó agradable. Salí ella estaba sentada mirando a los lados. Me acerqué. Encontramos un sitio para dormir en la otra punta  de la playa. Una casa donde había habitaciones. Comimos en esa casa.  Ella de repente se fue caminando. La estuve mirando y me tumbé, luego, en la arena. Unos tipos hablaban cerca de mi. No lograba entender lo que decían. Me puse de píe y encontré un sitio para beber cerveza. Me senté y me bebí la primera extremadamente rápido. Una mujer en la barra miraba al mar. En una mesa que ya estaba casi sobre la arena de la playa, dos tipos bebían un licor amarillo: callados, serios, ausentes. Miré a lo lejos. Vi una casa en uno de los acantilidos en el otro extremo de la playa. Era una casa que parecía que colgaba. Bebí tres cervezas, hice dibujos en unas servilletas de papel, anoté unas frases sin mucho sentido. Pretendía anotar reflexiones sobre el viaje, pero me di cuenta que no tenía reflexiones sobre el viaje. Que el viaje, en cierto sentido estaba sucediendo de un modo poroso o en el tuétano, no a nivel cerebral o sobre todo a nivel cerebral y en el pancreas y en el hígado, en los intestinos. Como si determinadas partes de mi cuerpo estuvieran muy lejos de otras. Como si la mayoría de las cosas estuvieran allí, en ese pueblo y otras se hubieran esparcido por distintos lugares en los que había estado previamente en mi vida. Pedí una cuarta cerveza. Un tipo con una guitarra empezó a tocar canciones con cierto cansancio, como por rutina, como eso fuera lo que tocaba hacer. Fue anocheciendo y pensé que había pasado demasiado tiempo desde que ella se había ido. Estaba algo borracho y me puse en píe. Miré la playa, el atardecer violento y sobrecogedor sobre el pacífico. Aguanté la preocupación, en una extraña lucha por permanecer calmado y no dejarme llevar por la angustia. Pedí otra cerveza y en el bar entraron algunos extranjeros. Un grupo de francesas se sentó en la mesa de al lado. Una de ellas me pareció preciosa y a ratos la miraba. Cada dos o tres minutos miraba a la playa. Algún tiempo después la vi a aparecer, caminando pausada, con enorme tranquilidad. salí hasta la playa para hacerme ver y que se acercara hasta el bar. Me saludó a lo lejos y se dirigió hacia el bar. Me volví a sentar, miré a la francesa. Jugaban a las cartas, un tipo del pueblo se había sentado con ellas, hablaban en inglés. Ella entró en el bar, se sentó en la mesa. Sonreía. Le dije que estaba algo borracho. Me cogió la mano y se pidió una cerveza.

jueves, diciembre 01, 2011

Anónimos en autobús

 Me gusta esa viaje corto en autobús. Las grandes ciudades ofrecen eso, retornos prolongados de poblaciones que están a treinta o cuarenta kilómetros de casa. A veces voy a ese lugar a trabajar, un edificio caduco insertado en esa población poco habitada, de espacios abiertos, ese edificio que pareció con proyección en sus primeros años y que ahora envejece de un modo extraño; aún es prometedor para haber envejecido, sin embargo ya habita en una forma rara de jubilación o prejubilación. El ambiente en estos años se ha ido entristeciendo. De ser un lugar prometedor a ir quedando anclado en una rutina vacía. No hay trabajadores suficientes para un edificio tan grande y sus pasillos y un porcentaje excesivo de sus mesas y espacios están inhabilitados. Me gusta volver de allí en autobús ahora que se hace de noche tan pronto y ver la ciudad como se va acercando y el autobús prácticamente vacío y el ruido del motor que te recuerda a algo que has olvidado y no acude a la memoria. Me gusta porque me siento anónimo, fugaz. No hay un pensamiento localizable, hay una sensación que va por debajo, acompañando al ruido del motor, mientras la carretera avanza medio vacía ya de noche. Me gusta ese momento que se ve esa estación de tren peculiar en medio de la nada. Unos tipos caminando hacia ella con urgencia porque siempre es terrible ver el anden a lo lejos, ver el tren llegar a lo lejos y que se te escape.  Luego hay trozos sin nada o cosas que no se recuerdan cuando lo describes. Me gusta porque soy anónimo todo el rato, no soy. Soy un cuerpo avanzando en la parte de atrás de un autobús hacia una ciudad por una carretera con poco transito. El autobús lo conduce un tipo que mira al frente y escucha música de lata, música que no se escucha que tapona el ruido o se suma al ruido del motor y se entremezclan en ese inmenso anonimato. Soy anónimo, pero también imaginario. Me da por pensar que soy yo en un recuerdo, que ese viaje no está sucediendo sino que ha sucedido y lo voy recordando o que yo ya no existo y queda ese reflejo deambulando por la 607. Fantasmas, fantasmas en la 607. El conductor, la tipa sudamericana que va delante de mi, el tipo lejano más adelante, yo. Fantasmas . Suena trascendental, pero es más bien ligero cuando se percibe.  Una forma peculiar de hipnosis. La hipnosis urbana, la hipnosis del anónimo. Luego va apareciendo la ciudad y parece que el motor suena distinto y los pasajeros nos vamos acomodando para bajar, los abrigos, las mochilas, los libros que se guardan. El autobús entra en la ciudad y recorre el último tramo con urgencia. Y nos bajamos y hacemos, cada uno, el camino para volver a casa, donde dejamos de ser anónimos.

Las revoluciones rabiosas

 Las revolución que nace de la rabia muere, porque la rabia o mata o desvanece, pero no se sostiene constante. La rabia produce espasmos, ansiedad o parálisis. Todo pensamiento nacido de esa rabia tiende a morir en su propia intensidad. La rabia viene por contagio y se termina volviendo, por su propia naturaleza furiosa, en contra del contagiado. Nunca creer en los delirios del rabioso, sus pensamientos  vienen contaminados por esa hiperactividad de su cerebro afectado.

 Aún no se ha encontrado un tratamiento específico para los infectados por la rabia.

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