lunes, diciembre 31, 2012

Biografía de grupo

 Publicaron un disco en un sello independiente de Barcelona. El sello, cuyo único interés era sacar a flote una camada de grupos desconocidos y arriesgados, se vino abajo a los pocos meses. El grupo siguió su andadura. Dejaron Barcelona, dejaron España. Viajaron a Francia, donde unos festivales itinerantes les incluyeron en su cartel. Perdidos entre toneladas de nombres, ganaron la experiencia de tocar en escenarios con sonido profesional, conocieron bandas que vivían de conciertos diarios y mal pagados, conocieron niños bien que vivían del descaro y de la desfachatez, conocieron músicos atroces, músicos terribles, músicos tremendos; tipos que vivían la música como un combate de boxeo, tipos que bebían desquiciadamente y algunos tipos que creían en la redención a través de sonoridades brutales y especiales. Se les presentó la oportunidad de viajar a sudamerica. Tocaron en lugares obscenos, se enfrentaron a situaciones complicadas, vieron violencia desde escenarios diminutos donde sonaba todo mal. Tocaron en ciudades donde su sonido era visto como la desfachatez del mundo rico. Tocaron para putas y fueron abucheados con frecuencia. Se gastaron mucho dinero, se emborracharon con mucha frecuencia, enfermaron varias veces y dos de los cuatro se sintieron devastados y exhaustos en mitad de una carretera en el norte de México, antes de cruzar a California donde viajaban con la idea de tocar en un circuito de grupos hispanohablantes. Discutieron, discutieron con dolor. Se resquebrajó la identidad y la honestidad y todos, sin excepción, se sintieron traicionados. Siguieron. Tocaron sin hablarse, cuatro, cinco, quizá seis o siete de los siguientes conciertos. Se drogaron con irrespeto. Durmieron mal. Se accidentaron en una carretera de costa. No hubo heridos, pero lloraron como si se hubieran muerto. Se abrazaron y decidieron volver a casa. Antes de volver, tocaron en un bar de latinoamericanos snobs, arquitectos e hijos de arquitectos con tendencia al ruidismo. Tocaron varias horas. Los cuatro concluyeron que ese había sido, sino el mejor concierto, sí al menos el más astral, el que le daba sentido al resto. No durmieron. Se montaron en el avión y durmieron todo el vuelo. Se despidieron en el metro.

Años después, tal como se podía predecir, lo volvieron a intentar.

Mentiroso

 Mentir es, en esencia, una necesidad. No mentir, valga el juego de palabras, es una gran mentira. Jamás  fiarse de ese que dice que él no sabe mentir. Todos sabemos mentir, todos mentimos, permanentemente, a cada instante nos engañamos y engañamos a los otros. La vida, en esencia, es una gran mentira. La percepción de la realidad, de base, es un embuste. Mentir es nuestra esencia. Mentimos cuando hablamos porque siempre queda oculto mucho. Mentimos en el silencio. Mentimos en el pensamiento, porque estamos huyendo, por más que insistamos en ser honestos siempre, hay una parte infiel y falsa. No recordamos, siempre, lo mentirosos que somos. Este texto, es, también, una gran mentira. Oculto y me escabullo y modifico a mi antojo una verdad y un pensamiento.

lunes, diciembre 24, 2012

El tío de Braulio

 El Tio de Braulio vivía por el oeste, en una casa muy pequeña. La casa, por algún motivo inexplicable,  siempre tenía inundaciones. Unas inundaciones que nadie sabía porque se producían. La casa humilde, construida con sus propias manos y de aspecto triste, estaba en mitad de un terreno desolado, pegado a la autopista de circunvalación de la ciudad, por esas zonas donde sólo hay perros, chatarra y frío. Lo de las inundaciones eran motivo de obsesión del tío de Braulio, y por lo tanto de Braulio, que sentía por su tío una devoción casi mística y se preocupaban por el asunto de un modo casi religioso o casi paranormal. Como si la única explicación posible fuera lo insólito. A veces Braulio en su tarea de investigador del más allá me llevaba hasta allí, en un autobús q pasaba cada mucho rato y que te dejaba lejos. Había que caminar sin desgana y escuchando teorías desquiciadas sobre las inundaciones en la chabola, que casi siempre circulaban en torno a oscuras invasiones subterráneas de extraños cuerpos subacuáticos; porque para Braulio, y seguramente para su tío, aquel agua era el indicio de que no estamos solos en el universo. A mi, el tema, me daba igual; incluso si sus teorías disparatadas fueran ciertas. Me daba igual lo que sucedía en casa del tío de Braulio, me daba igual el agua, ese suelo permanentemente empantanado. Yo iba con Braulio por azar, porque la vida lo había colocado ahí, había dicho que ese era mi amigo, pero en realidad a mi todo me parecía lejano, inaccesible. En cierta forma me sentía como ese agua colándose por agujeros invisibles de paredes tristes. Filtración húmeda e inexplicable. Si aquellas inexplicables inundaciones eran indicios alienigenas, a mi en el fondo me hacía sentir en compañía.

lunes, diciembre 17, 2012

Españoles

 Hay quién habla pestes de su pareja: utilizan su relación para sacar verbalmente la desidia y la frustración, también el dolor y la amargura. Hay quien habla pestes de su familia, de sus padres, de sus hermanos, de sus hijos. Hay quien usa la paternidad para sentirse agotado y justificar el agotamiento vital y el cansancio y la perdida de rumbo. Hay quien usa a los amigos, a los vecinos o a los compañeros de trabajo. Yo soy más generalista, hablo mal de todos en uno: los españoles. Unifico mi frustración y mi desgana, mi rencor y mis resentimientos en esa masa confusa y poco matizada que es el concepto de español. Los españoles son, entre otras muchas cosas, el epicentro de todo lo que detesto. Terroríficamente, cada mañana, mientras me lavo los dientes frente al espejo, veo allí a uno: un español medio empezando el día.

jueves, diciembre 13, 2012

Los viajes circulares

 Mi padre conducía como salvación. En la carretera parecía encontrar la redención o el escondite de la tormenta. Todo estaba lejos, como si la carretera fuera el lugar en la carretera donde no se está en un lugar, como si las carreteras no pertenecieran, no fueran de una región, de un país. Había algo de viaje cósmico en el modo en que mi padre se desplazaba por las carreteras. La paz, si es que era la paz lo que buscaba, sólo era ubicable en aquellos kilómetros de carreteras tremendas. Le daba igual. Entre semana desaparecía y yo fui descubriendo que no había destino, porque mi padre ya no buscaba trabajo, ya no buscaba solución, mi padre se largaba un martes o un jueves carretera adelante, por el oeste, por el este: El Cuji, Tamaca, Duaca, Tocuyo, Bobare, San Felipe. Conducía en círculos amplios alrededor de la ciudad. Como si fuera el anillo de un planeta, en órbita sobre ese centro de acción que le condenaba al fracaso y a la decepción. Visitaba esos pueblos como si tuviera algo que llevar o algo que vender, como si hubiera un cliente de un negocio imposible esperándole dentro de un local desangelado. Mi padre iba a esas poblaciones y se sentía ajeno, ajeno al mundo, en cierta manera se convirtió en un zombi, un zombi de un tipo de cine dirigido a unos pocos, un cine no de serie B, ni siquiera de serie Z, era una serie exclusiva, zombi vivos en tierras áridas. Un tipo raro conduciendo un automóvil sin mayor glamour y ni siquiera estética decadente, un automóvil normal para un tipo que era ajeno a todo, incluso a él mismo. Conducía horas y llegaba a casa como el que llega de trabajar. Como el que ha estado ocupado en viajes de negocios, ventas importantes, pero mi padre venía de viajar sin viaje, de conducir hacia afuera de la ciudad como el que sabe que por más que se corra al final te pillan, que huyes sabiéndote derrotado.

 Yo le vi pasar una vez en Carora. Yo estaba enCarora con una compañera que le había robado el coche a su padre y me había propuesto buscar algo allí, un favor a su mejor amiga, algo difuso; y yo fui porque esperaba una recompensa en la parte de atrás del coche, a las afueras de Carora. Conducía como si no hubiera final y cuando llegamos a Carora me dijo que la esperara en el coche, que entraba un momento en una casa. Esperé media hora fuera. Aún hacía calor y la tarde estaba a punto de caer y esperaba con paciencia a la muchacha, mirando como el Sol se desvanecía y como Carora se sumía en un letargo suave, como Carora rozaba la laxitud y la extrañeza. En cierta forma Carora parecía colgar de algo, de una masa de aire estático. Cuando la tonalidad de la tarde se cargaba de azul oscuro y algunas de las pocas farolas se empezaban a encender, vi pasar a mi padre conduciendo, mirando hacia adelante, despacio, como si estuviera patrullando con desgana una ciudad sin problemas de delincuencia, un policía con poco trabajo. No me vio. Le vi perderse despacio por la calle por donde parecía terminar Carora y le imaginé haciendo el camino a casa. Al rato salió mi compañera. La recibí casi como a una novia, y ella sonrió porque no esperaba esa ternura. Arrancó el coche y condujo hacia la ciudad. Pocos kilómetros después se detuvo a un lado e hicimos el amor

miércoles, diciembre 12, 2012

La orquesta

 Pero no es la esperanza como desgarro, es la esperanza como esa forma abrumadoramente admirable de supervivencia, como empujón inesperado, como salvación in extremis. No es una forma vacía de fe. Es un cambio de foco. Es la implantación casi espontánea de una nueva realidad. Es una bocanada de oxigeno en mitad de la asfixia. La esperanza o esa forma hermosa de locura. Y allí van, agarrados, sin saberlo, a la esperanza. Oliendo a basura y con la piel reseca. No son conscientes de su osadía, de ese enfrentamiento, que desconocen como enfrentamiento, como rebeldía; caminando hacia un abismo que han convertido en galaxia, una galaxia lejana y acompasada, un abismo que dejó de ser fiero para convertirse en cría de gatito. Ahí va la orquesta contundente, esos músicos casi imposibles, con sus instrumentos de lata y esas partituras escritas en papeles rotos. Se sientan donde pueden y ejecutan a Bach como si Bach se hubiera reinventado en medio del delirio y la locura y hubiera sonado renovado y definitivo: inmortal. Sonando con la imprecisión que da la vida, porque la vida es imprecisa. Como suena un instrumento vivo, la voz de un reencarnado, porque todo en la orquesta ha sufrido la reencarnación, sobre todo los instrumentos, esas cuerdas que a veces se deslizan por el precipicio, por un tobogán liberado. Es la orquesta total, porque en ellos, en esos músicos está comprendido el sentido total y absoluto de la música. La música previa a cualquier cosa, a las palabras. Anticipándose a la tontería y a la mediocridad. En ellos se ha salvado todo, también los descerebrados que opinan desde sus atalayas, esos vigilantes de una unificada verdad. En esos instrumentos, en esa libertad real, está la esperanza. El sonido que, al final, nos hará sobrevivir a todos.

martes, diciembre 11, 2012

Recuerdo de una paliza

 Los primeros golpes son los malos. El primero es el que marea, el que te desubica, los siguientes van viniendo uno detrás de otro hasta que caes. Cuando ya estás en el suelo, empiezan las patadas y las patadas ya abren otra cosa, otro dolor, otro camino. Hay un momento que parece que va a ser eterno, que estarás ahí, con la cara pegada al asfalto, hasta la eternidad, recibiendo la tormenta de violencia. Luego hay una transición borrosa, olvidas lo externo y te concentras en lo interno. En cierta manera chequeas las partes del cuerpo que están recibiendo los golpes. Tratas de descubrir el estado de las cosas. Evidentemente llevas un buen rato con los ojos cerrados, porque las palizas que te dan no se miran; se reciben, pero no se miran. Luego hay un regreso paulatino al instante, ahí sigue el energúmeno en estado obsesivo, centrado en algún punto concreto cerca del hígado, es siempre el mismo píe, no le aburre lanzar una y otra vez el derecho contra la vesícula. De repente se va. Los siguientes segundos todo está quieto. Escuchas tu propia voz emitiendo ruidos que vienen desde más allá del diafragma, como si la voz  del dolor viniera del último escondite de tu cuerpo. Son gemidos que empujan o que tratan de empujar esa suma de dolores hacia afuera. Te han dado una paliza, te han pegado. Lo peor de la violencia no es sólo el dolor, es también el nerviosismo que deja. Estás asustado, estás encogido. Tardas en ponerte en pié, una señora mayor se acerca a ayudarte, está nerviosa, porque la violencia también altera y aterra al espectador. La mujer pasaba por allí y se encontró en la acera a un tipo pateando al otro como si la vida sólo tuviera ese sentido. Te ayuda y te pregunta si estás bien. No te has visto reflejado, pero sabes que tienes uno de los ojos morados, tienes ganas de vomitar y la última de las costillas debe estar fracturada y ese dolor te impide respirar sin dolor. Agradeces a la mujer la ayuda, te dan ganas de justificarte, decirle que tú no eres de esos, de los que se pegan o de los que hacen cosas para ser pegados. Te han dado y no sabes muy bien a que ha venido todo eso. Sabes que no vas a vengarte, sólo sabes algo: la violencia te bloquea y durante mucho rato sigues pensando en eso. Qué no estás preparado para defenderte, porque no sabes pegar, y no hay otro motivo más allá de un miedo físico a la violencia. La sola imagen de lanzar tu puño contra una mejilla te hace daño y tratas de entender que mecanismo biológico o psicológico te bloquea ante la violencia, que mecanismo te frena los músculos incluso en el acto instintivo de supervivencia. Tuviste la mejilla del tipo cerca, pudiste lanzar el puño y quizá frenar la catarata de golpes antes de que empezara, quizá si no hubieras tuvieras ese bloqueo, un puño de ataque te hubiera defendido de toda esa cadena de puños y patadas. No puedes, lo sabes. Pegar es un muro para ti. Los músculos se acartonan. No eres fuerte, pero tampoco eras débil. Un puñetazo tuyo tendría cierta contundencia sobre un rostro. Lo más que puedes hacer es empujar, y ni siquiera lo hiciste con fuerza, porque ya el mecanismo de bloqueo corporal se activo nada más empezó la discordia. Puedes gritar, sabes insultar, llevar el dialogo violento, pero la violencia física no la tienes, tu cuerpo te envenena los músculos para detenerte antes de los golpes, incluso en el caso extremo de defensa personal. Esto, moralmente, es bueno. Hasta tu cuerpo, y no sólo tu pensamiento, rechaza la violencia; pero en la practica, en una calle de ciudad triste, donde un tipo te pega sin motivo esto te confunde e incluso te aterra. La violencia te agarrota, la temes hasta un punto muscular y no te ayuda para al menos defenderte. Vas lleno de  moratones, cansado y con la visión alterada por culpa del ojo morado. Aún tu cuerpo tirita, no sólo por los golpes sino porque la violencia te maltrata. Llegas a casa.

sábado, diciembre 08, 2012

Liberado

 La libertad extrema: ese ejercicio emocional y racional, caóticamente comedido, responsablemente loco y sin ataduras; no existe o existe para unos pocos. Unos cuantos individuos que a lo largo de los siglos la rozan. La libertad como vehículo extremadamente duro, independiente y colectivo. Ese tubo donde se mezclan con precisión ingredientes opuestos, antónimos existenciales y dan, casi como un milagro, ese resultado único y prácticamente inaccesible: la libertad. Pero no esa libertada mal entendida que buscamos como ciegos, entre ideas mal concebidas. Esa libertad empaquetada y escondida detrás del egoísmo o el placer. La libertad, la de verdad, conlleva una responsabilidad que muy pocos, casi nadie, está dispuesto a asumir. La hombre libre, se sabe parte del mundo y conoce el engranaje del que es parte. Conoce al dedillo el peso de la consecuencia de sus actos, no sólo en él, sino en el otro. La libertad liberada del prejuicio y de las sensaciones borrosas y autoimpuestas. No comunica sobre él, comunica sobre un más allá mental. No habla de su vida, habla de las tribus, de la historia, de los otros. Es crítico y feroz, pero también es sumiso y obediente. Disfruta y sufre. Es activo y pasivo. Duda y confunde su clarividencia con el delirio. Su equilibrio no impuesto con la locura y en la batalla nos e niega, ni a si mismo ni a los otros, porque sabe que sólo en la honestidad, en la duda y en la confianza, está la esencia. No se escabulle, no sale corriendo de si mismo. Asume su miseria y su virtud. Es libre por ello, porque se sabe terrible y bondadoso, inseguro y seguro, mediocre y grandioso. En ese debate abierto, sin generalizaciones, lleno de arrugas y pliegues, en cada uno de sus gigantescos debates, en cada una de sus profundidades, habita la libertad y la asume.

domingo, diciembre 02, 2012

Conócete por dentro, impúlsate hacia afuera

  Era una especie de letargo más que una tristeza o una depresión. Mi vida no era mala, lo que le pasaba a mi vida es que era inocua, pero no porque quisiera que lo fuera, sino porque ni siquiera lo era. Mi vida era prescindible y yo vivía mi vida sabiendo y siendo consciente de ese carácter intrascendente y tan poco dañino, dañino en el sentido de dejar marca, una leve marca. No trascender al modo de un filósofo griego que siglos después aún es evocado, no. Dejar una mínima señal, una marca en una piedra olvidada en un acantilado que da al mar. Poco más. Pero mi vida no alcanzaba ni quince centímetros de radio de acción y sumido como estaba en una secuencia de días trillados, amontonados uno tras otro, como un grumo en la memoria que comprende años, una época prolongada y difusa. Quizá fue en ese amontonamiento de horas y días que caí, quizá por aburrimiento, quizá por un invisible desespero, en el primero de una secuencia inabarcable de libros, libros en los que no creía, pero que terminaron convirtiéndose en adictivos, en una forma de vida, en una laberinto en el que un libro te empujaba a otro libro. Libros de autoayuda. Uno tras otro. La autoayuda es así, un camino inescrutable: el poder de la palabra abrió, sin mal no recuerdo, el camino. Lo siguió Autocuración. De ahí siguió una secuencia voraz: Sánate; Escuchar tu alma; Los caminos del alma; La buena suerte; Tus zonas erróneas; la felicidad es el medio. Encontré lentamente diferentes bifurcaciones, dentro de sus paralelismos y sus coincidencias, había variaciones, puntos de vista opuestos. Me fui haciendo un experto. Cabalgué hacía una autoayuda más underground, más radical. Conocí a Connie Mendez y me encontré con una autora que me desvelaba una verdad profunda, una filosofía aplicable y tremenda, un positivismo regenerador y avasallador. Hipnotizado por su título empece con La carrera de un átomo. Seguí con Te regalo lo que se te antoje. En ese punto Connie Mendez era, ya, parte importante de mi pensamiento, también de mi vida. Piensa lo bueno y se te dará, El maravilloso número 7, el librito azul. En aquellas palabras encontraba un despertar a mi vida, y aunque mi vida, en apariencia, seguía su ritmo rígido y soso, internamente todo estaba aliñado de otro modo. Me encontraba activo y emergente. Efusivo. Conny Mendez era una puerta o una de las columnas de una nueva realidad en mi vida. De ahí dí con Rubén Cedeño. A Rubén Cedeño lo devoré. Las horas no eran horas, eran hojas de Rubén Cedeño: Emergencia Cósmica, Rayo Rosa. A través de internet empecé a participar en grupos, en foros de intercambio y sanación. Metafísica para todos on line. Abandoné, entonces, la metafísica mainstream  y pasé a una metafísica indie. Accedía a textos no publicados de verdaderos sabios del alma y la curación a través de la palabra. Viajé a encuentros y publiqué mis primeros pensamientos.  Rapidamente me convertí en conferenciante de Central espiritual del pensamiento en positivo: un movimiento amplio fundado en Caracas a principio de los setenta y que fue retomado por nosotros casi treinta años después, impulsados por un era de nuevo positivismo y acción del milagro humano. Junto a los hermanos Machado y Cruz Martinez comenzamos una fortísima expansión y divulgación de esta nueva corriente del pensamiento y la acción. Mis primeras obras vendieron relativamente bien. La tercera fue un éxito comercial, traducido a cuatro idiomas. MAntuve un ritmo alto de publicación durante la siguiente decada. Viajé a lo largo del mundo repartiendo mi palabra de sanación, mi pensamiento del empuje optimista: conócete por dentro, impúlsate hacia afuera.

martes, noviembre 27, 2012

Autores extraños

  No llegó a publicar nada de lo que más apreciaba. En alguna editorial independiente publicó algún relato o algún texto disperso junto a otros autores de idéntico perfil. El momento de mayor transcendecia de su obra literaria es un tercer premio en un concurso municipal de microrelatos que debían incluir la palabra omisión y en el que hacía un laberíntico juego de palabras en el que lo omitido salía con poder a primer plano. Intentó escribir una novela gigantesca inspirada en la decandencia del capitalismo que jamás terminó y que comenzaba con un discurso radical y frenético contra el capitalismo. Quizá todo lo que escribió fue esa intro a algo que jamás se materializaría, quizá como primer sacrificado de su reflexión: "Todo es capitalismo. El gran poder de ese sistema es que al final, de cualquier modo, todo se hace capitalista. Incluso el anticapitalismo es capitalista. A su manera, los anticapitalistas son los guardianes del sistema, también su sistema en contra del sistema es capitalista. El capitalismo es la salida final de todo sistema, es donde todo concepto, toda abstracción, toda idea se hace realidad. El capitalismo es triunfal porque invisiblemente o descaradamente se apropia de cada gesto, de cada segundo de la realidad. Al final, la verbalización es el capitalismo. Porque toda concreción es, despiadadamente, capital. Capital ideológico. Capital verbal. Al final cada pensamiento es una propiedad privada, la autoria de cada uno de nuestros actos es una propiedad privada que nos otorga un beneficio, una ganancia. La única manera de luchar contra esa crueldad ideológica es inmovilizarse. Si el planeta entero, si cada uno de los habitantes se detuviera durante horas, durante días, sólo así el capitalismo desfallecería". Pero a lo que más horas dedicaría nuestro hombre sus letras, sería a la crítica cinematográfica. Si de algo no sabía era de cine, logró colarse en un periódico local como crítico como hay gente que termina dirigiendo países: por un azar indescifrable. No sabía absolutamente nada de cine y con toda seguridad jamás había visto previamente ninguna de las películas de las que escribó. Recibía la lista de películas que se estrenaban cada fin de semana y a partir de los títulos escribía una reflexión enloquecida siempre inspirada en el título, puntuaba de acuerdo a la empatía que sintiera con esa idea que le despertaba el título y la mandaba sin ningún pudor a una redacción donde nadie le ponía en tela de juicio. Los otros críticos: algunos afamados, otros mediocres, algunos muy malos, los pocos con criterio, eran conscientes de su truco, pero casi todos leían con devoción su juego, aunque jamás lo confesaran en público. Sólo uno de ellos, un crítico estrella, de prensa nacional, habló una vez de él en una entrevista digital: "seguramente estemos ante el mejor crítico de cine del continente. Al menos no es tendencioso; es, con toda seguridad, el crítico, menos prejuicioso en prensa".

 Murió joven. Sus críticas cinematográficas fueron reunidas en un libro simpático, casi homenaje al autor, titulado Crítica titulográfica del cine de finales de siglo.

sábado, noviembre 24, 2012

Perversidad

 No era el título, porque aunque no tengo buena memoria para los títulos, el título del relato si lo recuerdo. Era una frase incendiaria, tremenda, que recuerdo haber leído en la segunda mitad del relato, tiendo a verlo en la página izquierda, en la mitad de la página. Era concisa y brutal, esquemática y llena de sabiduría, pero no esa sabiduría académica o científica, no. Era esa sabiduría del que ha visto el sudor en el infierno, el que ha visto la perversión y la locura, el que ha visto la noche, esa noche que está reservada a las vidas más desquiciadas y alejadas de la cordura. Hablaba de los otros, del tiempo, de la forma fugaz y dolorosa que va tomando la vida y de como nos negamos a ver esa forma amorfa y terrible. La busqué durante años, releí el relato no una o dos veces, durante años lo leí casi a diario. Lo busqué desquiciado, incluso paranoico. Dudé de mi memoría. Pregunté a otros: a expertos en la obra de aquel autor, a desconocidos a los que vi esporádicamente, cada mucho, llevando ese libro en la mano. Todos me miraban siempre con el mismo gesto, ese gesto del que sabe que el otro, el interlocutor está claramente equivocado. Busqué hasta el hastío aquella frase implacable, aquella cita tremebunda. Envejecí y me formé teorías respecto a aquella frase: ¿Sería un invento mío? ¿Un momento de lucidez que jamás vuelve a ser accesible? ¿La escuché mientras leía aquel relato? ¿La soñé: soñé que leía ese relato y que mi sueño del relato incluía esa frase? ¿Soñé otro relato paralelo?¿Leí una edición alterada, no corregida? Morí. En la muerte encontré a ese autor y no sólo al autor, sino la realización de aquella frase. Aquella locura se hizo cierta en la muerte y me volví relato.

miércoles, noviembre 21, 2012

La condición de los colchones

 Siempre he rechazado los refranes. Me parecen peligrosos. Esas capsulitas de la mal llamada sabiduría popular. La gente se agarra a ellos con espíritu casi científico. Esa manía de ciertos interlocutores de concluir tu confesión, esa angustia que le expones, ese desasosiego con un "más vale pájaro en mano que ciento volando"o "mejor una vez rojo que ciento morado". Es, con toda probabilidad, esa filosofía basura, peor que un navajazo, peor que un mal consejo, y sólo te queda, mientras lo escuchas, recurrir a sus armas: "a palabras necias, oídos sordos". Siempre los he detestado, esos clichés, tan cargados de prejuicios. Pero de todos los refranes, de todo ese libro infinito de frasecillas de filosofía barata, la que más detesté, de siempre, era la nauseabunda "dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición". Porque aúna, en tan pocas palabras, la simplificación de las personas, elimina las capas, los pliegues personales, agrupa, etiqueta, con todo lo malo que tiene agrupar o etiquetar. Yo dormía con ella y en nada nos parecíamos y quizá ahí habitaba nuestra armonía, en nuestras diferencias, en nuestra condición distinta. Las parejas también su distancia, eso que provoca la tensión. Dormíamos juntos, en el mismo colchón y sin embargo éramos distintos. ¿Qué mayor diferencia que los sueños de cada uno? Ese mundo intransferible y personal, esa distancia inaccesible; tan abrumadoramente vasta, porque es infinita. En el mismo colchón y en la madrugada sucediéndose secuencias remotas unas de las otras, en esas cabezas casi pegadas, separadas por unos cuantos centímetros de colchón y almohada. Los sueños, eso que sucede en el colchón es, para contradecir al refrán, lo que nos diferencia, nuestra distinta condición. Y sin embargo sucedió lo impredecible y nos costó darnos cuenta, porque los sueños, si algo tienen es que nos son tan ajenos, incluso a sus autores, que es difícil verles la firma, señalar su autoría: ¿cómo sabes que un sueño es de otro si sólo has tenido acceso a los tuyos? No fue inmediato que lo descubrimos. Yo noté, lentamente, que con frecuencia, aparecían elementos en mis sueños que no reconocía, ambientes, situaciones tan ajenas, que por más que fueran mis sueños, no identificaba, me eran tan ajenos que ni la explicación de que eran sueños me satisfacía. Un día, una mañana de domingo, sin prisa, con la calma de saber que no hay prisa por levantarse, le hablé de esas novedades en mis sueños, de esas historias que además de tener la componente absurda del sueño tenían algo más, aquello no era yo y entonces ella me contó que a ella le estaba pasando lo mismo. En seguida nos narramos algunos de esos sueños ajenos y fue entonces que comprendimos, sus sueños y mis sueños se habían intercambiado. Algo físicamente en nuestro colchón hacía que yo soñara sus sueños y ella los míos. Una alteración física sin mucha explicación. En cierta manera soñar se volvió incómodo, porque accedía a su absoluta intimidad, a sus deseos inconscientes, a sus frustraciones ocultas, a sus visiones alteradas. Me veía a mi desde la perspectiva de su yo inconsciente. Yo era ella cuando deseaba a alguien en esos sueños en los que deseas, de repente, a alguien que no deseas. Yo era ella cuando entraba en habitaciones nuevas, y cuando descubría sensaciones enquistadas, pero además, cada mañana, nada más abrir los ojos, sabía que ella era yo, que aún era yo cuando la veía ahí, dormida con los ojos cerrados, habitando en ese mundo que sólo me debía pertenecer a mi, que era yo cuando se acostaba con esa compañera de trabajo que el día anterior había mirado de reojo y se había quedado incrustada en mi retina y de mi retina a mi subconsciente, donde ya el deseo fabricaría una historia enloquecida para, en sueños, terminar acostándome con esa compañera y ella era yo, allí, en ese encuentro fortuito en una fiesta extraña y ella era yo cuando comenzaba el deseo a trabajar en mis sueños, esos sueños míos que ella estaba soñando. Y así nos fuimos dando cuenta de nuestra distinta condición, de que el colchón no nos igualaba, al contrario: el colchón nos demostraba que el otro era más amplio, más inabarcable aún de lo sospechado; y nos fuimos haciendo tan remotos, tan ajenos, nos fuimos descubriendo tan desconocidos el uno al otro que nos fue insoportable seguir engañandonos. Soñar sus sueños me demostró que dormía con una desconocida, que nada sabía de ella y hasta nos fue dando pudor compartir cama con esa persona tan ajena que íbamos descubriendo y desconociendo a pasos agigantados cada noche, hasta que no pudimos más, hasta que casi nos daba reparo saludar a ese desconocido.

 La separación fue amistosa, absolutamente amable. Tan amable como eres con ese vecino con el que te saludas en el ascensor de vez en cuando, al que le muestras tu sonrisa más cortes. Nos despedimos con un apretón de manos y un "ha sido un placer". La vi irse, y me confirmé, porque me lo había demostrado que no, que no es cierto, Que dos que duermen en la misma cama si algo no se vuelven es de la misma condición. Y lentamente, noche a noche, fui recuperando mis sueños.

jueves, noviembre 15, 2012

Invisibles

 La primera vez le escuché desde su habitación. La puerta estaba abierta y me llegaba su voz susurrada y juguetona, como todas las tardes. Yo estaba en la computadora, perdiendo el tiempo o enredada con fotos, despistada, porque las tardes se me hacen largas y el niño juega solo y muchas veces no sé me ocurre un plan, algo que hacer. El niño estaba al fondo y le escuché nombrar a alguien, mantener una conversación larga con alguien al que llamaba Bruno. Me acerqué despacio, de repente sentí un golpe inesperado de temor, un temor angustioso, una amenaza. Recorrí el pasillo, pero antes de llegar el niño salió y me dijo que tenía sed, y caminamos a la cocina a la par. Entonces le pregunté qué con quién hablaba y me dijo sin filtro, sin pudor, con normalidad y algo de tedio: "Hablaba con Bruno, mamá". Los siguientes segundos transcurrieron despacio, una lentitud que a mi me resultó pesada, ingobernable y el niño dijo:"Mamá, la casa está llena de fantasmas, pero Bruno es mi amigo" El niño terminó de beber agua y regresó a su cuarto. Desde entonces me sentí vigilada, comprendí la dimensión de las palabras de Bruno y sentí un vértigo gigante, un vértigo desde un lugar que no tiene final, un agujero despiadado. De repente el niño volvió a hablar, con la naturalidad con la que se habla con un tu más intimo amigo. Miré a los lados, esperé una señal, un movimiento de persianas, las sillas, pero sabía de antemano que las cosas no sucederían cinematográficamente. Recordé viejas conversaciones sobre el tema, amigos que había estado rodeados y dudé. Me acerqué sigilosa a la habitación del niño, hablaba despacio y le contaba a Bruno que me acaba de contar que ellos también vivían en casa. Grité. El niño salió corriendo, asustado. Me preguntó aterrado que qué había pasado. Disimulé, no quería preocuparle. No dije nada concreto. Volvió a la habitación. Volvió a hablar con Bruno. Busqué el libro de los salmos. Un ejemplar que tenía en casa de cuando viví en Guatemala, que me regaló una mujer que limpiaba la casa. Hice memoria, pero no recordaba que salmo era el recomendado para salir de este vacío. Finalmente recordé. Abrí el libro. La primera lectura la hice en silencio, la segunda la hice en voz alta, suave, pero alta: ..Y debajo de sus alas estarás seguro; Escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, Ni saeta que vuele de día, Ni pestilencia que ande en oscuridad, Ni mortandad que en medio del día destruya... Lo leí varias veces, cada vez más alto, cada vez más liberada. FInalmente decidí salir con el coche. Avisé al niño y salimos. Nos montamos rápido en el coche. El niño preguntó donde íbamos. Contesté una mentira. Conduje mucho rato, al pasar por la Avenida Grecia todo, en cierta manera, se desvaneció, todo se me hizo gaseoso, también los peatones y los otros autos, Avenida Grecia me pareció fantasmal y sus componentes, sus peatones, sus conductores me parecieron amenazas, también el estadio nacional, como si todo fuera una capa superpuesta donde todo se había vuelto fantasmal, inorgánico, lejano. Giré en Pedro de Valdivia y sentí como si esas calles no existieran, como si nunca hubieran sido así, como si se las estuviera imaginando un tipo que escribe sobre esas calles, pero jamás las ha visto. Entonces, en una decisión irracional, porque jamás tomé esa decisión racionalmente o de un modo consciente, detuve el auto en la Iglesia de Santo Domingo Guzmán, por la puerta salía una pareja y tras ellos dos ancianas con cara de dolor. El niño me preguntó qué hacíamos allí y no le contesté. Le dije que me esperara. Entré. No había nadie. Tosí y mi tosido reverberó de un modo único, solemne. Lloré y pedí ayuda divina. No hice mucho más. Salí al coche. El niño se había quedado dormido. Me monté, volví a casa. Anocheció en el trayecto, porque me desvié varias veces sin saber donde ir. Cuando llegamos a casa, ya había llegado Paulo, leía y estaba preocupado. El niño se fue a la cama, y yo me senté en el salón junto a Paulo, que era ajeno a todo aquello. No dije nada, simplemente me quedé esperando avisos, movimientos, señales. Luego me dormí. Recuerdo que esa noche no soñé  o jamás recordé lo que había soñado.

domingo, noviembre 11, 2012

Sueño Capranos

 Mi sueño es cogerme a Alex Capranos. Pero no cogermelo porque sea famoso o porque tenga una banda popular. Mi sueño de cogerme a Capranos viene de su cara de desgana y porque Capranos sino tuviera una banda de rock no cogería nada, porque Capranos es un ángel cansado o un ángel que no aprobó la oposición, por nervios en el examen, a ángel. Me cogería a Capranos en casa, en la habitación, con ese temor de gemir y que el gemido traspase los tabiques y nos escuche mi madre. Y Capranos no aguanta y gime, y yo le digo: "Capranos, cuidado que mi vieja nos escucha" y finalmente mi mamá nos escucha y toca a la puerta de mi cuarto y me pregunta:"¿Qué haces, Flora?" Y contestarla con desprecio: "Mami, me estoy cogiendo a Capranos. Este pendejo escocés que no sabe coger, pero que tiene una banda de rock. ¿Sabes, mamá? Este puto flaco tenía reventado el auditorio nacional y las flacas de la Condesa le daban el culo a este escoces. Pero ¿sabes, vieja? Estos escoceses no saben coger. Saben beber, no beben igual que uno, pero saben beber. Beben distinto, porque aguantan menos tiempo sobrios pero más tiempo ebrios. Se emborrachan rápido, pero luego tardan más en caerse. Nosotros no, aguantamos más tiempo sobrios, pero luego caemos de una vez. Como si la borrachera fuera un sólo movimiento sísmico. Bebe, vieja. El muchacho bebe. Pero coger no sabe". Ese es mi sueño real. Porque cogerte a Capranos no es sólo cogerte a Capranos, es cogerte a todas esas imbéciles que gritan en mitad del Take me out y cogerte a todos los imbéciles que luego hacen grupos que quieren componer, de nuevo, el take me out. Y cogerte a Capranos es cogerte a esa masa uniforme del auditorio nacional, esos muchachos que buscan y sueñan que el auditorio nacional no es el auditorio nacional si no que es el holograma de Europa allí, al lado de reforma, un agujero donde la ciudad deja de ser esta ciudad y se convierte en la ciudad invisible que todos esos imantados muchachos quieren que sea esta ciudad. Cogerse a Capranos es cogerse la fuga, el aburrimiento y la desidia de esos chicos inertes. Cogerte a ese escocés de mierda es cogerte la mediocridad y el dolor soterrado de esa escoria. Cogértelos a todos de golpe, cogértelos como masa total que susurra a gritos. Ese era mi sueño anoche, en mitad de ese enloquecimiento y esa basura y Capranos es ajeno, porque Capranos desconoce esto, se imagina otra cosa y toca y corre y envejece y morirá. Porque Capranos morirá y lo olvidará todo, olvidará, también, la noche en el auditorio nacional, la confundirá entre rutas y noches y camerinos amontonados como un solo camerino, ciudades que dejan de ser ciudades. Capranos olvidará que todo esto se cae, y los gritos sumados como una furia y una angustía absoluta los gritos de esos chicos en mitad de sus estribillos. Gritos tristes, disfrazados de locura y frenesí. Y esas chicas repetidas como una sola chica. Mi sueño desde anoche es cogerme a Capranos. Porque cogerse a Capranos no es sólo cogerse a Capranos, es cogerse el triste regreso a casa, el miedo a bajar del taxi, la batería agonizando del celular, subir en ascensor, es cogerse la oscuridad de casa cuando entro de madrugada, el silencio roto en fragmentos por la respiración rasgada de mi vieja, al fondo del pasillo, esa respiración que aún no es ronquido, pero que casi lo es. Cogerse a Capranos es cogerse el desvelo y la desgana y el despertador sonando pocas horas después.

jueves, noviembre 08, 2012

Edmundo Sócrates

 Cambié algunas rutinas. Retrasé la ducha de la mañana, por ejemplo. Adelanté la hora de despertar. Me alejé de algunos vicios ligeros. No era fetichismo, en realidad mi idea giraba en torno a que si modificas tus rutinas, inevitablemente modificas tus ciclos biológicos, lo que con suerte darían una nueva forma de entender algunas cosas y por lo tanto una nueva inspiración para afrontar la tarea creativa. Con el tiempo me percaté que esos cambios habían sido, ciertamente, muy ligeros. Nada biológicamente podía verse muy afectado si apenas modificaba horarios de duchas o retrasaba horarios de comidas. Entonces decidí ser algo más rotundo. Modifiqué la alimentación: eliminé la carne de ternera y de cerdo, seguí comiendo pollo. Aumenté el consumo de alcohol y me apunté a un gimnasio. Creativamente no sufrí grandes avances. Todo mi proyecto literario seguía estancado. Las ideas fugaces de novelas me parecían detestables. Los intentos de cuentos caían en viejos vicios y no aportaban nada. Noté una profunda falta de libertad en mi forma de crear, además de una notable inconsistencia. Entonces me mudé, dejé el trabajo fijo y empecé a experimentar con mi cuerpo. A veces no comía, otros días comía compulsivamente. Aumenté el consumo de alcohol, de la cerveza pasé al ron.  Mi nuevo apartamento era un local que quedaba libre en una nave en una zona industrial periférica, al norte de la ciudad. El apartamento tenía una sola ventana que daba a una zona de la autopista de confluían y se bifurcaban avenidas y desviaciones. La idea de construir un argumento a partir de aquella imagen me pareció que escondía algo interesante. Consumí drogas populares y probé algunas más inaccesibles. Probé la ayahuasca. En una noche de la que recuerdo pocas cosas, salvo imágenes aterradoras y líneas milenarias expandiéndose por campos secos. También un desdoblamiento en el que me veo viéndome y dialogo de forma desconfiada conmigo mismo. Después de la ayahuasca intenté escribir poemas, poemas pretenciosos y nauseabundamente hippies: frases JimMorrisianas y de post adolescente idiotizado, enfrentado a un mundo del que es el mayor participe. Conocí, entonces, a Edmundo Socrates, traficante de perfil bajo de drogas. Cocaína y heroina. El tipo es inquieto y toca percusión en un grupo de mambo psicodelico. A veces le acompañaba a ensayos en un local cercano a mi apartamento, en la misma zona industrial. Los ensayos son a oscuras, la música es frenética. Probé, allí, en ese maremagnum atronador, la heroína fumada. Si hay mucha gente que vende su cuerpo a la heroína es porque el viaje de heroína es irrepetible o eso me pareció. No obstante me cuidé mucho de no caer en vicios. Edmundo no consumía, sólo vendía. Hablaba con desprecio de los drogadictos, también de las mafias y del mundo de la droga, y se maldecía por dedicarse a eso, pero el mayor problema de los traficantes es que empiezas joven y te jode el resto de tu vida: "De cualquier trabajo te vas. Pones tu renuncia en una mesa y te largas. De este nadie se va. Es una cárcel".  A Edmundo le confesé mis intenciones. Le hablé entonces de mi proceso creativo de mi idea de potenciar la creatividad modificando mi vida. A Edmundo todo aquello le pareció una profunda imbecilidad: "Sólo hay una manera de potenciar el proceso creativo: en activo. El arte se haciendo corriendo hacía adelante. En el enfado, en el testadurez, en el hastío, en el agotamiento, en la desidia y en la felicidad fugaz.   Esa experimentación física, esa idea de que las drogas o la sordidez invocan a la creación es el markenting de los traficantes. Es la mejor campaña publicitaria de la historia. El underground es comercial. Pon a unos cuantos yonkies, el frenesí de la mala vida, unas cuantas imágenes distorsionadas y tendrás a millones creyéndose artistas. El arte es otra cosa. El arte no puede ser esa cosa tan vacía de pseudorecokeros y de niñatos insatisfechos. El arte es un viaje absoluto, pero un viaje de verdad, con todas sus consecuencias. También la de la indiferencia y la de saberse mortal y mediocre. El arte no es esa arrogancia de pelearse por ser especial, único. El arte no es autobiografías de ciudadanos jugando a la autenticidad. El arte es la sangre y la piel. Las lágrimas cayéndose en mitad de algo incomprensible. La fuga por temer la locura. La locura de verdad. La locura que hace daño. No ese juego infantil y estúpido. No. Eso no es el arte"

martes, noviembre 06, 2012

Urbanizaciones

 Ella tenía un novio. Un tipo que andaba en coche con sus amigos por el pueblo y que no debía ser extremadamente amable con ella. Ella pasaba las tardes sola. Vivía en una casa preciosa a las afueras, donde comenzaba el camino de pinos. Todo quedaba apartado y ella parecía disfrutar de ese sensación periférica, de frontera entre pueblo y el sendero de pinos. Hablaba poco y parecía sumida en una especie de permanente post siesta, como si siempre hiciera poco que se acabara de levantar de la siesta. A mi, es cierto, jamás me prometió nada, y y tampoco me hice ilusiones. Tampoco fue una etapa prolongada, yo iba mucho por el camino de pinos porque en esa época sacaba fotografías de setas y de hojas en el suelo y me gustaba estar allí, ella salía a pasear cerca de su casa porque decía que la tarde se le hacía larga. Hablábamos poco, le mostraba las fotos que hacía y nos contábamos anécdotas de la infancia, como si fuera más lejana aún de lo que realmente era. El día que le di el primer beso, fue el día que le confesé que su novio me parecía un imbécil. Mi frecuencia por la zona quedó marcada por aquel beso y empecé a pasar todas las tardes por allí. Un día saltamos un viejo muro de piedra de una finca abandonada, me enseño una casa destrozada en mitad del inmenso terreno. La casa estaba totalmente destrozada, pero conservaba algo hermoso. Allí dentro, en el salón vacío, lleno de bloques de ladrillos desmoronándose y olores húmedos y tristes, hicimos el amor por primera vez. En mi cabeza, en cierta forma, la casa era un lugar absoluto, un lugar remoto e inaccesible donde iba a hacer el amor con ella. Me sentía lejos, lejos del pueblo, de casa, de compañeros, del asfalto, de todo. Allí, el tiempo, se me comprimía. Aún en invierno, en los días mas duros del invierno saltábamos y recorríamos la inmensa finca para alcanzar la casa y colarnos en las ruinas para hacer el amor. A veces era en los restos de la cocina, a veces en la parte de arriba, donde sólo se intuían habitaciones, a veces en el salón o en la estructura de las escaleras en la que ya casi no había escalones. Luego nos quedábamos quietos, como si pudiéramos recuperar la forma original de la casa, como si después de hacer el amor viniera el esplendor pasado de esa mansión triste. A veces oíamos llover y veíamos como algunas gotas se colaban por todos los huecos que las ruinas y el tiempo había ido abriendo. Era hermoso ver lluvia cayendo dentro de la casa, el agua entrando por huecos del tiempo y el abandono.

 La última vez que fuimos fue en otro día de lluvia. EL tipo del tiempo había anunciado temporal y recuerdo a mi madre preguntandome al salir de casa dónde iba con la que estaba cayendo. Subí en bici hasta las afueras del pueblo, ella me esperaba en casa, donde siempre estaba sola. Salió corriendo con sus botas de agua y un chubasquero. Saltamos la valla, corrimos entre loas árboles de la finca y alcanzamos la casa. Ni siquiera hablamos, nos arrinconamos en la esquina del salón, junto al hueco de la chimenea. Ella dijo algo susurrado, algo que no comprendí, pero que sonaba preocupada. Seguí, seguí con los ojos medio cerrados, y confesé casi a la vez que me arrepentí de confesarlo, que la quería. Decirlo me sonó a drama o película mala o a pomposidad o a pretensión de poeta. Decirla te quiero no sólo me pareció cursi sino impreciso. Y me avergoncé en el acto, cuando noté varias gotas cayendo de lleno sobre nuestros cuerpos, las goteras y las ruinas se agrietaban velozmente con el temporal. Ella, casi inaudible por el ruido de gotas contra la casa y el sonido disparado del viento, me dijo que también me quería, pero lo dijo suave, sin tono, sin modulación y me pareció tremendo; y en ese momento noté algo, arena cayendome en el pelo, su cara llena de polvo, entonces entre gemidos y suspiros un ruido atronador. La casa, inevitablemente, se estaba viniendo abajo. El temporal y la lluvia eran despiadados, nosotros nos íbamos quedando enterrados entre escombros.

 No nos vimos más. Salimos como pudimos. Se hizo de noche, paró la lluvia y un buen día llegó la primavera, luego el verano.A veces la veía pasar con el imbécil de su novio, como si nada de aquello hubiera pasado. Por algún tiempo, los escombros estuvieron allí. Un día unas máquinas levantaron y movieron la tierra, con los años aquello se convirtió en la urbanización donde hoy vivo con mi esposa.

sábado, noviembre 03, 2012

Declaración

 Todo este asunto, toda tú ausencia, toda tu desaparición, la resolveremos en la próxima guerra. Vete preparando.

domingo, octubre 28, 2012

Poetas subterráneos I. Ernesto Valle.

  El tipo trabajaba arreglando electrodomésticos en una tienda  q parecía la metáfora de la neurosis. Todo estaba repleto de viejos aparatos abiertos y desmenuzados, mostrando ese interior despiadado de la eléctrónica. El dueño era un tipo q había perdido considerablemente la vista, le pagaba poco, pero era amable y considerado, cada vez que podía le daba un extra, lo que sucedía muy pocas veces, porque un negocio de reparación de electrodomésticos era un negocio venido a menos. Cuando salía, solía caminar hasta su habitación, un cuarto pequeño, pero agradable en el centro de la ciudad. Allí solía escribir poesía en una máquina de escribir  eléctrica, reparada en la tienda y que el dueño jamás fue a buscar. Su poesía era extraña y triste, pero sobre todo extraña. Sus figuras poéticas eran desconcertantes. Su ritmo interno era novedoso, peculiar original. Quizá, era la conclusión, escribí con una mano. La otra estaba lesionada de por vida, en un accidente laboral en el pequeño taller de la tienda. El poema donde narra el accidente es posiblemente el paradigma de estilo, donde describe a los aparatos como cocodrilos de entrañas de alambre y de una docilidad cruel y maquiavélica.

martes, octubre 23, 2012

El niño

 Ese niño se medicaba con una frecuencia terrorífica. Físicamente era ligero y hermoso. Anunciaba un posible atleta de medio fondo. Internamente habitaba en un no lugar, o en un lugar desterrado y solemnemente vacío. Ese niño sufría de tristeza, una tristeza milenaria, una tristeza pozo. Su tristeza  venía del interior de la tierra. No siempre iba a clase, porque la escuela quedaba lejos y porque el transporte era caprichoso en la periferia del desierto. ¿Quién regula el horario de esos autobuses inconstantes? Y esa irregularidad aniquilaban la constancia escolar del muchacho. Así que muchas mañanas terminaba deambulando por los matorrales de detrás de las caravanas. "Cazando osos" decía él. Batallando con los leves remolinos del viento si se le veía desde lejos. Asustaba hablar con él, asustaba porque no parecía real. Hablaba como si fuera un reencarnado. Como si hubiera vivido cien mil vidas. Como si en verdad su tristeza viniera enquistada de haber visto el horror siglo tras siglo. Fantaseaba con vidas lejanas que ya había vivido y a veces abrumaba que se imaginara las cosas que imaginaba

.- Antes de vivir aquí, fui jardinero en un palacio gigante. Lleno de oro y reflejos. Siempre estaba vacío y medio abandonado.

 Su voz era siempre suave, como si temiera ser escuchado. Sus frases eran cortas y el diálogo breve. COmo si cada vez que hablara se arrepintiera inmediatamente de haberse confesado. Porque realmente cada frase parecía una confesión aunque provenieran todas de ese mundo de fantasía en el que parecía instalado. Pero no un mundo de fantasía ameno y rosa. Su fantasía estaba llena de recovecos y era retorcida.

.- A veces soy un pastor. Llevo mis ovejas por los montes. Las ovejas están porque arriba, en la montaña, las cosas se han puesto feas.

Sus frases contenían una forma de amenaza. Quizá aquellas frases venían de la fuerte medicación recetada por el psiquiatra. La madre soportaba unos gastos terribles en médicos y medicinas. La mujer sólo quería "salvar" a su hijo, decía llena de angustia y temor: "No quiero que se vuelve loco. No quiero que padezca del mal mental"

  EL chico era ágil se movía con rapidez, a veces se iba corriendo por el lado de la carretera. Como si buscara batir una marca. Yo le preguntaba si le gustaba el atletismo y él decía que no. QUe sólo corría por costumbre. Porque en la guerra siempre corría. Una guerra atroz que se inventaba, una guerra cruel y tremenda.

 Un par de años después se fueron de la zona de las caravanas. No siguieron por la periferia del desierto. Alguien comentó que se habían ido a la ciudad. A veces, algunas tardes, recordaba al chico y me daba por pensar que en realidad todo eso si le había sucedido, aunque fuera mentira, aunque fuera fantasía.

martes, octubre 16, 2012

La noche del trapecio

 Esa noche el error fue beberse una botella de ron en menos de diez minutos entre tres individuos. Evidentemente a partir de ahí los errores se confunden entre la ebriedad y los errores de la causalidad: ese laberinto indescifrable. Es decir, desde ese minuto diez en el que la botella cae al suelo entre gritos y bailes eufóricos de los tres, no se sabe qué es error de borracho o error natural o si ambos se combinan de un modo volcánico. ER decide conducir su Volkswagen rojo. EM y yo nos montamos con torpeza. El radiocasette del auto suena terrible, saturado, como si fuera una conexión recibida desde un lugar remoto; sin embargo, escuchamos la música a volumen atronador. Tarareando como si la vida, toda nuestra vida, la biografía pasada y lo que aún tenemos por vivir, dependiera de nuestro canto: suena Interstellar overdrive. ER desmenuza el riff de guitarra a gritos, mientras conduce por la veinte hacia arriba. Nadie, ninguno de los tres, sabe donde vamos. Cantamos y percibimos las calles del centro  como acontecimientos aleatorios, como accidentes cósmicos, fugacidades galácticas. En verdad el Volkswagen rojo, esa lata de motor anciano, avanza despacio porque ER descubrió años atrás que si subía de determinada velocidad el auto, como humano envejecido, se negaba a continuar; pero la percepción de velocidad a partir de la Avenida Vargas hacia arriba, mientras el bajo de Interstellar overdrive planea, es la de un tren de alta velocidad, o quizá la de un proyectil desenfrenado. En la Avenida Pedro León Torres ER acelera más de la cuenta, sumido en un frenesí automovilístico excesivo: el Volkswagen rojo en ese momento va a unos sesenta o sesenta y cinco kilómetros por hora. El motor tose, como si fuera víctima de una neumonía incurable  y amenaza con detenerse. Cuando miro a los lados veo que por la acera desolada de la Pedro León, que es posiblemente una de las avenidas más tristes del planeta, pasan dos tipos que parecen compañeros de satán, pero los compañeros malos, los que le llevaron por el mal camino, los que le arrastraron a la perdición y el vicio y al dolor que produce la felicidad sosegada, nos miran y parecen deleitarse con el banquete. Evidentemente la opción no es acelerar porque el Volkswagen rojo amenaza con detenerse por completo, así que ER decide avanzar a quince o veinte kilómetros hora, los tipos amenazan con perseguirnos corriendo, el más pequeño de ellos se lleva la mano a la bragueta y en ese momento EM grita, pero sin gritar, porque EM no sabe gritar, habla susurrando incluso en el pánico:"marico, ese guevón está sacando una pistola" y ahí la orden aterrorizada de EM y mía a ER no es la obvia, la fácil, el grito de guerra: ¡Acelera!. No. En este caso, conociendo las debilidades del Volkswagen rojo, la orden para huir es opuesta a los cánones de la buena huida. El grito, al unísono, casi como si lleváramos una vida ensáyandolo, de EM y mío es: "¡Decelera, mamagüevo!" y así, pausados, viendo a los dos tipos quedándose en slow motion atrás logramos huir. En el radiocasette sigue sonando Pink Floyd, la cinta ha avanzando, seguramente más lento de lo normal de Interstellar overdrive a The Gnome. Estamos pasando por debajo del Obelisco. ER cuenta algo inverosímil o algo que a mi me suena inverosímil sobre el Obelisco, pero no le escucho, porque estoy borracho y le digo que frene en la licorería que vemos a un lado. Compramos cerveza y anis. A mi el anís no me gusta, pero en realidad, a esas alturas de mi vida he aprendido a conciliar realidad y gustos, porque en verdad, nada de esa ciudad me gusta. Mi relación con esas calles, con ese ambiente, es distante y cercano, como si asumiera que la única manera de sobrevivir es lanzarte al fango y embadurnarte y olvidar que alguna vez no hubo barro. En realidad todo se sujeta a ellos dos, a ER y EM que me salvan la vida, pero no de tiroteos o en huidas, me salvan la vida en una forma de comprensión silenciosa, en un flujo trascendetal y sin aspavientos. Por eso avanzamos hacia la nada. En la licorería nos timan o no nos devuelven todo lo que nos tienen que devolver y yo, asumiendo una personalidad que no me pertenece, discuto y me encaro con los dos tipos tras las rejas de metal que entregan el alcohol con desgana mientras del interior suena una música imposible, indescifrable, terrible. Uno de ellos se acerca hasta mi, me mira mientras le insulto y le llamo ladrón y algo terriblemente ofensivo con todas las mujeres de su familia y el tipo, sin inmutarse, me suelta un golpe sólido, contundente y seco en la mejilla. Me mareo, pero sin perder la dignidad vuelvo hacia el coche ordenando a mis amigos que nos larguemos de ese lugar ya. Cuando subimos al Volkswagen rojo, sigue sonando Pink Floyd y ER decide que es momento de otras cosas, de otros ruidos.  Suena una canción increíble que se llama House of mirrors. Atravesamos la carretera más fea y terrible del continente, al fondo hay fuego, un fuego bajo, suave, que se prolonga linealmente. La oscuridad, salvo ese fuego lejano, es absoluta. Las luces del Volkswagen rojo apenas alumbran el asfalto. Un asfalto lleno de huecos. Frenamos en la puerta de un club de putas feo que aparece en un cambio de rasante. En la puerta me detienen por ir sin papeles. Hablamos con los tipos. Pagamos a los tipos.Nos humillamos con los tipos y al final me dejan en paz. Argumento que soy extranjero, que necesitaría llamar a mi consulado,  a los tipos, ignorantes y corruptos, todo ese asunto de consulados y embajadas los abruma y se dan la vuelta. Entramos en el bar de putas. Llevo un ojo morado y una lata de cerevza. Un tipo, aparenetemente encargado de al seguridad, me frena en seco: EM y ER ya están en la barra, hablan con la puta más gorda del mundo, pero hablan de música y de novelas de misterio. Yo hablo con el seguridad y le digo que es mi despedida del país, que al día siguiente me voy a volver, el tipo me pregunta que a dónde me voy y le contesto que a Argentina, que soy el primer argentino del mundo que perdió el acento, y el tipo me cree sin saber, mientras le veo que cambia el gesto, porque le he dicho que soy argentino y no español. Me acerco a EM y ER, la tipa les habla de un escritor sueco de novelas, dice que es adicta a sus libros. EM le cuenta anécdotas de otro escritor sueco que no existe, pero ella le cree. La puta me mira y me pregunta por el ojo morado, le digo que nos han robado y la puta me dice que tengo cara de niño y que es normal que me roben. En ese momento aparece un tipo bajito con bigote, un bigote objetivamente feo. El tipo está indignado porque el se había ido al baño y que le habíamos robado su puta, la puta dice que ella no es la puta de nadie, que ella es puta de ella y de nadie más, que el que quiera coger que pague. Yo me doy la vuelta, miro a la pista donde un tipo con un sombrero incomprensiblemente grande baila una ranchera lenta con la puta más joven de todo el local. EL tipo del bigote me empuja, le miro y le digo que por qué me empuja y me dice que por qué yo le quería robar su puta. Me vuelve a empujar y EM y ER se bajan de las butacas como para tratar de defenderme. Finalmente nos separamos de la barra. Yo vuelvo a mirar a la pareja que baila en la pista de baile, una pista demasiado amplia para el lugar, iluminada con importancia, como si fuera el rincón preferido del dueño, el punto fuerte del local. En realidad miro a la joven que baila con el tipo del sombrero. Estoy muy borracho, pero siento que me he enamorado, no sé por qué, pero no siento deseo o ganas de pagar por acostarme con ella, lo que siento es arrasador, quiero abrazarla y llevármela de allí. La miro, la miro hasta la imprudencia por qué el tipo del sombrero me mira mirándola y temo otro conflicto. Conflictos de los que, a pesar de mi borrachera, empiezo a estar harto. EM y ER están hablando de ciencia, de un artículo de ciencia que ha leído EM en el que se plantea la inexistencia de la materia. La música en ese momento se detiene, todo se detiene y se encienden las luces. Entra la policía. Las putas se sientan, como si se hubiera acabado un show o como si hubiera terminado la jornada. No le pierdo vista a la joven que ya no baila, está sentada fumando. La policía, y estos son distintos de los que había en la puerta, me pide los papeles. De nuevo problemas. Esta vez nada me salva y me montan en la furgoneta junto al tipo del bigote. EM y ER me miran desde abajo con tristeza, con pánico y con los ojos semicerrados de la borrachera. Sin embargo la furgoneta no arranca. Jamás arranca no porque no funcione, sino porque los dos policías han vuelto al local. Esperamos muchos minutos y el tipo del bigote me mira y me dice: "Esos coño e´madre están cogiendo con las putas. Siempre hacen lo mismo". Nos bajamos, corriendo nos montamos en el Volkswagen rojo y arrancamos. ER conduce concentrado; borracho, pero concentrado. Ya no suena música. Ninguno de los tres habla. El Volkswagen rojo aguanta sereno esa huida sosegada y lenta de la ley. Cuando volvemos a entrar en la ciudad, cuando vamos bajando la Pedro León Torres pienso en la joven, pienso en los dos policías y me voy quedando dormido. Esa noche sueño con una mujer trapecista. Una mujer trapecista que amo y con la que vivo en una Roulette y a la que por las tardes acompaño a ensayar su número y la veo desde abajo y en el sueño suena una música que al despertar he olvidado.

lunes, octubre 15, 2012

Neptuno

 A mi me gusta Neptuno. Me gusta por su nombre, por su ubicación, por ser gaseoso, tremendo. Ahí, entre Urano y Plutón, como si estuviera mediando. No sé por qué, pero Neptuno tiene personalidad. Lo fácil sería fascinarte con Marte o Jupiter, que es tan bestia, pero Neptuno, tiene esa cosa periférica. Y luego sus vientos, sus tornados salvajes, inconcebibles. Me imagino vivir una tormenta en Neptuno. Me lo imagino sin poder imaginarlo. Proyecto que habito como buenamente puedo en medio de esa violencia absoluta. Arrastrado por el mayor de los vientos. También su frío. Esas temperaturas inconcebibles. Sus horas, sus ciclos. Es tan radicalmente distinto que es atractivo de imaginar, de proyectarse. A veces cierro los ojos y me imagino en Neptuno. Las trece lunas. Entonces con estos ojos me imagino que veo las trece lunas, que las voy contando, que las comparo de tamaño y de intensidad de luz. Puntos luminosos tremendos o novedosos a mis ojos. Y allí Tritón. Las texturas de Tritón.

 No es que no me guste o no me atraiga el resto del sistema solar. Por supuesto que me atrae y por supuesto que se producen interrogantes y fantasías visuales con nuestro sistema. Incluso fantaseo con ver la tierra desde otra perspectiva no tan humana, pero Neptuno, ya sólo su nombre, me parecen esconder una forma emocionante de misterio o de sensualidad. Neptuno reverbera, como si algo de mi estuviera ligado de un modo astral con semejante piedra. A veces sueño que camino por un trozo reducido de Neptuno, hay gases, como en esas discotecas que sale humo del suelo, hay elementos disparatados, y un olor que asfixia. Apenas respito, voy cubierto con un traje gigante, que suena o que yo sé que suena pero no suena porque la gravedad en Neptuno aniquila y transforma el sonido. Hay una forma de silencio que parece un ruido. En realidad en mi sueño lo más desorbitado e incomprensible es la percepción del sonido. No es y es a la vez. Suena y no suena. Cae y sube. Es una música que produce un efecto casi en el tacto. El olor, ese olor tremendo y asfixiante en mi sueño, no sé si viene del exterior o de los plásticos industriales y la química inevitable de mi traje. A veces creo que mis sueños son reales, que si camino por esa parcela pequeña de Neptuno, que en realidad esa caminata neptuniana si está sucediendo y cuando despierto pienso que en realidad he sido empujado aquí, de repente, desde un año remoto, porque los años, claro está no coinciden con los años terrestres y en esa atemporalidad aún estoy allí, en Neptuno. En cierta forma vivo viviendo a su vez en Neptuno. Quizá soy gas o parte de un tornado brutal atravesando estepas hostiles de Neptuno. Quizá soy eso. Luego salgo la calle y conduzco el taxi o lo olvido, o no siempre lo olvido. Se montan clientes, los traslado or la ciudad, direcciones inconexas. Rutas entre calles y pienso que quizá eso es una imagen superpuesta de esto en aquello. Que quizá mi taxi es un gas en Neptuno. Y el cliente se baja y paga y todo, a veces, me parece absurdo.

jueves, octubre 11, 2012

Tipo

 Salí por B)0. Esa zona es compleja e intransitable, pero debía cargar y seguir a C(7. Quizá fue ahí o quizá fue después o quizá antes. No sé en que momento la ruta sufrió la variación inadecuada.  En 9)0 no estuve mucho tiempo. Cargué en un cubiculo de montaje de los almacenes Arbeit y proseguí por la 1 hasta el desvío a la circuvalación para alcanzar a C(7. Allí había quedado con Eu para una sesión de Metanfetamina diluida en un café antiguo. En la circunvalación ya noté que me marcaban, pero pensé que se trataba de una aceleración inapropiada o del modo en el que había  tomado la desviación en la circunvalación. No soy aeronauta precavido y tiendo a mirar al suelo. Seguí sin preocupación. Pensé que la marca llegaría en forma de multa o con descuento de luz diaria, pero en seguida recibí la señal dura de infracción aguda. Miré a los lados y no vi en la cercanía a ningún sujeto de orden. Reduje la velocidad y pensé que había un error o que la señal por equivocación me había llegado a mi. En ese instante se frenó el móvil y quedé suspendido. Se habían bloqueado los mandos y la dirección. Desde ese instante en adelante ya no conduje yo. Fui llevado por control remoto a una zona elevada por la parte de O0, la zona de justicia. Allí me hiceron descender y fui esposado. Evidentemente no comprendía porque estaba siendo víctima de semejante control legal. Entré, acompañado de dos agentes, en el edificio blanco. Caminamos por pasillos estrechos e iluminados por ultravioletas. Soy consciente que fui examinado físicamente. Me sentaron en una butaca gris y me hicieron esperar media hora. Me dieron agua tibia con cápsulas, iba a ser interrogado. Sufrí un leve ataque de ansiedad, pero lo disimulé. Apareció una mujer joven, dura, pero de tono amable. Me preguntó por mi ruta. Describí el camino que había realizado desde por la mañana y me dijo:"al menos no mientes". Le dije que no entendía que hacía allí y cual había sido mi infracción. Aparentemente mi ruta había infracciones estadisticas. Repetía la ruta que habían realizado, hace un par de años, dos delicuentes. Le dije que acataba la ley, pero que jamás había comprendido la ley de estadistica. Que repetir una ruta no me convertía en delicuente. A partir de ahí los interrogatorios eran sobre mi perfil psicológico o tratando de crearme un perfil tipo. Cumplía con algunos requisitos del outsider o de los asociales, de ciertos grupos ajenos al orden que algunas veces aparecían en las pantallas y en los circuitos de información. Explique mi situación vital: soltero, trabajador de transporte de cédulas de alimento, habitante de C(2, sin ideología, del grupo amarillo de electores y de cornubia en el plano ocioso. Jamás imaginé que mi perfil coincidiera con el de los grupusculos outsiders.

 Pasé una noche en una sala de ambientación difusa. Un lugar ambiguo, agradable pero molesto. Dormí, creo que soñé con unas abejas, unas abejas que sobrevolaban unas flores fluorescentes, hermosas. El sueño era laxo, lento, congelado. Al despertar me quedé recreando imágenes del sueño y llegué a la conclusión de que habían sido producto de las cápsulas del interrogatorio. Me recogió un seguridad de avance. Un tipo amable que con voz pausada me animo y me dijo que seguramente la confusión terminaría pronto, que la ley de estadística y prevención no era muy implacable. Me llevó hasta otro edificio. Me atendieron unos doctores, me examinaron y me hicieron algunos análisis. De ahí fui trasladado a zona central, donde se me haría un juicio comprimido. Salí culpable. Me desmayé. Al despertar estaba en la que sería mi habitación de reserva los siguientes meses. Allí leía libros de conducta y reordenamiento psicológico. Me proyectaban capítulos de personajes recuperados. La luz de estos vídeos era hermosa y las voces de los recuperados sonaba reverberada, como si hablaran desde la felicidad absoluta, una felicidad total, una felicidad ligera. Recuperé peso, llevaba algunos años pesando por debajo del peso tipo. Me dejé el pelo largo y dormía muchas horas. Al cabo del tiempo, me llevaron a  casa. Las primeras semanas todo me parecía pausado. Recuperé mi trabajo. A las semanas sin embargo todo me pareció sin atributos, sin color. Dejé de ir a trabajar, dejé de salir. Poco después me detuvieron de nuevo. A partir de ahí todo lo recuerdo en bloques gigantes, sin matices. Los recuerdos vienen como un bloque de años, a lo sumo de meses, de semanas, pero no hay detalles precisos. Habitáculos uniformes, amplios, ligeros. Sueños como un solo sueño. Dejé de percibirme.

 Poco más

miércoles, octubre 10, 2012

La literatura necesaria

 La descripción del personaje casi siempre era un asunto secundario. Por no decir prescindible. Generalmente todo sucedía en una nebulosa imprecisa o situaciones poco claras. Nada paranormal, pero rozando lo anormal. Descripciones de momentos descolgados en la inmensidad de los momentos o del momento único, el momento total que es la suma de todos los momentos. No era literatura extrema, era externa, periférica. Nadie la leía, sin embargo en su construcción, en su insaciable creación, había una obstinada constancia, una responsabilidad y una frecuencia digna y abrumadora. Su gran virtud era su exagerada frecuencia, su volumen. El número de textos era gordo, tremendo, el número de lectores era nulo. Ni siquiera su creador se leía. Esos textos nacían agónicos para no ser leídos, pero con la constancia y la frecuencia de textos leídos e importantes. El autor acudía responsable a una cita donde no había más citados. El autor cabalgaba por una inmensa llanura, desolada y tremenda, porque para él la literatura o esa forma imprecisa de literatura era una guerra silenciosa e invisible, una lucha desesperada contra la paralización y el bloqueo. Sólo entendía una manera de no quedarse seco, no parar. Creía en el flujo como fuente del flujo. Si se empuja, aunque no haya nada, algo se desplaza. Su única misión literaria era personal. No esperaba un abrazo colectivo, un reconocimiento miserable. Lo que esperaba era sacar, como buenamente pudiera, otro texto. No ser leído, no era un impedimento, o al contrario, era un gran motor. La literatura de la soledad y el destierro. Literatura como mecanismo biológico de supervivencia. Textos como proceso físico, producto de la maquinaria casi perfecta del cuerpo humano. Literatura como salvación. Lo demás era todo secundario. La batalla era sacar diariamente producción. Avanzar con textos de los que no importaba tanto su calidad como su trascendencia interior, física, liberadora. Textos como solución, como dinámica existencial. Eso era, es y será la razón de esa literatura, si es que es literatura, cuya totalidad está contenida en este blog.

lunes, octubre 08, 2012

Fin de semana

 Las niñas se lo pasarían bien. Por eso decidimos ir, por qué el plan parecía apropiado para ellas: un lugar en mitad del monte, una casa antigua, unos días apartados entre árboles y hojas. En las fotos era un lugar idóneo, lo que la realidad confirmó: cuando llegamos nos pareció, posiblemente, más bonito que en las fotos de la web donde habíamos reservado. Recorrimos los últimos kilómetros por una vía de tierra que nos anunciaba un fin de semana relajado y retirados de todo. El trayecto era complejo y en la web no estaba bien especificado algunos desvíos con lo que cuando llegamos masticábamos esa doble sensación de felicidad de llegar a un lugar idílico y llegar sin haberte perdido en el camino. Juntamos los tres coches en una zona de aparcado junto a la casa. Nos saludamos con nuestros amigos, los otros dos coches, con los que nos habíamos citado en una gasolinera en mitad del camino, pero que aun no nos habíamos visto. Alguien bromeó con el parecido de la casa a una famosa película de terror o con algún hotel terrible o Norman Bates. Bajamos las maletas y caminamos todos hasta la puerta, una chica simpática y guapa nos atendió con esmero, nos enseñó la casa y nos dio algunos planos para hacer caminatas bucólicas. En la cocina nos había dejado unas verduras de la huerta para que probáramos los beneficios de esa tierra y nos recomendó un restaurante no muy lejano por si en algún momento preferíamos comer. Se despidió, vimos su coche perderse por el camino de tierra y supimos que empezaba, por fin, nuestro aislamiento elegido para ese fin de semana otoñal.

 Lo confuso empezó rápido. Estábamos organizando la casa: los niños juntos por un lado, los adultos repartidos por habitaciones distantes. En la tercera planta crujió una madera de un modo exagerado, mi hija señaló con precisión el lugar donde creía que había sonado y subí con ella. En esa planta sólo había un baño y una agradabilísima sala de estar con una chimenea. Miramos, revisamos, pero no vimos nada. Por la ventana mi hija señaló a alguien que venía por el camino, pensé que sería alguien de la administración del hotel que pasaba a ver cómo iba todo. Bajamos y comunicamos que el crujido vendría de las vigas o incluso del interior de la chimenea. A los veinte minutos recordé al hombre que vimos venir mi hija y yo y caí en cuenta que nunca había entrado. Bajé a la planta baja a preguntar y todos dijeron que nadie había pasado por allí. Comenzaba a caer la tarde y los niños salieron afuera a jugar al escondite o una modalidad de escondite desconcertante y llena de trampas. Yo acompañé a J a fumar y charlamos de asuntos laborales y cotidianos con despreocupación en el porche. Fue en ese momento cuando vimos un ciervo venir por el camino y detenerse a pocos metros de nosotros. J hizo un gesto para espantarle, pero el ciervo actúo como animal que se siente amenzado. El ciervo estaba nervioso, agitado. Más atrás un caballo apareció al trote. El caballo se detuvo un poco más atrás. J y yo miramos con cierta perplejidad la escena, no por que hubiera dos animales rondando la casa sino por la actitud amenazante y nerviosa de los dos. J apagó el cigarro y me dijo que entráramos: "Ya se irán".  Dentro, en la casa, las cosas tampoco caminaban en la normalidad. La pareja de J mostraba preocupación porque ya iban dos habitaciones y un baño que repentinamente se habían quedado sin luz. En ese instante M apareció con mis dos hijas comentando pausada que se había ido el agua y que en uno de los retretes había una perdida algo exagerada de agua y que el baño corría riesgo de inundarse. La sensación de enfado fue creciente y G propuso llamar a la chica de contacto inmediatamente. Llamó varias veces y no hubo respuesta. Entonces, sin señal previa, sin intro, la casa tembló de un modo violento, como si estuviéramos en el epicentro de un movimiento sísmico considerable. El terror apareció, hubo algunos gritos y los niños se abrazaron a sus madres, la mujer de G contribuyó a la histeria y a la paranoia hablando de actividad paranormal y de presencias. Comprendí que el terror y la locura son contagiosas y que la irracionalidad es un virus de contagio excesivo. G propuso recoger rápido y largarnos de allí. Yo sonreí, no iba a caer en la infantilidad de creer en fantasmas. Desde ese instante la confusión y los acontecimientos desquiciados se sucedieron sin freno. Cuando J abrió la puerta la entrada a la casa estaba llena de animales recelosos, cerró asustado. Subimos a la última planta para estar juntos y pensar que hacer. En ese momento parecía imposible traer el sosiego al grupo e incluso M y mis hijas parecían contagiadas del pánico. Pensé que llegados a ese punto quizá era mejor irse que pasar un fin de semana en ese estado de neurosis colectiva. Y propuse largarnos. Un ruido atronador, entonces, vino de la chimenea. Como si una placa de hierro gigante hubiera caído. La mujer de G estaba fuera de si. Los niños gritaban sin posibilidad de consuelo. Sonreí y traté de traer el sosiego gastando una broma, pero los resultados de mi broma jugaron en mi contra: J me recriminó mi falta de gusto e inmadurez. Salí de la sala de estar y bajé las escaleras solo. Arriba se quedaban todos sumidos en la paranoia. Descendí la escalera tratando de descifrar que era lo que estaba sucediendo. Un cúmulo de casualidades, una broma de recibimiento por parte de la gerencia del hotel. Todo menos la tontería de la actividad paranormal. En la primera planta me encontré con un señor, un anciano cansado y con bastón. Me miró con descofianza y yo le pregunté que hacía allí:

.- No- contestó- ¿Qué hacen ustedes aquí?

.- Hemos alquilado la casa para este fin de semana y las cosas no están empezando muy bien.

.- Esta casa no se alquila. Llamaré ala policía- Me dijo- Váyanse, por favor- Me pidió en tono suplicante y con un halo de terror.

 Le miré con desprecio. En ese instante ya sólo me sonaba coherente la explicación de la broma. Una broma cruel con la que eras recibido en ese aislamiento vacacional. Seguí bajando ignorando al anciano. Según bajaba me empezó a gritar sin fuerza, con fatiga:

.- Por favor, lárguense. ¿Qué les hemos hecho?

 Enfurecido llegué a la planta baja. Abrí la puerta, allí seguían los animales. Salí, pasé entre ellos. El perro ladró los demás comenzaron a desplazarse. Seguí caminando hacia el camino de tierra. Estaba furioso, realmente nunca había estado tan furioso. Empecé a recorrer el camino. Era ya de noche y no se veía nada. Cuando miré detrás de mi todos los animales me perseguían. Como si me protegieran, como si me secundaran.

 Caminé muchas horas, toda la madrugada. En los primeros ecos del amanecer regresé a la casa. Sin respuestas, agotado. Aún rodeado de animales. Abrí la puerta. La casa estaba en silencio total. Subí ala segunda planta, donde habíamos decidido que estaría nuestra habitación. Las niñas y M estaban dormidas. Me tumbé y cerré los ojos.

 A la mañana nadie quiso recordar lo sucedido. En realidad todo el mundo actuó como si jamás,  nada de aquello hubiera pasado. El resto del fin de semana fue divertido y sin problemas. Sólo cuando nos fuimos, por el retrovisor, vi algunos animales viéndonos ir.

lunes, octubre 01, 2012

Clara

 Los aeropuertos de ciudad pequeña tienen un ambiente más desconcertante aún que cualquier aeropuerto. Tienen poco transito y sus pasillos están más vacíos. En general hay menos sensación de prisa y se multiplica la sensación de estar en una atemporalidad absurda. Todo aeropuerto vive bajo la atemporalidad extrema, los de ciudad pequeña aún más, porque en cierta forma los aeropuertos de ciudad pequeña se han quedado anclados en un no tiempo confuso. Me senté en la cafetería, ya era de noche y éramos pocos, cuatro o cinco. los que estábamos haciendo tiempo. Pensé que mi vuelo sería el último vuelo en horas y que ese débil tránsito de gente quedaría en el vacío absoluto una vez que mi vuelo despegara. Imaginé, entonces, por un rato, el aeropuerto vacío, la pista vacía, la cafetería vacía y al camarero en la misma postura que en ese mismo instante, inmóvil, apagado, lejano y triste. Luego miré a los otros, a los que presumiblemente serían mis compañeros de vuelo. Esa fue el instante en el que vi por primera vez a Clara. A los demás no los detallé en ese instante. Sólo en aquella vista rápida se me quedó impreso el rostro de ella. Lo que vino a partir de ahí es confuso o atemporal.

 El vuelo anunció retraso. Nos quejáramos entre nosotros en el aeropuerto vacío. Como si uno sospechara que las cámaras recogían nuestra leve indignación. Cada uno expuso los problemas que le proporcionaba el retraso. Clara fue contundente: "Siempre llego tarde a todo. Se ve que también lo haré al entierro de mi madre". Su sentencia produjo un silencio lento, un silencio que se sumó a la delirada sensación de atemporalidad que ya existía en el aeropuerto. En su tono no había melodrama, ni siquiera victimismo. Lo dijo con resignación y sin aspavientos. Como el que asume que la vida es un tablero, un tablero gigante y desquiciado en el que tampoco hay demasiadas opciones. Al cabo del rato una azafata se acercó al punto donde estábamos los pocos que viajaríamos en ese vuelo:

.- El avión está averiado, pero estamos buscando opciones. Habrá una solución. Contamos con un piloto arriesgado.

 Y la chica se dio la vuelta. Desapareció en ese vació que reverberaba del aeropuerto pequeño. Alguien, no Clara, desde luego, quiso hacer un análisis de la frase: "¿piloto arriesgado?", pero nadie siguió la corriente pesimista de ese discurso. Yo quería volar y llegar a tiempo al destino. Clara recibió como un beneficio la frase y los demás no dejaron traslucir lo que les despertaba. A esa hora, cuando la madrugada parecía inevitable en los bancos cercanos a la puerta de embarque, todo parecía detenido o colgando, como si el aeropuerto fuera un péndulo. Clara me miró y me dijo: ¿Quieres un café? y contesté que sí con un movimiento de cabeza. Me puse en píe y la acompañé a la máquina que había un poco más allá. Al lado de una cinta transportadora que estaba apagada. No nos presentamos, Clara me habló de uno de los pasajeros con los que compartiríamos vuelo:

.- Ese tipo me preocupa- dijo

 Yo no me había fijado. En realidad hasta ese momento sólo me había fijado en Clara y en dos tipos que hablaban todo el rato como si no estuvieran allí. Dos tipos con iPads que se mostraban gráficos indescifrables y que parecían ajenos a esa realidad y que hablaban respetándose admirablemente el turno de palabra el uno al otro. Tipos que posiblemente se dedicarían a las finanzas.  Bebimos el café junto a la máquina, como si fuéramos viejos conocidos. Ella mostró varias veces preocupación con aquel tipo y luego mostró esperanza porque el asunto del retraso no la retrasase a su vez demasiado en el entierro de su madre. Cuando regresamos a la zona de embarque había movimiento, todos estaban rodeando a la azafata que esta vez se mostraba menos amable y más contundente. Fue en ese momento que me fije en el hombre que a Clara le preocupaba. A partir de ahí todo fue rápido, hubo discusiones, incluso gritos, amenazas, pero hicimos lo que proponía la azafata: embarcar en otro avión que inicialmente se dirigía a otro destino, pero que se había adaptado para el nuestro. Caminamos hacia otra puerta de embarque. Despegamos con prisa. El piloto parecía querer recuperar minutos como fuera. El despegue no pareció un despegue. En realidad nunca me había sentido así en un avión, pero aquel despegue me pareció irreal. Cuando estábamos en vuelo, me acerqué a Clara, le pregunté como estaba y me presenté. Le dije que me había fijado en el tipo y que efectivamente parecía un tipo extraño:"lejano" sin saber muy bien a que me refería cuando decía lejano. Ella sonrió y me dijo que nunca había viajado en un avión tan vacío. La azafata, entonces, se acercó a nosotros y nos ofreció un refresco, pero no bebimos nada. Afuera la oscuridad parecía absoluta, definitiva. Clara entonces me habló de su madre: de la distancia sideral que había entre ellas, del destierro, de la enfermedad, del rencor. Pensé, por el modo de hablar, que Clara estaba afectada, pero no afectada de un modo normal, Clara parecía sumida en una mezcla de reposo y culpa. Me cogió la mano y me miró con una ternura hiriente, cruel. Se quedó dormida o cerró los ojos. Pasaron unos minutos lentos, el avión temblaba suavemente. El tipo que preocupaba a Clara se acercó por el pasillo y me hizo una seña para que le siguiera a la parte de atrás. Miré a Clara, respiraba profundamente. Traté de ver una imagen del sueño, como si estas se proyectaran en algún gesto. Me puse de píe. Atrás el tipo se presentó, me dijo que se llamaba Antoine. Hablaba rapidísimo, pero susurrando. Soltaba frases en hileras larguísimas, nerviosas:

.- En cierto modo este avión está secuestrado, pero no es un secuestro al uso. No es un secuestro normal, un secuestro de unos terroristas extremos. Estamos secuestrados por el tiempo. Este avión ha ido hacia atrás y hacía delante. En realidad todo empezó en el aeropuerto. ¿No te parecía raro el aeropuerto, ese vacío, ese retraso, el cambio de avión? Nos han movido el huso horario, las horas, no estamos en nuestra franja horaria cósmica. Estamos desplazados.

 Le escuchaba mientras pensaba que Clara se había quedado corta con su preocupación, ese tipo estaba loco y nervioso, lo cual era una mezcla explosiva en un avión prácticamente vacío.  Pensé en los sistemas de seguridad del aeropuerto y oré para que hubieran detectado cualquier utensilio peligroso que tuviera ese individuo. Sin embargo el tipo siguió hablando del secuestro, de las horas, de las señales raras. Sólo al final nombró a los que, para él, eran los culpables: los dos tipos de los iPads: "esos tipos son preocupantes. Extraños" No supe que decirle, le propuse que volviéramos a nuestros asientos y esperáramos ver como se seguía desarrollando el vuelo. "¿No me crees, verdad?" contesté que "al menos me deje un margen de duda. Ser secuestrados por el tiempo no es una cosa que se asuma con facilidad". Volví junto a Clara que estaba con los ojos abiertos. Le conté en voz baja lo que había sucedido. Suspiró con una sonrisa suave y dijo: "Bueno, es otra explicación"

 Aterrizamos con brusquedad. Descendimos del avión y acompañé a Clara hasta un taxi. Me propuso que lo compartieramos. Cuando salimos a la zona de taxis, vimos a Antoine corriendo, sudando, nos robó el taxi que nos correspondía y le vimos perderse por la autopista.  En el taxi Clara y yo apenas hablamos. En realidad con ella desde entonces, desde el primer momento, parecía como si nos conociéramos de antes.

sábado, septiembre 29, 2012

Azotea

 A Chris nos lo presentó el promotor del festival.  No éramos nadie entre ese montón de grupos destacados, pero por alguna razón emocional, el promotor nos había cogido cariño: un cariño entrañable, un cariño sincero, por qué en el fondo sabía q como grupo era muy probable q no llegaramos a nada, pero en su cariño había una forma de alegría. En cierta forma nosotros éramos su espectador ideal, su público objetivo o la forma humana que tomaba su proyecto vital, ese festival que había adquirido lentamente cierta reputación. 

 Terminamos con Chris y Edward, otro de los miembros de aquel grupo, en la azotea de un hotel extraño, un hotel sofisticado y enorme en una zona semi abandonada a las afueras de una ciudad del tour de norte américa.  Al principio cosimos a preguntas a Chris, además de ser un excelente multinstrumentista, era el productor de los discos de su grupo, un grupo que para nosotros era una referencia. La azotea mostraba una ciudad adormecida y a lo lejos, como una batalla en una galaxia lejana, las luces de los escenarios del festival tiritaban con urgencia y nervio, también nos llegaban los graves acentuados por el viaje de la acústica desde el lejano recinto del festival hasta la azotea aislada. Había un aire cálido, un viento que leve que parecía artificial. Ellos nos preguntaron por nuestro grupo y contestamos con pudor. Chris incluso se interesó por el estilo y nos pidió que le enviáramos algo. Anotamos su dirección de correo con la promesa de enviarle algunas canciones. Ellos hablaban poco o hablaban como sumidos en un letargo peculiar. Parecían andar lejos o cansados. Entonces Edward contó las tres semanas de viajes, el cansancio acumulado, lo que aún les quedaba: "Hay una parte terrible de todo esto, te va matando en cada escenario, en cada fecha. Hay una despersonalización. Vas mutando a otro. No creo que sea sano girar." Se quedaron callados. Tuve la sensación o una forma de visión, un golpe brutal: cuando llegas a trascender como grupo te sumes en una forma extraña de tu identidad, un modo que te protege de algo que debe sentirse como una amenaza. Una robotización de tus actos, de tus palabras. Como si la misma repetición metódica de las canciones se trasladara a todo tu ser y repitieras todo, también tu modus vivendi. En realidad Chris y Edward habitaban como si hubieran firmado un acuerdo, bajo un forma indescifrable de secreto. Chris entonces sacó unos vasos de forma rocambolesca y los acercó a unas velas que encendió. Sacó unas bolsas y preparo un menjunje de polvos y agua. Nos ofrecieron vasos y ellos sorbieron con sosiego: "¿Qué es esto?" preguntó Sorel como portavoz de nosotros tres. "Un viaje" contestó Chris con los ojos medio cerrados, como si estuviera empezando a soñar. Edward se puso de píe y miró la ciudad. Los tres bebimos con temor de los vasos. El efecto fue inmediato.

 Lo que vino a partir de ahí es bastante indescifrable. La realidad empezó a pesar de un modo abrumador. La brisa cálida se puso más espesa, como si se hubiera cargado, repentinamente, de más humedad. Chris sacó un pequeño equipo para escuchar música, un aparato diminuto que sonaba con una contundencia demoledora. La música que sonó acentuaba los efectos de esa droga desconocida. Era una masa de ruidos, unos ruidos que parecían grabados en una caverna, atrás, sin casi presencia, unas voces femeninas repetían una melodía tortuosa y triste. "Son unas grabaciones que hizo el asistente de grabación de nuestro disco en un viaje que hizo solo por Burkina Faso. Son tristes, ¿verdad? Duele escuchar esto y sin embargo uno no sabe por qué, pero duele" Las voces rompían enigmáticamente el ambiente. Las luces lejanas del festival rebotaban permanentemente en el aire, como si fueran una batalla contra la nada. En verdad todo me parecía una batalla imposible, un enfrentamiento en el que se conocía la derrota final. Un avance hacia el precipicio. Luego hubo mucho rato de silencio, un silencio sideral. Nadie habló y sentí vértigo. Edward nos miró y confesó algo que yo no comprendí del todo, pero algo confesó o su tono era de confesión, el tono del que asume su miseria y la verbaliza como forma de cura. Fue un discurso continuo del que no rescaté nada, salvo el final, en el que hablaba del grupo como una losa, como otra forma de droga, como una infelicidad y una insatisfacción adictivas. Me quedé dormido allí, en el suelo. Cuando desperté no había nadie en la azotea y estaba amaneciendo, el cielo estaba plomizo. Me había quedado helado. Bajé en el ascensor hasta la cafetería para desayunar. Nuestra furgoneta nos recogía pronto porque esa noche tocábamos en otro festival a seiscientos kilómetros de allí. No volví a ver a Chris y Edward. 

lunes, septiembre 24, 2012

Autobiografía horaria

 Hoy hace quince años me convertí en emigrante retornado o en una nueva forma de inmigrante. El asunto además de los vericuetos nominalistas, tenía mucho de psicológico, porque aún no sé si yo volvía o me iba. Hay edades en las que tu identidad nacional se diluye como humo en tu laberíntico problema de identidad personal. ¿Era español en ese momento? Quiero decir: ¿podría ser español, además de lo que indicaba el pasaporte, cuando realmente había olvidado que era ser español? Y aquí no digo olvidar ser español en un sentido filosófico o histórico. Pocas cosas recordaba de España salvo el patio de la casa de mi abuela, salvo algunas calles intrascendentes de los bordes de Madrid, algunas costumbres arquetípicas y algunos recuerdos confundidos y trastocados de Vigo por haber vívido el final de la infancia, la adolescencia y el principio de la veintena en Venezuela. No sé explicarlo de otro modo, pero realmente había olvidado que yo era español o el modo de ser español y la mayoría de España, aunque tampoco fuera venezolano. Hoy hace quince años que volvía o me iba o regresaba o me escapaba. Aún hoy no tengo del todo claro el verbo, la palabra precisa y sinceramente creo que da bastante igual mi problema linguistico al respecto. Recuerdo aquel viaje absolutamente irreal. Era irreal por muchas cosas, pero sobre todo porque cuando me vi sobrevolando el atlántico pensé que volar nueve horas sobre el atlántico era una autentica osadía y una prepotencia descomunal por parte del ser humano. No tenía (ni tengo) miedo a volar, pero no puedo evitar fascinarme cuando pego la nariz a la ventanilla del avión: volar es un delirio maravilloso. Y en aquel viaje lo sentí de un modo abrumador. Volar, queramos o no, es un delirio. El caso es que si algo resulta incomprensible de ese viaje no es tanto volar, como si el tiempo o la forma de tiempo externa que rodea al tiempo interno de vuelo. Duró nueve horas o cerca de nueve horas y lo desquiciado de la forma externa de tiempo es que yo salí hoy hace quince años, pero llegué mañana hace quince años. Está la explicación evidente, por supuesto: los husos horarios. Yo salí casi a las seis de Venezuela y llegué casi a las ocho de mañana. En medio algo, una masa negra, un cúmulo cósmico o la nada, absorbió sin ninguna consideración una parte muy extensa de la noche. Cuando salí aún no anochecía, ni siquiera agonizaba la tarde, cuando llegué ya había amanecido. En cierta manera mi madrugada desapareció. ¿Dónde? No le pregunté al piloto, no le pregunté a las azafatas porque supuse que, como yo, también eran víctimas de ese robo inexplicable de tiempo. Si hubiera un registro pormenorizado y detallado por horas de mi vida o de aquellas azafatas o de los otros pasajeros de aquel vuelo semivacío: ¿dónde quedó la madrugada del 24 al 25  de septiembre de 1997? ¿Dónde coño se quedó? La pregunta no tiene respuesta aparente. Aceptemos la burda explicación de los husos, esa matemática horaria de centro comercial. Pero si imaginamos un diagrama que registra mi existencia por horas: ¿qué sucedería en el diagrama en aquella madrugada? ¿Volví de una muerte no anunciada, no publicitada, sin esquelas? ¿Una muerte sin registro de la que se revive sin saber que se está reviviendo?¿es eso el jet lag: un nuevo parto, un nuevo alumbramiento? ¿dónde quedan las horas de la diferencia horaria? No lo podemos evitar, volar es una osadía, si, pero lo es porque nos convierte en unos inconscientes viajeros en el tiempo a los que les es robado el tiempo, las horas, la vida.

domingo, septiembre 23, 2012

1915

 Morí en 1915. Pocos acontecimientos recuerdo de mi vida previa salvo los precisos. Me mataron en una ciudad centro europea, previsiblemente una capital. Sé que mi posición frente a la guerra era ignorarla, desentenderme de ella, no por cobardía o sumisión; sé que mi posición era ignorarla porque mi intención hasta el último momento fue rechazarla frontalmente. Pensé, aún no sé si lo sigo pensando,  que ignorar la guerra, seguir habitando en un país en un terrible conflicto bélico despreciando con la indiferencia era posicionarme valientemente frente a ella. La guerra me pareció, aún hoy, la cúspide del fracaso. Sufrí sus atrocidades: la guerra se llevó miembros de mi familia, pasé hambre, sufrí sus consecuencias, pero yo no hablaba de la guerra, yo no varíe mis rutinas; y lo intenté hasta el instante que esa bala me atravesó el estómago. Mi batalla era no participar en la gran batalla. Mi batalla era despreciarla porque si la masa la hubiera ignorado aquello no hubiera existido. Nunca fui un tipo culto, no lo fui y no lo soy, pero despreciaba la guerra antes de la guerra y la desprecié mientras se implantó en mi vida, rotunda y sin paliativos. Seguí bajando a la misma hora al portal, haciendo la ruta a mi pequeña tienda que sufrió bombardeos, pero seguí yendo. Escuché la pólvora y la olí. Cayeron edificios y vi gente morir frente a mis ojos. Yo acudí a las ruinas de mi tienda imaginándola aún en píe, aún en esplendor, esperando clientela que dejó de aparecer. Hacía la misma ruta a casa, esa casa que también fue ruinas. Mi propósito era abismal, una empresa desorbitada, pero creía en ella, creía profundamente en mi posición antibélica y mi ejercicio antibélico era ignorar y seguir con mi vida, aunque supusiera un acto delirado de imaginación. Al final debía de reconstruir todos los escenarios mentalmente, mis rutinas ya no tenían cabida entre los escombros y el horror, pero seguí en el empeño: ignorar hasta el final la guerra. Me dispararon y no vi venir la bala. La muerte fue relativamente rápida y aunque no terrible, su sufrí dolor. La bala pareció incrustarse en las cuevas inaccesibles del cerebro. Más que un dolor muscular o un dolor físico, la bala me produjo un dolor ilocalizable y lejano, como si estuviera sucediendo en un cuerpo mucho más dentro de mi cuerpo. Luego cerré los ojos.

 No describiré las siguientes fases. Tampoco haré un resumen de mi vida actual. Ignoro si es común recordar la muerte previa y detalles de la vida anterior. Lo ignoro. Tampoco creo en esta vida en la reencarnación, pero sé que morí allí y que fui aquel, porque en verdad de la guerra, de la gran guerra, me quedó eso, también fuimos aquel.

sábado, septiembre 22, 2012

Los recuerdos borrados de A

 El pasado es un asunto inapreciable, hay muchas partes que suceden todo en una nebulosa tremenda. Se escapan al análisis porque no quedan casi evidencias. En realidad todo parece no haber sucedido. Recuerdos confusos de los que recordamos pocas cosas, con poca precisión y no sabemos si sucedió o fue un sueño que tuvimos en un pasado lejano, quizá de niños. Sin embargo, si se hubiera realizado un diario de acontecimientos, hubieran estado allí, seguramente mal descrito, muy impreciso, pero hubiera quedado reflejado: a una hora, en un día, en una semana perdida en el pasado, pero los acontecimientos, al menos, no habitarían entre la duda de lo soñado o lo recordado borrosamente. Se pueden recordar muchos elementos del pasado, no se pueden reconstruir con precisión. El paso del tiempo, como a los muebles, como a las paredes, como a los cuerpos, también erosiona la memoria y arruga su textura inicial y se llena de grietas y arrugas y se pierde la imagen inicial. Pero no siquiera así lo recordaba A aquella madrugada cuando se encontró con aquel tipo que le hablaba de su pasado con precisión y él era incapaz de reconstruir aquella época que A había ido borrando lentamente. "también soy ese" pensaba A, mientras aquel viejo compañero del que no recordaba nada, o apenas una bruma incierta, le desmenuzaba anécdotas divertidas y frases que aparentemente A había emitido y de las que no se sentía autor. Opiniones que no sólo no recordaba sino que no compartía "¿Cómo pude ser ese miserable y no recordarme?2 Quizá frases sacadas de contexto, quizá frases dichas como pura supervivencia, adaptándose a un medio que curiosamente ya no recordaba.

 Claro que A recordaba a muchos del colegio y aún mantenía trato con algún compañero. Claro que A tenía memoria y recordaba tardes memorables o mañanas aburridas de su vida escolar. Por supuesto que evocaba y no huía de aquel pasado, pero mientras aquel compañero rememoraba un pasado divertido y simpático A sentía que él no había estado allí y sin embargo ciertas descripciones si venían, o si coincidían. Pero lo que más angustiaba en cierto modo a A era el tipo que le hablaba, podría ser un psicópata inventándose esas historias porque él no recordaba nada de ese individuo de sonrisa feroz y entusiasmado ante el reencuentro. Y mientras el tipo hablaba de ese pasado erosionado en la mente de A, A buscaba con linterna en las cavidades más profundas del recuerdo y el recuerdo caprichoso, no aparecía. Incluso ansioso, A trataba de descifrar ese mecanismo de la memoria que de repente abre una compuerta y desvela ese pasado en la tiniebla. A recordó reencuentros en los que el mismo reencuentro revelaba e iluminaba zonas de la memoria olvidadas y aparecían recuerdos uno detrás de otro, casi atropellándose. Eso buscaba A, ese mecanismo inescrutable de la memoria que brotaba eufórico en los reencuentros con viejas relaciones o con ciudades en las que se estuvo. Calles que ves de nuevo y te arrastran a esa misma calle en aquella época que parecía olvidada y emerge, como hubiera estado enterrado en el asfalto, voces, caras, olores de cuando se pasó por ahí.

 Disimuló A como pudo y evitó ser preguntado para no ser descubierto, también como pudo salió de allí, a la calle. Caminó en la madrugada sin recordar nada de aquel individuo con el que había estado hablando: Lo curioso, pensó A, es que ahora siempre recordaré este reencuentro sin, seguramente, recordar el pasado previo a este reencuentro con este individuo sin pasado en mi memoria. Decidió caminar por las calles hasta su casa. Ensimismado, evocando, de repente, aquella época entre séptimo y octavo de bachillerato, aquellos meses difusos donde aparecen las caras de esas chicas o aquellas peripecias o la primera cerveza. A recuerda paisajes diarios, el timbre de salida al patio, la bajada por las escaleras, los pupitres y su orden establecido, su pupitre casi al fondo, delante de B y detrás de S, pero no aparece en esa reconstrucción ese tipo que se le ha acercado y que ha recordado una tarde de futbol, una pelea cobarde, una chica de la que ambos se enamoraron. No recuerda nada de eso A y sin embargo también A es eso, todo eso que no recuerda y que jamás, seguramente, volverá a recordar.

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