martes, marzo 27, 2012

Melómano reencontrándose con una canción

 El melómano se detiene algunos segundos antes de decidir la siguiente escucha. El melómano se sienta en una butaca vieja y cierra los ojos. Durante algunos segundos desconoce la música, como si, de nuevo, escuchara esa canción por primera vez pero inmediatamente la montaña asciende por el esófago y le devuelve a ese terreno conocido. En cierta manera toda canción, piensa el melómano, suena por primera vez, también hay, inconscientemente, un viaje a esa primera vez. Entonces el melómano ve una ventana, al otro lado una ciudad que ha visitado dos veces. Está es la segunda vez. Está en un apartamento viejo, casi vacío, lleno de colchones. Hay dos tipos y una tipa durmiendo. Se está haciendo de noche y le melómano mira la ciudad desde la ventana. Hay una montaña alta, un pico inalcanzable. Hay pequeñas casas al otro lado de un río seco, un puente al lado por donde pasan dos muchachas. Hay unos tipos sentados en una moto, la moto es vieja. Hay una luz triste y sublime. En la casa todo está apagado porque todos duermen menos el melómano y el melómano recuerda en ese instante que se ha quedado sin dinero y en cierta forma sin futuro. El melómano está aquejado de una terrible resaca. La ciudad pequeña a píe de montaña tiene una forma abierta, como si hubiera sido pensada para no entrar nunca, para entrar sin haber entrado e irte sin demasiadas ataduras y al melómano, que lleva un día y se irá al día siguiente, le produce un calambre ilocalizable saber que jamás volverá, por más que la ciudad esté abierta y no dispuesta a las despedidas. Mira la montaña y trata de pesarla con la vista. Se imagina levantándola y llevándosela por la carretera por la que llegaron los cuatro hasta esa ciudad. No se lo imagina de un modo poético o metafórico, sino casi absurdo; y la imagen le parece desequilibrada: el natural desequilibrio entre el tamaño de sus brazos y la mole de piedra, tierra, raices y entrañas. Hay algo inevitable en esa ciudad que va ligado a esa montaña, la montaña lo ha visto todo y lo verá todo, verá la decadencia de este sistema y lo que vendrá, verá los hijos de los otros hijos, verá la tierra poblada de tipos con peinados amorfos y vida anormal, pero además vio cuando esto era tierra y río y por ahí no pasaba nadie y la canción que escucha el melómano era inconcebible. El melómano escucha esa canción por primera vez y siente el vacío y la distancia insalvable cuando la escuche de nuevo, catorce años después. El melómano sentado en una butaca empujado desde dentro por la montaña y la escucha de nuevo.

domingo, marzo 25, 2012

Perros Calientes (6)

 San Cristobal está lejos de todo y eso uno lo sabe, lo saben ellos: los que nacen y viven allí, lo saben los que se van y los que nunca han ido. Lo saben todos, los que jamás han oido hablar de San Cristobal y los que aman u odian San Cristobal. San Cristobal está muy lejos. San Cristobal nos da, definitivamente, la posición real de nuestra vida. San Cristobal arrebata la sensación poética de lejanía y te da la lejanía real. Viajar, siempre, es vertiginoso. Viajar a San Cristobal, dependiendo de donde vengas, te da un puñetazo en las pelotas. San Cristobal te devuelve a la realidad de la lejanía. Estás lejos, muy lejos, terriblemente lejos de la Avenida de la Doblada, de la Calle Pericles, de la Playa de Samil, estás lejos del puente Rande, lejos de la carretera de la Coruña, estás lejos del verano en Baiona, lejos de la playa de Patos, lejos del Castro. Playa America es un lugar remoto. Estás lejos de Kiko, de tu tía Carmen. En realidad Kiko y la tía Carmen se convierten en hologramas. Eso lo sabe mi madre, lo sabe mi hermano y lo sabe mi padre que empieza a sospechar que el camino más que vertiginoso, está lleno de trampas. Honestamente uno no tiene nada en contra de San Cristobal, pero allí, subterráneamente se sucede una revelación familiar que nadie se atreve a desvelar, a verbalizar.

 Nos montamos en un coche de esos que estéticamente nos emocionan y atravesamos algunas montañas de Los Andes. El día está nublado y húmedo. Hay vendedores en la carretera que ofrecen alimento. Físicamente me siento raro: débil, cansado, con sueño. Mi madre no se rebaja a la pena o al cansancio, en cierta manera indica el camino. Yo estoy agotado. Y aún hoy no sé de qué, pero estoy físicamente fatigado, como si hubiera perdido fuerza. Yo no sé que sienten los demás, pero me pesan las piernas. Llegamos a la frontera con Colombia. Hay un ajetreo descomunal. Gente que va y viene, tipos que venden cosas, coches que pasan, militares gordos, militares cansados, militares que parecen malos, militares que uno imagina recién ascendidos del infierno, militares del mal, militares que parecen pesadillas. Entramos en Cúcuta.

 La secuencia delirada que se sucede a partir de ese instante es indescriptible. Llegamos a una comisaria. Contactamos con un tipo a las afueras de la comisaría, recomendado por otro tipo dentro de la comisaria. El tipo de fuera tiene un coche. Nos montamos. Nos vamos a hacer unos analisis de sangre. Nos pinchan pero los resultados, lejos de todo análisis, nos los dan a los dos minutos. La fatiga aumenta. De ahí vamos con los análisis a otro lugar donde una gorda que parece la reencarnación del mal nos mira con desprecio mientras va poniendo sellos en unos papeles. Nos hacen unas fotos. En las fotos parecemos de otra era: Mi madre parece la madre de otro, yo parezco el hijo de otra señora y mi hermano parece haber abandonado su cuerpo. Mi padre sonríe: si se ve la foto de mi padre, uno podría adivinar con exactitud que justo en ese momento comienza su batalla, una batalla descomunal y salvaje contra un agujero negro. Siempre nos va llevando de un sitio a otro el tipo con el que hemos contactado. El tipo vive de eso, de meterte en el delirio burocrático de un país que vive en el mayor de los delirios burocráticos irresolubles del mundo o de cualquier planeta del infinito cosmos en el que también haya asuntos burocráticos que resolver. Básicamente en ese momento entramos a formar parte y a participar en las corruptelas de ese continente hermoso e imposible que es Latinoamérica. Lo que nos hubiera supuesto quizá años en España, nos lleva una mañana en Cúcuta.  Mi madre nos mira y dice con cierta forzada sonrisa que aquello parece una película. Se me caen los brazos porque estoy exhausto. Cada vez que nos bajamos del coche del tipo siento que me voy a marear, pero nunca sucede. Creo que tampoco lo expreso. Cada vez que nos volvemos a montar pienso que aprovecharé para dormir, pero los trayectos son tan cortos de una gestión a otra que apenas da tiempo a ubicarse en el asiento. En una de las gestiones mi padre discute con una tipa. La tipa dice que los españoles son arrogantes y mi padre responde con arrogancia. Yo pienso en España sin saber que pienso de España. Porque para mi España es mi bicicleta que no volveré a ver, y Kiko y los partidos de futbol y Susana la morena del piso de abajo que me besó en mi portal una semana antes de salir de España. Y a mi, mi bicleta, Kiko, Susana, no me parecen arrogantes, aunque bien pensado: ¿Qué es la arrogancia?

A mediodía tenemos residencia en Venezuela para los próximos cinco años, después de haber realizado un tour por oficinas y oficinillas de gestores con maquinas de escribir oxidadas, dirigidos por este conductor silencioso al que le damos el dinero por la fechoría y el que además se encarga de ir sobornando a cada uno de los millones de gestores y desconcertantes personajes del tour.

 Comemos en Cúcuta. Comemos mal en Cúcuta porque hemos llegado tarde a algo y entramos en un sitio inmenso que parece un comedor. Paseamos por las calles de Cúcuta donde hay vendedores ambulantes y música. Vemos vinilos, que en ese momento casi nadie llama vinilos sino discos. Vemos camisetas diseñadas por mefistófeles para burlarse de los mortales. Vemos pantalones con formas más allá de la comprensión humana y volvemos a San Cristobal. Esa noche ceno seis perros calientes. Los perros calientes me parecen, definitivamente, el gran hallazgo del nuevo mundo.

sábado, marzo 24, 2012

El primer viaje dentro del viaje (5)

 Nunca entendí del todo aquel viaje o todo el movimiento que implicaba aquel viaje. A los 13 años la burocracia es más burocracia que lo es el resto de tu vida. A los trece años los papeles son asuntos que se resuelven allí, en el mundo de las irreverencias y extravagancias de los adultos. Sé vagamente que íbamos a San Cristobal porque allí estaba la frontera con Colombia y que saldríamos y volveríamos a entrar a Venezuela y que al hacerlo por la frontera de Cúcuta, previamente pagando y resolviendo no sé que asuntos de papeles, milagrosamente conseguiríamos la residencia y todos los asuntos de papeles quedarían resueltos de un plumazo. El viaje fue largo o yo lo recuerdo muy largo, como si hubiera durado más horas de lo habitual. Recuerdo poblaciones que aparecen y desaparecen, poblaciones que en cierta manera a mi no me parecían poblaciones, porque sus nombres y el modo en el que aparecen y se van no le dan consistencia real, como si fueran proyecciones; pero no proyecciones futuristas, sino proyecciones que llegan a la pantalla de un modo débil, casi sin fuerza; como si ese proyector que emitía fuera una reliquia y lanzara la luz a duras penas y esas proyecciones, que eran aquellas poblaciones, no fueran no del todo visibles. Las variaciones de la tierra, las formas de la carretera, los paisajes a los lados, todo parecía una proyección lejana. El viaje sucedía de un modo abismal porque estábamos viajando dentro de nuestro propio viaje y a la sensación evidente de lejanía que teníamos, porque llevábamos poquisímos días en aquel país, en aquella nueva vida; ese viaje por carretera, por la vía del llano, aún alejaba más las cosas y los efectos de lejanía parecían duplicarse de un modo exponencial, imposible. La aritmética incalculable de la percepción. Entonces veo el Renault 18 y suena un casette que mi hermano ha puesto días antes y que suena en loop desde que llegamos dentro del coche. Un casette que nadie se atreve a quitar porque esa música nos ata a tierra; si es que la tierra, en algún momento, pudiera ser música. Un casette con una selección de música delirada, sin hilo, un casette que emite canciones dispares, reflejos de una época y que irán incrustadas a nuestra memoria el resto de nuestra vida. Avanza el coche por la tierra nueva, por el mundo nuevo. Paisajes que entenderás con el tiempo, pero que ene se momento parecen imposibles por distintos, por nuevos. El color verde que revienta, el calor desmesurado, al vegetación desconocida.

 El viejo detiene el coche. Hay un lugar en mitad de la carretera. Nos bajamos en una construcción precaria que se anuncia como restaurante. En la puerta un perro está tumbado en un hueco de sombra. No hay nadie salvo un camarero que saluda y casi no entendemos. Suena música un arpa y otro instrumento de cuerda. Notas veloces, una voz aguda de la que rescato palabras dispersas: el llano, la tierra... poco más. Nos sentamos, pedimos carne. Creo que mi padre fuma. El camarero desaparece, comemos en el exterior del restaurante, hace un calor incomprensible, porque también la forma del calor es nueva. Hay un cartel que anuncia una piscina. Mi hermano y yo la buscamos pero no encontramos nada, por la parte de atrás vemos lo que debió ser un simulacro de hotel, pero en absoluto deterioro. Una construcción a medio terminar y vacía. Volvemos a la mesa, le perro se ha tumbado al lado de mi padre. Mi padre vuelve a fumar. No comemos, la carne que saca el tipo: es inmasticable. Mi hermano y yo hacemos el intento varias veces, pero son piedras, piedras con forma de carne. Con disimulo se la vamos dando al perro que no deja ni un sólo trozo.

 Seguimos avanzando. El paisaje va variando. En el coche hay a veces silencio. Como si cada uno pensara, a ratos, que en cierta manera estamos perdidos. No perdidos, sino perdidos definitivamente. Como si hubiéramos llegado a un punto de no retorno y en realidad, no debió ser una percepción poética, sino una intuición absoluta. Se va haciendo de noche y aparecen montañas.

 No recuerdo a qué hora, pero llegamos a San Cristobal y conocemos a aquella gente. Dormimos en su casa. Dormimos en el salón. Creo que duermo en un colchón cerca de mi hermano. Creo que por primera vez en mi vida tardo mucho en dormirme. Sé que me pregunto, sin drama, sin dolor, pero con cierto desconcierto: ¿Qué coño hacemos aquí? Creo que en ese momento me doy cuenta que el viaje nos ha llevado realmente lejos.

jueves, marzo 22, 2012

El viaje

 Lleva algo más de cinco horas conduciendo y me dice que quizá, lo mejor, sería parar un rato. Sostiene unos segundos la mirada al frente y me dice que inevitablemente esa hora es la hora perfecta, no sé sabe para qué, pero es la hora perfecta. La agonía lumínica, la carretera oscureciéndose y un vestigio de luz en esa inmensidad que parece ir desapareciendo en una especie de azul definitivo, le dan a todo un caracter de fragilidad y contundencia definitivos. Como si en verdad todo sucediera o dejara de suceder para siempre en esos pocos minutos previos a la noche. Yo le pregunto que música es esa que suena y ella desviando con inmediatez la vista de la carretera me mira y contesta que sospechaba que la había puesto yo. En ese instante las luces de un camión en sentido contrario iluminan su cara, imagino también la mía recibiendo el fogonazo de luz en mitad de ese principio de la oscuridad. Miro el equipo de música del coche, hay un CD dentro. Lo saco para ver que es lo que suena. Es un CD grabado y no pone ningún nombre., sólo la marca. Lo vuelvo a meter. La canción que sonaba arranca de nuevo. Físicamente, la música que suena me desmorona. Vuelvo a mirarla, sin saberlo, mi mirada es interrogatoria, y con una sonrisa nerviosa me dice que ella no sabe que hace ese CD ahí. No sé que es eso que suena. A un lado se ve un restaurante. Nos detenemos. Abrimos las puertas y notamos el frío nocturno. En el estacionamiento no hay ningún coche más. "Este país es raro" pienso y se lo digo a ella y ella me contesta que en cierta forma ese país no existe. No existe en el medio. Existe sólo a los lados, en las costas, pero el medio es un agujero. Entramos y pedimos de beber. El camarero es un chico joven que parece estar asustado, pero no de algo, sino asustado de todo, del silencio, del trabajo, de su propia vida. Ella pide comida y se va al baño. Me siento en una mesa de madera falsa, una madera de plástico. El chico se acerca y me sirve la cerveza y el refresco de ella. Durante algunos segundos me planteo la posibilidad de habernos perdido y que ella no lo sabe o que lo sabe y disimula. Me parece no estar cerca de nada y recuerdo un viaje realmente parecido cuando era pequeño y a mi padre se le hizo de noche y mi padre se detuvo en un restaurante que siempre recordé como el lugar más triste del mundo. Mi padre pidió conejo para cenar y cuando estaba terminando nos miró y muy serio dijo que nos habíamos perdido. Y yo pensé que era muy raro perderse, que en realidad no existe la posibilidad de perderse y se lo dije a mi madre y mi padre me escuchó y me miró y me dijo que perderse no es un asunto real, es un fallo en la memoria, un fallo temporal que luego no sabías deshacer, por eso no puedes seguir hacia adelante y tampoco hacia detrás, por qué en algún momento, las líneas se habían roto. Ella aparece del baño contenta, ligera. Se ha lavado las manos, me confiesa que es adicta a lavarse las manos. Se siente frente a mi. De repente me viene un soplo del olor del jabón que ella ha usado. Ella bebe con cierta urgencia el refresco. Y yo aprovecho para beber cerveza. El sabor de la cerveza me desconcierta. Entonces ella, sin saber muy bien por qué, con enorme melancolía, me habla de sus hermanas. Las describe y yo, que las conocí hace muchos años, soy incapaz de saber cual es cual, porque he olvidado cual es la mayor y cual es la mediana, pero ella habla con desgarro, casi como si llevara doce siglos sin verlas. Me habla de un viaje, un viaje milenario, un viaje en el que terminaron metidos en una playa de dificilísimo acceso y que por la noche su padre les dijo que iba a ser muy difícil volver y que tendrían que buscar un lugar al aire libre para dormir e intentar volver a primer ahora por la mañana. Entonces duermen al aire libre las tres y su padre y a ella le cuesta dormirse y muy de madrugada ve que todos se han quedado dormidos y siente algo casi tenebroso con esa luz cósmica en mitad de la playa, la luz nocturna del universo y dice que durante minutos la luz le parece llevar un sonido, un sonido leve y que mira a sus hermanas dormir y sabe, entonces, que las adora, pero que habitan lejos, lejos de ella y ella, que aún es bastante pequeña, piensa que ha viajado a un lugar de difícil retorno, que ha ido, en cierta manera, hasta ese lugar para habitar invisiblemente ahí, el resto de su vida. Entonces bebe un trago más de refresco y me mira y me dice que esa carretera, la carretera por la que viajamos, es ese lugar y que si yo voy con ella y si ese camarero está ahí es porque en realidad nosotros habitábamos allí ya. Que por esa carretera, en mitad de ese país, solo pasamos esos, los que vivimos lejos. Y le pregunto por el camión que reflejó la luz y sonríe y contesta que no debería querer saberlo todo, que hay cosas que es mejor dejarlas en el misterio.

 Pagamos.

martes, marzo 20, 2012

Réquiem por El Tigre

 Se acabaron los lentos atardeceres, la extensión distorsionada del territorio, las peculiaridades de la luz del amanecer en esta esquina perdida del planeta, las sombras alargadas y el silencio subterraneo. Se acabó ese ruido permanente, el ruido inaudible del tráfico lejano y casi inexistente de la carretera que se ve desde la ventana. Se acabo la aridez y el contraste. Se acabó la laxitud del mediodía que se alarga casi hasta la noche. Se acabó la quietud de la noche, la quietud que amenaza y paraliza. Se acabó el neón de "La jungla". Se acabó la imagen de la mezquita, ese edificio lejano y perdido, que parece haber caído de la nada, una nada absoluta y llena de silencio; una nada que contiene todos los vacíos y las soledades humanas, la más terrible ausencia de libertad. Nunca supe que hacía ahí la mezquita, construida en mitad de este lugar que a veces sospeché deshabitado. Se acabó el ruido del aire acondicionado de esta casa que ya estaba casi muerto. Se acabó la entrada a esta calle; esta calle construida y planificada y casi implantada en mitad de este territorio ajeno a su riqueza. Se acabaron los cafés en El Trébol a las seis de la mañana, camino de los hierros y del alquitrán, donde tuve oficinas y compañeros fugaces, que vinieron como yo y se largaron como yo; y donde se quedan unos que se irán y me vieron llegar y me ven irme y un día se irán y les verán irse, hasta el día en el que nadie venga y ya nadie se vaya porque no habrá nada aquí. El día anunciado hace cuarenta siglos. Un día marcado en la tierra. Un día que ya la tierra no flote y no sude. Se acabó. Se acabó este periodo prolongado, lleno de epílogos que se sumaron a epílogos y que prolongaron este capítulo hasta este punto en el que, de tanto que pasó, parece que ya nunca estuve aquí. Se acabó esta forma de vida que ya asumí como mía y de la que escribiré allí, en un futuro no proyectable, imposible de prefigurar y en el que recordaré este lugar y sentiré nostalgia. Nostalgia de la quietud y de este silencio que se me metió en el cuerpo y que se hizo mío. Nostalgia de esta prolongación y este lugar que parecía ya inventado porque en nada se parece ya a como era cuando llegué. Se acabó. Se acabó el animal que caminaba sigiloso. Ayer, finalmente, maté al Tigre.

La cacería terminó. El Tigre ha muerto. Voy camino a Zihuataneto. Allá los espero.

domingo, marzo 18, 2012

Tú eres tu pelo. Tu pelo eres tú.

 Yo tuve mi valla. Dos años, dos años enteros. Frente al centro comercial más grande, más opulento de la ciudad. En la entrada del parking, por donde entran todos los coches de esos niños bien y esas señoras serias. Se me veía de perfil, la melena elevándose hacia el cosmos, ligera, casi como si levitara. Como si mi melena, en cierta manera, fuera algo más que una melena. Creo que en aquella época mi melena ejercía cierto poder sobre la gravedad. Era un anuncio de un champú de calidad. El champú para la clase media alta. No recuerdo el slogan, pero todo en aquella valla giraba alrededor de mi melena. El fondo era blanco. Un blanco puro, casi virginal. Y yo estaba de perfil, lanzando mi melena. Se me veía de medio cuerpo, como si acabara de salir de la ducha. Se adivinaba mi cuerpo desnudo, pero no se me veía nada; sólo piel, mi perfil y la melena. Cuando la pusieron fui con mi madre y mi hermana pequeña. Detuvimos el coche frente al parking y nos quedamos mucho rato mirándome. Mi madre no dijo nada concreto, sólo en algún momento dijo que en esa valla había un logro, también una enorme stisfacción. Mi hermana miraba alucinada y me hacía preguntas de la sesión de fotos. Todo le producía una curiosidad inmensa. Yo narraba aquella tarde en el estudio profesional: el catering, las frases del fotógrafo dirigiéndome, aquella laxitud en como saltaban los flashes inmensos ubicados estratégicamente. Miles de disparos del que sólo quedaría uno, una foto de entre las miles a las que estuve expuesta. Y allí, estábamos, delante de la elegida. Aquel momento preciso en el que mi melena emergía en todo su esplendor, gobernando el instante, el momento. Luego volvimos a casa y en el camino mi madre se puso a llorar, no sé por qué, pero lloró.

 De vez en cuando pasaba con mis amigas por la valla. Los fines de semana íbamos al centro comercial y entrábamos por el acceso más cercano a la valla. En cierta forma todo giraba, sin ser consciente del todo, alrededor de la valla. Mi fiesta de la mayoría de edad la celebré con mi grupo de amigos debajo de la valla. Fue la primera vez que me emborraché, también la primera vez que me acosté con alguien.  Era un chico que venía de otro grupo y que era amigo de un amigo. Un chico tímido y serio. Un chico raro. Nos habíamos quedado solos, ya de madrugada, metidos en su coche, escuchando música. Mirábamos la valla y él, después de mucho rato, me dijo que salía hermosa en la valla, pero que le parecía más hermosa en la realidad, ahí sentada en el asiento de copiloto de su coche. Entonces hicimos el amor. De un modo torpe, tosco, aparatoso. A veces, era raro, pero abría los ojos, porque todo el rato los tenía cerrados como para no ver, no sé el qué, pero no quería ver; sin embargo cada rato los abría y me veía ahí, en la valla y veía que él me besaba y me acariciaba medio ansioso y también miraba la valla y cuando él se puso a un lado, cansado, exhausto, silencioso, los dos mirábamos y a mi, por primera vez, me dio vértigo verme allí. Y él ya no habló más. Arrancó el coche y me acercó a casa. Esa noche me costó dormirme, porque a veces en el silencio y la oscuridad me venía mi imagen de la valla, como si ella, la de la valla, todavía estuviera por la ciudad, como si por las noches, cuando nadie miraba, yo salía de la valla y dejaba de ser yo, y ese pensamiento me aterraba. Sentía miedo de mi misma.

 Me gustaba verme de día. El tráfico debajo de la valla, los coches pasando por allí y la valla ofreciendo mi melena sideral, poderosa. De día me reconocía en la valla. Ese gesto de la nuca, las esquinas de mi cuerpo. Ciertamente estaba hermosa en la valla. A veces, en casa, cuando salía de la ducha, recién secada, me quitaba la toalla y frente al espejo imitaba el gesto, el movimiento y trataba de verme reflejada, de encontrar en mi, en el espejo del baño de casa a la chica de la valla. Repetía una y otra vez el gesto, pero no era exacto. En realidad me obsesioné con repetir el gesto y cuanto más lo buscaba, menos se iba pareciendo. Como si en la vida uno sólo tuviera derecho a un gesto así, tan preciso, tan contundente, tan atractivo.  Al poco conocí a Paulo. Paulo se me acercó un día que yo entraba al centro comercial. Él estaba allí mirando la valla. Ensimismado, hipnotizado y a mi me hizo ilusión ver a un chico mirando así. Le miré y el me miró y me reconoció. Se le desencajo el gesto, como si estuviera viendo una luz. Una luz fugaz, repentina pero absoluta. Una luz que durante unas milésimas cegara, sin concesiones, el universo entero. Entonces se me acercó casi corriendo y me dijo que era yo: "Eres tú". Lo repetía una y otra vez. Y me reí. Se presentó. Me invitó a comer y a merendar y a cenar. Y me preguntaba cosas y me contaba su vida. Una vida, por otro lado, desolada y violenta. No por qué Paulo hubiera sido violento, sino porque todo en su vida era un golpe, un golpe bestial y triste. Un golpe en la mandíbula de la existencia. Me parecía tierno Paulo. Tierno y salvaje, pero un salvaje domado. Un León de dibujos animados. Un León que habla con voz dulce y se emociona y llora. Entonces nos besamos, nos besamos con frenesí debajo de la valla y se hizo de noche y Paulo miraba la valla y luego me miraba a mi. Nos abrazamos e hicimos el amor debajo de la valla. Al aire libre, temerosos de la madrugada, pero no pasó nadie. Hicimos el amor con euforia. Paulo me cogía con fuerza entre sus brazos y me elevó y me miraba desde abajo, levantando la cara, mirándome y mirando la valla. Creo que nunca he vuelto a sentir tanto amor. Todo parecía fundirse allí, la valla, los gestos, Paulo. Todo.

 Por las tardes Paulo me buscaba en casa. Y nos íbamos en moto al centro comercial. La valla seguía. También se fue haciendo rutinario verme. Creo que también para Paulo. Se fue perdiendo la novedad y yo pensé que quizá era momento de buscar protagonizar otra valla o quizá un anuncio en televisión o un calendario o una portada de una revista. Necesitaba crecer. No sólo por mi, sino porque las cosas con Paulo se iban volviendo menos sorprendentes. Cuando le conté mis proyectos a Paulo no le gustaron. Se puso iracundo. Como si el León dejara de ser de dibujos animados y se hiciera de fuego. Golpeó cosas, lanzó su teléfono móvil contra la valla y me insultó. "Egocéntrica, narcisista, ególatra, endiosada, petulante, creída, mimada, frivola..." Gritando una y otra palabra. Gritando como si le doliera el estómago. Le abracé, le dije que no lo haría, pero en el fondo yo lo había decidido y busqué sin decirle nunca nada más. Al poco me llamaron para otra sesión para una campaña para marquesinas de paradas de autobús. No recuerdo que argumenté aquella tarde para no ver a Paulo. Sé que le molestó mucho no verme. La sesión fue triste. El fotógrafo era triste. El estudio era melancólico. Como si todo en aquella gente, en aquellos publicistas, hubiera perdido esplendor, brillo. El resultado también fue notablemente peor. Y apenas colocaron un par de marquesinas en las zonas menos pudientes de la ciudad. Por eso mantuve en secreto aquello.

 No sé, sin embargo, como se enteró Paulo. Pero apareció en casa. Abrí la puerta, me miró como si no me mirara, como si en verdad yo no estuviera. Me cogió del brazo sin hablarme, me bajó a su coche. Recorrimos la ciudad callados. Llegamos al centro comercial, detuvo el coche y frente a la valla me dijo que había visto la marquesina del anuncio de Mantequilla. Sentí una punzada en el pecho. Miré la valla como tratando de buscar ayuda en mi misma, allí, elevada. Como si la de la valla tuviera las claves, soluciones. Paulo no dijo nada. Abrió la puerta del coche. Le vi andar decidido. Llegar a píe de la valla. No vi más o lo vi todo. Vi el fuego subiendo como una enfermedad contagiosa. Vi la valla arder, mi melena derritiéndose, volviéndose carbón. Vi cenizas y el viento.

 De Paulo no supe mucho más. Nosotras, mi madre mi hermana y yo, nos fuimos del país. Hice algunas cosas más con agencias, pero fui dejando de lado aquella carrera. Y salvo el vicio de repetir el gesto de la valla frente al espejo cada vez que me seco el pelo, de aquello queda en mi, poco más.

martes, marzo 13, 2012

Los primeros días. El silencio (4)

 De los primeros días recuerdo una masa de días. No es una sucesión, es un amasijo. No son días desperdigados unos detrás de otros, son días como un día: el día total. Recuerdo ir aquí, allí. Recuerdo la aparición de los nombres de las zonas. Nombres que me acentuaban en esa lejanía insondable, desconocida: Maracaibo, Maracay, Macaracuay, Antímano, Palos Grandes, Chacao, Chacaíto, La Guaira, Boleíta Norte.  Nombres que iban sonando y que resultaban, a su vez, una deslumbrante novedad. Los leía, los comprendía, pero había algo en la variación, en la nueva sonoridad, que desconcertaba y resultaba extraño y hermoso.  Los nombres los fui conociendo porque, a lo largo de esa suma de días que fue aquel día global de los primeros días, íbamos a hacer cosas, a resolver papeles o a buscar apartamentos para vivir, pero sobre todo los veía impresos en la parte de adelante de los autobuses que plagaban la ciudad. Autobuses pequeños, que parecían miniaturas de autobuses o caricaturas, autobuses destartalados y locos que definían su ruta con esos carteles colgando del cristal, que avanzaban hacia zonas insospechadas, remotas, imposibles. Ahí iban los conductores estrafalarios con crucifijos colgados del retrovisor avanzando hacia Palo Verde o hacia Cumbres de Curumo. Allí iban en una carrera enloquecida donde cada uno de los millones de pequeños autobuses terminaba en un nombre sonoro y nuevo.

 Mirar aquellos carteles era leer un libro imposible, una especie de poema sonoro, palabras que suenan y que no significan y que el significado lo completas o lo imaginas. Experimentación poética Todos aquellos autobuses con su ennumeración de lugares, pegados al cristal, colgando nombres sueltos, tipografías distinta, cartelones de colores dispares. Palo Verde con fondo negro y letras naranjas, Santa Fe con fondo blanco y letras rojas. No había uniformidad. Cada uno parecía haberse fabricado a mano aquel cartel con el nombre de cada lugar. Un cartel, un lugar. Así avanzábamos por la ciudad: conociendo los nombres. Luego muchos de aquellos autobuses parecían anunciar un lema, un slogan o una advertencia que no comprendí hasta que lo pregunté: Silencio- Petare. Tantos de ellos lo llevaban, tantos advertían, aconsejaban ese Silencio. Yo me formulaba teorías, completando la historia. Quizá en los autobuses no se podía hablar y si se hablaba el conductor Petaría. Quizá Petare era un verbo, casi siempre, en todas mis teorías lo vi como un verbo. Con silencio no me cabía duda. Silencio es silencio, pero ¿a quién se le solicitaba el silencio? ¿a los pasajeros? ¿a los conductores? ¿Qué tipo de aviso y a quién se requería ese silencio? ¿Cual era esa consecuencia? ¿Aquella amenaza? ¿Petare? ¿A quién Petara el conductor si no se cumple esa solicitud de silencio? ¿Qué norma de educación ciudadana, en esa ciudad desconocida, debía aprender urgentemente antes de subirme a uno de esos autobuses? No quería ser yo el que encendiera, alarmara y incitase a ese Petare. ¿Qué terrible amenaza recorría esa ciudad nueva en aquellos autobuses de apariencia casi cómica?

  Aquel día bloque, aquel día global, fue transcurriendo. Repleto de dudas, consulté con mi hermano el dilema. Él masticaba la misma duda, sus argumentos y sus respuestas no andaban lejos de las mías. Alguien escuchó nuestra conversación. Se acercó y silencioso nos tradujo y aclaro nuestras dudas:

.- Silencio. Municipio Libertador, en el centro de Caracas. Donde las torres. Petare, el laberinto tremendo y anguloso, el laberinto imposible. Ladrillo y cerro. Un barrio tremendo. Exagerado. Petare está al Este.

viernes, marzo 09, 2012

Amanece (3)

  La primera mañana que desperté en Caracas lo hice algunos minutos antes que mi hermano. Hay un ruido, una atmósfera que acompaña a Caracas, que no puedo describir y que durante el resto de mi vida ha sido una obsesión, es un ruido que a veces he dudado que los otros escuchan porque soy incapaz de verbalizarlo. Es una suma de ruidos diversos, de tráfico, de aires acondicionados, de respiraderos de centros comerciales, que en Caracas producen un efecto novedoso y único, es el ruido de Caracas. Es una atmósfera urbana contundente y casi silente, que camina por debajo, casi, de la capacidad auditiva del ser humano.  Es un sonido grave  que flota y no sabes del todo que lo estás percibiendo. Ese sonido lo percibí de golpe, como una bienvenida, en esa habitación de hotel la primera mañana que desperté en Caracas. Me acerqué a la ventana de la habitación y descorrí la cortina, una cortina lejana, no de una era lejana o de un año lejano, sino lejana por inhallable; esa cortina no fue creada por los hombres, esa cortina era previa al universo. Me asomé y vi una avenida, pero la avenida, a pesar de la vegetación que ofrecía, no fue lo que me llamó la atención. A mi lo que me marcó para el resto de mi vida fueron los coches en esa mañana de Caracas. Las máquinas del hombre. Uno entiende la evolución del ser humano mientras diariamente va comprendiendo su estética, mientras comprendes las curvas, el diseño que protege esa evolución desmesurada, pero si las mismas máquinas, la misma tecnología, trae consigo una estética novedosa, de repente volveremos al primate y nos fascinamos como ese primate ante la máquina de metal y sus capacidades. Eso sentí con los coches desde aquella ventana de un hotel de Caracas. Aquellos coches, que eran mecanismos absolutamente semejantes a los coches que yo conocía, estaban cubiertos de un envoltorio más grande, tanques  robustos que sin embargo avanzaban con fluidez.  Las ruedas, las líneas, la amplitud, las formas eran nuevas y de repente, de nuevo, el primate se encontraba con la máquina. Entonces esa forma de curiosidad y fascinación fue un impacto, porque en aquella ventana había un individuo asomado al siglo veinte, sorprendido y nostálgico, fascinado y desconcertado por la evolución del hombre.

 Caracas amanecía y brillaba. Abajo un tipo vendía zumo en la acera. Una tipa alta, con un culo sostenido en la nada, casi flotando, un culo perfecto, le pagaba y salía caminando con un vaso de plástico. Cada pocos segundos, tipos en motos frenéticas y frágiles, pasaban de un lado a otro. Los coches, aquellos coches gobernaban la cadencia de la avenida. Coches antiguos y que resultaban, para el primate, poderosamente modernos, post modernos, inalcanzables, fluían bajo el ruido de Caracas, como si en el fondo todo fuera asociado, como si cada coche, cada moto, el zumo, la tipa, el puesto destartalado del vendedor de zumo, el ruido silente y grave, estuvieran colgando de un hilo invisible, pendieran unos de los otros. Un hilo eléctrico, vibrante, un hilo frenético, que sin embargo el primate no llevaba. El primate miraba desde el cristal, con la nariz pegada sin comprender nada de la imagen y sin querer, en el fondo comprender; sino sólo mirar el hilo, el hilo colgando de unos a otros, el hilo eléctrico. Un hilo que vibra y sacude.

 Mi hermano despertó. Creo que no habían pasado más de treinta o cuarenta segundos. Sin embargo, en esos segundos, en esa imagen  de hilos y coches imposibles, en esa imagen mecánica y tropical, quedó perpetuada, para mi, la sensación Caracas; una sensación hermosa y deslumbrante, una sensación de lejanía y orgásmica. El primate en el mundo nuevo. Mi hermano también se asomó. No recuerdo que hablamos. Reímos, seguro reímos. Sé que desde ese instante sucedió algo importante. Comprendí que mi hermano era algo más que la palabra hermano. Desde ese momento entendí que mi hermano era la única persona de los millones de habitantes del planeta que podría entender con precisión lo que sucedía. Mi madre, mi padre nos sacarían de los fuegos, pero mi hermano era lo único semejante a mi. Comprendí que en ese mundo nuevo, en esa era sideral, iba acompañado en el viaje con otro primate. Sólo el que ha viajado en el tiempo con otro compañero puede comprender lo vital de esa relación en ese destierro del tiempo y del vacío.  Entonces salimos a Caracas. Nos hicimos parte del ruido y la mecánica sideral, de la humedad y de la vegetación del trópico.


lunes, marzo 05, 2012

La llegada (2)

 Mi padre llevaba un polo rojo, pantalones vaqueros y zapatos sin calcetines. Era un tipo tremendamente contenido o sentía un pudor desproporcionado ante las emociones o determinadas emociones. Creo que el mes y medio que llevaba sin vernos debió ser pesado y agotador y creo, también, que en algún momento todo aquel asunto de Venezuela le dejó de parecer tan lleno de virtudes y vislumbró en el Ávila o en algún cerro de Caracas o en alguna avenida de El Marqués la posibilidad de ciertos defectos en aquel viaje, en la decisión de Venezuela. Creo que le había cambiado el tono de la piel, no porque hubiera tomado el Sol, sino porque, inexplicablemente, cuando te vas a vivir a otro país te cambia el tono de la piel; como si el ser humano tuviera enormes semejanzas con el camaleón, pero un camaleón peculiar. Creo que eso pensé, que mi padre era un camaleón, pero no épico o potente, un animal, sino un camaleón poeta, un camaleón que siente distancias con el hecho de ser camaleón. Nos besó y sonrió y miró a mi madre y supongo, pero eso lo supongo ahora, que tendría ganas de hacer el amor con ella, por muchas razones, pero entre otras porque la humedad del trópico incitan a hacer el amor y porque llevaba un mes o casi dos sin verla y la miraba, la miraba mucho, como si la conociera por segunda vez.

 Nos montamos en el coche y ahí ya hubo una especie de señal, una señal de esas que no lees en el momento ni dos años o cinco después, sino veintitrés años después. Mi padre ya tenía coche, se había comprado uno nada más llegar y cuando lo vimos allí, en el parking de Maiquetía sonreímos al ver que era el mismo, la misma marca, el mismo modelo de coche que el que mi padre tenía en Vigo. Nos montamos. Hacía calor y todo, todo, desde ese instante, era una especie de no tiempo. Parecía, unos segundos, que estábamos en una era inexplicable y otros segundos que estábamos en un futuro post apocalíptico para pasar, segundos después, a un pasado ficticio. La línea temporal, en cualquier caso, no parecía la línea temporal de siempre. Como si el año ochenta y nueve hubiera dejado de ser el año ochenta y nueve y fuera otro año, ni delante ni detrás, pero otro año, otro ochenta y nueve.

 Comenzó entonces uno de los recorridos en coche más tremendos y contundentes de mi vida. La carretera subía, iba ascendiendo permanentemente: las hojas de los árboles a píe de carretera, los coches, los otros coches, el asfalto, las caras de los que iban dentro de los coches, el sonido de las cosas, las líneas de la carretera, las señales de tráfico, la velocidad del coche, el movimiento de las nubes, todo, ni una sola cosa, sino todo, todo era absolutamente diferente. Y en cierto modo, sin ser evidente, mi madre y mi hermano parecían otros e invisiblemente les estaba mudando la piel y estuve a punto de decirlo, pero no lo dije sino que me miré las manos, me las miré y miré a los coches de los lados y un tipo con bigote, un bigote fino y muy muy oscuro, me miró desde su coche y sonrió y me guiño un ojo, estoy convencido de que ese tipo era el hermano tropical de mefistófeles, una versión caribeña, una división más alegre, más disparatada, pero igual de terrible. Creo que en ese momento, justo en ese momento empezaron a aparecer los ranchitos y los cerros llenos de ranchitos y traté de contarlos, pero es imposible porque los cerros son cerros de ranchitos amontonados de un modo absolutamente y racionalmente imposible. Una obra arquitectónica fuera de toda realidad y de todo planteamiento, ranchos sumados generando un efecto visual peculiar porque donde veías uno si mirabas unos segundos veías salir dos y luego tres y donde había tres había cinco y ropa colgando y gente sentada en ventanas fumando y carteles con nombres de partidos políticos o candidatos pintados en las paredes. Siglas como jeroglíficos raros: CAP o AD y luego ponía El gocho y otras palabras que parecían palabras deformadas y todo eso pintado en paredes de algunos de esos ranchos o en los lados de la carretera por la que avanzábamos  con colores chillones, sólidos, a brochazos contundentes. Miré a mi hermano que miraba con fascinación, pero una fascinación distinta a mi fascinación, la fascinación de mi hermano era roja o naranja y verde, creo que la mía era azul.  Sin más matiz, una fascinación absolutamente azul. Entonces pasamos un túnel y de golpe, al salir de ese túnel, apareció Caracas. Así, de golpe, como una masa cósmica, como una piedra milenaria. Había bifurcaciones de la carretera, coches de épocas pretéritas, motos raras, con diseños desconcertantes y conductores siderales, abstractos. Montañas con edificios allí, en la cima, edificios inalcanzables y la ciudad se extendía paralela a esa montaña definitiva, la montaña monumental. Mi padre giró, vimos un campo de béisbol y las dimensiones de un campo de béisbol, la forma del campo de béisbol, acostumbrado a los campos de fútbol, me parecieron una locura, una jodida locura, una locura irremediable, una locura delirada, una locura total, sin paliativos. Entonces mi padre con el coche que era igual que el coche que teníamos en Vigo, pero de otro color, avanzaba por la autopista del Este. Vimos anuncios de Coca Cola, anuncios de Sony, de Technics, anuncios de productos locales, Harina pan, Toddy. ¿Qué era la harina pan? me pregunté, ¿qué puede ser la harina pan, si la harina luego es pan? si el pan es harina o viene de la harina y la harina da pie al pan ¿qué podría ser aquello? Y la autopista iba pasando zonas, zonas distintas porque las ciudades que yo conocía no se parecían en nada a esa ciudad, pero sobre todo los coches que yo había visto en mi vida no se parecían en nada a esos coches que iban junto a nosotros, por la autopista del Este y salvo el de mi padre, todos los coches eran distintos, mucho más grandes y en vez de avanzar parecían ir flotando, como si se prolongaran. Coches que me hacían recordar a Harry, el sucio o a Starsky y Hutch. Mi madre iba hablando con mi padre y de vez en cuando nos miraban, pero nosotros íbamos mirando todo como si al salir del avión o al salir de Vigo nos hubieran proporcionado una droga demasiado bestia, demasiado salvaje, demasiado psicoactiva. Creo, lo creí en ese momento y lo creo ahora, que sentía, permanentemente, como si me hubiera ido a vivir a la década de los setenta. Evidentemente en ese momento no tenía demasiadas referencias claras sobre la década de los setenta, pero todo me hacía pensar que estaba en los setenta hasta que mi padre tomó un desvío y salió a una calle y las calles aún potenciaron más esa sensación abstracta y conceptual de estar en los setenta. Las aceras, la ropa de la gente, los andares de los que iban por la acera y los tipos que vendían perros calientes y hamburguesas en las aceras eran, si cabe, una exposición de mi concepto, nada claro y evidentemente trastocado, de los setenta. Llegamos a un hotel. Un hotel pretencioso y peculiar, como casi todos los hoteles del mundo. En la recepción había un tipo moreno con bigote que atendió a mi padre le dio las llaves de las dos habitaciones y nos ayudó a subir, a un lado, en el hall, había una televisión encendida un tipo alegre y bonachón anunciaba una mantequilla. El tipo tenía un instrumento en la mano y sonreía y tenía un acento casi cantado. El anuncio, la estética del anuncio, la voz de los locutores, la estética del producto y de los rótulos me impresionaron, de todo lo que había sucedido hasta entonces lo más traumático, lo más alucinado, fue ver aquel anuncio, un anuncio que nos recordó a mi hermano y a mi que ya no, que la normalidad o esa forma inventada de normalidad que es la normalidad se había fulminado definitivamente, si es que en algún momento había existido. En el ascensor bostecé y noté el sueño, un sueño acumulado, un sueño de décadas, atemporal. Entré en la habitación con mi hermano, nos lanzamos en la cama y luego nos asomamos a la ventana, ya había anochecido y los cerros estaban iluminados. Mi hermano dijo algo, algo sobre los cerros, sobre la ciudad, algo inaudible, algo definitivo, creo que sintió tristeza o desasosiego, a mi, la imagen de esa ciudad iluminada como una especie de belén psicotrópico me produjeron una sensación amable y extraña, la sensación absoluta de la novedad total, como si todo estuviera vacío y lleno a la vez y creo que tenía sentido percibir eso: el vacío y la plenitud. Todo se había vaciado y todo se había llenado. Eran las dos cosas a la vez y era hermoso ver los cerros, la exageración de luces en los cerros. Entonces mi madre entró y nos dijo que nos íbamos a cenar.

domingo, marzo 04, 2012

El vuelo (1)

 La primera vez que volé en avión crucé por encima del atlántico. El vuelo fue Santiago de Compostela- Caracas, haciendo escala de una hora en Oporto. Recuerdo la mañana, recuerdo vestirme, recuerdo la lluvia, porque llovía. Recuerdo una forma nerviosa de emoción. Iba a volar por primera vez y además por primera vez me iba de mi país y no volvería o volvería muchos años después o no volvería sino que volvería pero no siendo yo o siendo yo pero siendo otro. Creo que también era la primera vez que volaba mi hermano y creo que los dos estuvimos desde la madrugada con cierta tensión, porque nos íbamos, porque llovía y porque uno sospechaba que volar en avión requería de cierta concentración y cierta astucia, como si en cierta manera el avión dependiera, también, de tu capacidad y habilidad para ser pasajero. El caso es que salimos de Vigo a las siete de la mañana. Fuimos en coche hasta Santiago, nos llevó Paco, un tipo silencioso y con bigote. Un tipo que hablaba poco y cuando lo hacía parecía que estaba hablando diez años antes de ese momento o como si en realidad mi madre, mi hermano y yo, que éramos los que íbamos a ir al avión, supiéramos que a Paco no le volveríamos a ver jamás, pero estábamos profundamente agradecidos a Paco porque el trayecto hasta Santiago era largo, un par de horas, creo y llovía.

 Mi madre iba adelante, con Paco. Nosotros dos íbamos atrás con las caras pegadas a las ventanillas. Imaginándonos volar y supongo que imaginándonos Caracas y llovía en Galicia, lo cual no es una novedad, pero ese día, como tantos días, también llovía. Creo que a veces miraba al cielo con la remota esperanza de ver nuestro avión pasar y pensar que allí arriba íbamos nosotros, porque como jamás había volado en avión le otorgaba poderes sobrenaturales, y entre ellos el de la bifurcación temporal. De este modo podría ver nuestro avión por el cielo de Galicia en dirección a Caracas, previa parada en Oporto, lo cual, evidentemente, no sucedió, entre otras cosas porque el cielo estaba terriblemente encapotado y gris y porque además esas cosas no pasan. Los aviones, lo supe un poco después, no bifurcan el tiempo ni a los hombres, si, quizá, divide las cosas o las vidas de la gente. Uno tiene una vida, se monta en un avión y ahí, quizá, empieza otra etapa de tu vida, al menos eso nos sucedió a mi madre, a mi hermano y a mi, creo que a Paco no, entre otras cosas porque no se montó en el avión, nos dejó en el aeropuerto, nos abrazó y nos deseó suerte. Yo creo que Paco se emocionó, diez años atrás, en ese tiempo remoto que vivía cuando hablaba, pero se emocionó.

 Era diciembre, 10 de diciembre. Mi madre nos había dicho, al despertar pronto en Vigo, que nos abrigáramos bien, que hacía muy mal día . Yo llevaba un jersey que me había comprado en la calle Príncipe de Vigo y unos zapatos que no recuerdo, tampoco recuerdo el resto de la ropa, pero sé que iba muy abrigado, también mi hermano y mi madre. Mi madre iba realmente guapa, porque mi madre siempre fue muy guapa. Lo pensaba yo, mi hermano, pero también mucha gente. A veces me desconcierta pensar que en aquel momento, el momento del aeropuerto, en Santiago ese día lluvioso de diciembre, mi madre tenía treinta y seis años. Nos subimos al avión, un avión que a mi me pareció exageradamente grande, quizá no era tan grande, seguramente era normal, pero yo lo vi gigante, desproporcionadamente grande. (Tan grande como la palabra desproporcionadamente). Recuerdo el despegue. Mi madre nos miraba y acentuaba los gestos, yo creo que para que nosotros nos emocionáramos, si cabe, un poco más.Yo  imaginé cosas bastante psicodélicas con respecto a la experiencia de volar y estar despegando. La tierra ahí abajo, las azafatas andando por el pasillo, los asientos, las maletas, mi madre, mi hermano y yo, todo, todo me parecía contener algo indescifrable y tremendamente desmesurado, algo sobrenatural y cotidiano, algo muy sorprendente. Además poco después del despegue pensé en Kiko, mi mejor amigo al que no volvería a ver, también pensé en Diana, la hija de la peluquera que besaba en las escaleras del edificio de enfrente de mi casa. Pensé, curiosamente, que el avión se parecía a los besos de Diana, que no besaba bien, pero como siempre comía chupachups le sabía la lengua a fresa y para un inexperto besador que los primeros besos sepan a chupachups de fresa era un autentico delirio. También pensé en Bernardo, el profesor de teatro y educación física, que me caía bien, pero que ahora lo recuerdo como un imbécil y del que me fui a despedir y le dije que me iba a vivir a Caracas y él me dijo que esa despedida era total, porque con toda probabilidad jamás nos volveríamos a ver y veintitrés años después lleva mucho camino de tener toda la razón o igual no, igual dentro de quince años nos cruzamos, cuando hayan pasado treinta y ocho y entonces le diré: "Bernardo, gilipollas ¿ves que no tenías razón?" Pero sobre todo pensé en Kiko y aún hoy, a veces, pienso en Kiko. Y miraba a mi hermano que no sé muy bien en quien pensaba y los dos, lo sé, mirábamos a mi madre y lo que sentía me daban ganas de llorar porque en aquel avión los tres, en realidad, volábamos hacia lo indescifrable o por qué no decirlo, hacia el enigma, una forma peculiar y cálida de enigma, pero el enigma: el enigma de la humedad.

 Comimos un pollo raro, un pollo raro con una salsa rara, pero comimos con hambre. Pusieron una película protagonizada por Bill Murray. Bill Murray y su pelo, un pelo que estoy seguro va a ser el tipo de pelo que tenga dentro de unos pocos años. Como si Bill Murray apareciera en los monitores del avión para decirme: "Sí, quizá aún ni te has masturbado, quizá queda mucho trayecto, pero un día, dentro de algunos años, tú también tendrás este pelo" En ese momento no lo sabía y evidentemente no entendí así la aparición de Bill Murray en las pantallas del avión, pero luego, claro, los años me hicieron entenderlo.

 A veces nos asomábamos a las ventanillas, aunque a nosotros, a los tres, nos asignaron pasillo, pero nos asomábamos de vez en cuando, creo que aprovechando cuando los de al lado se iban al baño. Mi madre se quedó dormida, nosotros jamás. Mi hermano y yo nos reíamos de asuntos diversos, quizá del pelo de Bill Murray o de algún compañero de avión, pero no dormimos. Mi hermano me preguntó si estaba nervioso, le dije que no. Todo el rato, todo el vuelo, me imaginaba constantemente como sería una playa en el Caribe y me acordaba de una foto que vi un día con Antonio Sanchez y con Kiko, una foto de una islita muy pequeña llena de palmeras, vacía y con una tortuga, en cierta manera pensaba en esa playa o que Venezuela entera era esa playa, esa islita y los venezolanos esa tortuga. Cada vez que nos asomábamos pensaba que vería la islita, pero no la vi, aunque tengo que confesar que meses después la vi, la encontramos, pero no a la tortuga. Recuerdo que no nos quitamos el jersey en todo el viaje, no por nada, no por ningún motivo, pero no nos lo quitamos. También recuerdo que el comandante anunció que a uno de los lados estaba Isla Margarita y todo el mundo se asomó, entraba una luz poderosa por las ventanillas. Me asomé, pero no vi nada, vi el mar, pero alguien me empujó y también a mi hermano y mi madre estaba leyendo y nos volvimos a sentar. Creo que mi madre, entonces, en ese instante, fue consciente que se había convertido en emigrante y creo que justo ahí, por primera vez, sintió vértigo de haberse largado de España y creo que pensó que a partir de ahí, de sobrevolar Margarita, nada volvería a ser igual. Sin embargo nos habló de las playas y de que nuestro padre estaría esperando en el aeropuerto y comenzó el descenso. Un descenso tremendo porque el vuelo, el avión, no eran más que una transición y despistadamente, nosotros habíamos creído que el avión ya era estar fuera, pero el avión no era más que un pasillo y creo que los tres nos emocionamos y sé también que silenciosamente, casi telepáticamente, hicimos un pacto, un acuerdo, creo que soldamos algo, algo insondable, algo orgánico, algo sigiloso, algo tremendo, y el avión iba descendiendo y sentí que todo, todo había quedado muy atrás, pero no atrás, allí, a la espalda o al otro lado del mar, sino atrás, en el atrás total, en el atrás definitivo, en un atrás irrevocable y el avión pegó, con cierta brusquedad las ruedas en la pista y mi madre gastó una broma o hizo una metáfora hermosa que nunca más he recordado. Y aterrizamos y un grupo de tipos peculiares aplaudieron con cierta euforia y le pregunté a mi madre el motivo y ella dijo que algunos aplaudían por el aterrizaje y otros porque la película de Murray había terminado.

 Luego de algunos giros y vueltas a velocidad de tortuga, el avión se detuvo. Salimos y nada más salir, todavía con el jersey, sentí el calor y la humedad de Venezuela: una humedad hermosa, una humedad abrumadora y que excita y desgasta en partes iguales, una humedad que no se conoce porque es otra forma de humedad, en cierta manera esa humedad lo cambia todo. Nos quitamos el jersey y caminamos. Cada paso, cada vez que ponía el píe en el suelo pensé, ineludiblemente, que estaba en Venezuela. Al final, luego de recorrer tramos y asuntos diversos, vimos allí, detrás de gente, a mi padre. Estaba allí, esperando. Creo que ahí, exactamente ahí, empezaba todo.

sábado, marzo 03, 2012

El instrumento de H

 H tocaba un instrumento raro, nunca supe como se llamaba. Alguna vez me dijo el nombre, pero no lo memoricé. Creo que empezaba por M o por K. No sé. Da igual. Tocaba ese instrumento y sospecho, por lo que vi, que era un virtuoso. Una noche nos contó la historia de como llegó a tocarlo, de quien le enseñó y de como conoció aquel instrumento. A mi, tal como lo narraba, me parecía que estaba hablando casi de un código secreto, de un asunto entre místico y legendario. Creo, incluso, que en un momento hice alguna broma y le dije que parecía El señor de los anillos en vez de una historia de un instrumento. La broma, a H, no le sentó muy bien, pero siguió narrando. Habló de un viaje por la costa occidental de África, de un poblado en Mali, donde conoció a unos tipos que tocaban la guitarra eléctrica en mitad de la nada. SIn embargo, lo de Mali no era más que el principio de un viaje que empujaba más allá. De Mali salió en barco hacia Brasil. El viaje duró muchas noches, tantas que no recordaba cuantas, nos dijo que hay un momento en el mar en que todas las noches parecen la misma. Que cada vez que anochece, la noche parece la misma que se ha vivido la noche anterior. Como si sólo hubiera una noche. En Brasil vivió un par de meses con una mujer, en un pueblo de costa donde se tocaba percusión y se pasaban las tardes mirando el mar. De allí se escapó violentamente, porque se sintió terriblemente dolorido por el desplante público de aquella mujer. Subió a Venezuela. Estuvo un mes viviendo en un pueblo que se llamaba El Tigre. En El Tigre conoció a un filósofo. Con el filósofo hablaban de Descartes y de Camus. El filósofo basaba todas sus reflexiones en el petroleo. Decía cosas como que el petróleo era la medida de vida en la tierra, que esa sangre negra era la sangre de la miseria y del dolor y que se expandía como una enfermedad terrible; que el hombre era la metáfora de esa nausea que habita en las entrañas de la tierra. De El Tigre viajó por carretera hasta un pueblo de costa. Conoció unos percusionistas que tocaban en un malecón, bebió ron con ellos, fumo hachis y marihuana y una noche subieron por un monte que bordeaba la costa. Caminaron horas y de repente los percusionistas salieron corriendo, le dejaron ahí solo. No durmió, ni siquiera se sentó en el suelo, se quedó inmóvil en esa selva oscura. Paralizado, aterrorizado. Amaneció y se fue, como pudo, de allí. Llegó a Caracas, de Caracas cogió un vuelo a México. En México le asaltaron y se quedó sin dinero. Trabajó en un café en la colonia del Valle. Se enamoró de una rubia adicta al crack. La historia, evidentemente, terminó fatal. Desesperado, y sin saber que hacer, robó dinero a la rubia y se largó del DF. Un autobús en estado de desintegración le condujo hasta Michoacán. En un bar de Patzcuaro entró en un local con música en vivo. Se emborrachó y durmió en casa de una holandesa terrible que tenía dos perros. A la holandesa le robó el coche. Sin saber como, llegó a Paracho. Subiendo una montaña que le pareció inventada pero que le recordaba a otras montañas, como si las montañas y las noches fueran la misma, siempre. Allí conoció a un fabricante de guitarras. El tipo, delirado y confudido con el termino creatividad, hacía guitarras como naves espaciales, guitarras como planetas, guitarras como mujeres, guitarras como letras, guitarras de formas imposibles. Bebió mezcal con el hombre. De madrugada en paracho sintió un frió terrible y empezó a llover. EL fabricante le dio un abrigo y le dijo que le acompañará. Caminaron bajo la noche por la carretera. Muchas horas. Demasiadas, Tantas que amaneció. Aparecieron en una cueva, entraron en la cueva, recorrieron la cueva. Muchos minutos después, quizá horas, llegaron al final de la cueva. Allí encontraron varios ejemplares de este instrumento. Pasaron varios días y noches el fabricante de guitarras y él allí, aprendiendo a usar el artilugio. Horas y horas de practicas y de algunas frases casi filosóficas para entender el instrumento. Al final el fabricante le dijo a H: "Llevaba una vida esperándote. Ahora llévate este instrumento y tócalo por el mundo" Se despidieron en Paracho. H cogió el coche de la holandesa y condujo sin parar hasta el DF. Algunos días después llegó a casa, después de meses fuera. Estaba más flaco y algo ido. Se encerró a tocar sin parar: un mes, dos meses, medio año. AL tiempo había compuesto unas piezas, las grabó en un estudio analógico. LA música era compleja y muy abstracta, las letras que cantaba H con voz grava, muy grave pero sobrecogedora y hermosa, hablaban del delirio y del dolor, también de la falta de fe y de la locura. H comenzó a tocar en bares. No logró atrapar un público fiel. Meses después nos contó esta historia. Yo, realmente, no me la creí del todo.

viernes, marzo 02, 2012

Bassie

 Hace cuatro años conocí a Bassie. Bassie me ayudó en una mudanza, tenía una furgoneta abrumadoramente vieja con bastante espacio que me sirvió para trasladar unas cuantas estanterías, libros, un sofá, un par de lámparas y la ropa. Al llegar a mi nueva casa, Bassie me ayudó a descargar y al terminar le invité a una cerveza. Bassie me habló de la música de su país: Sierra Leona, me habló de Bonthe, el lugar donde él vivía. Una población de Costa que describió con precisión. Me hablaba de su calle con emoción contenida, me habló de su viaje hasta Europa y concluyó diciendo que en realidad cruzar a Europa era un engaño, por qué siempre quieres subir más y por qué en realidad, decía Bassie, Europa no existe, sino que es una ficción exagerada, una especie de ilusión que tienen los que van ascendiendo África hacia arriba.

 .-  Cuando decidí venirme mi madre me dijo que no me viniera. No me lo dijo con protección, me lo dijo casi con una sonrisa. Decía que Europa era un laberinto, por qué consigues para seguir buscando. Es como subir África. Uno va subiendo desde Sierra Leona y todo el rato vas pensando que queda menos y cuando llegas al estrecho te das cuenta que en realidad nunca se llega. A mi eso me da igual. Yo no lo pasé excesivamente mal para entrar. A mi lo que me cansa de aquí, lo que me produce esta pesadez, esta desgana es que aquí nadie te saluda. El año pasado bajé hasta Bonthe para ver a mis viejos. Fui en avión. Un vuelo terrible porque tuve que hacer varias escalas y todas se retrasaban y en los retrasos yo pensaba que había un truco, que en realidad los aviones, los pilotos aceptan ese truco y participan de él, que en realidad Sierra Leona y Europa no están en paralelo en la línea del tiempo. ¿Me explico? En realidad cada piedra que son los continentes, piedras enormes, desmesuradas están distanciadas por el mar y que en realidad el mar no es otra cosa que un lugar físico donde el tiempo se diluye y contrae y cambia de forma y que los continentes no están en paralelo y por eso se retrasan los aviones a Sierra Leona. AL final llegué sin saber si estaba en el mismo tiempo, y en realidad jamás lo sabremos. Llegué al Aeropuerto de Bonthe y sentí que no debí salir nunca, esas cosas que uno ha oído siempre de los que se van. PAgué a un tipo para que me llevara hasta Bamba. Me bajé dos calles antes de mi calle. Mi calle no es como las calles de aquí, las calles de Bamba son distintas. No hay asfalto. Hay otra forma: la gente camina, va y viene. Según empecé a caminar me fui encontrando gente. Saludando a todos, pero no saludando como se saludan ustedes aquí, no. Saludando, saludando de verdad. En casa la gente se saluda y duras mucho tiempo saludándote. Tardé cerca de tres horas en cruzar la calle. Vi a la gente de allá. A unos a otros. Te saludaban desde la puerta, te sacaban algo de comer. Te preguntan, te abrazan y sigues avanzando. Llegué a la puerta de casa. Mi casa es bonita, modesta pero bonita. Las puertas abiertas. Entré, mi madre leía algo. No sabía que yo llegaba. No avisé por qué ellos no tienen teléfono. Levantó la vista y me vio en la puerta. Se levantó y estuvo diez minutos abrazándome. Al día siguiente perdí un par de horas en salir de mi calle. Había más gente que saludar. Caminé por las calles, me reuní con los amigos. Ellos se quejan de la situación y yo sin embargo les hablaba de Europa, de esto y les decía que mejor aquello. Me volví unas semanas después. Aquí está mi mujer. Estaba embarazada. Ahora tengo la furgoneta y saco dinero, pero me quiero ir.

jueves, marzo 01, 2012

Después del accidente

  En Andorra, o cerca de Andorra: por qué creo que ese punto exacto todavía no era Andorra.; tuvimos un accidente. La camioneta se deslizó de un modo casi artístico por el asfalto, un asfalto que, luego supimos, estaba repleto de aceite. El aceite, eso nos dijo un pastor, había caído de un camión que los transportaba desde el sur hacia el extranjero; que durante algunos kilómetros "se le han ido cayendo botellas de una marca de gran calidad de aceite de oliva" sin que el camionero se hubiera percatado. En la caída, las botellas se iban rompiendo y desparramando por el asfalto. Algunos minutos después pasamos nosotros y en uno de los primeros grandes charcos de aceite de oliva de calidad extra, la camioneta se desplazó en un movimiento entre violento y lento, dejándonos algunos segundos después, atascados entre el anden y un seto al borde de la carretera. La furgoneta pareció mantenerse intacta. Revisamos todo bien, nos miramos, nos preguntamos, contrastamos información con un buen hombre, el pastor, que pastaba a uno de los lados, y quien fue quien nos contó lo del aceite, y decidimos seguir. No hubo heridas. No hubo ningún daño físico, pero es cierto que desde entonces las cosas en el ambiente de la camioneta empezaron a sufrir cambios; cambios, evidentemente, a peor. Se intensificaron los ratos de silencio, durante tramos de bastantes kilómetros nadie hablaba y en la camioneta se instalaba un vacío sobrecogedor. Un vacío total o un silencio absoluto: que se asemejan terriblemente; también empezamos a notar que detrás de la apariencia de no daño en la camioneta, el motor sonaba de un modo distinto y que parecía afectado. Cruzamos Andorra. Seguimos hacia Francia. En Francia hicimos un tramo larguísimo de kilómetros. Un tramo por un trayecto algo indescifrable pero que nadie se atrevió a discutir a K, puesto uqe el silencio seguía instalado. Muchas horas después llegamos a Burdeos. En Burdeos, sin saber por qué, nadie se hablaba. Cada uno se fue por un lado distinto. Sólo K dijo que nos viéramos dos días después ahí, en ese parking donde habíamos dejado la furgoneta. Esa noche me emborraché hasta el delirio y olvidé parte de los acontecimientos de la noche y de la mañana siguiente. Desperté en un hostal desagradable cerca de la catedral Saint Andre. Salí a la calle, la temperatura era perfecta: 22 grados. Entré a la catedral, una mujer rezaba de espaldas, arrodillada, el pelo le caía hacia adelante. La miré cuando me di cuenta que mi sobrecogimiento venía por la música de órgano que sonaba en ese momento en la catedral. La reverberación, la solemnidad del sonido y la mujer joven rezando de rodillas me produjeron una contracción pectoral. Aguanté varias veces las ganas de toser. Cerré los ojos, aquella música tenía un poder descomunal en mi, se apoderaba físicamente y todo sucedía en esa especie de drama y elevación. Quise caminar para ver la cara de la mujer joven, pero ese poder físico que la música tenía sobre mi me lo impedían. Una nota grave, un grave repentino y constante, prolongado y misterioso me dieron una nueva sensación, casi un impulso. Avancé: me puse delante de la mujer. Tenía la cabeza agachada, tapada por el pelo. Sentí de nuevo ganas de toser. Una contracción entre física y emocional en el pecho. Me acerqué con la intención descarada de apartarla el pelo y descubrir su cara. Entonces tosí, tosí con fuerza descomunal. Me tapé la boca con la mano. Cada contracción, en cada tosido, me desmoronaba por dentro. Noté un líquido espeso en la mano que salía de la boca a cada tosido. Miré: era aceite de oliva. Mi tos era aceite de oliva. La mujer, entonces, levantó la cara y me miró. Cerré los ojos. No sé si se desvaneció la música. La muerte huele a aceituna.


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