domingo, diciembre 05, 2021

El baile en la calle y el viaje

  Hay momentos fronterizos en las relaciones familiares. No son momentos reveladores o epifánicos. No son momentos iluminados, pero son momentos que dan un vuelco en el equilibrio interno de los núcleos familiares. Son huellas que luego se deben rastrear para entender porque al final, muchos años después las cosas llegan a un lugar preciso. Quizá ahí, en las puertas de un ministerio del centro de Caracas, el nucleo familiar de N, estaba traspasando una frontera invisible que convendría rastrear en el futuro. ¿Cómo en un traslado tan importante como al que se estaban enfrentando, los adultos no habían previsto cosas fundamentales como la resolución del papel de residencia? ¿Cómo una familia dejaba todo en manos de la estructural corrupción burocrática latinoamericana para la resolución legal  de la residencia de unos menores? Quizá la frontera está ahí, no en otro punto. El caso es que la mañana se acerca al mediodía y están caminando de nuevo hacia la estación de metro de El Capitol. El bullicio y frenesí parece haberse apaciguado ligeramente, como si la venta ambulante y el movimiento urbano sintiera un leve descenso de locura llegando al mediodía. Pasan de nuevo cerca de los vendedores de Casettes, se vuelven a mezclar melodías y ritmos, armonías imposibles, frases desperdigadas sobre la música mezclada, de las que emerge con intensidad especial quiero odiarte hasta la muerte, pero odiarte es amarte, cada día, más y más. Marejada fue tu amor sobre mi almohada...Sería la primera vez que N y su hermano escucharían ese estribillo obsesivo, que parecía el hit de esa navidad o quizá era un éxito atemporal. Unos metros más allá, una pareja baila al ritmo de la pieza, la chica vende zumos y el muchacho es el vendedor de bolsos del puesto de al lado. Compañeros de zona comercial ambulante se dejan arrasar por la euforia festiva en el final del mañana en una calle del centro de Caracas y N y su hermano observan la escena como el que comprende que el mundo, definitivamente, está compuesto de un movimiento material y orgánico indescifrable, sólo al alcance de mentes de laboratorio. Porque en ese instante, los dos hermanos, desearían, y no son del todo conscientes, saber bailar ese ritmo frenético y ponerse a bailar ellos también para ser parte de esa realidad para siempre. Para obtener la residencia, pero no la del papel, la sellada por las autoridades competentes, sino la residencia física, muscular, sanguínea. Caracas les resulta la posibilidad de un mundo utópico. 

Siguen andando hacia el metro. Los padres deciden que el viaje lo emprenden en dos días. Van tratando de trazar un plan, una ruta y una logística. El padrastro conoce a dos personas en el país: la persona que le ha ofrecido el trabajo, y el mejor amigo de este que vive en la ciudad que hace frontera con Cúcuta. Así que el plan parece accesible, sencillo e incluso apetecible. En dos días el núcleo partirá antes del amanecer a San Cristobal. N y su hermano se sienten motivados ante el viaje, ante la posibilidad de cruzar la frontera con Colombia y embarcarse en un largo viaje por carretera que les permita adentrase en su nuevo país. 

viernes, diciembre 03, 2021

Al Ministerio de educación

 El primer día es un día donde tienen que resolver papeleos. Han llegado al país a mediados de diciembre y a principios de enero N y su hermano empezarán las clases en algún colegio en Caracas. Hay varias cosas por hacer en el ministerio de educación antes de inscribirles en el colegio donde ya tienen reservada la plaza y cuanto antes lo hagan mejor será. N no sabe muy bien en que consiste el papeleo, pero la excursión al centro de la ciudad tiene un halo de aventura. No tanto así entrar a un ministerio a moverse en la burocracia administrativa, más en un país caribeño. Caminan hasta el metro con brío. Los padres van animados y N y su hermano ahora mantienen una actitud entre el entusiasmo y la diversión. La bruma sensorial de las primeras horas da paso a un ambiente más festivo. El metro de Caracas está nuevo y es moderno. Tiene un aire cinematográfico y atractivo. La ciudad, bajo tierra, cobra un orden que no parece tener arriba, como si en Caracas el orden se alterara y el subsuelo tuviera algo de paraíso apaciguado. N y su hermano hoy parecen más turistas que inmigrantes. Observan las cosas de manera mas frívola y menos trascendental que el día anterior. Se ríen, gastan bromas y perciben las cosas con diversión. En el metro son capaces de apreciar que Caracas son varios mundos recogidos en una ciudad, y eso es algo que irán apreciando cada vez más, según van pasando las semanas. Bajo tierra la sensación de estar rodeado de un abanico de gente amplísima. Estéticamente hay gente que parece de los años setenta lo que le otorga a la realidad una sensación de multitiempo: en Caracas se suceden varias décadas a la vez. Se aprecian estudiantes, trabajadores de todo tipo, gente trajeada de distintas formas, trajes modernos, trajes antiguos, trajes con pantalón de campana, trajes que abarcan casi medio siglo de modas. A finales de los ochenta, en Vigo ver un negro era algo bastante atípico, a finales de los 80, N y su hermano, descubren que el negro es un color de piel que abarca millones de matices y los descubren de golpe en el subsuelo de Caracas. En el vagón atestado sienten que en cierta manera hay alguna posibilidad de ser parte de ese ritmo de la ciudad, sienten que en ese instante están entrando en él. Leen los nombres de las paradas, para ir hasta el centro, son la ruta de esa expedición psicodélica. A Chacao, sigue Chacaito: como si la ciudad fuera encogiéndosela para luego expedirse en Sabana Grande. Van atravesando el subsuelo y los nombres les obligan a imaginar la superficie. En Parque Carabobo, el hermano le dice a N: ¡Tu parque! La broma hace gracia a N y se ríen. Bobo, tú. Bajan en El Capitolio. Caminan tras los padres, que parecen seguros de donde ir. Ahí la ciudad es distinta, porque la ciudad siempre es distinta. La verdadera diferencia que permanentemente perciben es que la ciudad es de todo menos monótona. Cada instante cambia, como si fueran trozos de proyectos de ciudades, como esos collage de recortes de periódicos y revistas, que tienen edificios de distintos lugares y se van pegando para armar una idea de ciudad. En esa zona la ciudad colonial se mezcla con edificios racionales, edificios que nunca se terminaron de hacer. La venta ambulante desborda las aceras. Ventas de zumos, de zapatos, de camisetas, de comida de todo tipo, casettes de salsa. Se mezclan disentías canciones en menos de treinta metros. "Ricardo viene de frente con su sonido bestial" dice una voz desde un altavoz que satura como si quemara, acompañada de un ritmo brutal o "sonido bestial" como dice la canción. Si el día anterior se sentían en una especie de viaje interestelar hoy la realidad es de otra forma, es la vida en la tierra en todo su esplendor. La vida del ser humano a lo largo y ancho del planeta a finales del siglo veinte. Huele a una comida que de seguro tapona arterias pero que incita a la comilona. El padrastro pregunta a un tipo que camina rápido si sabe cómo llegar al ministerio. Indica amable y despreocupado. Cuando llegan al ministerio la sensación de frenesí permanece. Sale y entra gente del edificio como si huyeran de algo. Unos tipos en la puerta le hacen gestos incompresibles al padrastro, proponen corrupción menor para resolver de manera eficaz papeleos, que de otro modo, resultan imposibles. Al Padrastro le han dado el contacto de uno de esos "gestores". Todo sucede rápido. Willy Camacho aparece de repente, saluda al padrastro como si fuera su primo, le pide los papeles, se queda con las carpetas de un modo que parece que ha hecho un truco de magia, y le dice: "en media hora esta vaina esta resuelta, vayan a tomar café". El padrastro siente una especie de fascinación ante el momento, el orden del desorden siempre resulta desconcertante y mágico. La burocracia siendo víctima de sus propios trucos.

 El asunto es que media hora después los papeles no se han podido resolver. "Los muchachos aún no tienen la residencia". Dice Willy mostrando una preocupación que no siente.  Eso dispara todo por los aires. Pero el mismo Willy da una solución meteórica: 

- Vayan a Cúcuta Vayan a Cúcuta ya. Mañana mismo si puede ser. Entren al país por Colombia, allí mi agente Wilmer Washington Martinez resolverá esto más rápido que gordo en patineta. Tome su número, avise cuando llegan y él prepara todo. En dos horas los muchachos y la señora tendrán la residencia por cinco años. Ustedes traen dólares Wilmer les pondrá preferentes en la lista. Decidan rápido si quiere que los muchachos empiecen clase en enero. 




Primer amanecer

 N y su hermano duermen en una habitación de un hotel en El Marqués, casi metidos en la Urbina. El mundo les ha mostrado, en pocas horas, la posibilidad de las estéticas. La palabra ciudad ya no engloba una cosa única. La ciudad, han descubierto, es una cosa que puede tener miles de caras, miles de formas, olores y ruidos. Están durmiendo en una habitación y sobrevuela una masa sonora que ya nunca se despegará de su recuerdo. N sueña con la humedad del trópico, que es una sensación que le ha marcado todo segundo en su llegada a la ciudad. Su hermano sueña con un bar donde están los amigos que ha dejado en Vigo. El sueño es profundo y cargado de sensación de realidad. El hermano de N, despierta en medio  de la noche aturdido y confundido, mira a N dormido y se asoma a la ventana. Siente un atisbo de nostalgia o tristeza, pero no logra descifrarla. Vuelve a la cama y sigue durmiendo. Cuando amanece, N despierta primero, su hermano está dormido y N se asoma a la ventana. La ciudad está en acción. Mira los coches, su tamaño, su diseño, su volumen. Toda su desubicación queda representada en los coches que ve pasando por el bulevar de abajo. También el ritmo de la ciudad. No se parece en nada al ritmo de la ciudad en la que había vivido los últimos siete años. Y eso tan abstracto, tan poco decidido, tan poco previsible, como es el ritmo de la ciudad, el ritmo propio, es al final lo que las define, lo que las identifica. Caracas tiene un ritmo apabullante, en cierta manera N siente que observa a lo que no tiene acceso y que no se puede explicar, pero esta fascinado, casi hipnotizado. Seguramente eso es ser extranjero, ver un ritmo, un movimiento en un lugar y saber que no estás dentro, que estás ahí, pero que solo lo observas, como publico que mira a una orquesta ejecutar una pieza. Su hermano llega a su lado, miran por la ventana y no hablan. Ambos saben que el otro se siente igual. Abrumado por el movimiento ahí abajo, por la estética de las cosas. Los letreros de los negocios, el orden de los árboles. La normalidad de cada uno se sustenta en no pensar en dónde y cómo están las cosas. Ser extranjero tiene algo de locura, te cuesta comprender y encajar cada partícula de la realidad. No tanto porque no la entiendas sino porque te abruma ser consciente de cada olor, de cada sonido. 



viernes, noviembre 19, 2021

Primera cena

 Salen a cenar a un sitio cerca del hotel. El recepcionista alerta de la hora y que en Caracas, entrada la noche, es mejor no ir de paseo. Eso a N le alarma ligeramente, porque le otorga a la calle una sensación de vacío. Aunque pasen carros, aunque se vea gente, todo parece una proyección, un engaño, porque en realidad, conviene no estar ahí en las horas de penumbra. Sin embargo el padrastro se decide a cruzar caminando, el restaurant al que van esta a una cuadra y media de allí, parece inútil usar el automóvil. 

Salen a la calle. N aún se sorprende de la temperatura, ese verano inesperado en medio de ese invierno gallego en el que estaba menos de un día atrás le parece una forma de milagro. Y eso, probablemente, es lo que le tenga más sumido en esa permanente sensación de irrealidad en la que se ha instalado. Los negocios están cerrados, las calles, efectivamente, poco concurridas, sin embargo hay ruido urbano. Motores, aires acondicionados, el bullicio que sale de las casas. Huela a una planta, es un olor nuevo también. Para N Caracas va ir siempre asociado a ese ruido urbano que es muy concreto, como una especie de masa sonora comprimida y ese olor que no es capaz de descifrar. También esa luz mortecina que emiten las pocas farolas y que le dan a la calle un halo cinematográfico. Una especie de film de misterio tropical. Llegan al restaurante. Es decadente, viejo, pero tiene algo de magnetismo. Está vacío y el camarero parece ido, aturdido quizá, como si no esperara por nadie. La decoración es extraña, parece de otra época, anterior. Esos restaurantes que se quedan en tierra de nadie, que nunca llegaron a ser actuales o modernos pero que el paso de los años va enterrando en una extraña sensación de atemporalidad, pero una atemporalidad lejana. Como si fueran de una época pasada que no existió. El camarero les ofrece cualquier mesa: "escojan ustedes", porque todas están vacías. Se sientan al azar y se miran. Es la primera vez que los cuatro se han detenido juntos, en algo. Posiblemente ese sea el momento en el que "llegan". El camarero pone pan de ajo y toma las bebidas. La carta ofrece platos que no ubican del todo y jugos de frutas con nombres excitantes. Guayaba pide N. Parchita su hermano. De repente suena música en el bar. A un volumen ligero, no molesta. N reconoce un arpa y un ritmo desconocido, la voz del cantante es aguda, pero hermosa. "Es música folclórica" dice la madre. Suenan unas maracas, que siguen un ritmo constante y que empuja. Ese sonido se queda enterrado en la memoria de N. El padrastro cuenta algunas cosas de sus dos meses de anticipo. Ha buscado casa, pero no ha encontrado. Ha empezado en el trabajo, que fue el principal motor de convertirlos en emigrantes, y viaja todas las semanas a una ciudad de nombre prodigioso: Maracaibo. Describe el calor de esa ciudad, pasa mucho rato hablando de ese calor y concluye con una frase: "Vivir en Maracaibo está descartado". El hombre ha pedido la euforia que le tuvo en activo en Vigo todos los meses previos a su partida. Ningún de los tres lo sabe ver, pero el padrastro ya está arrepentido, y es importante saber eso, que ellos desconocen y que no lo sabrán con certeza algún tiempo, porque eso condiciona el resto de cosas. Trata de emitir emoción, pero no hay emoción y debería ser más evidente. Quizá los tres, inconscientemente, se están protegiendo, porque por otro lado hay un no retorno en todo el planteamiento. Quizá N, su hermano y su madre, cierran los ojos a ese leve decaimiento emocional  y es quizá ahí donde se está asistiendo el nacimiento de un misterio. Un misterio que flota inaudible sobre esa mesa de un restaurante decadente, de comida barata. Luego el hombre habla de la ciudad, del metro, de avenidas. Habla de un sueño que ha tenido. Gasta una broma torpe. Mira al camarero y recibe los platos de comida, como esperando que el hambre saciada calme la incertidumbre, su incertidumbre y su incomprensión, porque en realidad, lo que sucede, es que el hombre ha dejado de entenderlo todo, pero sobre todo a él mismo. N y su hermano comen con furor. Devoran la yuca que desconocían, devoran los jugos de frutas, devoran las arepas que acompañan, devoran los nuevos sabores, porque ellos están el proceso contrario: están empezando, justo en cada bocado, a adaptarse al país. Lentamente, a trompicones y sin conciencia, pero ellos ya están en ello, su madre aún no ha despegado de la pista del aeropuerto de Galicia, y el padrastro aún, y después de dos meses, sigue sobrevolando nubes por encima del atlántico y ahí se quedará ya para siempre. 

miércoles, noviembre 17, 2021

La hora 0 en el nuevo mundo

  Diciembre de un año de finales de los 80. Agoniza la década: el mundo ha cambiado a otra cosa. No sabemos muy bien a qué, porque es imposible entender el presente en el presente. Pero N tampoco podría entender nada de eso en esos momentos, porque N es un niño, o ese niño que empieza a agonizar cuando se tienen doce años y los cambios sociales, los cambios de paradigma y estéticos, son algo que no se comprende a esa edad, probablemente a ninguna. 

A N le han metido en un avión en una ciudad donde hay niebla, frío y una humedad que congela las entrañas y ha aterrizado en un aeropuerto del Caribe. Cuando pisa tierra, después de ocho horas de vuelo, su viaje en avión más largo hasta la fecha, siente un golpe de humedad que no va a olvidar el resto de su vida: anochece en América latina; porque N no percibe algo específico: una ciudad, un aeropuerto, un sitio concreto. Es probablemente su primera gran incursión en las sensaciones abstractas, y N lo que percibe, al pisar tierra, y afectado por esa humedad indescriptible y novedosa en sus percepciones, es América latina. Sin saber exactamente qué es eso; porque N tiene 12 años y uno no entiende qué alcanza a describir ese sustantivo compuesto: Latinoamérica, pero eso es lo que le invade de golpe a N cuando pisa la pista de aterrizaje: Latinoamérica. Así, de golpe, entera, como toda ella estuviera condensada en esa humedad que le golpea brutalmente. Ve la luz del atardecer al fondo de la pista, el movimiento del aeropuerto, el aspecto de la gente, el sonido de la realidad, el olor de la vida, porque los individuos tienen un momento en el que de repente descubren que su vida tenía sonidos, olores, luces y que no los percibían porque aquello era lo que llaman: la normalidad. Y N descubre así, avanzando detrás de su madre y de su hermano por el aeropuerto, que la normalidad se ha evaporado de su vida, seguramente para siempre, y que los sonidos, los olores, las luces nos condicionan, nos marcan el paso, son las que dictan buena parte de lo que vamos a sentir cada segundo. N va intentado descifrar todo eso, pero no lo descifra, está en un estado que no conoce, como si todo aquello le hubiera otorgado un cuerpo nuevo, que tampoco conoce. N simplemente es capaz de seguir los pasos de su madre y su hermano que van delante, sabiendo mejor donde están, o eso aparentan, pero sin haber llegado todavía, porque la ventaja de N en ese momento es que es el primero que ha entrado en esa nueva percepción de la realidad: de golpe, sin haberlo decidido, quizá empujado por ese mazazo de indescriptible y extraordinaria humedad que ha sentido al cruzar la puerta del avión para bajar por las escaleras hacia la pista de aterrizaje. 

N está deambulando por un lugar nuevo, sin coordenadas, sin mapa, sin brújula siquiera, probablemente sin conciencia o con una conciencia explosiva de todo. N está, por decirlo de algún modo, naciendo de nuevo. Ese aeropuerto es una nueva salida al mundo y todo lo anterior, de repente, parece la vida de otro, un pasado no vivido. Los 12 años previos de vida son ya, la vida de otro ser, algo que en vez de haber sido vivido, le ha sido inducido en su memoria como recuerdos que no se vivieron. 

 N, un ignorante absoluto, ha llegado como inmigrante, junto a su familia, a Caracas, Venezuela. Lugar del que no sabe casi nada, salvo clichés o irrealidades. Del que ha visto fotos, del que ha escuchado cosas que le evocan imágenes poco nítidas, irregulares, imprecisas, ficticias. Caracas, Venezuela, son palabras casi vacías de certezas. N, su madre y su hermano van avanzando por los pasillos del aeropuerto. Es justo en ese camino hacia la salida cuando N se instala, y estará meses así, quizá ya el resto de su vida, en la extrañeza. A N le resultan raras las baldosas, los colores de las paredes, las alturas de los techos, las ropas de las gentes, la locución que va anunciando salidas y llegadas de vuelos, el ritmo de las cosas, pero sobre todo, y lo que menos podría esperar de ese momento estrambótico, le resulta raro su padrastro, que ha llegado dos meses antes al país en el que van a vivir, y que espera en el otro lado de la puerta de salida, mirando con ojos nuevos, que a N le resultan raros: la postura corporal, el color de la piel, la forma en que mira entre la gente, la forma en que levanta el brazo para hacerse ver, todo, cada poro de la piel de ese hombre al otro lado de la puerta de salida, es raro y N, de repente, se despega para siempre, y sin capacidad para el retorno, de su vida pasada. Así que N asume, en una transformación que sucede a la velocidad de la luz, su nueva forma, aunque no visible, en la que habita su cuerpo ahora. 

Se abrazan al padrastro, el encuentro es menos efusivo de lo que los cuatro seguramente habían prefigurado. Hay algo silente en ese momento fundacional, algo que se asume, que se sabe, pero que no se nombra, ni siquiera se sabe qué es. Se abrazan con alegría, porque la hay, pero también hay una forma brutal, casi despiada, de desapego. Se encuentran para no volverse a encontrar jamás. Se ven en el nuevo mundo para separarse para siempre. Se preguntan cosas, se preocupan unos de otros, porque el sentimiento es inamovible y los cuatro mantendrán un nucleo fiel. El padrastro deja caer algunas quejas, algunas decepciones, los dos meses de avanzadilla no habían sido lo esperado, quizá porque se había prometido a si mismo el paraíso y como todos sabemos, el paraíso no existe. Si todo había sido raro avanzando por los pasillos del aeropuerto, ahora todo caía una especie de estafa. A N, sobre todo a N, porque N fue la coartada del padrastro, le habían ofrecido una vida mágica, ajena a conflictos y problemas, y en la entrada al paraíso le advertían, de repente,  que el paraíso tenía sus carencias y numerosos defectos. Caminaron por el parking del aeropuerto en extraña euforia. El padrastro y la madre de N van delante, poniéndose al día, buscando una forma de reencuentro que no parece terminar de llegar. N y su hermano deciden fundar una sociedad de protección, no es una decisión hablada, pero deciden que la única manera es armar un escuadrón de defensa para lo que viene, que no saben qué es, porque nadie sabe a donde llega cuando llega a un nuevo mundo, pero la uncía certeza, y está será para siempre, es que se tienen el uno al otro para avanzar por ese paisaje salvaje. Se montan en el coche que ahora se llamará carro. El carro arranca y entran en la autopista que va de La Guaira a Caracas. Si hasta ese momento todo había sido la extrañeza, la perplejidad del que cruza la puerta de un nuevo más allá, de repente, entran en un viaje sideral. El camino por esa autopista, mientras la noche rotunda cae sobre Venezuela, es el primer viaje espacial en la historia de la humanidad hecho en automóvil. El tráfico es potente, pero veloz, pasan coches, ahora carros, a toda velocidad, la autopista va en ascenso permanentemente. Los coches son modelos americanos que solo habían visto en películas hasta ese momento. Los coches son naves especiales. Pequeñas luces en las laderas que parecen anunciar una nueva galaxia y que terminan resultando ser los barrios de chabolas más grandes de Latinoamérica. Un espectáculo nocturno que define la presencia del humano en la tierra de un modo abrumador. Están entrando en Caracas y Caracas de noche desborda. Es difícil percibir como se percibe una ciudad la primera vez que se pisa, pero Caracas tiene algo que siempre te evoca esa primera vez. Seguramente sea la forma. Pocas ciudad tienen su forma tan definida, tan marcada. Porque en otras ciudades se va entrando, en Caracas se entra y, de repente, te tiene rodeado. N y su hermano van callados, mirando abrumados. Su madre comenta detalles con entusiasmo forzado, porque en el fondo ella también está abrumada, seguramente pensando por primera vez y para siempre, como una pregunta que se queda ahí, colgada: ¿Qué pintamos ahora mismo, a finales de la década de los ochenta, un anochecer de diciembre, en medio de Caracas? 

Encaran la autopista del Este, hay tráfico denso, un neon de refrescos tiene dos letras apagadas y le da un aire de irrealidad a todo. A su lado otro letrero de seguros parpadea rotundo. N mira por la ventanilla al coche que avanza lento a su lado, como ellos, y ve a un tipo que conduce, tiene bigote y fuma. El tipo le mira sin prestarle atención y avanza. Pasan por Parque Central, el movimiento es inabarcable. N piensa que, quizá, algún día todo eso será su normalidad, pero en ese instante le parece atravesar un mundo indescifrable, al que no accederá, salvo para observarlo desde detrás de un cristal. N hasta ese momento no había salido nunca de España, no siente nostalgia, siente lejanía, como si no perteneciera a ningún lado. El hermano le ha mirado dos veces, va más callado que de costumbre, porque durante ese trayecto de tráfico denso parece imposible hablar. Hay unos tipos que caminan por la calzada, avanzando firmes por esa autopista. Van con mochilas y a ritmo vivo, como si no estuvieran ahi, sino en medio de una selva. Parecen trabajadores que vuelven del campo, pero avanzando por el medio de la ciudad. A un lado se ve un puesto de venta de comida lleno de carteles y con dos comensales que apuran los últimos trozos de algo que comen con las manos. Ve que los carteles anuncian los precios y N hace su primera traducción de bolívares a pesetas, y todo le parece caro o barato, un extraño juego de la economía que, probablemente, jamás entenderá. En un punto concreto el trafico se empieza a disuadir. El carro agarra velocidad y se adentran en una zona arbolada, los edificios tampoco le resultan habituales, quizá N, sin saberlo, descubre las diferencias que existen entre culturas y continentes de la arquitectura y del desarrollo  urbano, pero eso él, claro, no lo identifica. Ven los coches, las calles arboladas, casi comidas por la selva, edificios donde todas las ventanas emiten luz, como si nadie apagara nunca las luces, como si todas los apartamentos tuvieran gente dentro y todas sus habitaciones ocupadas. Los bulevares son amplios, pero con el asfalto desgastado, los coches pasan rápido de un lado a otro, las calles laterales van en ascenso, trepando laderas de montañas que la ciudad se ha ido comiendo. Todos los edificios tienen grandes rejas en el frente, altas y gruesas, detrás los edificios anuncian la vida de las clases medias. N ve un autobús pasando por uno de los bulevares, un carrito por puesto, como descubrirá después que se llaman. Más pequeño que los autobuses que conocía, lleva carteles anunciando destinos, nombres imposibles, palabras nuevas, sonoridades extrañas, las letras del nuevo mundo. El autobús avanza destartalado y frenético, intenta mirar al interior, porque N tiene una potente necesidad de ver los seres humanos del nuevo mundo, pero el autobús no va muy concurrido. Logra ver una mujer sentada que mira al suelo, es una mujer negra, casi anciana, que lleva los ojos cerrados. El carrito por puesto se pierde para siempre en la maraña urbana. El coche hace unos giros y baja la velocidad. Llegan al hotel donde dormirán esos primeros días.

 En la recepción N escucha el acento de la gente que pasa de un lado al otro por el loft. En el mostrador un tipo les habla con simpatía y les da las llaves. N espera a un lado. Ve una TV encendida que emite anuncios, se queda absorto ante un anuncio de mantequilla. El tono del locutor, los colores del anuncio, las frases, los slogans, el mensaje publicitario, le parece que rozan la fealdad, pero a su vez le atraen. ¿Cómo es posible que el lenguaje televisivo sea tan distinto? Tras el anuncio de mantequilla, uno de harina pan, luego uno de lotería. Se van sucediendo spots, una cantidad excesiva, uno tras otro, productos nuevos: diablito underwood, loterías de nombres estrambóticos, el anuncio de un nuevo episodio de una telenovela de éxito. La cadena tiene un nombre que condensa las palabras televisión y Venezuela de un modo aparatoso. La madre llama a N y a su hermano para que suban a sus habitaciones. N y su hermano comparten una en la séptima planta. Desde la ventana se ve una calle ancha abajo. Se quedan mirando los carros de marcas americanas, grandes, casi tanques que avanzan por calles de formas nuevas, porque las calles son distintas. Se ríen sin saber muy bien porqué. Se ríen mientras ven Caracas ahí abajo. La risa va en aumento, se ríen tanto que se tumban en la cama para seguir riendo sin caerse. La risa es contagiosa y cuanto más ríe uno más ríe el otro. Probablemente esa risa cierre el día infinito que había empezado en otro huso horario, en Vigo, a ocho mil kilómetros de ese hotel. Ríen descolgándose del viaje, como otra forma de aterrizaje. Ríen a carcajadas tirados encima de las camas. La risa no acaba, la risa reverbera a lo lejos, allí, en una casa vacía que ya no habitarán nunca mas, una casa lejana que hace esquina en un noveno piso de una avenida donde en ese momento llueve y hace frío y es madrugada y no pasa nadie, salvo el eco de una risa que se produce lejos, a ocho mil kilómetros de distancia, en la habitación de un hotel de Caracas. 

jueves, septiembre 23, 2021

Final

 ¿Necesitamos el reconocimiento de los otros? No lo tengo claro. No hacemos lo que hacemos por el reconocimiento. No llevo toda la vida en la compleja tarea de componer canciones populares por el reconocimiento. No llevo años escribiendo cosas aquí por que a otro le guste. El reconocimiento lo que sí tiene es que te valida y te saca de tu subjetividad permanente. Porque lo que sucede cuando haces tareas de este tipo es que es imposible saber si lo que creías que hacías era realmente lo que estabas haciendo. Nadie sabe, del todo, el efecto que produce una forma de actuar en el otro, porque ni siquiera el otro existe, cada otro es único y recibe las cosas de un modo subjetivo también, así que ese otro invisible para el que se dirige lo que se hace no existe. No existe un otro, el otro es una utopía. El otro no ve todos los mensajes que tú has ido dejando, porque encuentra otros y porque en general el otro no lo vive como un acto de necesidad existencial. El que lo hace, el que escribe un texto, compone una canción o silba una melodía, lo vive como se vive el paso de la sangre por las venas, no se piensa del todo, pero toda la existencia depende de ello. El otro sólo ve un cuerpo al que no le analiza las visceras, sino que mira y analiza desde otro lado y es ese lado, realmente, el que importa. No debería minimizarnos que el otro reciba con poco entusiasmo lo que se ha hecho. Lo que importa ya está fuera y ya no es, ya tiene una existencia ajena. Uno no puede hacer un gato o un perro, un animal domestico habita nuestro hogar, pero no lo creamos, no lo moldeamos. Lo que se hace, lo que se crea (detesto la palabra, por la connotación y porque nadie crea) vive una vida ajena, y lo que hace el creador (aún mayor rechazo) es acotar una parte de su vida entorno a eso, trata de entenderse o de descifrar algo. Crear es buscar una verdad que se sabe que no existe. Porque según te acercas todo se abre y el matiz va abriendo otros matices y otras decisiones que abren otras decisiones. Nunca se acerca a un centro, porque el centro se abre y se despliega y lo que se hace, al final, es simplemente dejar de entrar o salir, lo que decides cuando das algo por terminado es parar ahí, porque es el punto exacto donde ya estás desbordado. Cada cosa finalizada es un acto de renuncia lo que implica una profunda valentía. El que finaliza se asume. 

martes, septiembre 21, 2021

Las tardes con K

 Había un camino que no era camino o que era algo así como un excamino, porque estaba casi borrado, comido por las zarzas y hierbajos y K, a ese camino casi borrado, lo llamaba: la historia interminable. Creo que fue nuestra primera experiencia psicotrópica. Nos poníamos al principio del excamino, los días de lluvia y barro, y lo recorriamos corriendo, lo más rápido que podíamos. Lo hacíamos siempre cuando ya caía la noche y el invierno dominaba el universo. La estrechez del camino, el olor y la humedad, las hojas a la altura de nuestros ojos, le daban a la carrera un aire cinematográfico, una especie de efecto especial que recordaba a las alucinaciones o a los viajes en el tiempo de las películas. No sé qué hacíamos esos dias de invierno, por las tardes, No había casi nunca otros chicos por el barrio, y la mayoría de esas tardes solo nos juntábamos K y yo. Paseábamos, hablábamos de montar un grupo y nos mojábamos los bajos de los pantalones en los charcos de la periferia del barrio y cuando ya caía la tarde y se venía la noche con su humedad tremenda y su frio en los huesos, alguno de los dos decía: "vamos a la historia interminable", que muchas veces servía de cierre de la jornada. Entonces nos poníamos uno detrás de otro, porque en el camino no entrábamos a lo ancho los dos y salíamos disparados. El excamino terminaba en una finca con una casa abandonaba y un burro que parecía agotado de la vida. No sospechábamos, claro, que aquello desparecería con los años, y que "la historia interminable" terminaría siendo la entrada al garaje de un edificio. Cuando terminábamos la carrera nos despedíamos con tristeza, porque separarme de K era separarme de una forma de vida que me interesaba más que a la que acudía: deberes por hacer, rigidez y horarios. Volvía andando a casa por que camino de Doña Lola, que era la que regentaba una taberna en una casa que parecía de aldea, en vez de periferia de la ciudad. En la taberna siempre estaban los mismos, unos tipos que bebían un vino oscuro que parecía hipnotizarles y Doña Lola que parecía estar siempre vigilándoles, manteniéndoles así, idos y lejanos, pero inmóviles. Al terminar el camino de Doña Lola, que poco después asfaltarían pasaba por la calle del colegio, que a esa hora estaba cerrado, pero que tenía la luz de algunas Clases encendidas y donde veía a Camilo, el conserje que limpiaba siempre a esas horas todo el colegio con su mujer, mientras Iván, su hijo, que iba a mi clase, estaría en la conserjería, porque Ivan era aplicado y cumplidor en el colegio. Cuando llegaba a mi portal, a veces me quedaba un rato sentado abajo, el barrio estaba medio silencioso y no pasaba gente, a lo lejos, por la carretera nacional, el tráfico parecía el mar, un ruido constante y eterno, un flujo que explica otros flujos. A mi no me apetecía subir a casa, no quería hacer deberes, pero no aguantaba mucho. Subía en el ascensor haciendo gestos frente al espejo como si el grupo que habíamos formado K y yo estuviera de gira por estadios de béisbol de Estados Unidos. AL llegar al 9 llegaba a otro mundo. Abría la puerta y escuchaba a mi madre hablar con mi hermano. Cruzaba el pasillo, tocaba la puerta y m hermano abría con desgana. ¿Dónde estabas? Me preguntaba siempre. Siempre me quedaba con ganas de contestarte: "En la historia interminable" pero nunca lo hice. Sólo contestaba: "Por ahí con K"

miércoles, agosto 11, 2021

Aquella costa

 "Esto era el paraíso. Aquí no había nada salvo naturaleza" Esa frase sonó melancólica y tremenda, porque Manuel no es un anciano, Manuel incluso es más joven que mis padres y ya ve ese mundo anterior desvanecido y destruido. A ratos habla con culpa, porque se siente culpable. Ha trabajado en la construcción y ahora vive del turismo, y cuando narra deja caer ese atisbo de arrepentimiento y de inconsciencia. Como si hubiéramos sido borrachos que no descubren las consecuencias de sus actos hasta que despiertan con una terrible resaca la mañana del día siguiente. "Bajábamos hasta la playa y atravesábamos todo eso que ahora tiene casas y caminos, pero a nosotros nos costaba acceder y llevábamos de todo para pasar el fin de semana allí abajo, en la costa. Y dormíamos bajo árboles y la playa era infinita y aquello era un vergel. Eramos invitados esporádicos en el paraíso. La relación con la playa era otra. Cogíamos cangrejos en las rocas, celebrábamos todos los del pueblo, porque bajar a la playa era un festín, un jolgorio. Los mayores se reían, los abuelos miraban el horizonte y los niños corríamos. No sé cómo todo aquello fue mutando, pero lo hizo. Se empezó a transformar en otra cosa: todo el mundo quiere acceder al paraíso y estas costas lo eran". Y en la mutación mutaron todos: los niños se hicieron dueños de terrenos y le sacaron provecho. Algunos construyeron pequeñas casas que arrendaban los veranos, otros construyeron restaurantes, eran los niños que habían corrido y cazado cangrejos por aquellas playas y que ahora eran empresarios. Y la costa se fue transformando y venía gente de fuera y cambio el ambiente y mientras cambiaba aquella playa, cambiaba también el mundo. En realidad todo estaba mutando velocísimo y nadie iba a la contra, aquella fuerza, aquella potencia solo te permitía dejarte arrastrar, porque era parecido a estar dormido o en hipnosis, quizá era eso, una grandísima hipnosis colectiva donde hacíamos y deshacíamos y jugábamos  con los elementos, como niños jugando a hacer castillos en la arena de la playa. Eso era en realidad lo que estaba sucediendo, cambiamos los materiales, pero no el juego: "seguiamos cabando en la orilla de la playa, construyendo castillos imposibles, abriendo huecos que convertíamos en piscinas que las olas del mar iban llenando, solo que ya no era la arena de la playa y solo que esos huecos no desaparecían a la mañana siguiente" y ahora todo es irreconocible, el paraíso ya no está, pero todos vienen como si siguiera estando y hace calor y sopla un viento espeso y húmedo que hace sudar y de fondo, por el mar, se ve venir una gran ola. 

martes, agosto 10, 2021

Humedad

 La humedad se nota en la frente y en la espalda, que transpiras constante. La luz del día, que está empezando, es confusa. Amanece, pero no termina de amanecer. El cielo está espeso y plomizo. Hace calor para ser tan temprano. Desde la ventana veo un pequeño barco muy cerca de la orilla, no sé qué pescan, pero apenas se mueven. El mar no parece el mar, parece un lago. No hay olas, no hay movimiento. La quietud es potente, y se multiplica por la sensación que da el cielo de quietud también. La luz grisácea está estática, la humedad casi se puede tocar. No hay ruidos, porque da la sensación que el cielo cubierto y esa humedad detienen las reverberaciones y hacen de enorme caja acústica. No pasan pájaros y el único ser vivo que comparte ese instante conmigo es un gato que pasa por debajo con una cautela extrema, le sospecho de caza. Las montañas que perfilan la costa no se ven, el cuadro es difuso, como si la mañana no hubiera completado de  dibujar el paisaje. En el mar, el pequeño barco pesquero sigue quieto, durante todos esos minutos todo parece detenido, como si se hubiera congelado un instante: ¿es así el no tiempo? Juego mentalmente con la posibilidad de que el tiempo este haciendo cosas raras y que sea yo el único testigo de ese instante que es un segundo adormecido. En cualquier momento, sé, que todo esto arrancará. Aparecerán nuevas figuras en el mar: otros barcos, las corrientes en movimiento. También que los ruidos de las calles vecinas empezarán a percibirse y que incluso el cielo espeso, comenzará abrirse, pero mientras llega, tengo la sensación de estar viviendo una anomalía: el testigo de algo insólito. No hay brisas, no hay ráfagas, no hay movimiento. Es un momento estático. Tampoco yo parezco estar, en cierta manera no soy, me alejo de esa cosa que forme el "soy". Estoy ahí quieto, tampoco yo tengo movimiento ni ruido. Pienso, sin ningún atisbo de morbo o terror, que quizá eso es la muerte: esa hermosa apabullante quietud. Lo único que parece en acción en todo ese instante es la humedad. La humedad se desplaza, se la nota. La piel lo percibe. Es un amanecer de un día de bochorno, estamos en medio de un verano indescifrable. La luz grisácea da a todo un halo de irrealidad. "¿Y si aún no he despertado?" pienso unos segundos, y es ahí cuando me doy cuenta que, ajeno a mis designios, la mente sigue haciéndose preguntas, pero poco me importan en ese momento las respuestas, porque las respuestas, sospecho, están en la humedad. La humedad como una masa que piensa ese instante. Es ahí cuando el pequeño barco se pone en movimiento, el sonido del motor llega comprimido, como si sonara metido dentro de una caja de madera. Es un sonido cercano y extrañamente lejano a la vez, es impreciso porque llega amortiguado pero impoluto. Nada se interpone entre ese sonido de motor y mi oido. Me doy cuenta, entonces, que ese instante de tiempo de circulación rara se está terminando o quizá se quede ahí, entre nosotros, para siempre. 

jueves, mayo 20, 2021

Un rio, un túnel y la carretera oscura

 Solo conocía a Roberto dentro de ese coche. Su hermana y la amiga de su hermana las conocí cuando me monté y creo que hasta que nos bajamos, tres horas después, no las llegué a ver de frente, no llegué a ver su cara. Roberto y yo íbamos detrás, nos recogieron en la Avenida de los Abogados, cuando salíamos de clase. Al principio del viaje hablamos de otros países, luego hablamos de paisajes mientras caía el sol y la tarde y finalmente, ya de noche, yo, con algo de pudor, confesé, que nunca había viajado por una carretera tan oscura. No sé porqué, pero a día de hoy sigo sin entender que aquel trayecto me pareciera tan oscuro. No era una carretera más oscura que las demás, o sí. No sé. Pero no se veía nada más allá del arcén, no pasaban coches ni en nuestra dirección, ni en la contraria y no había posibilidad de luz. Esa zona central del país, tan deshabitada, tan vacía, no proyectaba resplandores desde ningún lado, no había poblaciones emitiendo luces hacia el exterior. Todo era noche. Roberto hubo un rato que se quedó dormido y su hermana empezó a hablar de una historia de cuando eran niños. Roberto había soñado con un túnel cerca del rio de la ciudad donde vivían, que era hacia donde viajábamos, y al despertar se lo contó entre asustado y fascinado: "esa mezcla imposible de emociones que sólo se producen en los sueños". Ella le dijo que porque no iban hasta el rio a ver si ese túnel existía de verdad. Salieron a media mañana caminando, atravesaron la periferia de la pequeña ciudad. Es uno de los lugares más cálidos en los que yo he estado en mi vida, así que mientras ella iba contando, yo me imaginaba el calor, la humedad y esa luz extraña del centro occidente del país. Cuando llegaron al rio, vieron en un ancho de la orilla un grupo de gente celebrando algo y empezaron a caminar rio arriba. El ruido de esa gente reverberaba todo el trayecto, como si ese murmullo hiciera el camino contrario de la corriente del río. Cuando llevaban algo más de veinte minutos andando, la hermana de Roberto se lanzó al agua totalmente acalorada y él la miró asustado: "¿Qué te pasa?" le preguntó ella y él contesto que en su sueño pasaba justo eso. En ese momento se dieron cuenta que ya no se escuchaba el murmullo, y ella, durante algunos segundos, sintió incertidumbre y miedo. Roberto arrancó la marcha de nuevo, como si ya no esperara a la hermana, y ella salió del agua rápido, para no perderle la pista. Las laderas del rio, en ese tramo, ya se ponían muy frondosas y era complicado andar. Roberto caminaba enajenado, como si buscara algo de verdad. Ella ya no habló, pensó que lo mejor, llegados hasta ahí, era dejarse llevar. Pasado un rato, Roberto se detuvo y la miró: "No sé qué carajo estamos buscando. Es como si todo hubiera perdido sentido en este país". Ella miró al agua y vio un pez pasando, como pasa el tiempo. Se quedó pensando en eso, en que quizá, el tiempo, es un pez rio abajo aprovechando la velocidad de la corriente. Quiso calmar a Roberto, sintió esa extraña responsabilidad de hermana mayor, no estaba nervioso, pero si estaba desorientado, quizá angustiado, las noticias, la política, el orden social, estaban totalmente alterados y ese preadolescente, estaba afectado por el desorden. "No hay sentido- le dijo ella- esa vaina no existe. El sentido es una forma concreta de narración, un cuento que nos contamos". La hermana de Roberto siguió contando algunos detalles de aquel día, cuando Roberto empezó a despertar a mi lado. La oscuridad en la carretera seguía pareciéndome excesiva, tremenda. Le miré y sonreí a modo de saludo. Con Roberto había una complicidad extraña, porque en el fondo tampoco nos conocíamos mucho. La hermana giró la cabeza desde el asiento de copiloto, fue la primera vez que vi la cara casi entera sin ser a través del espejo del quitasol. Miró a Roberto y le dijo:" Les estoy contando lo del túnel del rio" Roberto sonrió y dijo: "Ese túnel era la violencia y la intolerancia y el dolor. Siempre he pensado que ese túnel me estaba avisando, era un túnel para escapar de aquí". La amiga de la hermana, que conducía concentrada y atenta dijo: "A veces pienso que este continente no existe. Que es el principio de un mundo nuevo que nunca termina de nacer" Detuvo el coche porque empezó a salir humo y nos asustamos. Nos bajamos, pero ninguno teniamos ni idea de mecánica. Sentí tensión, pero no pasó nada. La carretera estaba vacía, oscura y silenciosa. Miré arriba buscando la luna y la luna seguía allí. Así que me tranquilizó pensar que si la luna estaba, el continente estaba y existía. Que aquello era real. Cuando dejó de salir humo, nos subimos al coche otra vez y seguimos la ruta, llegamos a la ciudad de Roberto casi a medianoche. Siempre me sorprendió lo vacías y silenciosas que estaban siempre las calles de esa pequeña ciudad en las que no cesaba el calor ni de madrugada. 

miércoles, mayo 12, 2021

Los días perdidos

 Yo ya casi no me hablaba con mi padrastro. No había habido un momento roto, un momento donde, por una discusión o conflicto, nos habíamos dejado de hablar. Simplemente la relación había llegado a un punto donde no teníamos nada que decirnos. Se había dicho todo ya, que tampoco había sido mucho, se había acabado el relato, la narración. No quedaba nada que contarse. El caso es que no nos hablábamos, tampoco recuerdo si manteníamos la cordialidad del saludo o si hasta eso lo habíamos dado por dicho ya. Un saludo todos los saludos. Yo llegaba tarde a casa porque no me quería cruzar con ellos, en realidad lo honesto y valiente por mi parte hubiera sido irme mucho antes, pero cierto temor al futuro no me dejaba hacerlo, también mi noviazgo. Un noviazgo extraño y algo desesperado, me mantenía aferrado a aquella casa, a aquella ciudad y aquella forma de vida que se había quedado inútil, obsoleta. Cuesta creer que la vida cuando menos sentido tiene es cuando eres muy joven. El mundo se deshilacha, el presente se convierte en una masa amorfa, inmoldeable en la que a ratos pareces no tener cabida. No estaba deprimido o melancólico, simplemente estaba fuera, fuera de algo que no se sabe qué es y que es un lugar en el que muchas veces parece tener hueco todo el mundo menos tú. 

 Pasé meses así. Un tiempo que ahora parece uno. Eso que solemos llamar "época". Realmente las épocas en las personas no existen. Porque en cierta manera, y esto que voy a afirmar es arriesgado, las personas no existen. Somos cúmulos. Un amasijo de órganos, vísceras y cosas, pero además de eso, cúmulos de tiempo y decisiones que no tomamos y que tampoco toman del todo los otros. O quizá sí existen las personas, pero no el individuo. La mayoría de las cosas importantes en mi vida no las he decidido yo y creo que así sucede con casi todos. Tampoco sé si nos deciden. Nos vamos decidiendo, quizás. No lo sé. ¿Quién puede saber algo? Cuando entiendes algo se abre un espacio a algo que dejas de comprender porque se abre algo nuevo que tienes que aprender. Y quizá en esa época, si es que finalmente nos atrevemos a llamarlo época, estaba comprendiendo que el mundo era incomprensible. Así que a menudo caminaba por la ciudad sin mucho orden, durante muchas horas. Convertí caminar en algo importante, lleno de simbología. Me gustaba descubrir esquinas, dotarlas de personalidad, comprenderlas desde otra perspectiva. La ciudad tenía cambios estilísticos y de desarrollo muy pronunciados. Había fronteras evidentes. Me iba de un lado al otro como el que cruza a otro país. Cuando has perdido cierto rumbo en tu vida, observar el día a día de la ciudad te recuerda permanentemente lo fuera que estás, el desorden de tu vida. Era una época que mi núcleo de amigos y conocidos o bien se habían ido fuera o bien estaban muy ocupados y yo tenia ante mi las horas del día vacías, sin ocupación, salvo esperar que mi novia saliera de clase y entre actividad y actividad, tuviera una rato para vernos. Así que yo caminaba horas por las calles de la ciudad, recorriendo zonas como el que va investigando algo, pero yo no investigaba nada, ni siquiera buscaba. La gente iba y venía, entraban a sus trabajos, a sus labores. Los niños entraban y salían del colegio, los panaderos atendían su negocio, los empleados de los restaurantes preparaban las meses y limpiaban los locales, los buhoneros tomaban las aceras y las llenaban con sus mercancías. La vida mercantil en plena ebullición. Los autobuses recorriendo sus rutas. Mensajeros en moto. Y yo fuera, caminando por ese mundo al que no tenía acceso y al que en el fondo no quería acceder. Pensando si aquel movimiento permanente no era una excusa para no detenernos: y si el sistema no es más que un intento extraño de huir de la nada. Como si asumiéramos que estar en ese ciclo agotador nos permitiera huir del vacío y la quietud eterna. Fue en esa época que me sentí perro, a ratos gato también. Uno de esos animales aceptados en las ciudades. Que deambulan, como deambulaba yo, siendo ajenos o partícipes periféricos. Era un gato o un perro de ciudad. Uno de esos que ves pasar por la acera y no prestas demasiada atención. ¿Qué hacen esos animales de ciudad? Lo que hacía yo: existir. Yo existía, porque caminaba. Así que cambié el aforismo: camino, luego existo.  

Un dia atravesé la ciudad de este a oeste, llegué casi hasta el monumento que representa a la ciudad en las postales. Había subido por la avenida principal del comercio. Había atravesado aquel bullicio a ratos molesto, había pasado por el terminal de autobuses, donde vi a un hombre sin piernas recitando el Apocalipsis y llamándonos a la salvación. Un autobús accidentado en un lado de la avenida por donde salían todos los autobuses, echaba humo y había alboroto alrededor. El conductor estaba muy nervioso y  maldecía su mala suerte. Un niño muy pequeño, que casi no sabia hablar me pidió dinero. Giré más arriba, por una zona donde se concentraban talleres mecánicos, ferreterías y almacenes de venta materiales industriales. Me asomé a uno de los almacenes donde había trabajado una chica que había estudiado conmigo todo el bachillerato, que un año antes, nos habíamos encontrado y que siempre me había gustado mucho. La vi sentada en un escritorio hablando por teléfono, el local tenía abierto los portones para que entraran los vehículos a cargar, ella tenía la mesa al fondo, y estaba allí, sería, hablando. La miré unos segundos y levantó la cabeza, me vio y me sentí descubierto. Colgó el teléfono y se acercó hasta mi para saludar. Fue muy amable. A mi me costaba mantener conversaciones en aquella época. Me costaba encontrar frases para ser sociable. Mentí sobre mi ocupación: no quise confesar que en mi vida no había actividad, que era un tipo de 17 años sin nada que hacer. Me dijo que si la esperaba un rato podíamos comer juntos. Dije que sí, sabiendo que no tenía nada de dinero para comer. Esperé fuera, hacía calor, porque en aquella ciudad a mediodía siempre hacía calor. Olía a taller, a productos químicos, a Apocalipsis. Recordé al tipo sin piernas y pensé que quizá tenía razón: "Ha llegado el fin", pero no había llegado, o al menos hoy, 28 años después, aún no ha llegado, aunque aún siga dando la sensación de que está a punto de llegar. Esperé unos minuto más y apareció. Pensé en mi novia y me sentí raro, pero en ese momento, justo en ese momento, me di cuenta que no teníamos nada que ver y que seguramente ella, hacía tiempo, que me veía como un objeto aburrido. La chica salió. Me miró y me dijo que fuéramos a un sitio barato:"hoy invito yo" dijo, y sentí un profundo agradecimiento al destino, a la vida, o a lo que fuera, por no hacerme pasar un mal rato. Caminamos por las calles de atrás de esa zona de la ciudad en la que se entremezclaban casas muy humildes con naves industriales y calles mal asfaltadas. Giramos por una calle que iba paralela al cementerio. En uno de los muros del cementerio había un grafiti que ponía: "Solo nos queda la violencia", el país estaba siempre a punto de estallar. Ella me iba hablando de su trabajo, no le gustaba, y se había inscrito en la universidad para hacer periodismo, pero en su casa había problemas económicos y no podía dejarlo. Entramos en una casa, una señora tenía dos mesas armadas para comer en un patio de suelo de tierra, ella saludó a la mujer con confianza y me presentó. En una tabla estaba anotado el menú del día: hervido de pollo con cilantro. Ella pidió cervezas. La mujer las sacó. Estaban heladas y las bebimos con rapidez. En ese momento pensé que me había enamorado. No sé porque lo pensé, pero en ese justo instante pensé que me hubiera fugado con ella para siempre No dije nada, me preguntó por mi vida y le dije que estaba perdido, contesté así, sin mucho entusiasmo. "Me quiero volver a mi país", ella me miró con melancolía. Luego le hablé del tiempo, porque estaba obsesionado con el tiempo, y finalmente le hablé de mis paseos, le confesé que sólo caminaba, que era lo único que hacía al cabo del día y que hacía todo lo posible por volver tarde a casa. Entonces ella me cogió la mano y sonrió. Giró la cabeza y pidió otra ronda de cerveza. Yo tenía el estomago vacío y esa segunda cerveza me iba a marear, pero me agradó la sensación de despreocupación. La mujer apareció con las dos cervezas y los dos platos de hervido. Comimos despacio, y nos bebimos dos cervezas más. La otra mesa seguía vacía. Ella se reía y me contaba cosas de su trabajo. Luego me empezó a hablar de Hector Lavoe y de Ismael Rivera y le pidió a la mujer que pusiera música. Hacía un calor tremendo en el patio, sonaba "Sangre Son Colora" de la Orquesta Conspiración. Entonces ella me levantó y me cogió para ponernos a bailar. Yo no sabía bailar, de hecho me dejaba llevar con cierta torpeza, pero ella cerraba los ojos y bailaba con maestría. La mujer sacó dos cervezas más y nos las dejó en la mesa mientras seguíamos desplazándonos por el suelo de tierra. Estábamos solos en ese patio, en ese mediodía abrasador, en la zona de detrás del terminal de autobuses de una ciudad en medio de Latinoamérica. Al terminar la canción no sentamos. Ella me dijo riéndose: qué mal bailas, muchacho. Y sentí algo de vergüenza. Brindamos con las botellas y bebimos un sorbo largo. Pidió la cuenta, pagó y salimos. Ella tenía que volver al almacén. Caminando por la acera, se detuvo y me dio un beso, se giró y siguió andando. Nos despedimos sin ganas, yo me hubiera quedado toda la tarde con ella, quizá todo el mes, quizá varios años, pero nos despedimos y cuando la vi entrar en el almacén sentí que perdía una oportunidad, no sé de qué, pero una oportunidad perdida para siempre. Caminé un buen rato, afectado por una forma de nostalgia, me senté debajo de un árbol, en una pequeña plaza donde por un razón incomprensible, nunca se sentaba nadie, un vendedor de helado raspao estaba a mi lado, escuchaba las noticias en una pequeña radio que sonaba muy aguda, el locutor hablaba indignado de algo que había sucedido en la asamblea nacional. Le pedí un cigarro al vendedor y me lo negó, pero no me levanté, me quedé mucho rato ahí sentado, deseando que ella, al salir del almacén, algunas horas más tardes, pasara por ahí, me viera y me invitara a acompañarla a algún lado. Pero no pasó, nunca la vi pasar por allí. Sólo pasó la tarde, fue pasando muy despacio, fue cayendo el calor, el flujo de gente y en algún momento comencé el camino de vuelta a casa. Sin prisa, sin ganas de llegar, cansado de caminar, pero tarareando obsesivamente el estribillo de Sangre Son Colorá. 

lunes, mayo 10, 2021

El verano feliz

  Había perdido brillantez en los últimos años, aunque el deterioro lo notaba básicamente en los últimos meses. No construía sus discursos con facilidad, las ideas no se trenzaban como antes, se escapaban detalles, no se armaba el pensamiento con rapidez y ni siquiera a él le entusiasmaban algunas de sus ideas. Detestaba lo ocurrente o esa expresión que aborrecía: la chispa; pero ciertamente se parecía a eso. A una perdida de empuje en el pensamiento. Estaba abotargado y la incapacidad de fluidez en el pensamientos, a ratos, le producía cierta ansiedad. ¿Había venido esa espesura para quedarse? Como aquellos míticos deportistas que iban perdiendo rapidez y esplendor en la cancha, ¿era lo suyo el deterioro perenne? No lo sabía. Salía a pasear con frecuencia buscando refrescar el pensamiento. Miraba a la gente joven, su aspecto vivo, su indiferencia evidente al tiempo, sus pensamientos moldeados en ese nuevo mundo que para él ya tenía mucho de argumento incomprensible, como esas películas que a la media hora dejas de entender del todo. No quería ser joven, "no se puede ser joven, ser joven es un algo tan extraño" pensaba. Sólo quería disfrutar de placer de pensar, de sentir que su pensamiento se podía estructurar, porque eso es lo que hacemos cuando pensamos: creamos una línea argumental, conectamos puntos, círculos distantes en nuestro cerebro. Aquellos paseos se convirtieron en algo casi adictivo. Era verano. Un verano suave, amable y las tardes por la calle Caramuel le estaban dando una sensación nueva de disfrute. Ya no hilaba reflexiones, pero pensaba sin pensar, lo que le daba cierto descanso. A última hora, cuando el sol iba bajando, entraba al Fabián, un bar a dos cuadras de su casa, se pedía un vino y escuchaba las opiniones aleatorias de los otros asistentes. A veces política, a veces deporte y otras veces reflexiones sobre el coste de la vida. Dejaba aquella marea de palabras sonar, como si le sirvieran para algo, algo que debía de encontrar o de hacer saltar algo en su propio cerebro. Las voces de los otros como otra forma de propio pensamiento. A veces salía algo beodo del bar y andaba por la acera con algo de torpeza. Le hubiera gustado que aquel verano fuera eterno, que la ciudad medio vacía se quedara así para siempre. Todas las noches hacía la misma ruta, los mismos ritos, hasta aquella noche precisa en la que todo cambió. No esperaba nada del verano, posiblemente no esperaba mucho de la vida. No era un pesimista, pero no vivía con falsas esperanzas, aceptaba la vida posiblemente tal como era, una especie del accidente del que surgimos a borbotones, como pompas de agua. Y no esperaba nada aquella noche mientras caminaba por la calle ancha a ritmo desigual pensando sin pensar demasiado, sin más que haciendo un pequeño repaso a las opiniones que había escuchado en el Fabián, cuando de detrás de Fiat bastante deteriorado aparecieron dos tipos de repente. Se le encararon y le amenazaron con una navaja de poca monta pidiéndole todo lo que llevara. Les miró con desdén, ausente de temor, por alguna razón no esperaba que las cosas se fueran a poner violentas. Fue entonces cuando, de golpe, aparecieron los pensamientos, la fluidez, la "chispa", pensó en la violencia, en la estructura de la sociedad, en la opresión. Les empezó a hablar de lo que pensaba, de lo que estaba sucediendo en su cabeza:

.- Llevo meses en un proceso extraño del pensamiento. Llevo meses sin construir y argumentar mis ideas y este susto repentino, vuestra aparición me ha devuelto el armazón del raciocinio. Entiendo, amigos, porque roban, lo entiendo y lo comparto, no tengo mucho, pero os lo voy a dar. No cambiaremos el mundo, llegamos siglos tarde para intentar cambiarlo. Ganaron, ganó el poderoso, ganó  el opresor. Nos dejaron desarmados y sin recursos. Nos deshilacharon. Pudimos ser madeja y nos hemos convertido en trozos de hilos desperdigados por las calles y ya llegamos tarde. Sin embargo vosotros no sois culpables y os merecéis mi dinero, os merecéis más otro dinero, otra posición, otros dolores, y también, probablemente yo lo merezco, pero entre nosotros, es probable que yo sea opresor, que yo merezca vuestra violencia. 

A esas alturas de discurso, los dos jóvenes y aprendices de ladrones, habían asumido que el asalto había fracasado: "No te diste cuenta que era un loco" le recriminó, más tarde, el más joven al que había decidido que ese era el hombre para atracar esa noche. El discurso duró algun minuto más, donde se iba trenzando todo un manifiesto sobre la explotación y la opresión. Sobre la estructura social, sobre dominio y el derecho a la violencia, sobre el derecho de los oprimidos a robar. Mientras hilaba pensamientos para justificar que sus Ladrones que le robaran, iba sacando la vieja cartera Y juntando los pocos billetes y monedas que sumaban una cantidad de dinero que no solucionaría ningún problema, ni siquiera subvencionarían una noche de diversión a los inexpertos asaltadores. No cogieron el dinero, se miraron, se dieron la vuelta y se fueron de allí sin despedirse. Nuestro hombre, abrumado por la gentileza de los dos seres que le habían devuelto la fluidez de pensamiento, se quedó unos segundos boquiabierto, atónito y feliz. Arrancó el camino dispuesto a retomar su vida previa. Aquel verano lo recordó siempre como: el verano feliz. 

miércoles, abril 21, 2021

Grabando un disco nuevo

 Cuando decides a hacer un disco con tu grupo, en el fondo, lo que estás decidiendo es un viaje a una región exótica. La metáfora del viaje está muy manoseada, pero aquí no nos interesa tanto la metáfora de viajar, sino de llegar a una zona remota desconocida. Un lugar nuevo. Por eso se sigue abordando la composición en la música popular en el formato disco; porque haces un viaje a un lugar en el que recorrerás y descubrirás distintos puntos de una geografía muy concreta. Y como todo viaje, hay una preparación previa en distintos grados, pero inevitablemente el viaje conllevará llegar a lugares que no puedes previsualizar en toda su extensión. Puedes hacerte una idea de dónde vas, puedes ver fotos y leer mucho sobre el sitio, pero el lugar será mucho más, porque lo real es inabarcable en su recreación. Y el disco es una región, porque está anclado en una misma geografía. Cada una de sus canciones es un punto, un lugar, que visitarás y descubrirás. Y algunos de esos lugares, probablemente la mayoría, estarán planificados en tu viaje, una ruta que trazaste previamente para ir llegando a los sitios concretos que querías llegar, pero a veces también, en medio de ese viaje, decidirás ir a un lugar del que no habías oido hablar y que has conocido por los lugareños; y a veces, ese lugar, será el momento más atractivo del viaje o no, pero es un lugar que se sale de la ruta trazada de antemano. Cuando partes vas con un mapa, pero el mapa no te habla de sensaciones térmicas o no puede predecir el tiempo que habrá el día que haces determinada excursión. No contabas con esa sensación de humedad un día o con que la altura de un punto produce que tu tensión esté mas baja. Tampoco cuentas o eres capaz de predecir los olores que irás encontrando en ese viaje y que seguramente condicionarán para siempre los recuerdos. Un olor concreto te llevará, para siempre, a la imagen precisa de un lugar, de un instante del trayecto. El olor de ese lugar te traerá el recuerdo de ese lugar nuevo. Así que cuando empiezas a hacer las canciones que conformarán ese disco, estás subido en un autobús, avanzando por carreteras en las que observas paisajes nuevos. Avanzas hacia algo que luego sólo tendrá forma de recuerdo. Porque la música y el recuerdo comparten esa cosa intocable difícil de describir. Las canciones son la memoria de ese viaje que has ido haciendo. No son un diario, no. Son esa percepción de la realidad en ese lugar lejano y nuevo. Cada canción ni siquiera es la metáfora de una población, porque los recuerdos tampoco lo son. Esas canciones son la realidad inabarcable del viaje. Esa visión geográfica nueva. La mirada nueva del terreno. Estás viendo una amplitud nueva, unos colores que se juntan nuevos y todo eso se queda metido de una forma extraña e incomprensible en tu memoria. Y eso que se ha ido quedando, esa nebulosa inabarcable que conforma lo real en esa región por la que viajas, son las canciones que forman el disco en el que has trabajado. 

jueves, abril 15, 2021

El escritor en un live de instagram

 Es el arranque de un live de instagram. El escritor está sentado. Hay alguien encuandrándole a través del teléfono, al otro lado de la mesa en la que está sentado. Sospecho que es su hija o hijo, alguien cercano a la veintena, quizá algo menor. Me resulta difícil identificar edad y género. El escritor le dice: "¡Menos mal que llegaste!", con una especie de alivio ante la complicación técnica a la que se está enfrentando. El escritor está acomodándose, pero no termina de entender del todo lo que está sucediendo, escucha una voz por otro teléfono que le saluda amable y le dice alguna frase. El escritor mantiene dos frentes en su interior: por un lado se acomoda para estar presentable y serio para la charla que va a dar comienzo, pero por otro lado está intranquilo porque no entiende por dónde va a escuchar al interlocutor. La hija o hijo, o el que sospechamos que es la hija o hijo, le indica, muy prudentemente, que ya están en vivo, y el escritor, aún asumiéndolo, no termina de actuar como si estuviera siendo ya visible para los espectadores. Es el momento que dice la frase por la que decido escribir este texto: "¡Qué cosa tan extraña!" El momento para el escritor, es probablemente absurdo, o como el dice: extraño. En algún momento se dirige a la hija o hijo, con esa confianza con la que te diriges solo a alguien con el que convives , esa manera de hablar en uno de esos momentos de extraña incertidumbre que tienes cn alguien de mucha confianza, también con esa sensación de búsqueda de amparo que tienen los mayores, y que llegaron a estas tecnologías ya entrados en años, hacia los jóvenes a los que suponen siempre virtuosos tecnológicos. Se escucha a alguien por otro teléfono. Parece ser una persona de la editorial que ha organizado el encuentro en Instagram. El escritor varias veces se acomoda, se sienta recto, mientras momentáneamente da la sensación de repasar algo de la charla que va a mantener. Su cabeza esta jugando varios partidos: estar en posición para arrancar la charla, repasar el tema fugazmente y el lío tecnológico que no acaba de entender. La hija o hijo, o la que suponemos la hija o el hijo, pasa unos segundos de desconcierto también. No la/le vemos, la/le intuimos. La cámara se desplaza varias veces, pero no sabemos bien qué busca. Trata de indicar al escritor que todo está en orden, que no se preocupe, pero lo hace de ese modo que trasmiten a veces los jóvenes, de falta de seguridad. Ese momento en que todo padre piensa: "este chico no se entera de nada". La persona de la editorial, sin querer, también suma confusión al escritor. Ella se centra en ser amable con él, saludar con cariño y mostrar gratitud por la participación del escritor en el evento de Instagram, pero no contesta firmenente  ninguna de las dudas que tiene el escritor que se centran, sobre todo, en una pregunta que nadie le contesta y que ha efectuado, al menos, tres veces: pero, ¿por dónde voy a escuchar yo? El hijo contesta, la persona de la editorial contesta, pero yo, que veo la escena a través de mi teléfono, a miles de kilómetros de distancia del escritor, comprendo su confusión, porque ciertamente la duda no es contestada rotundamente. La persona de la editorial, casi como si se tratara de la preparación de un despegue de la NASA dice: "Un minuto". El escritor tiene, en ese momento, la fragilidad de un niño. Hay un momento casi cinematográfico, pero de un cine casi experimental. La cámara de golpe gira 45 grados. El encuadre cambia totalmente. De repente vemos una puerta de cristal, la salida a un patio o a un jardín. Al otro lado del cristal vemos un perro. La hija o el hijo dice con entusiasmo o gracia: "¡El perro!". No sabemos si nos lo quiere presentar o si el giro ha sido un accidente y es una salida natural: "¡El perro!" La cámara se mantiene unos segundos así. El perro mira hacia dentro. La hija o hijo, dice casi con alivio: "¡Ahí está! Nos anuncia que llegó la solicitud para acceder al evento de Instagram del otro interlocutor. El encuadre vuelve al escritor que siente que las cosas empiezan a estar en orden. Por primera vez, en esos dos minutos que los espectadores hemos visto, el escritor siente que la situación, al fin, está bajo control. Entra el otro interlocutor y se saludan. El escritor siente que ha llegado, al fin, al nuevo mundo al que se le estaba negando el acceso. De hecho comenta con el otro participante la complicación de acceder al evento y lo compara con la pérdida de virginidad, que además, acentúa, le ha resultado mas difícil que otras perdidas de virginidad. La charla, oficialmente ya ha empezado. Sin embargo, como espectador, para mi, casi ha terminado, de hecho me descentro y empiezo a no atender, porque hemos asistido a algo que me llama mucho la atención. Cuando hablamos de comunicación tendemos a hablar de las complicidades o conflictos muy claros o muy obvios. Un debate político, un dialogo de padre a hijo o una reunión laboral, donde todos los participantes tienen claro el rol. Tambien una discusión, donde el conflicto marca todo, pero no hablamos de esas veces que la comunicación entra en una zona de interferencias, donde todos los interlocutores están confundidos y pierden la comunicación entre ellos. Eso es lo que ha sucedido en esa escena. No pasa nada grave, nadie está aislado, pero en el fondo todos los están. Cada uno se concentra tanto en lo que está sucediendo que pierde la comunicación con el otro. El escritor tiene dudas, no entiende qué sucede, pero no entiende algo claro y que pregunta con firmeza: ¿Por dónde voy a escuchar yo? La hija o hijo está tratando de que el evento salga adelante y además trasmitir que el escritor ya está siendo visto y la persona de la editorial, que está pendiente de lograr que el otro participante acceda, mientras intenta trasmitir gratitud y amabilidad al escritor. Hay interferencias en una escena retransmitida por Instagram: Qué cosa tan extraña.

lunes, marzo 29, 2021

Un pájaro en Cojedes

  No recordaba a qué hora habían salido. Por cómo se dio el viaje, podría concluir que fue muy pronto, bastante antes del amanecer. Llevaban en el país menos de una semana. Todo les resultaba ajeno, disparatado, irreal. En realidad estuvieron meses así, quizá años, en ese estado. Nunca vivieron en un plano del todo real, o cierto, los años que vivieron allí.  Aquel viaje lo hicieron por un motivo puramente burocrático, había un modo de entrar por Colombia, pagando a los agentes aduaneros un soborno barato y conseguir a una velocidad inaudita, la residencia por cinco años en Venezuela. Lo primero que recuerda de ese viaje V es que, cuando sale el sol, ya están bien avanzados en la carretera. El paisaje es profundamente hermoso. Hay veces que el paisaje no es más que eso: algo hermoso. V tenía la sensación de que el color del asfalto en Venezuela era de un color marcadamente distinto al color del asfalto en España. Menos negro, por un lado, con las lineas menos marcadas y como si la textura fuera menos densa. En cierta manera, el asfalto parecía una prolongación de la tierra. Como si la carretera no fuera tan nociva para el entorno o conviviera mejor con lo que se veía. Habían avanzado y estaban en una zona de paisajes que ya no eran tan frondosos y la carretera empezaba ser algo más lineal. Los restaurantes de carretera tenían nombres extraños para él. Los carteles usaban tipografías distintas, colores más alucinados, los camiones y coches eran de diseños potentes, amplios y la carretera iba poco transitada. El mundo, le pareció a V, se había abierto, como si en el trópico el universo tuviera una raja y entrara otra forma de aire no conocida, alguna cuestión física o atmosférica que el humano no percibe y que lo altera todo. El padrastro de V hablaba poco y ese viaje decía frases poco comprensibles para V. Planificaba la nueva vida, proyectaba planes laborales y de ocio, una forma de vida que a V le sonaba paradisiaca. Hablaba de playas que conocerían pronto, de viajes por el país, de cruzar fronteras del continente, también hablaba de asuntos laborales que V no comprendía del todo. La madre de V miraba por la ventana como el que mira las nubes desde el avión, la madre de V no parecía estar trasladándose en coche sino que su cara parecía la del pasajero de un avión. Miraba la carretera como si no estuviera pasando por ella, sino como si la estuviera viendo desde lejos, desde muy arriba. El hermano de V aportaba frases a la conversación. Si detuviéramos por un momento todo ahí, si frenáramos el coche en medio del estado Cojedes, en ese momento preciso, ahora mismo, podríamos respondernos algunas cosas. Las familias se construyen más en los silencios que en lo que hablan, en lo que no se dice que en lo contado. En esos silencios rítmicos que se suceden a esas horas de la mañana se construyen las relaciones, los recuerdos, las cosas que invisiblemente marcan. Las cosas que luego creemos misterios o asuntos irresolubles se trazan ahí. En ese coche rojo que atraviesa paisajes novedosos para los cuatro pasajeros, y silentemente se trazan realidades que luego tardan lustros en entenderse o que quizá jamás se entienden. Hay un momento que se detienen a tomar café. El lugar esta vacío, hay un camión que lleva una lona con un logo impreso, de una marca que no reconocen, aparcado a un lado. Cuando entran suena una música irreconocible, un ritmo nuevo a los oídos. Cuando empiezas a vivir en un país las cosas se asimilan distinto que cuando lo visitas. De turista, de viaje, las cosas las ves desde muy lejos, no te relacionas con ellas de un modo físico del todo. Cuando empiezas a vivir en otro país, las novedades te abruman porque sabes que en breve serán parte de tu realidad y que en cierta manera tienes que ir asimilándolas, haciéndoles hueco en el inconsciente, integrarlas en la maquinaria infinita de la percepción. Las cosas no las observas, las comes, las absorbes, las traspasas. Ese ritmo nuevo les abrumó sin que ninguno de los cuatro llegara a decir nada. Ninguno tuvo la capacidad racional para saber que aquel ritmo les estaba atravesando fisicamente. Los padres pidieron café, los chicos zumos de frutas. Los zumos de frutas les resultaban exóticos, oníricos, casi un capricho. Había algo amable en beber aquellos zumos de frutas que no conocían. Era la parte amable de ser extranjero. En los zumos de frutas  se condensaba y se resumía todo lo que implica ser extranjero. El camarero les miraba con simpatía, la escena resultaba cómica o simpática: Extranjeros desubicados en medio de Cojedes. V y su hermano salieron a mirar los coches pasar por la carretera. V sintió que todo tenía un orden extraño, confuso, pero a los 11 años la realidad no tiene un orden concreto o se acepta con mayor facilidad el desorden de las cosas. Volvieron al coche, el viaje continúo a ritmo parecido al que habían llevado hasta ese momento. Sólo que ahora el calor era intenso, la luz era potente, blanca. Justo ahí, en ese momento, un pájaro se estampa contra el coche, el padre de V da un volantazo y solventa la situación, pero se detiene a un lado. La madre de V no reacciona del todo, como si siguiera viendo la vida desde el avión, V y su hermano se quedan mirando algo a un lado que creen  el Cadáver del pájaro. Entonces el padre mira hacia arriba, como si supiera que la madre seguía allí, una pasajera sobrevolándole en avión la zona, luego les mira y todos saben que es en ese preciso momento que pensó: ¿qué hago aquí, en medio de este país? ¿Qué pinto aquí en Cojedes?

jueves, marzo 25, 2021

Lemonhead

 Hay cabezas de todo tipo, pero los muy calvos nos dan la posibilidad de ver la forma de la cabeza en su verdadera realidad. El pelo oculta y suaviza formas, iguala. El pelo es un filtro que disimula y esconde, quizá por eso, en general, se tiene miedo a la alopecia. No es, quizá, tanto un tema del cabello en sí, sino que destapa nuestra crisma, revela nuestro craneo, esa forma de nosotros que hasta nosotros mismos desconocemos. La cabeza del que vamos a describir forma parte de ese grupo de cabezas calvas que nos muestran una forma que creíamos imposible. Vista de golpe tiene forma de limón gigante, pero claro, los rasgos de la cara, nos alejan de la fruta, porque ninguna fruta tiene ojos o nariz. Esta cabeza se hace larga en el tramo más alto, como si se hubiera estirado. Es una cabeza grande, que roza el gigantismo, pero ese tramo que va desde las sienes hacia arriba se hace extremadamente estirado, casi caricaturesco. Es una cabeza que parece dibujada para un cómic algo divertido, un cómic con una buena dosis de humor destartalado o absurdo. Esa cabeza, sin embargo, hace contraste con la nariz de halcón. Una nariz fina, que parece mal pegada. No son proporcionales la nariz y la cabeza. No juegan en el mismo terreno. No combinan. Sin embargo, la cara tiene una personalidad muy marcada, quizá por eso. Quizá porque el resto de rasgos acompañan o unifican. Hacen la función que el pelo inexistente ya no hace, filtran todo el rostro y dan un resultado marcado, una cara que se queda fijada, que evocas con facilidad. No sé a qué se dedica, a veces creo que es portero de la clínica privada, otras veces una especie de celador, otras veces sospecho que trabaja en la administración. Lo cierto es que la clínica tampoco sé muy bien qué es. Es un local que se anuncia como tal, clínica privada, pero poco más. No sé si pertenece a un seguro o algún tipo de colegio profesional. No sé que especialidad cubre. El edifico es espantoso. Esos edificios más modernos, de estética fugaz, fugaz porque se construyeron una década muy concreta y nunca más se hicieron y nunca mas volverán. Un intento de modernidad que se hizo desmoderno (creo que me invento la palabra) en seguida, que se colaron en medio de los centros urbanos de toda España incluso en muchos pueblos. ¿Qué pintan esos edificios? ¿Quién aprobó esas construcciones? Alguna vez me contaron de cierto plan urbanístico de finales de los sesenta o setenta o no plan, sino desplan (también me invento esta). Los centros urbanos de los pueblos dejaron de estar protegidos y aparecieron esas construcciones atroces. La clínica es uno de esos edificios. El hombre siempre deambula por ahí, le veo con frecuencia en la salida del parking fumando, casi siempre o solo o a veces con una chica que lleva uniforme de enférmera. Cuando está solo fuma con más prisa, cuando está con la chica fuman riendo, charlando. Da la impresión que chismorrean sobre alguien de ahí dentro. A veces le veo sacando los cubos de basura, otras veces le veo, y alguna vez me ha asustado, asomado en una ventana con los cristales ahumados, sólo le veo cuando paso justo al lado e la ventana y veo ahí, de repente, la cara, la cabeza, la nariz. Si ni tuviera más datos sospecharía de alguien de extrema derecha, presumiblemente homófobo y basta xenófobo. Esto podría ser intuición, seguramente prejuicio. Porque jamas le he escuchado hablar, salvo de lejos, en frases indescifrables. Hace un par de años,  iba caminando una tarde noche de invierno a tres o cuatro manzanas de la clínica. Una calle poco transitada. Vi abrirse la puerta de una sauna en la otra acera,  y le vi salir subiéndose la bragueta. La imagen me dejó desconcertado, porque no le imaginaba usuario de esos lugares. Miró a los lados y se puso a caminar, no estoy seguro de que me viera, o si me veo, creo que soy una persona en la que jamás ha reparado. Igual que yo me he fijado en él, es posible que él, jamás, haya reparado en mi. 

miércoles, marzo 24, 2021

4º B

Él habla con un volumen de voz molesto. No es ya sólo que hable alto, es que habla como echando en cara algo. Da igual que sea una conversación sea sobre el día lluvioso, él suelta las frases como si te estuviera recriminando algo. El acento parece de alguna zona de Castilla, pero no sabría especificar. Ella habla con voz baja, pero se le ha pegado, o quizá ya era así antes, no lo sé, ese desprecio por el interlocutor. A los dos les altera la gente. Él no es cojo, pero cojea al andar, seguramente tenga algún problema de espalda debido al sobrepeso. No es una cojera obvia, evidente. Es un vaivén torpe, una caída leve, más pronunciada hacia el lado izquierdo. El rostro es durísimo, esos rostros que, nuevamente, me recuerdan a ciertos rostros castellanos. No hay atisbo de amabilidad en su cuerpo, ni en sus gestos, ni, como ya decíamos, en su voz. Todo es áspero, antipático. Ella es extremadamente delgada, camina como si no doblara las rodillas, como si las piernas, de una delgadez que abruma, no rotaran, fueran rígidas. El tronco está  enterrado, casi cubierto por los brazos, que lleva muy pegados al cuerpo, y los hombros que echa hacia adelante, como si quisiera protegerse de algo. Su delgadez, su forma de andar, incluso su forma de mirar hacen pensar en una persona carcomida por la angustia y la ansiedad, también por un miedo extraño, un miedo inexplicable. Los ojos no se quedan fijos en ningún lado, está siempre mirando como si estuviera discutiendo, como si tuviera que defenderse de algo de lo que en el fondo se sospecha culpable. El mundo no le resulta un lugar amable, la gente, el ser humano en general, le parece sospechoso. Hay una profunda desconfianza hacia todos. Lo que más sorprende en dos personas así es que hayan terminado juntas, ¿cómo lograron fiarse el uno del otro? Viven aislados, aunque viven en el piso justo encima de los padres de ella, pero nunca se les ve con nadie. No se les conoce vida social. Sólo se les ve a ellos dos, nunca van con nadie, nunca reciben visitas, nunca se les ve en los locales de alrededor del edificio. Parecen concentrar todas sus fuerzas en las reuniones de vecinos, donde despliegan un odio y un rencor abrumador a cada uno de los vecinos. Tienen una lista de reclamos para cada uno. Tienen quejas para todos. Sospechan de triquiñuelas desde el primero hasta el cuarto. Nadie esta libre de su mirada culpabilzadora. Todos los vecinos somos potenciales delincuentes. Llevo trece años viviendo ene este edificio y es un caso sorprendente. Les veo cada muchos meses en el portal. He visto vecinos en algun bar, en algun local. He visto vecinos recibir visitas, he escuchado bullicio de encuentros en casi todas las casas salvo en la de ellos. Nunca les he visto tomar una cerveza en algún bar de alrededor, nunca hay movimiento de gentes en su casa, salvo este verano pandémico. Era una noche muy caliente, esas noches tremendas de julio en Madrid. Estábamos con unos amigos franceses hablando y de repente escuchamos ruidos a través del patio. Mucho ruido, desde su ventana vimos a tres tipos hablando en francés a mucho volumen, fumaban y nos miraban con atención. Nuestra amiga francesa trataba de descifrar los comentarios, pero no lograba entender. Los tipos nos miraban, hablaban a voces y fumaban muchísimo. Encendieron música. No lográbamos identificar ninguna canción. Seguían asomados en la ventana, quizá porque sufrían el calor veraniego y para seguir fumando. No dejaban de fumar y no dejaban de mirarnos. Entraba la madrugada y nos despedimos de nuestros amigos. Miramos por ultima vez. La pareja no parecía estar. Solo esos franceses bulliciosos. A la mañana siguiente miré por curiosidad. Las persianas estaban cerradas. No se volvieron abrir en todo el verano. Nunca más vi a los franceses. A ellos tardé algunos meses en encontrármelos en el portal. Cada vez me resultan más enigmáticos o incompresibles. 

martes, marzo 23, 2021

Humo

 Delgado, alto, de huesos marcados, muy desgarbado al andar, pelo lacio y grisáceo, ojos profundos. Voz grave, de esas voces que parecen venir desde una zona imposible del pecho. Hay voces que dan la sensación de venir de una caverna, como si el cuerpo tuviera acceso a zonas remotas y la voz emergiera desde allí, haciendo un viaje indescifrable hasta la salida en forma de onda. Una voz que tardaba algo más de tiempo de lo normal en perderse en el aire. Fumador tremendo. Su imagen siempre viene acompañada del cigarro, ese gesto que tienen los muy fumadores que parece que tienen el cigarro enterrado en la mano, como si el cigarro estuviera atrapado como un pequeño roedor que acabamos de atrapar. Poco hablador, de esa gente que parece hablar de algo mientras su cabeza va transitando otras ideas, otros pensamientos. Dejan frases más o menos comunes, mientras sus verdaderos pensamientos deambulan por zonas inaccesibles para los presentes. Su mirada parece estar pendiente de otras cosas, pero no por ansiedad o falta de atención, sino porque su mente percibe algo en la lentitud de la atmósfera o una forma poco precisa del recuerdo. Poco nostálgico, ese recuerdo es realmente una forma extraña del tiempo, vive atrás, pero no en la nostalgia, simplemente como si su tiempo fuera más lento y aún no hubiera alcanzado el presente. Si se le observa con atención tampoco se es muy capaz de sacar muchos detalles más. Medoreas esos ya escritos. Buscas otras cosas, pero no aparecen, hay ligeras modificaciones. Quizá algún gesto que te hace intuir una desgana o una inquietud, quizá preocupaciones que un presupone económicas. No sabemos si piensa en el futuro, el futuro podría ser una zona remota en la que no piensa demasiado como no pensamos demasiado en la mayoría de ciudades de la mayoría de los países. Están ahí, las podemos nombrar, pero rara vez vienen a nuestra mente. El futuro es eso para él: una ciudad de población media de algún país de una zona alejada de nuestro entorno. Quizá todo gire en torno al cigarro. En general el fumador muy adicto, el gran fumador, tiene una relación casi profesional con el cigarro, es una ocupación permanente, marca el ritmo diario. Para ese fumador el cigarro se asemeja a la música. Eso que viene de antes de las palabras, ese lenguaje no verbal que sale y se pierde en el aire. Memoria que viaje a la nada y que nos hace sabernos presentes, quizá vivos. El fumador fuma para saberse vivo, aun sabiendo que le está matando. La vida del fumador se suspende ahí, como el humo, en ese aire que se hace más lento. Hay gente que sabe que jamás va a dejar de fumar a pesar de cada vez le va produciendo más contratiempos, más dificultades. Pocas cosas más angustiosas que ir perdiendo capacidad para respirar. Sin embargo ese humo que entra y sale, que viaje casi místico por nosotros y hacia afuera. ¿No es acaso eso lo que buscan los meditadores modernos urbanos, esos meditadores modernos llenos de esquizofrenia y desquicie? ¿No buscan respirar y soltar, mantener ese ritmo  de entrada y salida del aire? Eso hacen los fumadores. Respiran a ritmo que suaviza toda ansiedad. Bajan la intensidad. Reducen el nervio de la existencia. Por eso son adictos, porque fumar les cambia el ritmo, les aleja del ritmo real, suaviza las cosas. Hay fumadores, como él, que se vuelven básicamente eso: fumadores. Su vida se hace toda alrededor de ese acto que vuelven permanente. Son fumadores y luego ya son otras cosas. Y él fuma, mucho. Regenta el bar de la esquina de abajo, el único bar de estética real que queda en este barrio tomado por el turismo. Ya cabe esta frase: un bar de los de antes.  Atiende sin prisa, porque casi siempre está en la puerta fumando, viendo pasar a la gente por la acera. Fuma mientras ve otros locales de alrededor abrir y cerrar, meses de reformas, estéticas que van y vienen, locales que no aguantan, mientras él fuma, mientras el humo se pierde y la ceniza cae a la acera. 

miércoles, marzo 17, 2021

En los edificios del ministerio

Todas las luchas previas, todas aquellas batallas dialécticas, verbales, ideológicas resultaban fascinantes, motivadoras, emocionantes. Activar el pensamiento para enfrentarte, para debatir, para luchar, era apasionante. Había una larga carrera de fondo. Nadie comprende qué es la política de verdad hasta que hace política de la de verdad. Una cosa son las ideas, las opiniones trabajadas en cada persona día tras día, lectura tras lectura, conversación tras conversación. ¿Cómo se va formando nuestro pensamiento político? ¿Cómo se forma nuestra ideología? Esa cosa imprecisa, esa abstracción inabarcable que es nuestra ideología. ¿Cómo llegamos a pensar las cosas que pensamos? ¿Cómo llegamos a tener una visión del orden social? ¡Qué abstracción fascinante! Que nos lleva a discutir con amigos, con familiares, que nos lleva a reventar sobremesas o cenas. ¿Por qué pensamos las cosas que pensamos? ¿Por qué discutimos y nos agredimos por esa abstracción? Porque nos va la comprensión del mundo en ello. Pero eso, eso no deja de moverse en el terreno de lo psicológico, si cabe, pero cuando entras en el escenario de la política real todo eso cobra forma, es como un animal mitológico que se forma y se hace real. Entonces pasas a las disputas de verdad, a los enfrentamientos, a perder moral, a veces, por un esfuerzo supremo. Por un final al que sabes que nunca llegarás. Es una carrera eterna, porque la idea por la que empezaste, en seguida descubres, que jamás será alcanzada. Sí, en la política real el fin, al que nunca llegarás, justifica los medios .

Es difícil afrontar las primeras incoherencias. En el otro lado, en el de la política no real, las incoherencias no son extremas, son llevaderas, no te enfrentan de un modo salvaje a ti mismo, pero en la acción real: sí. Dejas de verte igual a ti mismo. El espejo te devuelve a un tipo que ya no existe. En el espejo aún eres aquel, ese tipo con una ideología abstracta, trabajada o creada en años previos: en las grandes lecturas, en la universidad o en conversaciones. También en tu observación diaria de la realidad. Pero el tipo del espejo ya no está. Has conspirado, has hecho jugadas perversas, has puesto trabas, has maltratado, has sido profundamente injusto, has mentido y sobre todo has sido profundamente incoherente. Pero siempre con un fin, ese fin que creías justo, respetable, honorable. La idea de un orden mejor. Cada día despertando y maquinando desde pronto: tú, que nunca habías sido madrugador, ahora dormías poco, transitabas pensamientos extraños en la madrugada, ideando planes, ideando formas, manipulando a rivales y compañeros. Especulando en esas horas confusas que hay antes del amanecer. Ya casi no había soledad porque en cierta manera tú, como individuo, ya no eras del todo real. Eras un engranaje, un no ser, eras la encarnación de una idea abstracta en forma de cuerpo humano. Pasas a ser una representación, pero no de un modo teatral, sino de un modo sociológico. Eres una representación absoluta. Y eso traspasa tu mente. Dejas de verte como persona, no actúas como tal. Cada segundo de tu día se hace parte de esa representación. Es terrible, pero es profundamente responsable, es una responsabilidad gigante, difícil de entender para el que no lo ha experimentado. A veces estás exhausto y tienes que ganas de huir, pero ya no puedes huir, eres un esclavo de eso, no te perteneces. Se confunde con ego. No es ego, es que ni siquiera ya hay ego. Hay una obsesión que viene de tu ego, pero que no se explica en el ego, porque muchas madrugadas deseaba no estar allí, no vivir mi vida, no ser esa representación. ¿Por qué sigues? Eso se entiende mucho después, no en ese momento. Es atractivo vivir ese momento, se asemeja al poder, aunque pronto descubras que el poder es otro cosa. Juegas al poder, y tienes cierto poder, pero es tan limitado que en seguida descubres que es un poder mínimo, de poca importancia. Genera ruido, porque en el lado de la política real todo es ruido, pero el poder es otra cosa. El poder no se ve, no se percibe, por eso es poder. El poder está en todo de un modo silente, invisible, sin saberse que está. Pero en la representación, en ese juego de la política real, hay cierto juego de poder y eso te hace resistir, porque un pequeño logro, un titular a favor te da fuerzas. "Hemos logrado..." Decir esa frase ante los tuyos te hace sentir una forma curiosa de poder. Quizá por eso resistes y porque el juego de mantenerte ahí, de permanecer, de irritar al adversario te hace sentirte vivo, potente, casi salvaje, quizá ahí sí, ahí es el ego el que te hace resistir. Y toda esa batalla y la trampa final, la trampa que no ves venir, es cuando crees que entras en esos despachos, en los edificios ministeriales y crees que tienes márgen de maniobra. Los primeros días mantienes la ilusión. Has logrado entrar en sus edificios, en esos amplios despachos y crees que has avanzado una casilla en la carrera infinita. Ya sabes que nunca llegarás al fin, pero durante un tiempo crees haber avanzado una casilla, y descubres que no, que lo que has hecho es retroceder para siempre, has sido atrapado. En el edificio institucional, los días son aburridos y ni siquiera tienes mucho que hacer. Cuando creías haber entrado, haber asaltado el poder, lo que habías logrado era encerrarte. Pasan días y días de tedio. El despacho tiene grandes vistas, todo es cómodo, pero no hay llamadas, no puedes maquinar, intentar seguir avanzando casillas, has tocado el límite y descubres, día a día, hora a hora, que has tocado la pared, que has llegado a tu limite, que ya no tiene nada que hacer. Que todo aquel trabajo previo, todas aquellas batallas, toda aquella lucha dialéctica con los tuyos te ha dejado exhausto y ha acabado con tu idea. El poder ha acabado contigo. 

lunes, marzo 08, 2021

La chaqueta de cuero

 Los años que vivimos en Venezuela mis padres conservaron en los armarios muchas prendas de invierno que habíamos traído de Vigo y  que casi nunca usamos en la década que vivimos en el trópico. Algunas chaquetas gordas, de lana, de ante o de cuero que hubieran sido de una extravagancia absurda usar en una ciudad tan caliente y húmeda. Aquellas prendas siempre estaban colgadas en los armarios de casa como un recuerdo extraño de los años previos que habíamos vivido en un clima radicalmente distinto. En Barquisimeto siempre hacía calor, a veces muchísimo calor, usar aquellas chaquetas, jerséis o abrigos hubiera sido un sinsentido absoluto. Pero allí estaban, allí seguían, quizá como una esperanza extraña de mis padres de poder usarlas si volvíamos a España. Una manera de no desprenderse del pasado o una forma de esperanza de volver algún día. Como adolescente desubicado que era en ese momento, mantenía una relación extraña con aquellas ropas. Por el tiempo transcurrido, había llegado el momento en el que me quedaban bien las chaquetas y ropas de invierno de mi hermano mayor e incluso del viejo. Chaquetas de cuero que jamás había usado, que de niño miraba como "la ropa de los mayores" y que ahora me quedaban bien por tamaño, pero sin embargo, el clima no me permitía, como me hubiera gustado, usarlas. Algunas tardes que me quedaba solo en casa, me las ponía, quizá para quitarme esa espina de vestir con "la ropa de los mayores" de mi infancia. Me iba a la habitación de mi madre, hurgaba en el armario y me ponía aquellas chaquetas de cuero, y sobre todo, una de ante, que me parecía fascinante. Afuera, el trópico se excedía en humedad y calor, pero frente al espejo del armario yo fantaseaba que iba vestido para pasear en medio de un otoño europeo. En una de las primeras fiestas que me invitaron por la noche en mi vida, y que fue allí en Barquisimeto, aproveché para usar una de aquellas chaquetas de cuero de mi viejo. Creo que me quedaba espantosa, no venía a cuento y deslucía en medio de aquella noche de quinceañeros, pero yo la usé porque de alguna manera me debía a mi mismo esa vestimenta que yo creía idónea para una noche de fiesta. 

Esos años yo estudiaba en un colegio de clase media baja, una clase media baja en la que con frecuencia se filtraba algún chico de familias con verdaderas dificultades, no sé si era clase baja, creo que sí, porque una de las cosas que me sucedió en aquel colegio es que las escalas de clase se desmoronaron. Siempre había gente más jodida o con más dificultades y cuya percepción de clase, sin embargo, no era tan abajo. Había gente, que al entrar en ese colegio, yo hubiera afirmado que era gente de clase baja y sin embargo su propia percepción no era esa, porque, en una ciudad como aquella, siempre había gente mucho más abajo y mucho más pobre, lo que dinamitaba esa idea de "medio". Yo era clase media española de finales de los ochenta, es decir, el paradigma absoluto de la clase media tal y como la entendemos o la hemos ido entendiendo estas ultimas décadas y a ratos me costaba entender o relacionarme incluso, con gente de clase media baja de la quinta ciudad de un país tercermundista. No era sólo un tema de clases, que también, sino cultural. No entendía las diversiones, las conversaciones e incluso los gustos, era ajeno a todo, puesto que no entendía nada social ni culturalmente. Digamos que durante un tiempo yo fui como aquellas prendas en los armarios de mi casa, estaban allí, colgadas, inutilizables. Pero me fui haciendo. Fui conociendo gente, fui aprendiendo del entorno y empecé a entablar algunas relaciones y con ello llegaron, también, invitaciones a fiestas. Fue en una de esas primeras fiestas que decidí llevar la chaqueta de cuero pensando, quizá, que ponérmela era un guiño a mis amigos de la infancia en Vigo, pero que no podría ser entendida (mi chaqueta de cuero) en una fiesta quinceañera de una ciudad del centro occidente de Venezuela. La chaqueta me la vestía para mi pasado no para la fiesta. Así que allí fui, aguantando la sensación de calor, pero vistiendo como un tipo "mayor". 

No recuerdo mucho de esa noche, no recuerdo si me lo pasé bien, si fue divertida, no recuerdo escenas precisas o algún momento concreto; recuerdo sensaciones difusas y mi chaqueta. Sin embargo esa fiesta me sirvió para consolidar algunas relaciones de amistad, nuevos amigos o gente con la que empezar a pasar días. Pronto surgieron otras fiesta y pronto surgió, también, mi amistad con J. J era de la ciudad, un tipo espabilado y divertido. Venia de una familia muy desestructurada. Pasaba el día en la calle, yendo de un lado al otro y al hacerse íntimo, empezó a venir muchísimo a mi casa. Durante una época J llegaba a comer en casa hasta tres y cuatro veces por semana. Pasaba la tarde conmigo y a veces no parecía querer irse nunca de mi habitación. Pasábamos la tarde haciendo música con bastante entusiasmo.  Empezamos a salir, a juntarnos con otra gente y, en cierta manera, me ayudó a vivir allí, fue una especie de guía en la sombra, el tipo que te hace hueco, el que te presenta, el que te da un lugar. Era un tipo muy carismático, muy querido en el colegio y con el que todo el mundo quería estar, lo cual  me allanó el camino y me ayudó a ser aceptado. Con J conocí a mucha gente, gente de la que me he ido olvidando del nombre, gente con la que coincidí en reuniones, fiestas o pachangas de los quince y dieciséis años. 

El otro día estuve con J, Durante el año desde que empezó la  pandemia casi no nos habíamos visto, él ahora vive en Madrid y compartimos un proyecto musical juntos, pero este año raro había hecho difícil juntarnos y mantener la música. Ahora somos tipos mayores y recordamos, cuando nos vemos, los años de colegio en Barquisimeto. Me habla de personas que ya no recuerdo, mantiene contacto con muchos compañeros de allí y me hace darme cuenta que yo pasé por aquel lugar momentáneamente, pero que sin embargo, allí, hay gente que mantiene aquellos vínculos. De repente me habló de un chico del que recuerdo ligeramente cosas: al nombrarlo, me vino su cara. Al hablarme de él sucedió algo que nunca me había pasado con J, porque en cierta manera siempre me había dado pudor hablar con él en esos términos, pero J me habló de la pobreza de aquel chico. Yo siempre me sentí en aquel colegio como el blanquito europeo, ajeno a la realidad ante el que muchos sentían el peso invisible y brutal de los privilegios. En aquellos años, sin ser del todo consciente o un pensamiento racionalizado, yo trataba de pasar desapercibido, no hablar de pobreza para no parecer que yo era ajeno, como si en cierta manera, no hablar me ayudara a ser parte de ellos y me vieran como uno más, pero muchas veces sentía que había una marca imposible, ellos inconscientemente me veían desde ahí y y yo no podía evitarlo. Entonces J me contó que aquel chico pasaba hambre, que en su casa había días que no se comía o comían solo caraotas con azúcar. Yo no sabía aquello. Nunca había intimado con aquel muchacho. Era mayor que yo, estaba uno o dos cursos por delante. Me contó que el otro día le habló de mi en un grupo que tienen. Entonces me contó la historia de "mi" chaqueta de cuero:

 J me contó que en una de aquellas fiestas que fuimos juntos, yo le dejé aquella chaqueta. Él me la había visto y le había gustado y me la pidió prestada para, esta vez, él ir con ella a una fiesta. Como si fuera un extraño y silencioso rito que iba pasando de uno a otro. Salimos juntos de casa y fuimos a casa de alguien que tampoco recuerdo ahora. En la fiesta, por lo visto, estaba aquel muchacho, que meses después se graduaría de bachiller. Según me lo iba contando me vino la imagen de J con la chaqueta, no recordé nada de aquella fiesta, ni dónde fue, ni cómo, pero sí me vino la imagen de J con la chaqueta de cuero. Meses después de aquello, y a terminar el año escolar, llegó el acto de graduación de los del último curso. Ese chico entonces llamó a J y le pidió que si le podía prestar la chaqueta de cuero que había llevado a aquella fiesta de meses atrás. J, que aún no me la había devuelto, se la dejó. Aquel chico se vistió con ella para recibir su diploma de bachiller. Yo estuve en aquel evento, recuerdo estar, recuerdo incluso pensar algo de la chaqueta, pero es todo borroso, poco concreto y esos fogonazos  que creo que son de mi memoria, podrían ser incluso inventados.  El otro día, siguió contando J, al hablar de mi en aquel grupo de mensajes que mantiene con gente de aquellos años, el chico le dijo que aún hoy, en su armario, en Barquisimeto, cuelga la chaqueta de cuero que mis padres llevaron de Vigo a Venezuela. 

Mi lista de blogs

Afuera