jueves, mayo 20, 2021

Un rio, un túnel y la carretera oscura

 Solo conocía a Roberto dentro de ese coche. Su hermana y la amiga de su hermana las conocí cuando me monté y creo que hasta que nos bajamos, tres horas después, no las llegué a ver de frente, no llegué a ver su cara. Roberto y yo íbamos detrás, nos recogieron en la Avenida de los Abogados, cuando salíamos de clase. Al principio del viaje hablamos de otros países, luego hablamos de paisajes mientras caía el sol y la tarde y finalmente, ya de noche, yo, con algo de pudor, confesé, que nunca había viajado por una carretera tan oscura. No sé porqué, pero a día de hoy sigo sin entender que aquel trayecto me pareciera tan oscuro. No era una carretera más oscura que las demás, o sí. No sé. Pero no se veía nada más allá del arcén, no pasaban coches ni en nuestra dirección, ni en la contraria y no había posibilidad de luz. Esa zona central del país, tan deshabitada, tan vacía, no proyectaba resplandores desde ningún lado, no había poblaciones emitiendo luces hacia el exterior. Todo era noche. Roberto hubo un rato que se quedó dormido y su hermana empezó a hablar de una historia de cuando eran niños. Roberto había soñado con un túnel cerca del rio de la ciudad donde vivían, que era hacia donde viajábamos, y al despertar se lo contó entre asustado y fascinado: "esa mezcla imposible de emociones que sólo se producen en los sueños". Ella le dijo que porque no iban hasta el rio a ver si ese túnel existía de verdad. Salieron a media mañana caminando, atravesaron la periferia de la pequeña ciudad. Es uno de los lugares más cálidos en los que yo he estado en mi vida, así que mientras ella iba contando, yo me imaginaba el calor, la humedad y esa luz extraña del centro occidente del país. Cuando llegaron al rio, vieron en un ancho de la orilla un grupo de gente celebrando algo y empezaron a caminar rio arriba. El ruido de esa gente reverberaba todo el trayecto, como si ese murmullo hiciera el camino contrario de la corriente del río. Cuando llevaban algo más de veinte minutos andando, la hermana de Roberto se lanzó al agua totalmente acalorada y él la miró asustado: "¿Qué te pasa?" le preguntó ella y él contesto que en su sueño pasaba justo eso. En ese momento se dieron cuenta que ya no se escuchaba el murmullo, y ella, durante algunos segundos, sintió incertidumbre y miedo. Roberto arrancó la marcha de nuevo, como si ya no esperara a la hermana, y ella salió del agua rápido, para no perderle la pista. Las laderas del rio, en ese tramo, ya se ponían muy frondosas y era complicado andar. Roberto caminaba enajenado, como si buscara algo de verdad. Ella ya no habló, pensó que lo mejor, llegados hasta ahí, era dejarse llevar. Pasado un rato, Roberto se detuvo y la miró: "No sé qué carajo estamos buscando. Es como si todo hubiera perdido sentido en este país". Ella miró al agua y vio un pez pasando, como pasa el tiempo. Se quedó pensando en eso, en que quizá, el tiempo, es un pez rio abajo aprovechando la velocidad de la corriente. Quiso calmar a Roberto, sintió esa extraña responsabilidad de hermana mayor, no estaba nervioso, pero si estaba desorientado, quizá angustiado, las noticias, la política, el orden social, estaban totalmente alterados y ese preadolescente, estaba afectado por el desorden. "No hay sentido- le dijo ella- esa vaina no existe. El sentido es una forma concreta de narración, un cuento que nos contamos". La hermana de Roberto siguió contando algunos detalles de aquel día, cuando Roberto empezó a despertar a mi lado. La oscuridad en la carretera seguía pareciéndome excesiva, tremenda. Le miré y sonreí a modo de saludo. Con Roberto había una complicidad extraña, porque en el fondo tampoco nos conocíamos mucho. La hermana giró la cabeza desde el asiento de copiloto, fue la primera vez que vi la cara casi entera sin ser a través del espejo del quitasol. Miró a Roberto y le dijo:" Les estoy contando lo del túnel del rio" Roberto sonrió y dijo: "Ese túnel era la violencia y la intolerancia y el dolor. Siempre he pensado que ese túnel me estaba avisando, era un túnel para escapar de aquí". La amiga de la hermana, que conducía concentrada y atenta dijo: "A veces pienso que este continente no existe. Que es el principio de un mundo nuevo que nunca termina de nacer" Detuvo el coche porque empezó a salir humo y nos asustamos. Nos bajamos, pero ninguno teniamos ni idea de mecánica. Sentí tensión, pero no pasó nada. La carretera estaba vacía, oscura y silenciosa. Miré arriba buscando la luna y la luna seguía allí. Así que me tranquilizó pensar que si la luna estaba, el continente estaba y existía. Que aquello era real. Cuando dejó de salir humo, nos subimos al coche otra vez y seguimos la ruta, llegamos a la ciudad de Roberto casi a medianoche. Siempre me sorprendió lo vacías y silenciosas que estaban siempre las calles de esa pequeña ciudad en las que no cesaba el calor ni de madrugada. 

miércoles, mayo 12, 2021

Los días perdidos

 Yo ya casi no me hablaba con mi padrastro. No había habido un momento roto, un momento donde, por una discusión o conflicto, nos habíamos dejado de hablar. Simplemente la relación había llegado a un punto donde no teníamos nada que decirnos. Se había dicho todo ya, que tampoco había sido mucho, se había acabado el relato, la narración. No quedaba nada que contarse. El caso es que no nos hablábamos, tampoco recuerdo si manteníamos la cordialidad del saludo o si hasta eso lo habíamos dado por dicho ya. Un saludo todos los saludos. Yo llegaba tarde a casa porque no me quería cruzar con ellos, en realidad lo honesto y valiente por mi parte hubiera sido irme mucho antes, pero cierto temor al futuro no me dejaba hacerlo, también mi noviazgo. Un noviazgo extraño y algo desesperado, me mantenía aferrado a aquella casa, a aquella ciudad y aquella forma de vida que se había quedado inútil, obsoleta. Cuesta creer que la vida cuando menos sentido tiene es cuando eres muy joven. El mundo se deshilacha, el presente se convierte en una masa amorfa, inmoldeable en la que a ratos pareces no tener cabida. No estaba deprimido o melancólico, simplemente estaba fuera, fuera de algo que no se sabe qué es y que es un lugar en el que muchas veces parece tener hueco todo el mundo menos tú. 

 Pasé meses así. Un tiempo que ahora parece uno. Eso que solemos llamar "época". Realmente las épocas en las personas no existen. Porque en cierta manera, y esto que voy a afirmar es arriesgado, las personas no existen. Somos cúmulos. Un amasijo de órganos, vísceras y cosas, pero además de eso, cúmulos de tiempo y decisiones que no tomamos y que tampoco toman del todo los otros. O quizá sí existen las personas, pero no el individuo. La mayoría de las cosas importantes en mi vida no las he decidido yo y creo que así sucede con casi todos. Tampoco sé si nos deciden. Nos vamos decidiendo, quizás. No lo sé. ¿Quién puede saber algo? Cuando entiendes algo se abre un espacio a algo que dejas de comprender porque se abre algo nuevo que tienes que aprender. Y quizá en esa época, si es que finalmente nos atrevemos a llamarlo época, estaba comprendiendo que el mundo era incomprensible. Así que a menudo caminaba por la ciudad sin mucho orden, durante muchas horas. Convertí caminar en algo importante, lleno de simbología. Me gustaba descubrir esquinas, dotarlas de personalidad, comprenderlas desde otra perspectiva. La ciudad tenía cambios estilísticos y de desarrollo muy pronunciados. Había fronteras evidentes. Me iba de un lado al otro como el que cruza a otro país. Cuando has perdido cierto rumbo en tu vida, observar el día a día de la ciudad te recuerda permanentemente lo fuera que estás, el desorden de tu vida. Era una época que mi núcleo de amigos y conocidos o bien se habían ido fuera o bien estaban muy ocupados y yo tenia ante mi las horas del día vacías, sin ocupación, salvo esperar que mi novia saliera de clase y entre actividad y actividad, tuviera una rato para vernos. Así que yo caminaba horas por las calles de la ciudad, recorriendo zonas como el que va investigando algo, pero yo no investigaba nada, ni siquiera buscaba. La gente iba y venía, entraban a sus trabajos, a sus labores. Los niños entraban y salían del colegio, los panaderos atendían su negocio, los empleados de los restaurantes preparaban las meses y limpiaban los locales, los buhoneros tomaban las aceras y las llenaban con sus mercancías. La vida mercantil en plena ebullición. Los autobuses recorriendo sus rutas. Mensajeros en moto. Y yo fuera, caminando por ese mundo al que no tenía acceso y al que en el fondo no quería acceder. Pensando si aquel movimiento permanente no era una excusa para no detenernos: y si el sistema no es más que un intento extraño de huir de la nada. Como si asumiéramos que estar en ese ciclo agotador nos permitiera huir del vacío y la quietud eterna. Fue en esa época que me sentí perro, a ratos gato también. Uno de esos animales aceptados en las ciudades. Que deambulan, como deambulaba yo, siendo ajenos o partícipes periféricos. Era un gato o un perro de ciudad. Uno de esos que ves pasar por la acera y no prestas demasiada atención. ¿Qué hacen esos animales de ciudad? Lo que hacía yo: existir. Yo existía, porque caminaba. Así que cambié el aforismo: camino, luego existo.  

Un dia atravesé la ciudad de este a oeste, llegué casi hasta el monumento que representa a la ciudad en las postales. Había subido por la avenida principal del comercio. Había atravesado aquel bullicio a ratos molesto, había pasado por el terminal de autobuses, donde vi a un hombre sin piernas recitando el Apocalipsis y llamándonos a la salvación. Un autobús accidentado en un lado de la avenida por donde salían todos los autobuses, echaba humo y había alboroto alrededor. El conductor estaba muy nervioso y  maldecía su mala suerte. Un niño muy pequeño, que casi no sabia hablar me pidió dinero. Giré más arriba, por una zona donde se concentraban talleres mecánicos, ferreterías y almacenes de venta materiales industriales. Me asomé a uno de los almacenes donde había trabajado una chica que había estudiado conmigo todo el bachillerato, que un año antes, nos habíamos encontrado y que siempre me había gustado mucho. La vi sentada en un escritorio hablando por teléfono, el local tenía abierto los portones para que entraran los vehículos a cargar, ella tenía la mesa al fondo, y estaba allí, sería, hablando. La miré unos segundos y levantó la cabeza, me vio y me sentí descubierto. Colgó el teléfono y se acercó hasta mi para saludar. Fue muy amable. A mi me costaba mantener conversaciones en aquella época. Me costaba encontrar frases para ser sociable. Mentí sobre mi ocupación: no quise confesar que en mi vida no había actividad, que era un tipo de 17 años sin nada que hacer. Me dijo que si la esperaba un rato podíamos comer juntos. Dije que sí, sabiendo que no tenía nada de dinero para comer. Esperé fuera, hacía calor, porque en aquella ciudad a mediodía siempre hacía calor. Olía a taller, a productos químicos, a Apocalipsis. Recordé al tipo sin piernas y pensé que quizá tenía razón: "Ha llegado el fin", pero no había llegado, o al menos hoy, 28 años después, aún no ha llegado, aunque aún siga dando la sensación de que está a punto de llegar. Esperé unos minuto más y apareció. Pensé en mi novia y me sentí raro, pero en ese momento, justo en ese momento, me di cuenta que no teníamos nada que ver y que seguramente ella, hacía tiempo, que me veía como un objeto aburrido. La chica salió. Me miró y me dijo que fuéramos a un sitio barato:"hoy invito yo" dijo, y sentí un profundo agradecimiento al destino, a la vida, o a lo que fuera, por no hacerme pasar un mal rato. Caminamos por las calles de atrás de esa zona de la ciudad en la que se entremezclaban casas muy humildes con naves industriales y calles mal asfaltadas. Giramos por una calle que iba paralela al cementerio. En uno de los muros del cementerio había un grafiti que ponía: "Solo nos queda la violencia", el país estaba siempre a punto de estallar. Ella me iba hablando de su trabajo, no le gustaba, y se había inscrito en la universidad para hacer periodismo, pero en su casa había problemas económicos y no podía dejarlo. Entramos en una casa, una señora tenía dos mesas armadas para comer en un patio de suelo de tierra, ella saludó a la mujer con confianza y me presentó. En una tabla estaba anotado el menú del día: hervido de pollo con cilantro. Ella pidió cervezas. La mujer las sacó. Estaban heladas y las bebimos con rapidez. En ese momento pensé que me había enamorado. No sé porque lo pensé, pero en ese justo instante pensé que me hubiera fugado con ella para siempre No dije nada, me preguntó por mi vida y le dije que estaba perdido, contesté así, sin mucho entusiasmo. "Me quiero volver a mi país", ella me miró con melancolía. Luego le hablé del tiempo, porque estaba obsesionado con el tiempo, y finalmente le hablé de mis paseos, le confesé que sólo caminaba, que era lo único que hacía al cabo del día y que hacía todo lo posible por volver tarde a casa. Entonces ella me cogió la mano y sonrió. Giró la cabeza y pidió otra ronda de cerveza. Yo tenía el estomago vacío y esa segunda cerveza me iba a marear, pero me agradó la sensación de despreocupación. La mujer apareció con las dos cervezas y los dos platos de hervido. Comimos despacio, y nos bebimos dos cervezas más. La otra mesa seguía vacía. Ella se reía y me contaba cosas de su trabajo. Luego me empezó a hablar de Hector Lavoe y de Ismael Rivera y le pidió a la mujer que pusiera música. Hacía un calor tremendo en el patio, sonaba "Sangre Son Colora" de la Orquesta Conspiración. Entonces ella me levantó y me cogió para ponernos a bailar. Yo no sabía bailar, de hecho me dejaba llevar con cierta torpeza, pero ella cerraba los ojos y bailaba con maestría. La mujer sacó dos cervezas más y nos las dejó en la mesa mientras seguíamos desplazándonos por el suelo de tierra. Estábamos solos en ese patio, en ese mediodía abrasador, en la zona de detrás del terminal de autobuses de una ciudad en medio de Latinoamérica. Al terminar la canción no sentamos. Ella me dijo riéndose: qué mal bailas, muchacho. Y sentí algo de vergüenza. Brindamos con las botellas y bebimos un sorbo largo. Pidió la cuenta, pagó y salimos. Ella tenía que volver al almacén. Caminando por la acera, se detuvo y me dio un beso, se giró y siguió andando. Nos despedimos sin ganas, yo me hubiera quedado toda la tarde con ella, quizá todo el mes, quizá varios años, pero nos despedimos y cuando la vi entrar en el almacén sentí que perdía una oportunidad, no sé de qué, pero una oportunidad perdida para siempre. Caminé un buen rato, afectado por una forma de nostalgia, me senté debajo de un árbol, en una pequeña plaza donde por un razón incomprensible, nunca se sentaba nadie, un vendedor de helado raspao estaba a mi lado, escuchaba las noticias en una pequeña radio que sonaba muy aguda, el locutor hablaba indignado de algo que había sucedido en la asamblea nacional. Le pedí un cigarro al vendedor y me lo negó, pero no me levanté, me quedé mucho rato ahí sentado, deseando que ella, al salir del almacén, algunas horas más tardes, pasara por ahí, me viera y me invitara a acompañarla a algún lado. Pero no pasó, nunca la vi pasar por allí. Sólo pasó la tarde, fue pasando muy despacio, fue cayendo el calor, el flujo de gente y en algún momento comencé el camino de vuelta a casa. Sin prisa, sin ganas de llegar, cansado de caminar, pero tarareando obsesivamente el estribillo de Sangre Son Colorá. 

lunes, mayo 10, 2021

El verano feliz

  Había perdido brillantez en los últimos años, aunque el deterioro lo notaba básicamente en los últimos meses. No construía sus discursos con facilidad, las ideas no se trenzaban como antes, se escapaban detalles, no se armaba el pensamiento con rapidez y ni siquiera a él le entusiasmaban algunas de sus ideas. Detestaba lo ocurrente o esa expresión que aborrecía: la chispa; pero ciertamente se parecía a eso. A una perdida de empuje en el pensamiento. Estaba abotargado y la incapacidad de fluidez en el pensamientos, a ratos, le producía cierta ansiedad. ¿Había venido esa espesura para quedarse? Como aquellos míticos deportistas que iban perdiendo rapidez y esplendor en la cancha, ¿era lo suyo el deterioro perenne? No lo sabía. Salía a pasear con frecuencia buscando refrescar el pensamiento. Miraba a la gente joven, su aspecto vivo, su indiferencia evidente al tiempo, sus pensamientos moldeados en ese nuevo mundo que para él ya tenía mucho de argumento incomprensible, como esas películas que a la media hora dejas de entender del todo. No quería ser joven, "no se puede ser joven, ser joven es un algo tan extraño" pensaba. Sólo quería disfrutar de placer de pensar, de sentir que su pensamiento se podía estructurar, porque eso es lo que hacemos cuando pensamos: creamos una línea argumental, conectamos puntos, círculos distantes en nuestro cerebro. Aquellos paseos se convirtieron en algo casi adictivo. Era verano. Un verano suave, amable y las tardes por la calle Caramuel le estaban dando una sensación nueva de disfrute. Ya no hilaba reflexiones, pero pensaba sin pensar, lo que le daba cierto descanso. A última hora, cuando el sol iba bajando, entraba al Fabián, un bar a dos cuadras de su casa, se pedía un vino y escuchaba las opiniones aleatorias de los otros asistentes. A veces política, a veces deporte y otras veces reflexiones sobre el coste de la vida. Dejaba aquella marea de palabras sonar, como si le sirvieran para algo, algo que debía de encontrar o de hacer saltar algo en su propio cerebro. Las voces de los otros como otra forma de propio pensamiento. A veces salía algo beodo del bar y andaba por la acera con algo de torpeza. Le hubiera gustado que aquel verano fuera eterno, que la ciudad medio vacía se quedara así para siempre. Todas las noches hacía la misma ruta, los mismos ritos, hasta aquella noche precisa en la que todo cambió. No esperaba nada del verano, posiblemente no esperaba mucho de la vida. No era un pesimista, pero no vivía con falsas esperanzas, aceptaba la vida posiblemente tal como era, una especie del accidente del que surgimos a borbotones, como pompas de agua. Y no esperaba nada aquella noche mientras caminaba por la calle ancha a ritmo desigual pensando sin pensar demasiado, sin más que haciendo un pequeño repaso a las opiniones que había escuchado en el Fabián, cuando de detrás de Fiat bastante deteriorado aparecieron dos tipos de repente. Se le encararon y le amenazaron con una navaja de poca monta pidiéndole todo lo que llevara. Les miró con desdén, ausente de temor, por alguna razón no esperaba que las cosas se fueran a poner violentas. Fue entonces cuando, de golpe, aparecieron los pensamientos, la fluidez, la "chispa", pensó en la violencia, en la estructura de la sociedad, en la opresión. Les empezó a hablar de lo que pensaba, de lo que estaba sucediendo en su cabeza:

.- Llevo meses en un proceso extraño del pensamiento. Llevo meses sin construir y argumentar mis ideas y este susto repentino, vuestra aparición me ha devuelto el armazón del raciocinio. Entiendo, amigos, porque roban, lo entiendo y lo comparto, no tengo mucho, pero os lo voy a dar. No cambiaremos el mundo, llegamos siglos tarde para intentar cambiarlo. Ganaron, ganó el poderoso, ganó  el opresor. Nos dejaron desarmados y sin recursos. Nos deshilacharon. Pudimos ser madeja y nos hemos convertido en trozos de hilos desperdigados por las calles y ya llegamos tarde. Sin embargo vosotros no sois culpables y os merecéis mi dinero, os merecéis más otro dinero, otra posición, otros dolores, y también, probablemente yo lo merezco, pero entre nosotros, es probable que yo sea opresor, que yo merezca vuestra violencia. 

A esas alturas de discurso, los dos jóvenes y aprendices de ladrones, habían asumido que el asalto había fracasado: "No te diste cuenta que era un loco" le recriminó, más tarde, el más joven al que había decidido que ese era el hombre para atracar esa noche. El discurso duró algun minuto más, donde se iba trenzando todo un manifiesto sobre la explotación y la opresión. Sobre la estructura social, sobre dominio y el derecho a la violencia, sobre el derecho de los oprimidos a robar. Mientras hilaba pensamientos para justificar que sus Ladrones que le robaran, iba sacando la vieja cartera Y juntando los pocos billetes y monedas que sumaban una cantidad de dinero que no solucionaría ningún problema, ni siquiera subvencionarían una noche de diversión a los inexpertos asaltadores. No cogieron el dinero, se miraron, se dieron la vuelta y se fueron de allí sin despedirse. Nuestro hombre, abrumado por la gentileza de los dos seres que le habían devuelto la fluidez de pensamiento, se quedó unos segundos boquiabierto, atónito y feliz. Arrancó el camino dispuesto a retomar su vida previa. Aquel verano lo recordó siempre como: el verano feliz. 

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