lunes, noviembre 13, 2023

Nadie conoce la verdad

 Esa noche conozco a Pablo Ezquivel en un bar del centro. Yo estaba ahi porque había quedado con un amigo que hacía años que no veía. No me gusta entrar en bares solo. Me incomoda y no sé actuar, pero esa noche entré porque llevaba todo el día caminando por la ciudad y necesitaba sentarme un rato. Mi amigo no llegaba y Pablo, la persona que luego supe que se llamaba Pablo, estaba algunos taburetes más allá hablando con el camarero. Yo saqué un libro que acaba de comprar, pero el discurso encendido de Pablo me atrajo o me despistó de la lectura y empecé a atender. Pablo hablaba de unas muertes que no habían sido noticias y hablaba de la verdad. No entendía a qué verdad se refería, pero hablaba de la verdad. "Nadie conoce la verdad" decía cada cierto rato. En un momento, consciente de que le miraba, Pablo empezó a hablarme a mi. Me preguntó si me interesaba esta historia. Yo le contesté que sí, pero que no la entendía. Y Pablo, contundente, me dijo que no había nada que entender, porque la verdad no se conoce. En televisión hablaban de un temporal de nieve y viento que iba a alcanzar toda la península. El tono de la presentadora era apocalíptico. Pablo miró la pantalla y luego al camarero y le dijo que sería conveniente que apagara ese aparato demoniaco. El camarero sonrió, pero siguió atendiendo un poco más allá. Luego me miró a mi y me dijo que esa presentadora le gustaba muchísimo, "la he visto alguna vez en otro tipo de escenarios" y se quedó unos segundos más mirando a la pantalla. Cuando yo miré a la pantalla había ya imágenes de arboles agitados por el viento y la lluvia en alguna ciudad del norte, pero no había ninguna presentadora, no pude aportar nada a su comentario. Pablo me preguntó entonces que a qué me dedicaba. Yo le conté rápido, que llevaba unos meses en paro, pero que mi profesión era la literatura. Él me preguntó si yo escribía. Le contesté que escribía sobre lo que otros escriben y que daba clases sobre lo que otros escriben, pero que en realidad me hubiera gustado escribir, pero que escribir requiere de unas características psicológicas que yo no tengo. Yo tampoco escribo, pero a su manera soy escritor, porque a su manera todos los somos, me contestó. La verdad no existe, insistió, por eso todo lo que pensamos o decimos o susurramos o soñamos, es un relato. En ese momento me invita a una cerveza, yo a la siguiente, él a la de después, yo a otras dos. Pierdo conciencia del tiempo y asumo que mi amigo no aparecerá. El camarero nos invita a otra y después a unos aguardientes de su pueblo. El aguardiente no me gusta, pero lo bebo obediente. Ausmo la ebriedad. Miro el móvil. Mi amigo no ha mensajeado. Pablo me habla de otros muertos y del fascismo, de la estructura social bajo la que vivimos. Todo ha mutado. Ya no hay dictaduras en este continente, pero tampoco las necesitan. Ahora el juego es otro. Son magos. Se adaptan y ahora el juego es invisible, silente, tremendo. Ya no hay torturas, la tortura es otra. El miedo no es obvio. El miedo va por otro lado. En cada respiración de cada peatón, de cada ciudadano, de cada periodista, de cada alumno, de cada presentador de televisión, de cada influencer de redes sociales. El miedo lo impera todo, pero no se ve, no se le intuye, porque todo lo gobierna. Estamos aterrorizados, pero lo peor es que ya no lo sabemos y no lo vamos a diluir. Porque como diluyes lo que no sabes que está. No hay revolución social que lo diluya. Han ganado. Yo le pregunto quiénes han ganado. Él contesta que nunca lo sabremos, pero hay unos que han ganado, que han impuesto este modelo de vida que es imposible de alterar. Entonces Pablo me dice que si quiero acompañarle a un sitio donde Madrid parece otra cosa. Las ciudades son muchas cosas y nunca las conocemos, como al verdad. Las ciudades son la verdad, las calles, el asfalto, las aceras, los edificios, los barrios, todo eso es la verdad y nosotros peatones. Estoy tan borracho que le digo que sí. Salimos del bar. A unos metros tiene aparcada una moto vieja, una vespa muy deteriorada, pero entrañable. No parece un capricho de un adorador de lo antiguo, parece la moto de alguien que ha resistido varias décadas el deterioro mecánico de su única pertenencia. Me da un casco que me parece muy incomodo. Me dice que me monte y arranca. Conduce prudente a pesar del alcohol. Voy mirando las calles y sintiendo un frio insoportable. No sé qué hago ahí, pero por un lado me siento a gusto. Pablo atraviesa la calle San Bernardo. La ciudad ya tiene poco tráfico a esa hora. En San Bernardo gira a Alberto Aguilera. Por la acera de la derecha, veo un grupo de neonazis gritando cánticos y amenazas. Pienso en el miedo del que me hablaba Pablo en la barra del bar. Seguimos por Marqués de Urquijo. Atravesamos el parque del Oeste. La moto va ligera en la bajada. Hay una patrulla policial detenida en un lado, cerca de la rotonda de arriba, bajo los árboles del parque. Nos ignoran. Dos policías en el interior parecen estar viendo vídeos en el teléfono. ¿Qué videos estarán viendo? Me pregunto y especulo mientras la método sigue bajando hacia el puente de los franceses. Pablo acelera y yo me desubico y cada vez siento más frio. Llegamos a la M30. El tráfico es escaso, a nuestro lado, durante algunos metros un coche de alta gama se queda en paralelo. Miro al conductor, él me mira a mi. Le saco un dedo y él me mira con desprecio y acelera. Nunca realizo actos de ese estilo y no sé por qué le he sacado un dedo. A esas alturas de la noche ya no sé cómo va a suceder nada, me siento muy borracho y congelado. La moto parece frágil entre tanto carril. Coge el desvío a El Pardo. En los primeros metros de la carretera de El pardo veo un conejo atravesar la carretera, los ojos aterrorizados del animal cuando ve la luz de la moto de frente, pero logra evitar el atropello. En un lado veo un ciervo, el ciervo se pone a correr en paralelo a la moto, el ciervo me mira mientras corre casi a nuestro lado. Le preguntó a Pablo si sabía que los ciervos corrían tanto. No habíamos hablado desde hacia bastantes minutos. Pablo me contesta que eso no es un ciervo: eso es tu miedo. Y esa respuesta me hace sentir un miedo muy concreto, un miedo que casi se puede tocar. Es la primera vez en toda la noche que me pregunto qué coño hago ahí. Tengo un frio insoportable. La noche está congelada. El ciervo se pierde monte adentro. Pablo se mete en una salida a la derecha. La carretera que cogemos es muy estrecha y está muy deteriorada. Nos metemos también en una oscuridad muy profunda. La carretera esta llena de agujeros y baches y Pablo conduce muy lento. Vamos ascendiendo, la cuesta es muy pronunciada. Creo que veo otro ciervo a un lado, pero no digo nada. Al fondo, quizá a uno kilometro o dos veo una construcción con luz, ahí en medio del monte. Entiendo que ese es nuestro destino. De repente Pablo para la moto. Me dice que me baje. La moto la deja a un lado, bajo un arbol. Me mira mientras se quita el casco y me dice que le dé el mio. Este trozo hay que hacerlo andando, me dice. Nada de toses, ni  de estornudos, me exige. Por nuestro bien conviene no ser descubiertos. Salimos de la carretera y vamos entre árboles, por un camino muy estrecho de arena, abierto a trompicones entre los que me parece en la oscuridad olivos. Veo poco, veo mal y no entiendo nada. Pablo respira muy acelerado y haciendo ruido. Intuyo que es por la cantidad de tabaco que fuma. Yo respiro mal, pero es por la tensión y el miedo. No entiendo mi situación y lo peor es que no sé a esas alturas cómo darle la vuelta. Cuando ya estamos muy cerca del edificio tenuemente iluminado, Pablo se detiene y me dice: Ahí dentro están los que han ganado. Ahí dentro se planifica el miedo. A mi me parece de repente que llevo toda la noche con un loco y que soy un insensato, pero Pablo me mira serio y me dice que sigamos. Llegamos a una especie de parking hay varios coches aparcados. Rodeamos el edificio para entrar por detrás. El edificio es una construcción de dos pisos, que emula un palacio o algo por el estilo. Es de granito y con pocas ventanas. Vemos luces tenues y se escucha murmullo de voces, cada cierto rato también risas. Nos asomamos a una ventana donde se ve un salón amplio, con una chimenea encendida. En una pared la cabeza de un toro. La decoración es espantosa. Hay cinco hombres desnudos con copas en la mano. Rien y hablan.Están de pié, pero soy incapaz de entender qué hacen. Hablan o ríen. Su actitud es de espera o de ritual o de reunión. Hablan de pie, desnudos, están inquietos porque se desplazan a un lado y a otro, como si les doliera algo: los pies o el estómago o un dolor ilocalizable.  Reconozco a uno de los lideres del partido de derechas entre los cinco, a su lado un cantante de izquierdas, activista político y muy implicado en algunas luchas sociales, hay un empresario muy conocido y un tipo con barba que intuyo o me parece ser uno de los fascistas que salen en Televisión. Ese abraza de repente al cantante de izquierdas y se pone a llorar, el cantante le da un beso en el cuello y le consuela. Los otros ríe. La quinta persona no sé quién es. Del fondo, de la puerta que está debajo de la cabeza del toro, aparece una famosa presentadora también desnuda. Se acerca al grupo y todos callan. Se pone a hablar y todos la escuchan, pero no logro escuchar nada de lo que dice. Pablo se gira hacia mi y susurrando me dice: qué buena esta esa tipa. A mi la frase me molesta, porque de repente tengo la sensación de que todo esta excursión es porque Pablo sabía que podía ver a la mujer desnuda y que era el único motivo de este extraño paseo. Aparece una segunda mujer, es una locutra de una emisora progresista. Va vestida. Se acerca al cantante de izquierdas y le besa, también besa al fascista y a la presentadora, con la que se queda abrazada  ¿Qué cojones es esto? Le digo a Pablo susurrando. Aquí es donde la verdad se diluye, también el miedo. Porque ya te he dicho que nadie conoce la verdad, me dice en un tono monótono, como si estuviera pensando en otra cosa. De repente siento vértigo o una nausea. Y por primera vez Pablo me parece la única verdad que he conocido en los últimos 25 años. Le miro y veo que está llorando. Le pregunto que qué le pasa. Me mira aterrorizado y me dice: que cada vez estamos más jodidos y que lo peor es que no lo sabemos. En ese momento tengo muchas ganas de volver a casa, de entrar, de ver a mi hija dormir y meterme en la cama con Arantxa y olvidar esa noche. 

martes, noviembre 07, 2023

La nueva vida de Andrés

 Andrés se detiene en mitad de la calle Madera un dia de semana a media tarde. Hace frío, pero Noé excesivo, además Andrés no es de los que se queja del frío. Si algo le perturba a Andrés son los calores de la ciudad en verano, pero ese frío moderado no le afecta en ningún modo el carácter. Es la temperatura bajo la cual, su percepción de la realidad no se ve intoxicada. Su piel, podríamos decir, está compuesta para vivir justo en ese frío moderado. Mira hacia arriba, ese trozo final de calle que hace una leve cuesta hacia Espíritu Santo y siente, de golpe, sin saber muy bien por qué, que su identidad, esa que ha ido construyendo bajo unos gustos, bajo algunas ideas y sobre una forma de expresión, ya no existen. Entonces, de golpe, mientras el bullicio del barrio sigue sucediendo, gente de acá para allá, que no camina por las aceras, siguen deambulando, Andrés siente un vacío, un agujero que se abre. Como esos malos efectos de películas mediocres de ciencia ficción. Un agujero viene a toda velocidad desde la Calle Luna y lo absorbe, lo devora y se lleva para siempre a lo que él creía que era Andrés hasta ese momento. Su piel, eso sí, sigue inalterada. La temperatura exterior le sigue pareciendo amable, la temperatura idónea: noviembre en Madrid. Pero de resto, muchas de las cosas que él creía que componían a Andrés, ya no lo son. Ese agujero enorme que ha subido a toda velocidad por toda la calle se lo ha llevado. Una señora pasa a su lado con bolsas de Mercadona, le mira con algo de desprecio y sigue. Andrés la mira y durante algunos segundos siente envidia o algo parecido a la envidia, que es también una forma de admiración y también una forma de desprecio y de angustia y de dolor y de desasosiego y justo ahí Andrés se detiene, en el desasosiego, que a su vez se parece al agujero que se ha llevado algunas cosas de la identidad de Andrés. Entonces decide seguir andando. Sube el tramo de calle, esa ligera cuesta que imperceptiblemente te hace acelerar la respiración. En Espíritu Santo la calle parece un pueblo. El vaivén de ciudadanos imprecisos le recuerda a algo: a su vida anterior; que dejó de suceder hace escaso tres minutos. Entonces Andrés mira las cosas y nota que las mira de otra manera. Los gustos de las cosas, por ejemplo. Mira la ropa de la gente y la que antes le parecía bien, ahora le da igual y la que antes le parecía mal, ahora le da igual. ¿Qué me gusta? Se pregunta Andrés. Y se da cuenta que tiene hambre. ¿Me habrá afectado al gusto por la comida esta perdida de identidad? Mira hacia un bar, ve que picotea la gente y nota que en ese punto el gusto está inalterado. El hambre y la comida siguen anclados a Andrés, es el mismo, pero sin embargo una canción que suena hacia la calle, que sale de una tienda y que antes detestaba ahora le pone contento. "Finalmente esta canción no estaba mal" piensa y sonríe mientras tararea el estribillo. Cuando casi alcanza la esquina con la corredera alta, ve a un viejo amigo. Este se acerca y le saluda:

- ¿Qué tal, Andrés? Joder, cuanto tiempo.

- La verdad que sí- contesta Andrés- pero mejor así, porque ahora me pareces un profundo mamarracho. 

El amigo le mira desconcertado, inquieto incluso preocupado. Andrés le da la mano y se despide. Sigue caminando y piensa, como una conclusión feliz: "Se esta mejor así. Bajo este nuevo influjo" y se pierde por la Corredera en dirección a Fuencarral, donde no se le ha perdido nada.

lunes, noviembre 06, 2023

Los últimos viajes en el tiempo

 En la calle Princesa piensa en un argumento para una novela. Durante aproximadamente dos minutos, en su cabeza se forma todo un esqueleto, todo un edificio de un argumento con distintas lineas temporales, con personajes entrelazados a lo largo de distintas décadas, Una novela que habla del último siglo y de los cambios psicológicos que eso ha producido en las personas, habla de la transformación social y de los efectos de la evolución digital, pero sobre todo habla del dolor y de la huida, de la soledad y del silencio. En dos minutos es capaz de ver todo extendido, como en una pizarra enorme, el mapa argumental, las subtramas enlazadas a la trama, la estructura y la forma narrativa. Todo extendido ahí, en medio de la calle Princesa. Cruza para entrar en el metro de Arguelles. De la esquina de El Corte Inglés ve salir una pareja de jóvenes, con ropas sofisticadas, vienen de comprar. Les mira y piensa, que de alguna manera, esos jóvenes son parte de la novela, no sabe en qué momento aparecerán, pero sabe que de alguna manera ellos están ahí, en el mapa de la pizarra donde se trenza toda la trama. Desciende al metro, en el andén de la línea 4 ya casi no se acuerda de la novela, una novela, que había pensado, sería larga, de unas seiscientas páginas. Se sube a un vagón, el vagón va casi vacío. Avanza varias estaciones. Esta convencido en ese momento que Madrid lleva un rato sin estar en el año 2023, que como en esas películas de ciencia ficción donde el tiempo se puede mover, Madrid lleva una ato instalada en el año 78. Nadie se ha dado cuenta, la gente sigue vistiendo a la manera de 2023, todos llevan sus móviles, no han fallado las conexiones, porque todo eso ha viajado también, pero Madrid lleva un rato en otro año. Se baja en Alonso Martínez. Sale a la plaza De Santa Barbara. Se queda quieto porque ha olvidado donde iba. Hay momentos que todo parece perder narración, trama, como si fuéramos novélas y hubiera páginas de relleno o que se han quedado sin corregir. Se queda quieto en Santa Barbara. Mira hacia abajo, dirección calle Hortaleza. ¿Cómo podría saber o verificar que realmente estamos en el año 78? Sabe que no lo podrá comprobar, que ni siquiera lo podrá comentar, pero no tiene ninguna duda de que es así. Madrid, a ratos, viaja hacia atrás, de hecho, con frecuencia, se instala en años previos. Eso, claro, explicaría muchas cosas. Eso explicaría la ciudad, la gente con la que se relaciona, con la gente que trabaja. Eso le hace darse cuenta de que todo sucede en otro tiempo. La gente trabaja en décadas anteriores, la gente disfruta de comidas familiares en años lejanos, la gente ve a los otros desde allí, desde muy atrás, sin ser conscientes que han viajado en el tiempo, que son personajes de una muy peculiar novela de ciencia ficción. Gira la cabeza hacia la esquina con Sagasta, donde estaba la vieja cafetería Santander y ahora está nueva cafetería Santander, lo que certifica, en cierta manera, que efectivamente la ciudad sufre de saltos temporales. Al lado ve el quiosco, remodelado. Cruza, y observa la prensa del día. Tiene ganas de abrir algunas paginas, observar si las noticias son de hoy, de ese hoy del 2023 o de un hoy más viejo, un hoy del siglo pasado. El tiempo, piensa, ha sido modificado. El pasado ha sido alterado, una regla, que como aprendió en las películas, no debía ser saltada. El pasado no debía alterarse, porque perjudicaría en los acontecimientos del futuro. De repente, el argumento bestial de su novela se le confunde con la realidad. ¿Y si en verdad estoy ya dentro de mi novela? reflexiona aturdido. ¿Si esto no es mas que una novela vívida, que se va recorriendo de forma real? ¿Si la trama es esto que se despliega ante mis ojos: Alonso Martínez en el año 23 sin ser el año 23? Y de repente piensa que sí, que Madrid está en ese instante mucho más atrás en el tiempo. Ni siquiera en el año 78. Madrid está, entonces, en el año 56. 

lunes, octubre 23, 2023

Desde el futuro

 V no tiene futuro. Sí lo tiene, claro. Porque el futuro siempre está delante, pero atraviesa una época de su vida en la que el futuro parece una cosa amorfa, indefinida, paralizante. La vida luego sucederá, eso lo sabemos ahora, pero en ese momento el futuro le resulta incómodo, casi una amenaza. Le paraliza. Está ahí, porque el futuro siempre va viniendo, pero le produce algo semejante al bloqueo. Verdaderamente no es el futuro, es el presente lo que le paraliza, pero eso lo sabrá después (en el futuro). Los días son pesados. Lleva diez años sin saber qué es el otoño y el otoño se instala lánguido y silencioso. De repente, a finales de octubre, se siente agotado porque no ve hueco en esa masa gris que se ha instalado en el cielo. ¿Cuanto dura el otoño? Se pregunta en largos paseos por la ciudad en la que no conoce a nadie. La recorre como un fantasma, como si no perteneciera al presente que habitan todos. No es una metáfora. Se siente así: invisible, ajeno, desconocido, frágil. ¡Qué frágiles podemos ser! ¡qué vulnerables! Pasa horas, tardes enteras paseando por una ciudad que conoce muy poco. Va por calles al azar. Observa el movimiento de la ciudad y siente que no esta ahí. Le gustaría ser participe de algo, estar ahí, ser parte de ese indescifrable océano de gente que va y viene sin saberse a dónde, ni por qué. A veces va por calles céntricas, comerciales, ajetreadas, pero otras veces decide ir por barrios periféricos, lejanos, homogéneos. Calles menos transitadas, donde peatones avanzan dentro de la ciudad y de sus vidas. Especula con esas existencias: personas que trabajan en oficinas, en hospitales, en tiendas, en productoras, en agencias, en bancos, zonas industriales, taxistas, oficios desconocidos, negociantes corruptos, trapicheros o gente inocente. Ese conglomerado de humanos que forman las sociedades, las clases, el entramado indescifrable del sistema. En esas calles periféricas siente por primera vez una forma de soledad extraña, dolorosa, porque se asemeja al vacío y la incomprensión. Una soledad peculiar porque no sabe si hay manera de acotarla. La soledad tiene formas extrañas y a veces es un terreno inabarcable, que no se sabe muy bien dónde acaba. Lo experimenta esos días, esos meses. También una forma de tristeza o de desasosiego. Todas estas palabras, todo esto que ahora suena casi concreto, en ese momento él no lo descifra. Simplemente es traspasado por ello. Ajeno, lejano, desprovisto de armas para comprenderlo. Esas calles casi vacías cuando empieza a caer la tarde le abruman. Ve luces en las casas, niños volviendo con sus madres entrando en portales. Gira en otra calle al azar. Mira en el letrero el nombre. Barrios que luego casi nunca más visitará y que ahora le proporcionan forma a la ciudad. Está tratando de descifrar algo, también su temor y su angustia. Entra en el metro en una estación cualquiera. Hace transbordos para llegar mas tarde a la habitación donde dormirá casi un año. En el tren el vaivén de pasajeros. Chicas de su edad con las que le gustaría hablar, pero que jamás lo hará. A las que mira de reojo y ve bajarse en una estación que trata de memorizar por si un día el azar o el capricho los vuelve a hacer cruzarse. Un músico ambulante que toca impreciso una canción que no le gusta. Esas vidas desconocidas, esas formas de existencia que le parecen extrañas, lejanas. Observar la vida de los otros es observar el absurdo a veces. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Y tambien comprender que cuando nos quedamos fuera, lo que signifique estar fuera, nuestra existencia cobra una forma distinta que no sabemos gestionar. Los ciudadanos crecidos bajo esta forma de existencia que podríamos llamar sistema, anclamos parte de nuestra identidad al hacer, a la actividad, y nos quedamos desubicados, desconcertados, acongojados incluso, cuando no estamos dentro, cuando nos salimos de ahí.  Entre los túneles, viajando en el metro, entre estaciones, siente que es, además, difícil de acceder. Es como si no hubiera puerta de entrada. No es que quiera ser parte del sistema tal y como solemos concreto, es que no quiere ser ajeno a los otros, a lo que sucede, sea lo que sea. LO que sucede entonces se convierte en algo indescifrable, inabarcable, demasiado vasto. Porque suceden tantas cosas a la vez. Todas esas vidas aparentemente inconexas del metro, cada vida ligada a estas vidas, que se van trenzando. Un prototipo inabarcable, un mecanismo excesivamente complejo como para ser visualizado en toda su extensión. Pero sentirse fuera o lo que podría tambien llamarse soledad tiene una forma de mirar distinta. Lo que sucede, o el presente, como queramos llamarlo, es algo que está al otro lado de ti, de ese muro invisible que te separa absolutamente de todo. Entonces baja en una estación casi al azar. Decide bajar en el mismo instante que escucha el nombre de la estación anunciado por megafonía. El nombre le resulta poético o gracioso o simplemente le llama la atención: ¿qué hay ahi afuera? En esa zona. Sale, ya es de noche. Hay bares con televisiones encendidas. Gente que pasa fumando, hay una ciudad en la que vive desde hace poco, pero en la que cada segundo, incluso cuando duerme, se siente ajeno. El futuro, esa enormidad bestial que tenemos delante, le aterra, pero sigue andando por la ciudad. Avanzando por un presente que aun perdura. Porque el presente siempre dura. 

miércoles, junio 21, 2023

La biblioteca de Babel

 La historia de algunas lecturas marcan también la historia que se ha leído. La primera vez que leí a Borges, había estado buscando algun libro suyo por los buhoneros del centro de Barquisimeto. En casa no había rastro de literatura del argentino y en aquella época previa a internet no era tan sencillo encontrar determinados objetos. En aquella remota ciudad, algunos libros, eran preciosos artilugios inhallables. En esa época era inculto, pero muy entusiasta (sigo siendo ambas cosas) y me propuse leer a Borges, mi empeño y mi tenacidad dieron frutos. Había en el centro de la ciudad una zona donde unos tipos con unas mesitas transportables vendían libros usados, desgastados, de segunda o tercera mano, quizá más. ¿Cuantas manos, a cuántas lecturas habían sido expuestos aquellos libros? Pregunté por Borges a aquellos tipos, el primero, el segundo y el tercero, me dijeron que no tenían nada. En mi ignorancia pensé entonces, que Borges seria un escritor de culto, desconocido y extraño, solo leído por unos pocos. Aquello empezó a darle a Borges un halo de misterio y enigma. Sabía poco del argentino: la nacionalidad, la ceguera y el mito de su genialidad, desconocía verdaderamente su obra importante, sus títulos imprescindibles y  prefiguraba un estilo que nada tuvo que ver con la realidad. El cuarto buhonero me dijo que sí tenia algo de Borges, que que quería. El tono, el ambiente y la forma de preguntar me invitaron a pensar que estaba cometiendo un acto que rozaba la ilegalidad: no estaba comprando un libro usado, estaba comprando algo más, una sustancia prohibida o el vale para un hechizo. Le dije que me daba igual: "quiero uno bueno", Contesté. Me miró serio y rotundo, pero no antipático: "todos son buenos" afirmó. Acto seguido me dijo, que esperara, que tenia que ir a buscarlo. Salió caminando rápido, en la esquina de la diecinueve giro a la izquierda y le perdí de vista. Me quedé de pie varios minutos. Pasé de la serenidad de una espera amable a la desorientación de una escena extraña. ¿Por qué tardaba tanto? ¿A dónde había ido a buscar el libro? Pasaron más minutos de lo que podríamos considerar normales para la situación. Los otro libreros no me miraban, apenas tenían clientes. Uno de ellos leía, los otros meditaban, miraban al frente como inmortales, como si el tiempo no corriera para ellos. Pensé que estaba siendo víctima de algún tipo de extraña estafa o usado para algún rito indescifrable. Pasaron más minutos. De repente a mi lado se puso otra persona, me miró y me preguntó que si sabia donde andaba el librero. Contesté que había ido a buscar a Borges. La respuesta fue torpe y acelerada, porque buscaba un libro, no al autor, pero no lo quise aclarar. El hombre se quedó callado a mi lado. Cuando la espera rozaba una duración absurda apareció por la esquina el buhonero con el libro en la mano. Me lo dio con una sonrisa amable y una frase poderosa: "a veces se esconden". Miré el libro, estaba en buen estado, algo desgastado, pero legible y sin manchas o roturas. "Ficciones" se leía. Deslicé las páginas de un lado al otro. Leí el indice y pregunté el preció. Me pareció extraordinariamente barato. Pagué. Caminé a la diecinueve y esperé por el Ruta 5 leyendo las primeras páginas. El resto, como sabrá todo lector de Borges, es historia. 

miércoles, abril 12, 2023

Tarde en el parque

  A los primeros días de abril no le corresponde este calor y nuestra reacción es contradictoria, porque nos movemos entre la excitación de los días de sol y la angustia por pensar que estamos viviendo un mundo que se va al carajo. No ha llovido hace varias semanas y el pronostico es que siga sin hacerlo. Sin embargo, el día es esplendoroso: camisetas de manga corta, bermudas y bicicletas es el plan que nos proponemos mi hija Paula y yo a media tarde del lunes. Inflamos las ruedas, las dejamos a punto y bajamos por las escaleras del edificio con una misión: pedelear sin mayor propósito. Pasear en bicicleta tiene algo hermoso: viajas despacio, pero te aparte del ritmo de la realidad. Mi hija Paula y yo somos disciplinados en nuestros paseos, yo me mantengo vigilante en las zonas de transito y ella me sigue a rueda, confiada en que su padre no la meterá en peligros. Una vez que atravesamos calles con tráfico, la tensión disminuye. Llegamos a El Retiro y sentimos el sosiego de enfrentar la parte amable de nuestro viaje. El parque está vivo, la gente entra y sale por la puerta principal, donde confluyen parejas, deportistas, vendedores ambulantes y esos tipos que ofrecen paseos en bicicletas o carritos que se pedalean a turistas divertidos. Cuando entramos  solemos girar hacia la derecha: no solemos establecer una ruta previa, simplemente recorremos los caminos del parque empujados por el placer o la curiosidad. En principio la ruta, sigue los caminos aleatoriamente y nos lleva hasta el paseo de las estatuas, todas las zonas de césped están con parejas abrazadas, lectores solitarios, músicos amateurs ensayando y personajes variopintos desperdigados por la hierba. Algunos aprovechan sombras de árboles hermosos, otros lanzan la frente al sol, la mayoría ha traído alguna tela de cualquier tipo para extenderla en el césped y sentarse. Se forman así pequeños campamentos. 

El Retiro es nuestro lugar favorito de la ciudad, por mas que vamos, siempre nos parece descubrir un rincón nuevo, algo que desconocíamos de las visitas anteriores, y mientras padaleo  (ahora yo detrás de Paula), pienso que El Retiro es la ilusión de un mundo utópico hecho realidad: el parque solo te devuelve imágenes de paz o calma o ligera alegría o desparpajo o fogosos besos o ensayos corales o ajedrecistas que no se citan, pero que se encuentran muchas tardes en ese rincón formidable de las mesas de ajedrez. Durante el paseo pienso que igual que hay lugares que ofrecen la imagen más despiadada y cruel del ser humano o lugares que aborrezco, como los grandes centros comerciales, El Retiro me devuelve una especie de imagen idílica del mundo. En El Retiro no se consume, el placer es estar. Hay esquinas donde se compran refrescos o chuchería y kioskos para tomar algo a precio desorbitado, pero la mayoría estamos en El Retiro para estar, por el puro placer de pasear o sentarte ahí. En el parque se recupera la esencia humana. Corredores de ritmo alto, corredores que Buscan bajar unos kilos antes del verano, ciclistas despistados, grupos de edades diversas haciendo Yoga, un coro de mujeres practicando una pieza a cuatro voces que les sale casi perfecta, un trompetista de técnica elevada tocando una pieza que desconozco, pero que resulta hipnótica entre los árboles. Hay, bajo un árbol, una chica tumbada en el suelo, sobre hierba, escribiendo algo en un cuaderno: ficciono, mientras la veo, que escribe una ficción. Que ahí se está creando un texto. En un banco un tipo serio lee una novela que no conozco, está concentrado, ajeno, en ese instante, a todo lo que sucede en el parque. Está en ese párrafo, en uan descripción, en medio de una narración que quizá suceda en otro parque, ¿quién sabe si lo que lee no sucede también aquí? Lee en el Retiro una historia que sucede en El Retiro. Paula mira también con atención las breves situaciones que nos va entregando el parque. De vez en cuando compartimos alguna frase, pero en general, pedaleamos, con una cadencia agradable, observando el parque. 

 En cierta manera El Parque es un viaje. Observamos un universo que a veces parece autocompletarse solo. Como si todo lo que sucediera en el mundo estuviera sucediendo ahí. Hay un momento que pienso que eso podría ser una novela o una de esas series de hoy en día: recorrer el paseo y detenerte en la historia de cada uno de los que nos vamos cruzando: esa pareja abrazada con aire de melancolía, ¿Por qué callan y están lánguidos, meditabundos? ¿Uno de ellos se va a otra ciudad dentro de poco? ¿ Se están reconciliando sabiendo que la reconciliación ya es imposible? ¿Están exhaustos de besos y frases excesivas y están descansando de la euforia? Más adelante esa señora que le habla a una planta y se calla cuando nos ve acercarnos ¿Quién es? ¿Qué le dice a la planta? Todas esas vidas cruzadas, extendidas por el parque, en esa tarde poderosamente primaveral que evoca ya casi el próximo verano. Sigo pensando en eso: también en los árboles. Pienso en los diferentes parques que hay dentro del parque. Miro a Paula y me parece que  fuéramos dos astronautas atravesando universos. Porque, en cierta manera, pasear por El Retiro, claro, tiene mucho de viaje universal. 

jueves, marzo 30, 2023

El regreso

  JS volvió a su ciudad después de una década sin visitarla y década y media desde que se fue, dejando atrás conflictos sociales y políticos que se le escapaban a su voluntad, buscando, en otro continente, una nueva forma de vida. El viaje de regreso (va de visita por un mes), es largo. Una suma de horas, que con la confusión de cambios horarios se convierte en una forma precaria de viaje en el tiempo. Cuando aterriza en Bogotá, cansado y desubicado, se queda unas horas esperando para una transbordo hacia Caracas. Hay algo en el aeropuerto de Bogotá que lo conmueve, no es algo concreto de ese edificio incomprensible por dentro, es más bien una atmósfera, que le empieza a otorgar al momento la sensación de Bienvenida, de regreso, de llegada. Está excitado, eufórico, por qué no decirlo: contento. Es la forma de alegría primigenia, volver al lugar donde naciste puede parecerse, de un modo llamémosle poético, a volver a nacer o recuperar un tiempo que ha estado una década detenido. Como si un reloj se hubiera parado y arrancase de nuevo diez años después. Visto así, piensa JS, el tiempo son la suma de distintos tiempos que no necesariamente corren a la vez. Intenta dormir sentado en un incómodo banco de la zona de la puerta de embarque, quiere recuperar fuerza para aprovechar, según llegue a su ciudad, cada segundo y no perder tiempo en cansancios y dormir más de la cuenta. No logra dormir profundamente, pero sí se mantiene un buen rato con los ojos cerrados, imaginando formas de reencuentros que tendrá en un dia largo. Piensa velozmente en esos quince años desde que salió, en sucesos inconexos y secuencias lógicas que le han ido dando forma a su nueva vida: las cosas no han ido nada mal, concluye. Se pone incluso analítico, casi estadístico, compara su situación al salir del país con el momento presente, incluso calcula ganancias y ahorros, la posición económica actual contra aquella que tendía a lo muy deficitario cuando dejó atrás su ciudad natal. Todo esto lo hace con los ojos cerrados, intentando ganarle tiempo al tiempo en esa vorágine de tiempos que son los viajes intercontinentales. Una voz anuncia el vuelo a Caracas. Se pone en tensión, pero una tensión amable, está rozando la euforia. Coge su mochila, respira profundo y se pone en pie. Mira el reloj sin saber muy bien si esa hora se corresponde con la del presente, lo que quiera que sea el presente después de un vuelo largo y varios cambios horarios.

 En el avión logra dormir, probablemente sueñe, pero jamás lo recordará. Piensa, eso sí, que de alguna manera, desde el despegue en Madrid o incluso desde que cerró la puerta de su casa de madrugada, dejando dentro a su familia durmiendo arropados, todo sea una forma peculiar de sueño también. Todo eso lo piensa mientras el avión va descendiendo hacia las pistas de aterrizaje de Maiquetía. Por la ventanilla ve el brillo del sol sobre el Mar Caribe. Abajo, las formas de la costa anuncian los límites de su país, esos que estudiaba en geografía. Cuando descende la escalera hacia la pista, siente la humedad única, exclusiva y que tanto ha evocado, de su país. Es una humedad que parece tener una forma especial, una humedad que llevaba quince años sin sentir, el calor, en medio de esos días de invierno europeo, le dan ganas de saltar. Detesta el frio y sentir calor en medio de los primeros dias de enero le desborda, pero contiene la reacción infantil. Cruza pasillos, tramites y las frases de algún policía. Oficialmente, ha vuelto a casa. Al otro lado de las cintas que separan espacios reconoce a su hermano, le hace gestos desmedidos. En ese breve recorrido hasta el encuentro reconoce la cara pero con las variaciones que van aportando los años. Menos pelo, más canas, las formas de la cara aumentadas pero no por peso, sino por esa variación inapreciable en los rasgos que va agregando el tiempo. Se abrazan, no son muy efusivos, sin embargo, ninguno de los dos puede evitar unas casi inapreciables lágrimas. Intercambian frases y alguna risa.Volver es ir volviendo. No es un regreso de golpe, te vas encontrando cosas, imágenes, sensaciones y todo eso va completando el regreso. Lo que no sabe JS es que no volverá del todo hasta que regrese a Madrid y exhausto y emocionado se tumbe, un mes después, en su cama agotado y recuerde las fases, las anécdotas y cada segundo de esos días de regreso. El regreso completo se hará cuando lo termine y entonces, nuevamente, un reloj se detendrá y otro arrancará de nuevo, y el presente será, claro, algo que jamás llegamos a alcanzar. 

martes, enero 31, 2023

La ciudad incomprensible

 Vivieron casi una década en una ciudad que nunca entendieron bien. Claro, las ciudades nunca se entienden bien, porque su crecimiento no sigue la lógica de una persona, sino un cúmulo abrumador de caprichos, ambiciones y azares absolutamente indescifrable. Hay ciudades que tienen cierta coherencia, ciudades marcadas abruptamente por los acontecimientos de su historia y la historia universal y luego hay ciudades que están ahí, sin saberse muy bien del todo porque están ahí, como han ido creciendo, qué explicación urbanística las da sentido. Son el paradigma de la imprevisibilidad. Y ellos habitaron ahí, pero probablemente nunca estuvieron. Estar no siempre va ligado a un asunto físico. Uno puede no estar estando y ellos estaban, pero nunca estuvieron. La arquitectura estudia, no siempre con mucho tino, esa relación que tenemos con la ordenación territorial y el urbanismo, pero a veces las explicaciones son complejas cuando las ciudades son incompresibles y se escapan a la lógica. Habitaron allí, con frecuencia con una actitud distante, extraña, una forma muy peculiar de melancolía. Una tristeza agotada. ¿Cómo terminaron allí? La vida, como el urbanismo, tiende a no seguir reglas, lógicas claras y su biografía, si se revisara a fondo, no deja claro el por qué de terminar viviendo en esa ciudad. Llegaron como llegan las hojas que caen al río a algún punto varios kilómetros más adelante. Cayeron y fueron arrastrados. Se instalaron en un apartamento en el centro. Claro que los centros de las ciudades no significan los mismo en Europa que en Latinoamérica. Quizá esa diferencia ya empezó a marcar las cosas. Llegaron una tarde de julio. Los muchachos habían terminado el curso y era el momento para cambiar de ciudad. Un cambio, que a priori facilitaba las cosas a todos. No se les facilitó a nadie, pero eso es algo que descubrirían años después. Cuando el coche giró en la Avenida Venezuela para bajar por la calle 29, la madre y el hijo pequeño, que estaba a pocos meses de dejar de tener esa posición, fueron invadidos por un sentimiento desconcertante, en general se le llama intuición, pero también primer impacto. Y ese primer impacto fue de desasosiego. En el caso de la madre ya conocía la ciudad, en el caso del hijo pequeño que iba a dejar de serlo, fue una primera imagen de desolación y deconcierto. Se abrió algo nuevo para siempre, porque de repente, más allá de la ciudad, más allá de ser un coche bajando por la calle 29 hacia la carrera 16, sintió un eco amplio, un eco vacío y casi infinito, un descubrimiento del vértigo: el universo, de repente, rebotaba una especie de nada allí, un eco silente que recorría la calle 29 entera. 

Somos parte de la ciudad, las formas se nos meten a fondo y en cierta manera modulan nuestra percepción. El muchacho no rechazaba la ciudad porque sí, simplemente no la entendía, se le escapaba a lo que las ciudades significaban para él. Cuando, meses antes habían llegado a Caracas desde Galicia, Caracas le produjo un impacto inmenso, profundo, pero a su manera, para él, Caracas era comprensible, lo que sucedió al atravesar el centro de Barquisimeto, esa tarde de julio, es que de repente descubrió que las ciudades tenían muchas más formas de las que él sospechaba o estructuras inexplicables. Percibió una profunda sensación de caos, de desestructura y de tristeza. Probablemente la tristeza estaba en él, porque tardó mucho tiempo en irse, pero en algún momento sintió la alegría y la celebración en esa ciudad. Pero aquellas calles le parecieron sumamente tristes, pero no la tristeza icónica, la tristeza paradigmática, era una tristeza nueva, porque era una tristeza que venía de sentirse ajeno a lo que veía, ajeno y muy lejano. Como si hubiera algo que sabia que jamás iba a poder cruzar, por eso no siempre estamos estando. Él no estaba, y ese descubrimiento filosófico con 13 años, le produjo, sin saberlo conscientemente, su primera crisis existencial. ¿Qué hay entre nosotros y el mundo? ¿Qué sucede cuando estando no estamos? 

Los primeros meses la distancia entre el lugar y él fue abrumadora. No sólo no terminaba de llegar, sino que cada vez estaba más lejos. Aquellas calles destartaladas, aquellas casas descuidadas, aquel asfalto destrozado, aquel ruido comercial en la calle 20 le mantenían en un estado de desubicación. A cada minuto intentaba penetrar, pero algo no se lo permitía. Se fue sumiendo en el silencio y en una meditación permanente sobre la relación con las ciudades. Para él, sin saber por qué, cada cosa que sucedía estaba marcada por el escenario: Barquisimeto lo inundaba todo. No hablaba con alguien, sino que hablaba con alguien en Barquisimeto. Todo, cada segundo, estaba marcado por lo que significaba su nueva ciudad. La ciudad tiende al calor, no siempre, pero tiende a elevar la temperatura. También las percepciones climáticas condicionan todo: ese era un clima nuevo para él. 

El centro de la ciudad era una cuadricula gigante, atravesada por calles y carreras, la distancia a los sitios se podía medir exactamente en cuadras. Esa idea matemática le obsesionó. Prefiguraba imágenes y paseos como el que dibuja diagramas. Su colegio nuevo estaba a seis cuadras, la panadería que gustaba en casa a cuatro pero en dirección oeste. La tienda de discos mas cercana a cuatro dirección norte, el hospital donde nació su hermano meses después a tres: dos cuadras norte, una oeste y así, estando sin estar, fue viviendo sus primeros meses en la ciudad que no comprendía y que nunca comprendió del todo. Mirando cada cuadra, esas casas de aspecto colonial, pero desajustadas, con la pintura caída, ventanas rotas o tapadas, brochazos sin terminar, una ciudad que a ratos tenía aire de abandono y otras de futuro incierto, como estaba él, sumido en una sensación de lejanía e incertidumbre. Como si viviera en un lugar que el resto del cosmos se hubiera olvidado que sigue existiendo. 

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