lunes, diciembre 16, 2013

Primavera

 Lo que peor llevé los primeros meses era el frío de esas horas. Conseguí el trabajo a finales de diciembre y antes del amanecer, en esa época, el frío no es sólo un asunto físico, va más allá. Parece una dimensión, un absoluto. Todo es frío, lo demás es un accesorio. Gobernado por el frío trabajaba como buenamente podía. Yo no estaba acostumbrado a esas temperaturas y las manos se me quedaban casi estáticas, como si se negaran a la realidad. Me costaba trabajar con los músculos tan entumecidos. El trabajo era muy físico. Entraba al mercado por la calle de carga y descarga. Ayudaba en la descarga de los camiones. Al cabo del rato habíamos vaciado entre quince y veinte camiones. No sólo el frío me dejaba sumido en ese estado vacío de emociones, también el olor de las carnes, de los pescados, se me metía en la sangre. Como si en esa zona del mercado no hubiera sino un estado atemporal. Como si las cosas no pasaran o pasaran sin más.  Las primeras horas eran las más duras del trabajo. Requerían mucho físico y a mi el frío me parecía un batallón indescriptiblemente fuerte, como esos partidos de futbol en los que juegas contra un equipo exageradamente superior al tuyo y te vapulean sin consideración dejando un resultado que de abultado no parece sino un chiste, una caricatura. El frío me golpeaba sin consideración y además como había que meter toda la carga en las cámaras frigoríficas, el frío se sumaba al frío artificial y había un dialogo entre los dos fríos que te dejaba la piel acartonada, seca. Apenas se hablaba. Yo padecía especialmente el frío, pero en general era una molestia para todos. El silencio parecía resguardar vestigios de calor y  hablar expulsara el poco que uno pudiera retener.

 Al terminar la descarga el mercado cambiaba de estado. Los locales empezaban a abrir y se organizaba con precisión la apertura. Rara vez aparecía clientela en el arranque, pero pronto estaba ya todo activo. Listo para el día. A esas horas el trabajo se hacía liviano. Hacía algunos recados para la gerencia y ayudaba con las cosas de los locales. A veces me daba para hablar con los Sánchez, los dueños de la carnicería con más clientela de todo el mercado: la Carnicería Hermanos Sánchez. Hablábamos de futbol. Ellos sólo seguían a su equipo, yo seguía casi todo el fútbol mundial y me gustaba su épica futbolera. Para ellos ganar el domingo iba más allá de una victoria, en realidad para ellos ganar era una derrota de menos, y en su radicalismo odiaban los empates: el resultado de la mediocridad, como decían. Otras veces bajaba a administración y ayudaba con los bancos. A media mañana el hambre emergía y me iba a almorzar donde Sara, un cafecito pequeño donde daban buenos bocadillos y un café  antológico.  La forma de las horas, la forma en general del día, era distinta desde que empecé a trabajar. En cierta forma, con las tardes libres, pero con sueño, las cinco de la tarde me parecían una nueva forma de noche y en la noche me espabilaba y no me entraba sueño hasta horas que le entra el sueño a los que trabajan en horarios más convencionales. Por las noches el mercado me parecía irreal. Veía partidos de fútbol en la pantalla y miraba por el ventanuco de mi habitación la forma de la ciudad que alcanzaba a ver. A veces trataba de recordar las playas, las playas de mi país. Otras veces miraba sin atención los partidos. En realidad, ver el fútbol en este continente me daba la sensación de estar viendo el fútbol en diferido. Nunca me gustó ver el fútbol si no era en directo. La imagen de unos jugadores que en el presente, mientras yo lo estoy viendo, ya saben en sus casas o en sus vestuarios, el resultado del acto que están realizando en la pantalla, le quita, para mi, cierta tensión, el dramatismo necesario que da el desconocer el futuro. Los partidos que veía en la habitación los veía en directo, en esas horas de la noche, de tarde allá, en mi país, que parece imposible que nadie juegue al fútbol; sin embargo a mi todo aquello me parecía diferido, la luz de la tarde sobre el estadio, las gradas coreando esos cánticos indescifrables para los micrófonos de la televisión. Me costaba conciliar el sueño y a veces las horas pasaban espesas, y veía el reloj y casi ya me tenía que poner en pié y cruzar la ciudad para ir hasta el mercado. El día daba una vuelta extraña, porque como muchas veces había dormido por la tarde, no sabía si ya era ayer u hoy. A veces me parecía que iba dos veces en el mismo día al mercado, a veces, que sin darme cuenta, me había pasado un día por medio sin ir. A veces tomaba el café antes de salir, me hacía una cafetera en un pequeño fuego eléctrico que tenía al pié de la cama. Me lavaba en el grifo que tenía pegado a la cama y trataba de no hacer ruido, porque los de las otras habitaciones eran gente con cierto mal humor. Cuando salía a la calle me daban ganas de insultar bajito al frío. Insultarlo susurrando, como se insulta a un mal jefe cuando se da la vuelta y sabes que no te escucha. Un día llegué al mercado sin frio. Marquez, un buen muchacho que hacía casi el mismo trabajo que yo, en vez de darme los buenos días con esa voz amable con la que me saludaba cada día, me dijo: "ya se viene la primavera. Ya se viene, Gauchito"

Idea

 También está el problema del exceso de las ideas y de la autoría de las ideas. En general el problema es la autoría, pero también el exceso. Las ideas, como tal, no pertenecen. El exceso de ideas también nos aisla. La idea para ser comunicada necesitada de otro u otros, de un colectivo, de un receptor. La idea habita en los otros, necesita de ellos, no existe sin ellos, sin su interpretación; que es la aportación definitiva a la idea. El exceso de ideas nos separa. Habitan las ideas, en épocas de exceso,  en esas individualidades tan marcadas. Se mueren sin encontrarse con los otros. El problema es que hay tanta idea que ninguna habita en su lugar natural, en el exterior, donde se desarrolla y crece y se prolonga en el tiempo y se instala en el colectivo. No necesitamos más ideas, lo que necesitamos es que salgan y se desarrollen, se conjunten como tal. No necesitamos un atasco desorbitado de ideas. Una trombosis ideológica. Un tapón por exceso. Si algo hemos concluido o estamos empezando a comprender es que el exceso no deja sino vacío de lo que trae. El exceso, y esto parece inevitable, trae desajuste, reparto caótico, reparto inevitablemente desigual. La aspiración no es el exceso, la aspiración es el desarrollo y el exceso tapona, no transpira. Necesitamos ideas que respiran, que habitan y vienen sosegadas y crecen lentamente.

jueves, diciembre 05, 2013

La cebolla

 Esto es una cebolla más que una narración. Tiene tantas capas que olvido cuál fue la capa original y cómo se aglutinaban. Esta es la capa visible, o está por verse, porque no es la primera vez que esto se escribe. No exactamente así, como está siendo escrito; pero debajo de este texto habitaba otro texto que venía de otro texto y de allá, como un eco lejano veía otro y otro. No era un juego literario inicialmente, y creo que ahora tampoco lo pretende. Curiosamente todas esas capas del texto se fueron montando en la realidad, como una especie de autobiografía. Sin embargo, algunos acontecimientos fueron haciendo que los textos anteriores sufrieran algún tipo de accidente y no terminaran siendo textos: se borraron, se perdieron, se olvidaron...

 Creo que la idea original venía de una pequeña anécdota de algo que sucedió en la calle o de algo que fue escuchado o de algo que fue recordado en un momento puntual y que visto desde otra perspectiva parecía idóneo para ser trasladado a, por ejemplo, un cuento. Evidentemente la idea no era esta, era otra cosa, que curiosamente fue olvidada, dejando tras de si, ese halo místico del que se cubre toda cosa olvidada. Era una idea de algo casual, un fragmento de una biografía anónima, un asunto curioso. Días después aquello se había perdido por los recovecos insondables de la memoria. Aquel argumento peculiar por más que se buscaba no aparecía. Una mañana de diciembre soleada y hermosa, la idea no acudía, por más que se buscaba en la sala de espera de un hospital. Sentado en una de esos bancos de asientos de plástico duro que se vuelven terroríficos pasados diez minutos. Un viejo temor a las salas de espera trajo el halo del argumento sin volverlo concreto, se sabía de un argumento y seguramente rondaba en algo parecido a aquella situación, pero no venía. El nervio estático de la incertidumbre que da la espera de resultados médicos hicieron que un nuevo argumento tratando de recordar aquel viejo argumento se empezaran a trazar como borrador. Se escribía con la incomodidad de la situación y con la dificultad de teclear con los dedos en las miniaturas de un smartphone. El viejo argumento nunca llegó, pero a cambio se adaptó la situación a texto. Se escribía, trasmutando los personajes. Lo que era un individuo esperando se convertía en una pareja que se parecía a la pareja que había enfrente. Se narraba la incertidumbre de una paciente acompañada de su marido. Su marido que, despistado, recordaba el partido de futbol de la noche anterior de su equipo. El número en la pantalla. El camino hasta la consulta. La frialdad y educación de la doctora.; y ahí se detiene el borrador porque el que escribe, en el lado real, es llamado por su número para pasar a consulta. Las noticias en la consulta son buenas, muy buenas. Una forma de vida se evapora de golpe. Diez años de medicación se acaban. De repente, en boca de una doctora dulce y muy explicativa,  se da por finalizado un tratamiento pesado. La euforia de las buenas noticias hacen del paciente que nada más salir de la consulta llame a sus íntimos y comunique la noticia. Pasan varias llamadas. Camina por la calle con énfasis. Una nueva etapa arranca y lo charla con su pareja y con sus íntimos. El día pasa, camina, trabaja y finalmente, varias horas después, se sienta a escribir esto, con la idea inicial de concluir el texto que había arrancado en la sala de espera. Cuando abre la página donde había arrancado a escribir no hay sino un vacío, una página en blanco. Entonces escribe esto, narrando lo que narró o resumiendo algo que había acontecido y aquí acaba.

lunes, noviembre 25, 2013

Familias en vacaciones

 No sé si íbamos o volvíamos de vacaciones. Creo recordar una sensación de laxitud, por lo tanto casi seguro volvíamos. Nos paramos a comer algo rápido, las niñas eran muy pequeñas y reclamaban alimento con sollozos y algún gritillo. Era pronto para nosotros, tarde para ellas. Nos paramos en un sitio al uso. Camiones en el estacionamiento amplio, letreros altos que se muestran a la carretera con ansiedad, ese murmullo del tráfico y la fugacidad de los clientes. Entramos y pedimos cosas para las niñas y algo para nosotros. No sé si ya estaban o llegaron cuando ya llevábamos un rato. Creo que me empecé a fijar en ellos, cuando se sentaron con sus bocadillos. Era una familia de cinco miembros, Triste, repleta de esos patrones de familia con problemas. No sé exactamente qué problemas. Como nosotros volvían o iban de vacaciones. Se sentaron en una mesa en la que entraban apretados. No se hablaron nunca. Nadie miro a otro. Lo único que uno podía percibir era desprecio de unos a los otros. Las dos hijas jamás cruzaron mirada, el hijo más pequeño miraba hacia algún lado en los perfiles de la sierra que se veían a través de los ventanales del comedor, con una mirada de desprecio existencial que jamás había visto en un tipo tan pequeño. La madre miraba el bocadillo como el que mira el abismo, el vacío, la nada que lo engulle todo. Jamás había visto una reunión de seres humanos tan violenta sin haber violencia física ni verbal. La violencia lo imperaba todo en esa mesa, en sus bocadillos, en sus manos, en su desprecio a todo lo que les rodeaba, sobre todo ese violento desprecio de los unos a los otros. No había ni siquiera complicidad en sus mutuos odios. La hermana mayor se levantó a buscar ketchup en la mesa de al lado y los dos hermanos desde sus sillas la miraron como el que mira al que comete un acto repugnante, criticable, pero no se miraron o sintieron la empatía del que detesta lo mismo, como esos fanáticos futboleros que son de un equipo, pero sobre todo son anti otro equipo: en realidad su pasión no es ese equipo que van a ver cada domingo, su pasión es ese odio al otro equipo al que le dedican cantos y rimas sencillas pero cargadas de insultos. Ni siquiera había comunión en sus odios comunes. No se miraron como ratificándose el uno al otro: "sí, es gilipollas". No. Si llegaron a mirarse, que no lo creo, fue para esquivar sus mutuos desprecios al otro. Tampoco la hermana les miró a la vuelta, como mira el que vuelve al destierro junto al enemigo. El padre, que parecía no habitar ese instante, como si se hubiera instalado en una realidad paralela, parecía un tipo tranquilo. Él no parecía detestar o no al menos detestar tanto como los entre si y a él. Sin embargo por su sola ubicación en la mesa, se sospechaba que con toda probabilidad era él mas detestado de todos. El chico, que era el más pequeño de los hermanos, miró un momento a una de mis hijas. Fui incapaz de descifrar su gesto mientras miraba a la pequeña corretear entre mesas, disfrutando de su recién aprendido modo de andar. La miró, y yo le miré mirarla, pero no sé que gesto era ese. Creo que dejó de haber desprecio. Esperé algunos segundos, una sonrisa, pero nunca vino. Hubo un gesto impasible, ese gesto inmóvil y ausente como el del que ve la televisión con desgana. Poco más. Me fui a pagar y pensé en el mundo, en el equilibrio del mundo y dudé del reparto y de esa malinterpretación del desarrollo. Hay teníamos una familia completa, bien vestida, seguramente con una vida relativamente amable. Seguramente sin grandes derroches, pero sin excesivas asfixias y sin embargo se respiraba una profundísima infelicidad. Afuera un coche, unas semanas por delante para estar en otro lugar, quizá alguna playa y nada de eso dejaba caer un ápice dulzura en aquellos rostros. Pagué, con mis hijas nos fuimos al parking y nos subimos al coche. Seguimos el viaje.

domingo, noviembre 17, 2013

Las perchas

 La vieja se ha despertado poco después del amanecer, a esa hora azulada, que parece inexacta: no es de noche, no es de día, acabas de despertar, pero el cuerpo te pide sueño. Una hora puente, una hora que te recuerda quien eres exáctamente. Eres ese cuerpo desperdigado por un colchón, confuso, algo desubicado. Luego te desperezas, te vas haciendo al día. Superas esa especie de Jet Lag que es despertarse. La vieja se ha puesto en pié y ha mirado por la ventana. Llovía con intensidad de la época. En noviembre llueve como sólo llueve en noviembre. Es como cuando llueve en julio, en julio sólo llueve así. Esa lluvia le ha dado algo de rabia a la vieja. El duelo tan reciente y esa lluvia son mezclas explosivas. Desde el fondo del tuetano a la vieja le ha venido una de las máximas filosóficas más demostrables de la historia de la humanidad: "la vida a veces es una puta mierda"; pero el desanimo no ha durado más de dos minutos. La viaje gobierna su existencia bajo un sentido de la supervivencia sobrenatural y conoce los recovecos del dolor con la sabiduría y la experiencia del que va de vuelta de todo. La vieja sabe que la felicidad es un bien no escaso, sino extraño: la felicidad asalta, difusa, inexacta, esquiva, en la esquina más remota de la biografía. A la vieja, por ejemplo, le resulta de una felicidad desbordante preparar la cafetera, arrancar el día. Por más que el duelo sea tan reciente, por más que cada mañana todavía le golpee a hostia pura y dura la cara de Jesús agonizando. La ventana de la cocina da a los patios de atrás, donde años atrás correteaban ratas del tamaño de gatos y donde los niños jugaban campeonatos de fútbol con finales épicas y llenas de irregularidades en el arbitraje. La vieja dice que lo más extraño de internet es que ya no se ve a niños jugar en las calles. No lo dice con nostalgia, lo dice con una extrañeza sobrecogedora: como el que habla que anoche vio naves espaciales bordeando el lago de la casa de campo. Los niños no juegan en la calle y antes las calles eran el espacio de los niños. Antes el conflicto es que los niños, asalvajados como ahora, como siempre, golpeaban con violencia balones que a veces amenazaban el equilibrio de los ancianos al andar. Antes el problema es que esos capullos no tenían cuidado con la gente que pasaba por la acera. Ahora no están: ¿Dónde coño se meten los niños? se pregunta mi vieja mientras remata la primera taza de café de ese domingo lluvioso.

 La vieja hoy no tiene planes. Se los inventa sobre la marcha. Cuando acaba el día se lo ha rellenado con habilidad. "No evito la tristeza, no la huyo. Evito sufrirla todo el rato en el mismo lugar. A la tristeza también hay que moverla. Hay que sacarla de paseo como a esas mascotas que se les coge el cariño de un hijo". Lo mismo saca cajas de ropa vieja, como que reordena libros, como que coge el coche y se va a ver al hermano del difunto o a su hijo mayor. La vieja desplaza la tristeza por la ciudad, como si jugara a despistar a un gps. La viaje ya no se anda con juegos, ya no retiene el llanto, el llanto más profundo de su existencia. Tampoco detiene esos pensamientos inabarcables, inmensos. Esa poderosa sensación del vacío. Ayer mientras guardaba una camisa de Jesús se quedó mirándola en la percha, inútil, colgando como ese trozo de tela que es, sin valor. No dijo nada más que algo tan profundo como un: "Tú fíjate". Tú fíjate como ya nada, como de esa percha cuelga la camisa en una imagen absoluta del absurdo. Una percha y una camisa en un armario de una casa cualquiera. En esa percha cuelga el vacío.

miércoles, octubre 30, 2013

Maratón

  A esa hora las enfermeras apagan las luces de los pasillos y de las habitaciones. Se instala un silencio inalterable. En las habitaciones los enfermos están estáticos, dominados por las dosis de altísima medicación y por las células más fuertes de su cuerpo que ya casi se ha devorado a si mismo. Su madre habla del pasado, de su batalla existencial y mira a su marido, acurrucado, con ternura y resignación. Los dos hijos que están ahí para verla no son hijos de él, pero le han tomado un cariño casi paternal. La figura de ese hombre marchito ha sido fundamental en su biografía común y en la sensación de felicidad ligera de todos esos años de atrás. Uno de los hijos mira la hora y le dice que ya es hora de volver a casa, se aprieta las zapatillas y estira un poco los músculos; atravesará la ciudad corriendo. La madre les besa y se despiden con cierta rutina ya, los días de hospital se acumulan tan monótonos que esa rutina empieza a parecer una rutina eterna. Los hijos miran al hombre, dormido, recreando quien sabe que escenas de su vida, ahí, en esa laxitud química. El corredor mira la hora, enciende la música y sale corriendo. Nada más salir encuentra la anchísima avenida donde está el hospital. Son las primeras horas de frío del otoño. El silencio de las zonas periféricas y la ausencia de tráfico imprimen una sensación delicada a las horas. Las primeras zancadas son extrañas, a esa hora de la noche el cuerpo no parece esperar ponerse a correr. Avanza avenida hacia abajo. Una chica por la acera, frontándose las manos para entrar en calor pasea a su pequeño perro que corretea. El corredor, la chica y el perro se cruzan casi sin mirar. En las casas hay luz, reflejos de televisiones encendidas. Sigue sin pasar un sólo coche. A lo lejos se ven los perfiles del centro de la ciudad iluminados con conciencia. Los edificios históricos moldean una figura indescifrable junto a los edificios que pretendieron ser modernos y vanguardistas en la primera mitad del siglo XX y que definen con bastante exactitud el carácter de casi todo un país. El corredor se desvía por una cuesta, pasa al lado de las cocheras del metro, un montón de vagones parados, en esas vías que dan por finalizado cualquier recorrido subterraneo de la ciudad, todas las vías llevan a las cocheras, como el fin inequívoco de todo. Un hombre, muy abrigado, camina entre algunos vagones con una linterna. Las instalaciones gigantes de las cocheras, con su luz apática, apenas deja ver la silueta de ese trabajador solitario. Unos chicos fuman marihuana pegados a la valla, silenciosos, como si la marihuana les hubiera sumido en esa sensación de extraña quietud que habita toda la zona, el humo de la marihuana sobrevuela como un espectro extraño por encima de sus cabezas, el corredor pasa a su lado y siente de golpe ese olor indiscutible. Los chicos le miran pasar como si el corredor dejara estela o viniera corriendo desde el más allá. Le siguen los pasos varios metros, quizá todo lo que el giro de sus cabezas les permite. El corredor ya lleva buen ritmo y los chicos parecen ver no a un ciudadano más corriendo, sino a la metáfora de todos los corredores de la historia. Abajo de la cuesta, el corredor alcanza otra avenida vacía, de frente ve ese solar abandonado que años atrás fue una piscina de nombre pretencioso: "Piscina Miami"y que cerraron porque más que bañarse, los bañistas se habían aficionado a traficar con drogas con el cloro como excusa. Ese trozo de avenida, una vez pasado el solar del que sólo queda el letrero moribundo pero hermoso para una fotografía de "Piscina", termina pasando por debajo de un puente, arriba otra avenida silenciosa pasa. El corredor escucha bajo el puente sus zancadas multiplicarse sonoramente, parece que corren seis, por el otro lado un hombre de aspecto extranjero le mira con desconfianza, ya ni los atletas despiertan tranquilidad en la noche.  El hombre va fumando y va poco abrigado para el frío que ya empieza, camina con nervio, pero no el nervio del que viene de algo agitado o va a algo turbulento, camina con el nervio del que habita en la prisa, aunque ya no la haya. Al salir la avenida atraviesa un parque donde una pareja se entretiene corporalmente casi llegando al sexo, la figura del corredor los desconcentra de la atracción y le miran pasar con desprecio, como si el corredor hubiera escogido a mala fe pasar en el mejor momento a su lado para romperles, con mala intención, el momento en el que los cuerpos, internamente, se desprenden del pudor. En ese momento el corredor nota el primer golpe de sudor, eso que los adictos al deporte llaman romper a sudar, ese momento que el cuerpo expulsa las primeras gotas y el físico parece entrar a coordinarse como una especie de sinfonía ligera. A un lado aparece la parte de atrás de un centro comercial casi abandonado. Una chica saca la basura de uno de los dos cadenas de restaurantes que sirven comidas peligrosas a los adolescentes despistados, mientras suelta botellas y bolsas en los contenedores habla por teléfono: "Ya le dije yo que es mejor no hablar. Ya me queda poco para salir y voy para allá" El corredor entonces se encuentra con la curva, comienzan las primeras bifurcaciones, las calles se estrechan. Aparece el río, se cruza con otro atleta que lleva un ritmo más suave que él. Se miran. Cruza por el viejo puente. EL tráfico, de repente, sube la intesidad. Los coches que bajan del centro pasan con ritmo. Mientras cruza el viejo puente ve el agua triste de ese río triste con reflejos que tiritan con desgana. Al final del puente un grupo de adolescentes grita y salta sin un fin concreto. Uno de ellos le dice al corredor:"Vamos que ya falta poco". Una vez cruzado el puente atraviesa por el parque donde tantas veces jugó de niño. No hay nadie, ni siquiera luz. Al final del parque comienza la cuesta terrible que da acceso al centro, justo al lado de la catedral y el palacio. En la cuesta se cruza con una chica que sube con esfuerzo y que se asusta al verle aparecer por su espalda, el corredor pide perdón. El corredor siente ganas de parar y hacer el resto de la cuesta andando, pero no se deja vencer por el esfuerzo y sigue. Arriba o casi arriba pasa por una de las puertas laterales de la catedral, un cura, vestido de cura y con caminar de cura le mira, entre asustado y nervioso. Se detiene, el cura piensa que es un atracador. Finalmente alcanza el final de la cuesta con la respiración a ritmo completo. Gira por la calle llana. Frente al palacio, algunos extranjeros se hacen fotos y sonrien. Por las calles del centro la carrera cambia. Evita a algunos peatones. Las tribus urbanas se parecen cada vez más entre sí. Las formas de las calles, cada zona, moldea la forma de sus peatones. Llega a la vía grande, el tráfico es furioso a pesar de la hora, los letreros de los teatros anuncian estrenos con títulos pomposos, el semáforo está en verde y frena la marcha, varios peatones junto a él esperan para cruzar. Del otro lado ve a alguien que conoce y que no le apetece saludar, se acomoda la gorra para seguir. Se mete por las calles más estrechas, las que ya le acercan a su casa. En la plaza del cine abandonado hay una pelea durísima, se escuchan sirenas, una prostituta grita mientras llora, invoca a satanás. Se mete por la calle de los restaurantes, le da olor a México o a un olor que el recuerda de México. Sube el tramo, pasa por la puerta del cine pornográfico que está cerrado. Una chica con gorro simpático casi se tropieza con él, se miran sonriendo, también los tropezones pueden ser amables. En la plaza de arriba un tipo toca guitarra, pero en un estilo poco habitual, canta con falsete y se mueve como si sonara una orquesta entera. Gira, toma la calle que termina en su calle, acelera porque tiene ganas de llegar. En el portal se encuentra a la vecina más simpática del mundo, le pregunta por sus hijas. Sube las escaleras a buen ritmo y abre la puerta. Todavía huele a cena. Saluda a su pareja, se acerca a la habitación de las niñas que duermen con las bocas abiertas, como si soñaran con fuentes de agua. Se tropieza con un juguete que hay en el suelo y una de ellas balbucea entre sueños. La carrera ha sido, a su manera, una Maratón. El que corre para avisar que allí, donde se libraba la batalla la guerra casi termina. La vida continúa.

martes, octubre 29, 2013

El otro

 En aquellos no fui consciente de lo realmente afectada que ella se había quedado tras el divorcio y de mi grado de involucración en todos sus sentimientos; el modo en el que ella había asumido aquella realidad que, sin ser evidente, la superó. Al principio me contaba como había sido el largo proceso de deterioro de su relación, el aumento constante de la distancia, la incomunicación como realidad aplastante en sus vidas. Jamás hubo conflicto violento, lo que hubo fue desprendimientos terrestres, cada uno de los dos se separaba del otro, como los continentes que alguna vez estuvieron pegados, navegando hacia el vacío, reordenando los mapas de la tierra. Un buen día ella hizo las maletas, le dio un abrazo, encendió su coche y condujo dos o tres estados más allá. Durante algunos meses deambuló, cambió varias veces de forma de vida y de planes de futuro. Al tiempo, nos vimos en una ciudad desconocida para los dos, ella venía de recorrer media Europa y quedamos en el norte. Me habló de Miguel, un español aventurero que había conocido en la frontera de Portugal y que vivía en mi ciudad. Con voz rotunda y sin atisbos de duda me dijo que había decidido apostar e irse a vivir con él. Yo me alegré, inexplicablemente, impredeciblemente, después de años tan alejados, seríamos casi vecinos, como lo fuimos en la infancia. Quince días después llegó a la ciudad, me puso un mensaje:"ya vivo aquí". Algunos días después quedamos en un café del centro, me iba a presentar a Miguel. Cuando llegué, ellos ya estaban sentados en una mesa, en todo el bar no había nadie más. Él ya bebía algo, ella esperaba por mi, quizá ahí ya debí sospechar, pero no sospeché. Hablamos de algunas películas, de alguna música, hablamos de la infancia. Él parecía un tipo amable, pero me desconcertaba que desconocía el mundo. Es decir, había viajado, era culto, había vivido fuera, había estudiado en otros países, pero de cada cosa que hablábamos, de cualquier cosa, hacía preguntas como el que lo escucha por primera vez. La realidad, toda la realidad universal, parecía una tierra incógnita para él. Al rato se levantó, se acercó a la barra donde la camarera pasaba las horas en el café vacío, pidió algo para él. Afuera llovía. Los siguientes meses nos vimos con frecuencia. El plan, generalmente, era ese o muy parecido. ¿Pero quién puede sospecharlo? Al cabo de las semanas ella me llamó, me contó que se iban de viaje a Estados Unidos, que había hablado con su ex, que habían quedado, que le presentaría a Miguel, que se sentía bien por el modo en que las cosas se había ido canalizando en su vida. No la volví a ver durante años. A los meses, Miguel me telefoneó: Estaba en la ciudad, quería verme. Le pregunté por ella:"Ya no me contesta ni los mails, ¿está todo bien? ¿ha pasado algo?" Él me contestó que las cosas habían terminado abruptamente y que ella había desaparecido. Quedamos en el café donde le había conocido, cuando llegué él ya estaba, bebía algo como aquella primera vez. Me dijo que ella le dijo en mitad de Estados Unidos "en una carretera de mierda", que se iba, que aquello era un sin sentido. "Me dejó ahí parado, se subió a un autobús y desapareció en la inmensidad. Me sentí invisible. Como si yo fuera nada. Le abracé porque le vi débil, frágil. En cierta manera daba la sensación de estar haciéndose transparente. Ella era mi amiga, mi vínculo a él, sin embargo me sentí de su parte. Más desde que ella no daba señales de vida, no contestaba mails, no se había vuelto a comunicar. Quedamos en vernos con más frecuencia. Cuando fui a pagar, la camarera sólo me cobró mi cerveza; pensé que él, en una de sus visitas al baño, había pagado sus whiskys. Nos despedimos en la puerta. No supe más de él. En cierta manera con ella me sentía dolido. Tiempo después, quizá un año, quizá año y medio, ella me llamó por teléfono. AL principio reconozco que hablé algo arisco, estaba molesto por como se habían sucedido las cosas, por su silencio, por aquella aparición casi desgarradora de Miguel, triste, dolorosa, cruel.

.-  Vi a Miguel. No estaba bien. Me contó como te fuiste en mitad de una autopista, sin muchas explicaciones.

.- No es exactamente así lo que pasó. Vi a mi ex, llevé a Miguel a esa cita.

.- Sí, antes de irte me contaste que lo harías.

.- Nos citamos con mi ex en un café en San Antonio. Cuando llegamos le presenté a Miguel y ni le miró. Obviamente me empecé a sentir muy incómoda. Cuando llego el camarero no le dieron una carta, como si el planeta entero me recriminara estar con Miguel. Mi ex actuó como si Miguel fuera invisible. No podía entender, porque tampoco cuadra con su forma de ser actuar así. Le dije que estaba bien con Miguel. Me miró como el que mira un abismo, como el que ve un hueco infinito a la nada. Tardó en hablar, Miguel miraba para otro lado, como si nada de aquello le afectara, tan ajeno a lo real como estuvo siempre. Mi ex tardó en hablar, lo intentaba, pero algo le bloqueaba las palabras. Luego me miró y me dijo:"Todo esto no está bien, ¿lo sabes? Esto no tiene sentido". Le contesté que lo habíamos hablado y que me dijo que tenía ganas de conocer a Miguel y que pensé que todo iba a ir mejor. Habló con el tono de voz más alto que le he oido nunca. Siempre hablaba casi en el susurro y subió el tono de voz a un tono normal, lo que en su caso daba la impresión de grito: "¿No entiendes que no hay Miguel? ¿No ves de verdad que a tu lado no hay nadie? ¿No ves de verdad que te lo has inventado?" y se puso a llorar suavemente, como el que observa una verdad inamovible y trágica. No entendí hasta que miré a un lado y Miguel no estaba. No había Miguel.

.-Creo que no te entiendo.

.- Miguel no existe. Fue una fuga mental. Una figura post traumática. Creada en la soledad de mi separación. No existe.

.- Pero yo le vi, él me contó. YO estuve con él en ese café donde me le presentaste. Bebía, se pagó su Whisky, me pagué mis cervezas. Le vi irse, así, con ese caminar tan ajeno a lo real.





sábado, octubre 26, 2013

El final

 Hoy me desvelé a las tres y treinta y cuatro. La cifra en el reloj me pareció una imagen muy metafórica de lo que significa el desvelo. Nada más abrir los ojos, aún estaba coleando una imagen del último sueño, pero fui incapaz de recordar o de concretar qué era lo que soñaba exactamente. Al mirar el reloj me quedé un buen rato pensando en esos tres números. 3:34. Este minuto está desafinando, pensé, en un ataque de poetisa que cada vez se vienen con más frecuencia. Una invasión de imágenes y frases a las que no estoy acostumbrada. Francamente no me molestan, pero tampoco soy capaz de ver su función o su utilidad: preferiría menos invasiones poéticas y más sueño, por ejemplo. Luego he encendido la radio. Los minutos pasan raros en el insomnio. Busqué la emisora como el que busca frecuencias galácticas en busca de vida extraterrestre. Una mujer de voz susurrante recibía llamadas de otros con insomnio, como si los insomnes se buscaras en las ondas de radio, como si fuera ahí donde habita ese no sueño. Las llamadas entrantes le contaban experiencias, todas trágicas, todas desgarradas, a la locutora paciente. La madrugada es el terreno de las desdichas. Escuché un buen rato esas voces que llamaban desde lugares invisibles, me resultaba difícil ponerle cara a esas voces, como si sólo fueran voces, espectros sonoros, reverberaciones de dramas humanos, diarios. Parecían casi psicofonias, lo que queda del dolor más allá del dolor. Él me llamó, balbuceaba palabras y emitía algún deseo definitivo: "Gordi, me quiero morir ya", pero ya ni siquiera trasmitía desconsuelo o desgarro, su deseo era el deseo último del que ya ha bajado los brazos y se sabe vencido y asume la derrota:"Dile al Doctor que me mate", pero lo decía con tanto sosiego que casi sobrecogía más. Luego, inmediatamente, se volvió a quedar dormido, cada rato emitía ruidos que parecían venir de las cavernas de su cuerpo. El cáncer cabalgando a sus anchas por un cuerpo al que ya ha dominado, en el que ya se ha suicidado. Una guerra civil repleto de víctimas, todas las células derrotadas en un campo de batalla devastado. Miré el reloj, me pareció incomprensible que tan sólo fueran las tres y cincuenta y siete. También me gustó esa cifra porque algo se volvía afinar. Todo impares separados por dos tres, cinco y siete. Esos juegos numericos, a su manera también me parecían sueño, otra forma de sueño en mitad de la madrugada. Luego me dormí, quizá dos minutos después, quizá un tiempo incalculable. La radio se quedó encendida y cuando desperté al amanecer ya no le quedaban pilas. Había soñado con música. y unos jilgueros sobrevolando un espacio vacío. Esa mañana me sentí ligera.

martes, octubre 22, 2013

Vagabundo

Aterrizamos al amanecer. El aterrizaje fue brusco y yo jamás había tenido una experiencia negativa de ese estilo en un avión. La mujer que tenía al lado gritó varias veces y rezó en voz alta. A mi su reacción me pareció excesiva. Cierto que hubo algunos movimientos bastante agitados y el avión durante segundos parecía gobernado por ráfagas de viento salvajes, pero no hubo la sensación de haber caído en la nada. Salimos el grupo bastante adormecido y caminamos por el aeropuerto acomodándonos los trajes, porque de ahí, los coches, nos llevarían a las oficinas del centro a tener una tanda de reuniones casi infinita hasta la noche. Yo me subí en uno de los taxis junto a Garay. Garay era un tipo bastante reflexivo y silencioso y muy contundente en el trabajo. Con Garay o no se hablaba o se hablaba concienzudamente de asuntos laborales. Poco sabía de la vida de Garay. En el taxi no hablamos. Garay sacó una pequeño pastillero del maletín y se tomó dos o tres pastillas, luego cerró los ojos, como tratando de reunir algo más de descanso en el largo trayecto de taxi que tendríamos hasta el centro de la ciudad. La autopista, a esa hora empezaba a ponerse espesa de tráfico, el taxista llevaba sintonizada una emisora donde había una tertulia incendiada sobre asuntos políticos locales interrumpida a ratos por algunas canciones de mitos locales de décadas pasadas. La luz entre grisácea y azul del amanecer y ese tipo de construcción de los coches de la zona, que iban en paralelo a nuestro taxi, avanzando hacia la ciudad en día laboral, me indujeron a un letargo extraño. Toda ciudad ajena nos devuelve a un anonimato y una especie de invisibilidad que resultan casi narcóticas. De repente el taxi se frenó, un tasco nos cogió de lleno. "El tráfico en la ciudad es siempre terrible. Yo creo que son experimentos para mantenednos estáticos" dijo el taxista con resignación, como tratando de encontrar en la conspiración una explicación a la repetición tediosa de los atascos diarios. "¿cómo puede un país funcionar si tiene diariamente a tanta gente detenida durante horas en las avenidas y calles de la ciudad? Piénselo, cuánta productividad tirada por la borda, sume horas y horas de todos los que estamos estáticos, escuchando radios monótonas. A veces pienso que son los dueños de las emisoras los que organizan todo esto" El hombre suspiro, porque en realidad no hablaba conmigo, en realidad hablaba contra el destino, contra ese caos ingobernable. Garay dormía o se hacía el dormido, tenía el cuello algo ladeado, pero el  gesto de la cara aún era activo, como para ser el gesto de alguien dormido tan profundamente como aparentaba. De la quietud total, el tráfico empezó a avanzar a una velocidad casi inapreciable, no creo que sobrepasara los diez kilómetros por hora y aún trató de comprender como a esa velocidad se puede tener un accidente, pero el coche de atrás nos dio con más fuerza de lo que la velocidad podría explicar. Nos empujó con tanta violencia, que terminamos por empotrar al coche de delante. Garay abrió los ojos y me miró buscando una explicación, yo le miré y miré fuera y vi venir al conductor del coche de delante con una caminar repleto de furia, el taxista salió para que el asunto que se veía venir no le pillara sentado. Salió y le dijo que el también era víctima. Ambos se giraron buscando al conductor que nos había dado a nosotros y este, a su vez caminaba hacia atrás buscando al conductor del coche que tenía detrás. Comprendí sin mucho esfuerzo que éramos parte de una accidente en cadena. Garay no dijo nada, yo bajé del taxi para buscar, para comprender. La hilera de coches accidentados parecía infinita, iba hacia tan atrás que parecía terminar  en algún punto inabarcable, el bullicio de coches pitando y gente gesticulando indignada era atronador. Caminé inicialmente siguiendo los pasos del taxista, luego me vi avanzando entre más gente o a ratos me vi sólo, pasando entre coches, mientras la hilera de la izquierda avanzaba cada vez más rápido: para ellos parecía haberse acabado el trafico. No sé en qué punto decidí volverme, tampoco supe si el taxista ya había vuelto o seguía avanzando hacia la explicación de aquel accidente en cadena. En el camino de regreso vi que algunos se montaban en su coche y aún con el golpe, hacían la maniobra para coger el carril de la izquierda,  liberado y sin tráfico ya, y se perdían veloces en la autopista. Avancé y sentí el golpe nebuloso que se siente cuando pierdes la ubicación. Dudaba, no sabía si ya había pasado nuestro taxi o si aún me quedaba un rato por avanzar. A mi lado los coches arrancaban y giraban bruscos para coger el carril izquierdo.  Los conductores parecían obviar los golpes en sus autos: lo importante era salir de allí. La hilera se iba deshaciendo anárquica y velocisimamente. Comprendí que me había perdido, que no encontraba el taxi. Me coloqué en el arcén: el atasco ya no existía, sólo el tráfico habitual de una autopista de acceso a una capital. Mi maleta y mi teléfono estaban en el taxi. Concluí, por el momento, que la mejor decisión que podía tomar, era quedarme ahí, porque mi esperanza era que el taxista daría la vuelta para ir a buscarme.

miércoles, octubre 16, 2013

El Bingo

 La forma en que Castillos se enganchó al bingo define mucho la forma que había cobrado su existencia. De alguna manera el bombo era la metáfora de su mundo, las bolas numeradas un cúmulo de situaciones, la mayoría improbables, que podrían o no caer y coincidir con su cartón, que era su vida. Castillos no dejó de trabajar por pereza o dominado por desgana, Castillos dejó de trabajar por parálisis, porqué se había instalado en una quietud que recordaba a la congelación. Por las noches, víctima de un insomnio cada vez más agudo, se escapaba al bingo de la avenida Lara, compraba algunos cartones tirando de los últimos vestigios de ahorros, con la esperanza de ganar un par de sueldos que sostuvieran la vida en casa los siguientes meses. No jugaba por ludopatía, jugaba por supervivencia, porque había olvidado trabajar o estaba dominado por un frío interior aterrador. En una carrera de fondo demasiado larga, había llegado a los cincuenta y ocho años, desfondado, con dificultades para respirar por el exceso de tabaco en sus pulmones y con la brújula vital absolutamente desorientada. No tenía miedo, simplemente se había quedado sin capacidad de resolver. El bingo, ese azar de números cayendo, eran la única solución que había encontrado. Sin pensarlo conscientemente, había en su apuesta una creencia extraña en las probabilidades y en la estadística, el bingo le tenía que dar, por fin, un golpe de suerte; porque era de los creía en el golpe de suerte y si en los últimos veinte años no había caído el número de la suerte en su vida, el golpe tenía que llegar, por pura estadística, ya, el bingo tenía que ser cantado. No era ambicioso, ningún ambicioso se juega las últimas migas de la cuenta de ahorros en el Bingo de la Avenida Lara. Tampoco había para mucho más, eso es cierto. No podía especular con otros juegos, con casinos de alto nivel, que tampoco había en todo el estado ni en los estados colindantes. El bingo de la Avenida Lara era todo la posibilidad de suerte que el destino le había preparado. Toda su capacidad de acción era ver caer las bolas, escuchar la voz casi robótica dictando números. El extraño sosiego del que escucha un seis en voz alta y lo busca con una chequeo velocísimo por el cartón tachado a medias. Si la voz desganada dice: ocho, cuarenta y dos y un cincuenta, Castillos cantaría Bingo, pero primero cae un veinte y luego un extraño veintiuno. Siempre resulta desconcertante dos números seguidos, como si el azar tuviera golpes de pereza o fuera improbable y pareciera que todo, hasta el azar, tiene truco. Luego cae un siete, tan cercano a su ocho que según un razonamiento inexplicable de Castillos, disminuye, aún más, las probabilidades. En las mesas, bebedores de Whisky malo con cierta ansiedad van marcando casillas y Castillos se deja arrastrar por el pesimismo. Escucha un cuarenta y dos, marca. Ya sólo dos. Una señora un poco más allá sonríe, Castillos nota que la señora toma delantera en esa extraña carrera de números, como si los jugadores fueran jinetes en un hipódromo de bolas y números. La señora pica adelante, Castillos lo sabe y revisa el ancho y largo cartón con nostalgia, porque cada cartón es un golpe de suerte fugándose, la posibilidad de una alteración en su futuro inmediato que se escapa o que se queda atrás, adelantada por el cartón de esa señora pretenciosa. La voz cansada suelta números, como si supiera que en realidad ningún número tiene emoción y dotar de emoción a los números sea un acto desquiciadamente absurdo. Así que dice "tres" y "diecisiete" en un tono único. La señora, con risa nerviosa, con un entusiasmo que Castillos le parece un poco desquiciado, canta Bingo. Se enciende un Belmont, lo mira con sosiego. Se pone en píe y sale al parking, por la avenida casi no pasan coches, la noche es húmeda y cálida. Vuelve a casa conduciendo despacio, muy despacio. Desde la calle mira las ventanas de su casa no hay luces encendidas; todo el edificio, salvo dos o tres habitaciones, está a oscuras. Apaga el motor y le pone cara a esos dos números que no aparecieron. Les pone cara, rostros de gente que conoció en el pasado, las caras que, a su manera, le empujaron hasta ese instante. Camina hasta el ascensor. Se ve en el espejo. Las arrugas, le parece, dibujan algo, un trazo que a su manera, también parece un número.

lunes, septiembre 30, 2013

Heavy

 En Barquisimeto conocí a un tipo que cada vez que hablaba de grupos anglosajones traducía el nombre al español. Amante del heavy, batería estricto; su conversación era difícil que saliera de los temas musicales, y era vertiginosa, porque nombraba grupos como si hubiera un concurso cuyo ganador era el tipo que más grupos conocía del mundo. Mientras le escuchabas tú ibas haciendo la traducción de vuelta, algo así como la retraducción. De su conversación iban cayendo nombres: Rosas y Pistolas, Púrpura profunda, Los sacerdotes de Judas, Sábado negro, Rapsodia de fuego,  Cabeza de diamante. La enumeración era insaciable, con atisbos de infinita, siempre traducidos, pero sin saberse si la traducción era instantánea o venían traducidos de antes, de cuando realizó la primera escucha de aquellos grupos venerados, aquellos grupos que le obsesionaban hasta casi el delirio. Para aquel tipo sólo había heavy metal, lo demás era accesorio, el escenario, lo que daba lugar al heavy. Sólo hablaba de grupos heavys anglosajones y sólo los nombraba traducidos. Además era batería de un grupo que versionaba sobre todo a Púrpura profunda y a los Sacerdotes de Judas. A veces tocaban en un local de amigos que había en el centro y al que fui una vez a verles tocar. El cantante tenía el pelo largo y gritaba con saña y, en mitad del concierto, el guitarrista y él discutieron por lo prologado de un solo que acababa de hacer el guitarrista. El concierto se terminó abruptamente y el grupo se deshizo dos horas después. Aquella noche nos quedamos bebiendo con él, Martín y yo. Al principio de la noche volvió a  hablarnos de los grupos traducidos, de los solos de batería grabados en locales infames, de grabaciones de conciertos piratas, de canciones prohibidas de esos grupos traducidos y que de tanto escuchar siempre su nombre en español terminaban pareciendo otro grupo, no esas leyendas del heavy. A eso de las cuatro de la mañana caminamos por la 16 con 37, entramos en una casa donde se reunían, y eso Martín y yo lo desconocíamos, un grupo de adoradores de Heavy a beber y contar anécdotas que aquella noche a mi me parecieron todas mentira. Al entrar, la poca luz del lugar hizo que me tropezara con una mesa donde estaba sentada una chica que escuchaba el solo de guitarra que reventaba por toda la casa con los ojos cerrados. Los abrió de golpe, asustada. Pedí disculpas y me miró no sé si con desprecio o ternura. Luego nos sentamos en una mesa baja: Martín, aquel noble batería y yo. De repente, en aquel epicentro del heavy no habló de heavy: habló de su familia. De su madre, que vivía en el norte de Estados Unidos, en una pequeña población donde casi siempre hacía frío, habló de su hermano pequeño que no veía desde hacía algunos años y habló de su padre, que había sido bajista en un grupo de heavy underground de los setenta y que se murió en la carretera de Acarigua. Yo miré varias veces a la chica con la que casi había tropezado. Seguía allí, escuchando aquellas guitarras violentas, aquellos salvajes golpes de bombo, aquellas letras desasosegadas. Me levanté y me acerqué y cuando ya estaba hablando con ella comprendí que aquel era el peor lugar del mundo para ir de coqueto. Un tipo con la melena a la altura de la cintura, con los pantalones ceñidos y unas botas con una punta maquiavélica, se acercó hasta mi con la soberbia del que sabe que con un soplido el otro se desmenuza. No recuerdo que me dijo, recuerdo el puñetazo que me arrastró hasta la siguiente mesa y de ahí al suelo. Recuerdo un bullicio leve, recuerdo a Martín tratando de ponerme en píe y diciéndome que nos fueramos. Recuerdo salir sin ver y caminar por la 16 sin dinero, junto a Martín, sin saber si parar un taxi o esperar a que pasara el primer autobús de la mañana. Creo que nos quedamos dormidos a la vez en la plaza de la 16 con 29. Nos despertamos cuando ya había amanecido. Martín empezó a reirse sin hostilidad cuando me vio el ojo morado. Nunca comentamos aquella noche con nadie. No tenía ganas de hablar de ello. El ojo morado tardó días en bajar la hinchazón. Quizá por eso nunca me gustó el heavy.

sábado, septiembre 21, 2013

Los días

Durante años, no sé cuantos, pero durante años viví aferrada a cierta irrealidad. No hablo de inestabilidad mental o distorsiones. Hablo que en general mi percepción de la realidad venía condimentada de percepciones alteradas. Por ejemplo, en aquel tiempo creí en los vínculos con mi familia, creí que mi familia era un puente sólido, y sin embargo no era cierto. Es decir, lo que me unía a esos tipos era un acuerdo bastante cruel, bastante basado en lo incierto. En realidad ese acuerdo mudo con mis hermanos, en el que forzábamos por estar más unidos de lo que en realidad estábamos, se parecía bastante a la cultura de la transición de España. Un acuerdo sin limar, sin mirar, sin hacer frente a lo real. Un acuerdo miserable, tratando de no mirar a lo esencial. Acordar verbalmente una convivencia, pero sin resolver el autentico problema. En verdad mis hermanos actuaban con soberbia, creían que los otros hermanos, incluida yo, siempre les debíamos algo. Ciertamente me he encontrado con los años mucha gente así, que basan sus afectos o sus relaciones en que el otro le debe, son banqueros emocionales, todo lo que hacen es darte crédito para ir cobrandote intereses. Sorprende ver la cantidad de gente que actúa así. Al punto que he llegado a pensar o a creer que quizá el ser humano muchas veces no tiene otra forma de actuar. Sin embargo, cuando llegaron los verdaderos problemas, los reales, comprendí felizmente, que hay quién no actúa financieramente en sus afectos. Hay quien se relaciona de un modo directo, por el puro placer de vivir junto al otro. Un día me crucé con una vecina. La había visto un par de veces o tres. Había hablado un día de no sé que asunto, creo que unas filtraciones que había en el garaje y la segunda vez ella se acercó a comentarme algo del libro que llevaba en la mano. Cuando empezaron los problemas, estuve meses sin pasar por aquella casa, que en realidad no era mi casa. La tarde que volvimos, él se tumbó en la cama, con los ojos cerrados, fue la primera vez que le escuché hablando medio en sueños, al principio parecía un idioma incomprensible, luego parecía árabe, con los minutos empecé a comprender alguna frase suelta, hablaba de niños pequeños, avisaba a alguien de que venía una tormenta, todo muy confuso, todo muy disperso. Bajé a caminar por la avenida. Hay algo que me gusta de esa zona periférica y elegante de la ciudad, las tardes, las calles anchas no tienen casi afluencia de coches ni de gente, en verdad todo está casi vacío y caminas por esas calles arboladas, bien arregladas y te sientes confortablemente sola en el mundo, como si en los atardeceres de verano todo se detuviera un rato. Al volver, me encontré en la puerta de entrada a la urbanización con la vecina, se acercó con brío, ese brío que tiene determinada gente, un brío amable, una calidez contagiosa. Me preguntó que era de nuestra vida, que hacía tiempo que no nos veía, le conté la situación, él estaba dormido arriba, ya sólo se hablaba de tiempo, como mucho de algunos meses. No lo reprimí, porque llegado a un punto de mi vida, comprendí que reprimir esas fugas es dañino, lloré, no lloré con furia, lloré con pena, una pena suave: la pena, ese dolor e la pena, también es cierto, tienen algo cósmico, creo que esa pena es algo que te ubica, es un dolor ancestral, te da la ubicación exacta, esa pena, en cierta manera es la brújula universal, la que te da y te coloca, tu intrascendencia y tu totalidad. Ella comprendió. Al día siguiente, a media mañana, apareció en casa, él estaba sentado en la silla de la terraza, con los ojos cerrados, yo miraba la sierra, la sierra allí, cortada bruscamente, de repente la sierra, allí, a sesenta o setenta kilómetros, me pareció más hermosa que nunca, cuando sonó el timbre el abrió los ojos como si estuviera más dormido que despierto. Abrií y la vi, llevaba unas cestas y nos invitó a un picnic. La propuesta nos sorprendió tanto, nos dejó tan desubicados que nos encantó. Nos llevó a un parque que no conociamos, saco unas cervezas y unos embutidos deliciosos, también sacó unos pasteles salados que él comió con ánimo. Nos habló de otros parques y luego habló de alguien que había muerto hacía algunos años, una mexicana con la que había vivido y finalmente habló de las otras capas, habló de la realidad, de la percepción, de lo inabarcable, de los detalles. Dijo que si cada uno describiera la calle en la que viviamos ninguna descripción coincidiría en detalles con las del otro. Yo describí y hablé de la casa rosa y ennumeré alguno de los árboles de la acera, hablé del parque pequeño donde casi nunca había niños, ella habló del color peculiar de las baldosas de la acera, de la luz de las farolas cuando anochecía, él habló de los edificios, y de que en general ningún edificio superaba las cuatro plantas, también habló de un árbol especifico, el árbol al principio de la curva, de la forma del tronco de ese árbol. Luego recogimos y nos fuimos a casa. Esa noche el durmió peor y habló más que nunca. Decía cosas raras, nombraba calles, direcciones, nombres de tipos. Esa noche soñé con una playa que había conocido hacía muchos años, una playa llena de pinos, vacía, una playa que vi a finales de otoño, llovía y dejé el coche y me quedé mirando el mar y la lluvia sobre el mar y todo aquello me sumía en una laxitud que agradecí.

viernes, septiembre 20, 2013

El cuaderno de la vieja

 La vieja se ha comprado un cuaderno y anota, dice, cosas que quiere dejar anotadas. "No te creas que ahora voy de literata" dice con ese pragmatismo bastante más presente en su personalidad de lo que ella sospecha. A mi vieja no le interesa hacer literatura, creo que desde muy joven, posiblemente desde niña, a la vieja le interese la vida. No es que no le atraiga la cultura, que le atrae; en realidad le fascina. La cultura le parece un terreno no sólo elevado, sino divino. Pero a ella no le ha interesado crear, porque para ella crear es un acto inmediato, instantáneo, existencial. Mi vieja sabe vivir con una habilidad sobrenatural y en general creo que su creatividad va centrada en eso. En verdad la vieja ha vivido una vida que no siempre le perteneció. La ha vivido con heroicidad, porque los héroes no son exactamente lo que tendemos a ver como héroes. Los héroes son otra cosa. Supongo que tendemos a ver que el héroe tiene que ver con ese que abre terrenos novedosos para una generación, para una sociedad y lo hace con brillantez y con esplendor, aquel que logra individualmente un bien colectivo, pero en verdad los héroes son otra cosa. Los héroes no se sabe que son héroes, no lo saben ni ellos, ni los que le rodean, y esa es su heroicidad, un esfuerzo mudo, sin esperar recompensa, porque ni siquiera saben que su titánica tarea tiene recompensa. Mi vieja ha vivido heroicamente, azotada por un entramado vital bastante desquiciado y cuyos dados en general han sido jugadas un poco cabronas. No ha sido infeliz, la vieja sabe de los placeres, pero le ha tocado atravesar campos minados, campos áridos, bastante hostiles, lo que, por otro lado, la ha dotado de una fortaleza descomunal. Mi vieja ahora escribe, porque dice que le interesa leer eso dentro de diez o quince años. Es curioso, cuando me lo contó, recordé que yo hice lo mismo hace diez años, cuando estuve cincuenta días en aquel hospital amargo. Anotaba asuntos dispersos en un cuaderno que hace poco revisé. Estuve a punto de contarle a mi madre y de contarle que pasados esos diez años, realmente, el cuaderno, las frases anotadas, no revelan ninguna verdad y que en verdad, para el que escribes no es para ti dentro de diez años, que en realidad te escribes a ti ahora y esos textos no tienen más funcionan que esa. Tendemos a mimar al yo futuro, a prepararle una vida idónea sacrificando de un modo extraño al yo presente y en verdad hace rato que debíamos haber mandado a tomar por culo a ese dictadorcillo que es uno dentro de quince años. ¿Quién carajo se cree ese tipo para que uno tenga tantas concesiones hacia él si luego nunca viene, si siempre se está yendo? No le dije a mi madre, creo que debe escribir, la excusa de su yo futuro es un motor, pero a quién escribe es a ella, ahora, hoy.

domingo, septiembre 15, 2013

El color universal

 Paulo hablaba con cierto frenesí, con cierta verborrea. Como si no le quedara tiempo para contar lo que te estaba contando. A veces permanecía metido en un silencio absoluto. Sólo miraba dando la sensación de no escuchar y de repente te cortaba, con un tema que no venía a cuento, con una reflexión tremenda, que él creía, de repente, la esencia fundamental de su vida. El motor de pensamiento que empujaría el resto de su vida:

.-El asunto, el verdadero asunto, la esencia absoluta, está en si el agua no fuera incolora. Si habitáramos un universo con agua de color, todo esto, sería muchísimo menos insipido. Que dependamos de semejante elemento, sin color, sin sabor, sin olor, lleva a las cosas al punto en el que están. Este mundo es así por esas extrañas caracteristicas del sagrado elemento. Si el agua viniese por naturaleza tintada, si el universo tuviera una tendencia cromática impulsada por el color del agua, las cosas, inevitablemente, habrían sido absolutamente distintas. No lo digo por un asunto estético, lo digo por un asunto esencial, toda nuestra percepción, toda nuestra naturaleza iría dominada por un color. Seríamos azules como los jodidos pitufos o rosas, muy rosas y todo sería terriblemente agotador. Un universo plateado, un plateado brillante, con reflejos. Que sé yo. Seríamos otra cosa, las casas, las calles, los árboles, el asfalto, el curso del tiempo, sería todo otra cosa. Una cosa indescifrable, un asunto tremendo. El agua es incolora, inodora e insípida, ¿no lo explica eso todo? No somos un universo sin esencia, sin salsa. Imagínate un agua con olor, pero no un olor de ambientador, no. Un olor desconocido. Un olor nuevo: el olor del agua. El sabor del agua. El color del agua. Todo cambiaría. No vendríamos de un elemto tan anonido, tan soso, coño. El agua es sosa. Yo estoy agradecido, pero el agua es sosa. Imagínate el sabor. la lluvia cayendo y pintando el suelo a goterazos. La piel con tendencia a un color. Un universo naranja con olor a fresa. No sé. Le falta creatividad al cosmos. Le falta gracia. Ese minimalismo nos ha hecho ser esto. Esa carencia de color ha producido este cosmos tan monótono. Porque dirán lo que digan, pero esto es monótono. Aquí no hay color.

jueves, septiembre 05, 2013

Un día en Querétaro

En Querétaro soñe que estaba en Meknes, en la medina de Meknes y que un tipo de mediana edad, nórdico, me hablaba en perfecto acento catalán de un teoria terrible sobre como el cancer es una enfermedad teledirigida por los gobiernos para regular la población mundial. El tipo confesaba haber trabajado durante años siendo la comunicación entre farmecueticas y los totems de la industria alimentaria para evaluar el flujo de trabajo y los plazos de propagación. Desperté sudando, la temperatura en Querétaro era espesa y la madrugada parecía un extraño amanecer permanente, como si el Sol no se hubiera ido del todo esa noche. Sentí la pesadez de cabeza de los litros de cerveza que llevaba consumidos los dos días previos. En realidad era la tercera resaca ahogada en otra borrachera y el dolor de cabeza parecía la suma de los dolores de las tres resacas seguidas. La casa en la que estaba durmiendo olía a un perfume antiguo o a un ambientador peculiar, también olía a otras épocas, a olores que recordaba de casa de mi abuela o aquella tía que vivía en un pueblo del Bierzo. Olores lejanos, como si fueran olores que se han quedado de cuarenta años antes, estáticos, inmóviles en el aire. Olores que las corrientes no empujan. Me puse de pié, en cierta forma no recordaba muy bien la casa, porque había llegado borracho cuando dejé las maletas a mediodía y nuevamente borracho cuando llegué de beber desaforadamente en un local del centro. Escuché un gemido, pensé que Octavio, el tipo que me había acogido en su casa, estaba masturbandose, pero luego comprendí que los gemidos eran femeninos. No recordaba haber visto a nadie más em la casa, tampoco recordaba haber llegado con nadie cuando volvimos borrachos. Los gemidos iban en aumento, la mujer casi rozaba el orgasmo, pero un orgasmo largo, muy prolongado y tremendamente intenso, cuando parecía que no había más capacidad de ascensión, aún había un tramo más en su placer, sin embargo no caía en la banalidad de gritar. Eran gemidos extremadamente elegantes. Inevitablemente imaginé un rostro a esa garganta. Creo que cerré los ojos, no estoy seguro. Creo que pensé en masturbarme, pero el ruido de un coche aparcando me distrajo. El silencio, el gemido y el motor de coche, de resto eran oscuridad y una temperatura indescriptible, rara. El coche se detuvo, varias veces pasó un fogonazo, ese fogonazo que dejan los coches en los techos de las casas, después de atravesar las ventanas, un reflejo que va y viene por que abajo el coche aparca. Dejó de sonar el motor. Se escuchó la puerta de la casa. No me había percatado de que ya no se escuchaban los gemidos. Escuché pasos, alguna puerta, una enorme cautela. No escuché nada más. Me asomé a la ventana. Traté de reconstruir la zona donde estaba, pero juro que no recordaba nada de Querétaro. Me había bajado borracho del autobús que me trajo de Guanajuato. HAbía conocido a Octavio en el terminal, hablamos de Butragueño y de Café Tacuba, hablamos de un poeta que me inventé y que Octavio dijo haber leido toda su obra. Bebimos hasta el deliro en el bar del terminal. Octavio me invitó a su casa. Atravesamos Querétaro por una avenida que a mi me recordó a la Avenida Libertador de Barquisimeto. Llegamos a un barrio que me recordó a Bararida y entramos en casa de Octavio que era una casa construida por él con materiales baratos, que me recordó a una casa que ya no recordaba a quien pertenecía. Salimos de allí y fuimos a beber más. Canté canciones que detesto, me subí a un pequeño escenario a cantar dos canciones mías y fui abucheado, Octavio, amable hasta lo incomprensible, me dijo: "A mi me han gustado". Bebimos. conocí a una tipa que me recordó a Italina, y hablé con ella como hablaba con Italina y creo que durante media hora pensé que en realidad era Italina y bebí imaginando que sería de la vida de Italina: En Miami, rodeada de gordos casi alcohólicos adictos a los todoterrenos,comprando ropa barata con ínfulas de ropa cara, manteniendo esa torpeza de la gente que quiere ser elegante y no le sale, recta, rígida en la educación de sus dos hijas, con algún desliz extramatrimonial, algún desliz torpe, un accidente, un resbalón innecesario, sin embargo enormemente enamorada o entregada a ese tipo mucho mayor. Imaginé, casi aposté a esa vida de Italina, mientras la tipa que me recordaba a Italina me hablaba de las playas de Michoacan y de un tipo que había sido su novio que murió haciendo windsurf en una de esas playas inaccesibles de las que me hablaba. Bebí y antes de irnos, vomité en el suelo del bar que ya habían cerrado sólo para los clientes amigos, porque Octavio era amigo y el dueño que me empuja y Octavio trata de disculparme con esa voz amable y simpática. Salimos de allí, Octavio me abrazó como si fueramos amigos indestructibles y le dije que yo le tenía mucho aprecio y que con casi toda probabilidad nadie me había dado tanto por nada a cambio, pero que eramos unos perfectos desconocidos el uno para el otro. Octavio paró un taxi, sonriendo, como el que le rie las gracias a su amigo más borracho. El taxista y Octavio empezaron hablar de apuestas, de luchadores, luego hablaron de un delantero con fama de homosexual y al final hablaron de mi, algo decían de mi que se reian con cariño. Nos bajamos del taxi, Octavio abrió la puerta de la casa con torpeza, subimos las escaleras peor construidas del planeta y me dijo que aquella habitación era mi habitación: "es tuya el tiempo que quieras". Pensé que Octavio, por edad, necesitaba un hijo, jamás había visto a nadie con semejante espiritu paternal. Luego dormí y desperté por la pesadilla y todo ese suceso de gemidos y el coche me desvelaron. No sé cuando me volvía dormir. Desperté cerca de las nueve y media de la mañana. Octavio tomaba café en la puerta de la casa. Hablaba con los vecinos de las otras casas. En la casa no había nadie más. Tomé café, bebí tres tazas y comí unas carnitas que ayudaron con la resaca. Le dije a Octavio que me iría, que quería seguir hasta las playas de Michoacan. Me advirtió de los peligros y me llevó hasta el terminal. En el camino le conté lo de los gemidos, en tono jocoso, de hombretó, casi imitando el acento mexicano, pero me salía el acento venezolano:

.-¿A quién te cogiste anoche, bichito? Escuché los gemidos, bribón.

.- ¿Yo? A nadie. Andarías soñando, compadre. En esa casa no entra hembra desde hace cuatro años.

.- Coño, Octavio. No me mientas carajo. Escuché a esa tipa. Luego llegó alguien en carro. Me desvelaron- y sonreí para acentuar el tono machorrón pero con la idea de entender.

.- Valero, te juro que soñabas. Dormimos tú y yo en casa. ¿Andas necesitado, amigo, que anda con sueños calientes?

 Luego Octavio habló de otras cosas, del terminal, del tráfico de Querétaro, del olor a gas. Llegamos al terminal. Nos abrazamos, me subí al autobús, pero tardó mucho en arrancar. Apoyé la cabeza en la ventanilla. Al fondo, se veía el bar del terminal. Octavio charlaba con un tipo con su maleta, recien llegado. Bebían cerveza. Cuando arrancó el autobús pensé que ya no me apetecía ir a las playas de Michoacan. En realidad no hubiera ido a ningún sitio.

jueves, agosto 29, 2013

Marcus

Marcus era delgado como una hoja. Delgado casi hasta la nausea. Algo repelente, esto no por delgadez sino por higiene. El pelo grasiento y despeinado como el que se acaba de despertar de una noche terrible y que se había acostado, horas antes, con el pelo mojado. La piel blanquecina y pálida y por supuesto recubierta de una capa indescifrable, algo que se sospecha que es un leve sudor, aunque fuera la noche amenace con llegar a los diez bajo cero. La voz, grave, como si no fuera suya, como si todo en ese cuerpo se viera recompensado por la voz y por el modo en que la utiliza.Cuando habla, uno sospecha que hay un planeta, a dos mil o tres mil años luz que detiene su curso. Cada vez que emite sonido expulsado de esa garganta prodigiosa uno imagina habitantes lejanísimos, posiblemente mellizos nuestros, instalados allí, tan lejos, acechados por un aopcalipsis irremediable, cuando habla el cosmos no se queda igual, algo transforma. Por suerte o por desgracia o para aumentar el enigma, habla poco, muy poco. Merodea por la iglesia por las tardes, cuando aún no llega el otoño y en los meses frios casi no se le ve, hay quien dice que se sube a la sierra verde a vivir en una cueva, yo no creo que el mito sea tan feroz, a mi siempre me ha dado por pensar que se mete en casa de su abuela y que de ahí no sale y que es ahí donde escribe esos textos que hemos ido encontrando y que hemos ido leyendo estos años, con pasión desmedida y con una admiración que luego cuando le vemos no le profesamos. Yo no sé quién encontró la primera vez los textos, ni siquiera se si es cierto lo que se cuenta, que fueron encontrados de un modo raro, en una de las naves vacías, en las calles de afura, cuando ya se coge la nacional. Yo sé que lo leí sobrecogido. Marcus llevaba años escribiendo algo absolutamente sorprendente, revisaba, corregía y rehacía la mayoría de los guiones de las sagas de películas de ciencia ficción más importantes del siglo XX. Las correcciones eran tan minuciosas, tan exageradas y los cambios tan radicales que las historias se transformaban de un modo absoluto, pero manteniendo muchos de los personajes, muchos de los diálogos, algunas secuencias y algunas localizaciones. EL resultado era desoncertante y atractivo, y si algo producía la lectura de aquello era una pdoerosa adicción. Marcus había aumentado las sagas, de dónde había cuatro películas sacaba deciseis historias nuevas. Los caminos que tomaban aquellas historias populares, conocidas por todos, alcazanban nuevos modos, nuevos caminos, nuevos universos. La imaginación de Marcus, no sólo había transformado aquellos guiones sino que había dado lugar a un nuevo estilo, quizá a un nuevo genero.Algún espabilado lo llamaba: el Post Guión o la RE.SY.FY, el PostReciclaje. A mino me gustaba tanto buscar catalogar la obra del flaco Marcus, a mi me sorprendía eso que había generado. Esos mundos vastos, llenos de nuevos personajes repletos de dolor y extraños, conviviendo con iconos pop del siglo XX y XXI. Donde antes había una trama cerrada ahora se abrían nuevas tramas, pero menos concretas, los personajes viajaban a terrenos menos cinematográficos, en realidad el futuro, ese futuro remoto era un lugar repleto de basura tecnológica, uno de los mayores problemas que planteaba Marcus en ese sub mundo futuristico era que toda la información tecnológica, acumulada durante siglos se había transformado en residuo tangible, una especie de masa viscosa que deambulaba, como una especie de rio, por esas galaxias ahora inconcebibles. EL futuro de Marcus es hostil, hostil hasta lo casi inhabitable. Sus personajes no son tan perversos y son terriblemente melancólicos, como conociendo, definitivamente, la imposibilidad de hacer un mundo mejor. Las transformaciones de las sagas en MArcus pierden épica y batallas, pero ganan en nuevos conflictos filosóficos, algunos de los personajes, humanos, viven dos siglos y medio, casi tres. La Tierra deambula como un trozo de piedra saqueado, ya casi nadie se acuerda del origen, la evolución de las especies animales se ha visto alterada por los experimentos médicos y farmaceuticos. EL ser humano ha sufrido algunas mutaciones genéticas contradictorias, leves la mayoría, pero algo ha variado ya: en ese futuro ya somos distintos. Hay desolación, pero una desolación incurable, sin un atisbo de esperanza. Los héroes son tristes y batallan por adicción, no por ideas. SOn adictos al dolor ajeno aunque siempre piensan en el bien de su tribu, de su entorno. EN cierta manera, si cabe, el ser humano es más cruel, pero a su vez más generoso con los suyos. Todas las características de la psicología humana se han polarizado casi hasta el delirio. Aún hoy, ninguna de las sagas está cerrada o nadie ha encontrado en ningún recoveco los otros textos. Nadie se atreve a preguntarle a Marcus por sus textos, él no sabe que en el pueblo muchos somos seguidores de su obra, de sus nuevas sagas. Hay un temor, conociendo la peculiar y extraña personalidad de MArcus, a que si sabe que le leemos, perdamos la esperanza definitivamente de leer los textos que dan continuación a las historias, todas abiertas. Algunos husmean, tratand e encontrar algo, aún no hay pista de donde podemos encontrar los textos que dan continuación, pero hasta ahora nadie ha perdido la esperanza.

miércoles, agosto 28, 2013

El sabor de los tomates

 Se despertó tarde, casi a mediodía. Había soñado algo poco concreto: una ciudad difusa, como siempre, esa hora rara antes del anochecer, contaminación y luz solar decadente, unos individuos con características indescifrables; todo terriblemente críptico. Al abrir los ojos el golpe del primer día nublado después del verano. Afuera sonaba un helicóptero, imaginó a un presidente, a un ministro o a un par de policías sobrevolando con desgana, rutinariamente, la ciudad. Camino de otro punto donde alguien esperaría. Recogió del suelo la ropa y bebió un sorbo de agua desmesurado desde el grifo. Se miró las manos y las tenía agrietadas, los días de playa habían humedecido la piel y ahora, en el clima seco de la ciudad, la piel se resentía. Miró el teléfono, algún mensaje impreciso y poco importante, ojeó el correo y alguna información del día. Sintió un golpe de pesimismo básico, en bruto, sin pulir: el mundo es una mierda, pensó sin demasiado esfuerzo. Pensó en la diferencia que había en ese momento en ser Sirio o no serlo y que le había llevado a él, que camino inescrutable y tremendo, a no ser Sirio y ser español. Imagino ramas, bifurcaciones ancestrales, laberintos genéticos, movimientos territoriales, todo a una velocidad extrema, y de repente él ahí, sentado en esa silla de Ikea, mirando por la ventana. 2El mundo fue y será una porquería", la popular melodía la silbó, no sin cierta sorna.Se preparó un café en esa máquina regalada. Cayó el café con esmero, casi imposible, demasiado artificial. Lo bebió acostumbrado a ese café no café. Pensó en el café y luego en las verduras: "la batalla la perdimos en las verduras, cuando el tomate dejó de ser tomate. Cuando aceptamos que esa abstracción también era un tomate". Se fue al baño. La casa crujió, quizá en el pasillo, quizá la madera del parquet. Orinó con desgana. Luego busco crema hidratante para las manos, la sequedad de la piel era un poco insoportable.  Volvió al salón, contestó algunos mensajes y sintió cierto hastío del teléfono. Tuvo ganas de empotrarlo contra la pared. El teléfono le pareció, de repente, que le estaba quitando matices a la vida, nos igualaba demasiado, pero nos igualaba en lo monótono, en la dinámica. Nos estábamos haciendo siameses en el patrón de comportamiento. Lo miró con recelo, como el adicto a una droga ilegal mira el jeringuillazo que está a punto de meterse y sin mucho aspaviento lo lanzó contra la pared de enfrente. Le gustó ver los pequeños pedazos, casi como una suerte de obra postmoderna, esparcidos por el suelo, chips y trozos de cristal como metáfora de algo que no se entiende del todo. Por supuesto tuvo un vestigio de arrepentimiento, luego se sintió heroico y luego nada, no sintió nada o sintió cierta gracia infantil, como cuándo robaban en la tienda de paquita. Se preparó un sandwich que comió a intervalos mientras se vestía. Salió a la calle y a ratos se sintió superior a todos los que caminaban mirando el teléfono. Sintió que ya estaba todo superado, que empezaba una nueva etapa, que daría charlas a los adictos no reconocidos. Vendría una nueva era, la era post tecnológica. El ser humano volvería a buscar el sabor del tomate. Lentamente pero sin pausa toda esa velocidad innecesaria se iría frenando y llegaríamos a la pausa.  Luego se detuvo en un escaparate de una tienda de telefonía, "que más da2, pensó, tampoco está tan mal. Vienen bien y uno no puede ir siempre a la contra. Entró y se compró el iPhone 5. Por fin lo tenía. Se había deshecho de su iPhone 4S y ahora el cinco y todas sus prestaciones ya estaban en su mano. Fue a casa como niño con zapatos nuevos. Esa noche cenó ensalada de tomates con ventresca.

martes, agosto 27, 2013

Los días de arena

 A medianoche o cerca de la medianoche, no exactamente en la medianoche, no cuando el reloj se clava en esa hora imbécil que es la medianoche, esa minuto imposible del 00:00, solía tener pensamientos pesados. La medicación era contundente y ya era adicto a esas sensaciones laxas del cuerpo. No se imaginaba ya la vida sin esa pesadez ligera, porque eso era lo que le daba la morfina, una pesadez sin cuerpo, como si la gravedad se hiciera tremenda pero el cuerpo menos pesado. Si cerraba los ojos se venían imágenes simpáticas, como de otras épocas. La cabeza se le había puesto vintage: con texturas y velocidades raras. La estética del pensamiento se había ido un poco al Rococó y el contenido tenía mucho de indescifrable, aunque si se ponía fino, lograba encontrar cierta coherencia en aquellas secuencias de apariencia inverosímil. No era delirio, claro que no era delirio, lo que le producía la morfina era un colocón potente, ya llevaba muchos días consumiendo pastillitas y jeriguillazos en esa habitación amable. El hospital sí tenía eso: bien decorado, agradable. Bien mirado no parecía un hospital, parecía un lugar un poco distorsionado de vacaciones. No había piscina, por más que cuando cerraba los ojos, muchas veces, le parecían piscinas de colores peculiares. No había pistas de tenis, y a veces se le venía la palabra tenis y veía una raqueta abrumadoramente grande, deslizándose por una nebulosa hermosa, al otro lado, una tenista maravillosa, con falda al vuelo esperaba eternamente esa pelota que dentro de dos o tres siglos tendrá que devolver. La tenista es hermosa, no llega a verle la cara, pero está ahí y él desliza la raqueta en un peloteo acolchonado, esponjoso, para golpear la pelota amable hasta su raqueta, la de ella, eso sí, de tamaño real. Deja los ojos cerrados, viendo la escena hiperralentizada, mira con detalle el movimiento de piernas de la tenista; si algo tiene la enfermedad es que te pone en límites casi agresivos de sexualidad. Todo transpira sexo y hay, permanentemente, unas terribles ganas de hacer el amor. Hacer el amor con cada una de las enfermeras, con las médicos altivas y distantes, con las visitantes de las otras habitaciones. En realidad la agonía y la morfina se mueven por encima de una corriente, una corriente que si no se mira no se percata, pero que todo lo gobierna: esa corriente es el sexo. Tres noches atrás se masturbó y le costó un horror y sin embargo el orgasmo fue excelso. Las drogas, aunque sean legales, multiplican los placeres, sino no habría drogas. Se marcó una paja de campeonato en el pequeño baño de la habitación, una paja épica, porque le dolían hasta los dedos, pero la lucha del dolor y del sexo propiciaron un final, unos últimos diez segundos memorables. Se quedó idiotizado con el pene en la mano en sentado en el retrete, se limpió y volvió a la cama. Esa noche durmió mejor.

 Los días pasan que no pasan. Los días de hospital son un embutido de minutos. Como si uno mirara la arena del reloj cayendo y al final lograras ver el paso de cada grano de arena. Luego los granos de arena, eso sí,  son absolutamente indiferentes, pero sigues viéndoles caer, deslizarse unos entre otros, batallando por caer por ese agujero. Lo mismo dan veinte minutos que setenta y cuatro horas. Todo es igual, salvo las enfermeras, que con los días él logró hacer un estudio profundo de su profesionalidad. Le caía bien la que se llamaba Julia, le parecía torpe la del pelo recogido, le atraía desquiciadamente Ruth, la chica que veía en imágenes cuando logró masturbarse en el baño. Toas eran obedientes a una carpeta donde había anotados los horarios de su medicación. Él ya confundía todo, también las noches. Y así, en esa acumulación de horas indiferentes todo se fue sumando a una sola hora. Como si ya el tiempo se hubiera agotado.

viernes, agosto 23, 2013

La olimpiada literaria

 No recuerdo ni un veinte por ciento de mis textos. Desde el dos mil tres escribí compulsivamente, casi a diario, sin demasiado freno y dominado siempre por un espíritu de aprendiz. En escribir, para mi, siempre hubo una carrera de fondo. En verdad escribía como el que se entrena para una prueba o quizá para una olimpiada. Como esos que se entrenan en el silencio, perfeccionando una técnica muy lentamente, limando permanentemente miles de imperfecciones. Creo que evolución hubo, los textos de los dos o tres primeros años son repulsivos, llenos de torpezas, sin corregir. La idea en aquel momento era tirar para adelante. La obsesión del texto era la idea, el juego literario, el recoveco y cierta sorpresa en los finales. No sé en qué momento hubo cierto avance. No es que fuera bueno después, pero hubo algo más de dominio, leve, aún terrible, pero sí creo que hubo cierto avance. Aún seguía dominado por ideas que me atacaban en la calle, por imágenes del metro o de una tienda, por una frase escuchada. Sólo hay una virtud en lo que he escrito, la perseverancia. Atacaba con disciplina y con fe, cada mañana, un texto que había masticado el día anterior. Escribir me ha hecho algo más sano mentalmente, eso también ha sido extremadamente positivo. Texto a texto, casi como un diario de pequeñas ficciones, escribir ha venido conmigo todos estos años. No niego cierta relación casi religiosa: escribir, a su manera, ha sido para mi como el que va a rezar, un hilo conductor. He ido notando cierta mejora, no seamos tan despectivos conmigo mismo. No aporto nada, absolutamente nada a la literatura, pero en la batalla solitaria, si creo que la insistencia me ha llevado a no rechazarme y a cierta mejora. También he abandonado vicios. Escribir sigue siendo un rezo, pero ahora, además, hay ligereza. Creo que los años lo que hacen es dejarte asumirte. Ahora asumo con facilidad extrema que soy esto, estos textos solitarios. Sigo aquí, entrenando día a día, tratando de pulir una torpeza innata, la falta de solidez, sabiendo entrenando para esa olimpiada que jamás se celebrará.

martes, agosto 20, 2013

La noche de calor

La sucesión monótona de las horas dieron, inesperadamente con la noche. En cierta manera el día se había sucedido como una hipnosis no del todo agradable. Las horas amontonadas unas detrás de otras, como si el horario no hubiera tenido un orden y hubiera sido víctima, también, del calor terrible, de la temperatura extrema y de la falta de brisa. Aquel verano fue cruel, porque no dio tregua. Ni hubo tormentas, no hubo noches pausadas. Se implantó el calor, dictatorial, a mediados de junio y no ceso en su crueldad hasta la mitad de septiembre. Imponente, castigador, permanente. Quizá, aquel día de agosto, si cabe, fue el peor. La noche se asomó con indiferencia, quizá la desaparición de la luz, daba cierta tregua, pero el calor seguí ahí.  Salió al balcón. Vio el mar como el que ve lo indescifrable. Se juntaba aquella masa negra de agua con la otra masa negra eterna del cosmos sobre la tierra. Una mínima luz atravesaba el horizonte, un barco de pescadores quizá, una patrulla policial haciendo ronda. El mar y su silencio nocturno son terribles, en esa quietud se esconde otro cosmos: igual de bestial, igual de salvaje, igual de terrible. Pensó en Marco, aquel amigo de la universidad que perdió la cabeza y se suicidó y se encontró su cuerpo en el Pacífico. Marco, alumno prodigioso, con talento para el estudio que pretendió ser poeta y luego músico y terminó dominado por la furia del cerebro. Se imaginó el mar con esa permanente furia de corrientes invisibles, transportando de todo, arenas, cuerpos inertes, vidas indescifrables. La temperatura no bajaba en la costa ese año, ni siquiera cuando ya entraba la madrugada. En el balcón se quedó quieto, como si moverse fuera un acto de guerra. No hubo brisa, en cierta manera el universo parecía detenido: el mar estático, la noche inmóvil. Tuvo la duda de si realmente algo se desplazaba temporal y espacialmente esa noche. Sintió un vértigo extraño, un vértigo lejano, un eco de algo que no le pertenecía. El calor no remetía, nadie sensato podía plantearse dormir aquella noche. Mejor el insomnio y esa extraña quietud que el nervio del calor en el colchón y la posibilidad casi absoluta de las extrañas pesadillas. Cerró los ojos, así como estaba de pié, la vida le pareció, de repente, un azar demasiado extraño, casi improbable. Escuchó pasar un insecto, quizá una mosca. Sólo ese zumbido le hizo creer que el universo aún permanecía activo, que aún había existencia.

martes, agosto 13, 2013

El alemán

 El alemán recorrió toda España buscando rastro de un pintor por el que se había obsesionado. El pintor, abstracto y terrible, había tenido algún breve momento de gloria, alguna exposición menor en pueblos de provincia y alguna venta generosa en la década de los setenta, pero jamás ocupó bibliografía de expertos, ni perteneció a ninguno de esos férreos grupos de la élite artística. De lo poco que se sabía de si biografía, daba notas sobre un autentico artista atormentado y terrible, con profundísimas crisis que alcanzaban cotas peligrosas de violencia. Se sabía de muchas peleas, muchísimas. Muchas veladas de su vida debieron acabar a golpes en plazas de pueblos de provincias españolas. Se sabía de una vida llena de mujeres y alcohol, rozando la pobreza permanentemente y huyendo de ella rodeado de amigos con poder. 

 El alemán persiguió la obra del pintor por toda España, llegó a Extremadura. Conoció pueblos pequeños, fríos en invierno, terriblemente cálidos para un alemán blancucho en verano. Encontró obra del pintor en lugares insospechados. En bares tradicionales, colgados con desgana, había cuadros, esos cuadros tremendos, llenos de trazos negros, de tamaño imponente, desgarrados. Allí, casi como trozos de paredes llenas de humedades, ignorados por los habitantes de pueblos lejanos, encontró el alemán hasta setenta cuadros. Los fue comprando uno a uno, bajo la mirada de recelo de cada uno de los vendedores. Como si la compra del alemán escondiera algún acto subversivo o casi terrorista de carácter desconocido. Así recorrió toda Extremadura, pueblo a pueblo, bar a bar, alcaldía a alcaldía. Terminó en una finca descomunal, cuya dueña, una joven heredera, permanecía aislada de toda forma de vida. El alemán se enamoró sin control, sin límites, como sólo se pueden enamorar los locos. La chica casi nunca hablaba, el alemán sólo hablaba del pintor, no obstante se emparejaron. El Alemán se instaló en la finca. Hacían el amor siete u ocho veces al día. Luego callaban. El alemán construyó con cierta torpeza, pero con pundonor, una nave amplia y diáfana en un trozo de la finca. Allí instalaría toda la colección que había obtenido del pintor. Un museo sin visitantes. Tardó ocho meses en concluir su obra. El día que terminó la obra e instaló los cuadros llevó a la muchacha, que hasta ese momento no había visto nada. Entraron a media mañana. Ella lloró con emoción levemente contenida. Sin hablar se quedó cinco horas mirando cuadro a cuadro. Él, sentado en una esquina, estuvo las cinco horas viéndola recorrer su obra, viéndola mirar cuadro a cuadro. Al terminar ella se acercó, le besó en los labios y sin cambiar el gesto le dijo: deshaz esta atrocidad. Él la miró esperando el gesto que convirtiera la frase en una broma. Nunca llegó. Ella salió de la nave. Él se quedó mirando algunas horas más todo aquello. No pudo o no tuvo indicios de cuando empezó el fuego. Cuando se quiso dar cuenta la nave ardía. Al alemán, por más que lo intentó, no le dio tiempo a salir.

viernes, agosto 09, 2013

Ivana Torres

 La última vez en mi vida que vi a Ivana Torres me la crucé en un semáforo de la glorieta de Bilbao a las tres de la mañana. Hacía un frío terrorífico, una de esas noches de diciembre que el ambiente parecen agujas invisibles. Hacía seis años que no la veía, quizá algo más, y ese encuentro anterior había sido a ocho mil kilómetros de ese semáforo de la glorieta de Bilbao, donde conocí a Ivana y una generación de gente que se había ido quedando atrás: exactamente a esos ocho mil kilómetros de distancia. Dudé muchos segundos en saludarla porque Ivana no me parecía Ivana o me resultaba sorprendentemente extraño ver a Ivana en esa esquina de Madrid. Ivana se había diluido en los días, en los años y jamás me hubiera imaginado cruzarme con ella, en mitad de una madrugada de Diciembre, en una esquina tan lejos de aquel sitio. Yo venía de una cena de navidad con gente a la que con el tiempo también dejé de ver, una cena de navidad aburrida, en la que bebí con desgana una cantidad abrumadora de cervezas. En la esquina de Bilbao, buscando un taxi con poca fe, vi a tres personas esperando a que el semáforo se pusiera en verde. Miré a esa rubia que en ese momento era un poco menos que entonces, escuché su voz, su acento, miré con algo de descaro el cuerpo y pensé sin demasiada poseía: "Coño, esta es Ivana". La tenía justo delante de mi, algo más gruesa que aquella post adolescente excitante de entonces, vestida de un modo algo acartonado, pretenciosamente elegante, un estilo de alguien más mayor de lo que Ivana era entonces.

.- ¿Ivana?- se giró más con cara de susto que de curiosidad. El acento y ese tono de voz levemente empalagoso seguía ahí.

.- ¡Iñaki Valle!- dijo forzando la sorpresa alegre.

.- ¿Cómo te va Ivana?

 Creo que nos abrazamos con educación. Intercambiamos algunas palabras, creo que nos cambiamos los números de teléfonos. Quedamos en llamarnos alguna vez. Una conversación velocísima, impregnada de un no saber que decir permanente. Evidentemente no volví a ver a Ivana.

 La vida de Ivana a partir de entonces no debió ser nada sencilla. Supe que vivió en Boston. Conoció a un americano con un futuro prometedor en las finanzas. Se quedó embarazada creyendo que ya venía una vida estable. El buen muchacho se largó con una azafata a Canada. Ella, embarazada de siete meses se bajó a Miami a vivir con el hermano. Buscando apoyo familiar. El hermano intentó ser amable, pero estaba empantanado en un negocio ilícito y terminó huyendo a Venezuela, donde habíamos empezado todos.  Tuvo un parto terrible en una clínica privada. El padre de la criatura no dio señales de vida.. El muchacho nació con múltiples problemas. Rodeado de tubos, lleno de complicaciones y con una esperanza de vida mínima. Ivana se entregó en cuerpo y alma en cuidar a ese cuerpecito. Ivana se entregó a Dios o una forma de Dios y una forma de gratitud abismal. Para Ivana todo estaba lleno de mensajes y esos mensajes había que ayudar a los demás a descifrarlos. Se mudo de Miami porque entre otras cosas el clima era nefasto para la frágil salud del bebé. Volvió a Boston. En Boston pasó un invierno duro, pero se dedicó con esfuerzo a cuidar del niño y a formar un grupo de rezo y de transmisión del mensaje de vida que estaba convencida haber entendido. El niño, antes de los dos años, murió. Ivana entonces navegó más que vivir navegó porque flotaba por un limbo acuático. Buscó al padre de la criatura, el hombre respondió como pudo, pero muy torpemente, a la situación. Ivana volvió a Miami donde vivía ahora su padre con su nueva mujer, la cuarta. El padre seguía siendo serio y esquivo. El hombre le ofreció una ayuda relativa en la que basicamente él no sacrificaba nada. Vivió un par de meses en una habitación de la casa del padre. Se fue. Volvió a Venezuela y Venezuela estaba metida en un maremoto inexplicable, nada era lo que recordaba, porque Ivana había conocido un esplendor que ya le estaba negado: Ivana había sido una adolescente envidiable. Popular, hermosa, apoyada por sus padres, estudiosa, con dosis perfectas de diversión sin caer en la perversión y ya nada quedaba. El matrimonio de sus padres, exitoso en aquellos años, terminó con violencia, la madre seguía viviendo en aquella casa donde todo fue brillo y ahora era decadencia. Consumida por los antidepresivos, había engordado hasta la obesidad y no hablaba con nadie. En Venezuela, Ivana, sintió la desgana, y perdió la fe en su mensaje de vida. Buscó con desespero a aquella adolescente que jamás volvió.

 Anoche soñé con Ivana. Soñé que volvía a aquel edificio donde fuimos vecinos, donde nos conocimos, donde alguna vez me masturbé después de verla pasar desde la ventana de mi habitación. Soñé que entraba a aquellas torres y que en el descansillo entre el sexto y el séptimo me encontraba con ella. Nos abrazábamos y me preguntaba por mis padres, le contestaba fugazmente: mi padre murió hace muchos años. Ivana me miraba con cara de sorpresa y de cierto temor:

.- Iñaki. Iñaki, tu padre sigue viviendo ahí, en el décimo piso.

Desperté sobrecogido. Por la ventana entraba una brisa agradable. Me costó un rato volver a dormir.

viernes, agosto 02, 2013

El socorrista

 El socorrista rumano es pelirrojo. Más que pelirrojo es naranja. No sé si tiene que ver con el hecho de que todo el día le de el sol, pero su color de pelo es mucho más chillón que el del pelirrojo habitual. Es un pelirrojo poco habitual, su piel está muy bronceada y se forma un color inexplicable, único, peculiar. Es activo, muy activo, sin embargo el trabajo de la piscina realmente parece aburrirle. Las mañanas, que la piscina generalmente está medio vacía, suele quedarse sentado después de limpiar y hacer algunas maniobras rutinarias. Lee, lee con furia y a una velocidad que asusta. En el mes de junio (la piscina no abrió hasta el 8), se leyó algo más de diez libros. En julio la marca va disparada, debe llevar casi veinte. Es adicto a las novelas históricas, sobre todo las de guerras. Conflictos centro europeos del siglo diez, once y doce. Lee con furia, como si leer no fuera una elección, sino una urgencia. La tarde está pendiente de todos esos enloquecidos muchachos que saltan poseídos por hormonas desquiciadas. Les mira muy atento. El trabajo de socorrista le parece el colmo del tedio, pero es profesional hasta cuando duerme. No pierde ojo de todo lo que sucede en el rectángulo de cloro. Observa con atención el tráfico de vecinos, ya conoce a la mayoría. A menudo entabla conversaciones con alguno. Su voz es atonal o tiene un tono monocromático. Es una voz grave, como si saliera de las cavernas del pulmón o de un punto indefinido de la espalda. Es casi robótica. Lo que dice parece programado por un software evolucionado técnicamente, pero al que le han implantado muy pocas cosas. Casi siempre habla de lo mismo: de su pasado como guardaespaldas de algún famoso de capa caída y de las guerras que lee. También con frecuencia y obsesivamente, desmonta el mito de Dracula. Habla de Dracula como el rey de la guerra y como un ser implacable en su violencia. En verdad habla de Dracula como si hablara de su padre o de un abuelo, un ser del que tiene que honrar su memoria. No hay manera de desviarse de las guerras o de Dracula en las conversaciones de las tardes en la piscina. Se acerca y habla de los bañistas y de su colocación en la piscina como complejísimas estrategias militares:

.-Mira, los muchachos de la izquierda están aplicando la estrategia de los círculos concéntricos. Un error, porque si ves a los que han saltado por la derecha hacen el avance horizontal. La colisión en el centro de la piscina dará como resultado un caótico enfrentamiento al que inevitablemente llegarán con un ejercito más amplio los de la derecha. Mal lo tendrían que hacer para no vencer.

 Hay quién habla con él antes del chapuzón, casi como un ritual. El rumano despliega sin demasiado frenesí alguna de sus teorías sobre Dracula, ese hombre al que venera de un modo extraño, desconcertante. Cuando la piscina se va vaciando, prepara la huida. En verdad, en su trabajo, se sospecha que el traslada imaginariamente esos campos de batalla. Seguramente la piscina no es un rectángulo azulado, lleno de agua y cloro. Para el hombre allí hay campos gigantes y los bañistas son soldados de ejércitos imperiales.

 Algunas tardes una chica viene a visitarle. Hablan apoyados en una de las vallas que rodean la piscina. Ella es pequeña, a su lado parece una especie de muñeca. Él parece incluso más corpulento, más grande. Hablan poco y sólo habla él. Pasan las horas mirando a la piscina. Cuando llega la hora de cierre, se van andando sin mucha prisa. Una vez les vimos tomando una cerveza en uno de los bares de la avenida. Estaban sentados en una mesa de la terraza. Ella estaba con ese gesto inmóvil y algo triste en el que parece habitar, él estaba con los ojos llenos de lágrimas. Ninguno de los dos hablaba.

jueves, julio 25, 2013

El parking

 Ese parking era un sitio frío. Algún espabilado había heredado un terreno triste cerca de la clínica y en vez de meterse en líos de obras, levantó una valla y cobraba caro por aparcar coches allí, en medio de la nada, donde jamás hubiera vendido apartamentos. El tipo que abría y cerraba las puertas del solar, el encargado del parking, era un tipo rozando la obesidad mórbida y poco hablador. Un día me ayudó a arrancar el coche. Había nevado en todo el estado y anunciaban tornado para el fin de semana. El coche no encendía y el encargado del parking, con ese gesto intrascendente del que siempre está aburrido, encendió el motor con un gesto que pareció magia. Algunos días más tarde quise ser amable con él y le lleve un pastel de manzana que compraba a la entrada de la ciudad, en un local triste pero que tenía el mejor pastel de manzana de ese estado y de los colindantes. El tipo me contestó que no le gustaba el dulce, fue cuando vi, en la mesita de su caseta, unas hojas dispersas, amontonadas, sin orden aparente, llenas de frases escritas a mano: el tipo era escritor. Me interesé por esa faceta, quise indagar, pero no se dejó ver. Fue más bien arisco. A partir de entonces mi curiosiodad fue creciendo obsesivamente. ¿Qué escribía el encargado del parking? ¿De qué hablaba en esos textos que había sobre la mesa? ¿Qué carajo motivaba su escritura? 

 Traté de ser cada vez más cercano, intentar una forma de amistad. Daludaba con esmero, midiendo cada palabra. No me podía permitir la torpeza de ser excesivo, más con un tipo con agudo recelo a todo ser vivo. Con el tiempo sí noté una evolución en el saludo, pero los avances eran tan lentos que a esa velocidad, llegar a acceder a su literatura, me llevaría sieto u ocho siglos. Probé otros métodos: un día llegué mucho más tarde, había anochecido, el parking estaba practicamente vacío, sólo ocupado por esos autos que jamás se movían. Fingí estar borracho. Me acerwué, en tono confesional, me inventé varias mentiras y dramas sobre mi vida. Él escuchaba sin demasiada atención. Le hablé de hijos que no tengo, de tragedias que no me sucedieron. El acercamiento fue tan inapreciable que quizá ni existió. Luego, habló. Habló de figuras de barro, de hombres tatuados, de chicas bsilarinas. Todo muy deshilachado, sin unión. No sabía si me consolaba o si deliraba. No logré entender su mensaje, si es que en aquel discurso carente de gestos había mensaje. Fui hasta el coche fingiendo un poco menos la borrachera. Arranqué sintiendome un poco imbecil. Al pasar por la caseta, justo antes de  que me abriera la puerta, me mitó sonriendo, una sonrisa casi de burla,de cierto  desprecio. En la carretera encendí la radio, había un programa dedicado a ls música surf más underground y psicodélica.

sábado, julio 20, 2013

Anestésicos

La calidad de Sol de la zona era indiscutible. En realidad nunca supe que era la calidad del Sol, qué se medía bajo aquella sentencia, pero había algo intangible, incalculable, bajo la luz solar de aquella zona; al menos aquellos días. Por la mañana la luz reventaba en el mar y deslumbraba, el efecto espejo multiplicaba la luminosidad y se creaba un ambiente de absoluta irrealidad, como si la mañana no estuviera sucediendo o sucediera de un modo inexplicable. Aquella luz era tan bestial y deslunbraba tanto que la prinera hora del día parecía una autentica mentira. A esa hora todo estaba cerrado y en el pequeño paseo maritimo todavía el bullicio no existía y aun quedaban vasos de los últimos juerguistas, esos que vivían el verano en las otras horas. Pasaba algún corredor a ritmo de trote, mirando el suelo, como si contaran los pasos de su carrera matutina. En la arena no había bañistas, prro sí algún pescador amateur con el optimismo impoluto.  ¿Qué coño esperaban de ls vida, del mar, del tiempo, aquellos hombres de ciudad con la caña enterrada en la arena? Jamás les vi sacar algo o mi paciencia no podía competir con la de ellos. La mañana, entonces, tenía un giro. Como si en el guión estuviera escrito que derepente  aparecieran los extras y todos los secundarios. El paseo se empezaba a llenar, en la playa se enterraban las prineras sombrillas: nada quedaba, de repente, de aquellos inexpertos y extraños pescadores. Los balones de plástico con logos de marcas de cremas solares empezaban a rodar, un bullicio de olas y diminutos chillidos ifantiles cubriría hasta casi la noche toda la zona, un bullicio constante, casi eterno: ¿quién forma ese bullicio a pié de playa? Si te fijas uno a uno, descubres que esos chiquillos no gritan, sin embargo, si cerrabas los ojos, ahí estaba: siempre. Esos gritillos alegres, los gritillos que se dan cuando se saltan pequeñas olas. 

 Tampoco recuerdo cómo pasaba yo las horas: algún baño, alguna cerveza, poca cosa. Nada que te hiciera pensar que de repente ya había vivido doce o trece horas y que lentamente al pueblo le llegaba la hora de cenar. Me escondía del calor, a veces me tumbaba en alguna sombra y pensaba poco. Si aguanté fue porque todo aquel ambiente tenía algo anestésico, habitaba, pero no experimentaba: todo sucedía pasando y la memoria permanecía en una suerte de hipnósis, o como si el pasado estuviera dormitando: las playas, a su modo, son cápsulas del tiempo; todo lo que fue cobra la forma de la misma arena. Los días no se parecían pero mantenían una cadencia casi identica. Me fijé mucho en la forma peculiar de cada día, esas pequeñas diferencias ambientales entre uno y otro. Las variaciones de la humedad, el cambio de la marea, los ritmos del viento: nunca los elrmentos se repetían idénticos.

 Me fui. Pagué el hostal y me fui a un pequeño terminal de autobuses con poquísimo tránsito. La anestesia en la memoria se fue pasando en carretera. Al ir entrando en la ciudad, el efecto de aquellos días también se fue pasando, de golpe, como esas medicaciones que puerden su efecto de golpe. Las vacaciones no curan, sólo son un analgésico. La gripe seguía ahí: intacta.

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