martes, octubre 22, 2013

Vagabundo

Aterrizamos al amanecer. El aterrizaje fue brusco y yo jamás había tenido una experiencia negativa de ese estilo en un avión. La mujer que tenía al lado gritó varias veces y rezó en voz alta. A mi su reacción me pareció excesiva. Cierto que hubo algunos movimientos bastante agitados y el avión durante segundos parecía gobernado por ráfagas de viento salvajes, pero no hubo la sensación de haber caído en la nada. Salimos el grupo bastante adormecido y caminamos por el aeropuerto acomodándonos los trajes, porque de ahí, los coches, nos llevarían a las oficinas del centro a tener una tanda de reuniones casi infinita hasta la noche. Yo me subí en uno de los taxis junto a Garay. Garay era un tipo bastante reflexivo y silencioso y muy contundente en el trabajo. Con Garay o no se hablaba o se hablaba concienzudamente de asuntos laborales. Poco sabía de la vida de Garay. En el taxi no hablamos. Garay sacó una pequeño pastillero del maletín y se tomó dos o tres pastillas, luego cerró los ojos, como tratando de reunir algo más de descanso en el largo trayecto de taxi que tendríamos hasta el centro de la ciudad. La autopista, a esa hora empezaba a ponerse espesa de tráfico, el taxista llevaba sintonizada una emisora donde había una tertulia incendiada sobre asuntos políticos locales interrumpida a ratos por algunas canciones de mitos locales de décadas pasadas. La luz entre grisácea y azul del amanecer y ese tipo de construcción de los coches de la zona, que iban en paralelo a nuestro taxi, avanzando hacia la ciudad en día laboral, me indujeron a un letargo extraño. Toda ciudad ajena nos devuelve a un anonimato y una especie de invisibilidad que resultan casi narcóticas. De repente el taxi se frenó, un tasco nos cogió de lleno. "El tráfico en la ciudad es siempre terrible. Yo creo que son experimentos para mantenednos estáticos" dijo el taxista con resignación, como tratando de encontrar en la conspiración una explicación a la repetición tediosa de los atascos diarios. "¿cómo puede un país funcionar si tiene diariamente a tanta gente detenida durante horas en las avenidas y calles de la ciudad? Piénselo, cuánta productividad tirada por la borda, sume horas y horas de todos los que estamos estáticos, escuchando radios monótonas. A veces pienso que son los dueños de las emisoras los que organizan todo esto" El hombre suspiro, porque en realidad no hablaba conmigo, en realidad hablaba contra el destino, contra ese caos ingobernable. Garay dormía o se hacía el dormido, tenía el cuello algo ladeado, pero el  gesto de la cara aún era activo, como para ser el gesto de alguien dormido tan profundamente como aparentaba. De la quietud total, el tráfico empezó a avanzar a una velocidad casi inapreciable, no creo que sobrepasara los diez kilómetros por hora y aún trató de comprender como a esa velocidad se puede tener un accidente, pero el coche de atrás nos dio con más fuerza de lo que la velocidad podría explicar. Nos empujó con tanta violencia, que terminamos por empotrar al coche de delante. Garay abrió los ojos y me miró buscando una explicación, yo le miré y miré fuera y vi venir al conductor del coche de delante con una caminar repleto de furia, el taxista salió para que el asunto que se veía venir no le pillara sentado. Salió y le dijo que el también era víctima. Ambos se giraron buscando al conductor que nos había dado a nosotros y este, a su vez caminaba hacia atrás buscando al conductor del coche que tenía detrás. Comprendí sin mucho esfuerzo que éramos parte de una accidente en cadena. Garay no dijo nada, yo bajé del taxi para buscar, para comprender. La hilera de coches accidentados parecía infinita, iba hacia tan atrás que parecía terminar  en algún punto inabarcable, el bullicio de coches pitando y gente gesticulando indignada era atronador. Caminé inicialmente siguiendo los pasos del taxista, luego me vi avanzando entre más gente o a ratos me vi sólo, pasando entre coches, mientras la hilera de la izquierda avanzaba cada vez más rápido: para ellos parecía haberse acabado el trafico. No sé en qué punto decidí volverme, tampoco supe si el taxista ya había vuelto o seguía avanzando hacia la explicación de aquel accidente en cadena. En el camino de regreso vi que algunos se montaban en su coche y aún con el golpe, hacían la maniobra para coger el carril de la izquierda,  liberado y sin tráfico ya, y se perdían veloces en la autopista. Avancé y sentí el golpe nebuloso que se siente cuando pierdes la ubicación. Dudaba, no sabía si ya había pasado nuestro taxi o si aún me quedaba un rato por avanzar. A mi lado los coches arrancaban y giraban bruscos para coger el carril izquierdo.  Los conductores parecían obviar los golpes en sus autos: lo importante era salir de allí. La hilera se iba deshaciendo anárquica y velocisimamente. Comprendí que me había perdido, que no encontraba el taxi. Me coloqué en el arcén: el atasco ya no existía, sólo el tráfico habitual de una autopista de acceso a una capital. Mi maleta y mi teléfono estaban en el taxi. Concluí, por el momento, que la mejor decisión que podía tomar, era quedarme ahí, porque mi esperanza era que el taxista daría la vuelta para ir a buscarme.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encantó. Me recuerda a los cuentos de Borges. Autopista al Sur. Solo que la tuya me gusta más.

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