miércoles, junio 29, 2011

Tablero

No sé si lo llamaría amor. Amor, esa palabra. No era amor, era una confusión, pero amor; tampoco estoy seguro de saber que es el amor. Hubo un desorden, una forma emocional de caos, una desubicación sensorial, la imposición extraña de una forma de realidad bastante obsesiva y fijada en otro ser humano, pero no amor. Yo creo que no fue amor. No sé que es el amor, no fue amor en cualquier caso. Fue otra cosa. Se ha ido. Dura poco eso que puede llegar a confundir, no se va del todo, es cierto, pero ya no está gobernando constantemente la percepción de las cosas. Se ha ido diluyendo esa forma desconcertante de obsesión. La ciudad se había convertido en un laberinto, un laberinto enrevesado, retorcido, perverso. Caminaba por las calles siguiendo, buscando que el azar, que siempre juega a su antojo y no al de mis deseos, me la cruzase de repente en cualquier acera, con su gesto desprevenido; pero nunca salió ese número. Cada esquina, cada instante era una posibilidad, el tablero me parecía inmenso y yo barajaba absurdas posibilidades, variaciones infinitas de un encuentro que jamás se dio. Nunca volvía a casa o volvía tarde, desgastado de andar buscando ese azar cabrón que jamás bajó la guardia, porque el azar, de repente, me parecía un espíritu burlón que me desplazaba por calles, por esquinas; sabiendo, bajo su sonrisa, que jamás la encontraría. Luego llegaba a casa, exhausto, fatigado, agitado, bajo una forma compleja y poco evidente de tristeza y me sentaba. Jamás sonó el teléfono, jamás. Jamás escribió desde aquella última vez. La casa permanecía a oscuras, caliente, irritante y me concentraba en esa ballena ajena que era el ritmo de mi respiración sonando. Podía perder mucho tiempo concentrado en ese ritmo que me terminaba pareciendo ajeno: la percusión remota de una celebración pagana. Mi cabeza se sumía en imágenes lisérgicas, frenéticas, tremendas y era imposible conciliar el descanso. Iba sucediendo como una nada la madrugada. Una nada cabalgando, una nada pesada, amorfa, pero una nada que se imponía en toda la casa. Amanecía, apenas percibía el físico. Miraba el reloj y esperaba. No sé que esperaba. Afuera la luz se iba imponiendo y algo trasmitía a mis sensaciones la ciudad despertando, el ritmo creciente de la mañana en la ciudad. Concebía la ciudad como una masa repleta de pequeños movimientos, de infinitas variaciones, decisiones que se enrevesaban y no llegaban a nada o llegaban, definitivamente, a la nada. Entonces me volvía su imagen, pero era una imagen difusa, no del todo concreta, la forma del pelo, la mirada lejana, esquinas inapreciables y algo modificadas. Volvía no su imagen sino una abstracción profunda de su imagen. Me ponía en píe. Barajaba posibilidades, me negaba reacciones, me prohibía acciones. Fumaba, tomaba café, me vestía concienzudamente, como el que espera el instante definitivo de su vida. Salía a la calle, a la desquiciante e inabarcable calle. Casi sorteaba la dirección a seguir. Ella no tenía una forma de vida fija y encontrarla no dependía de una ruta fija. La ciudad, toda, era parte del juego. Giraba en esquinas, volvía a plazas, miraba portales, coches, gente saliendo del metro. Jamás la encontré. Jamás descubrí el modo, la estructura a seguir para comprender aquel juego terrible. A veces, a media tarde, creía comprender. Hay una hora en que todo parece completamente nuevo, tiene que ver con el sol perdiéndose y la gente empezando una forma nueva de vida, repentina, liberada. Me entretenía con la luz del atardecer cayendo y dando un tono amable al asfalto, el ritmo de coches volviendo. Había algo que dejaba de pertenecerme corporalmente. Creí pensar que dejaba de ser yo o que volvía a ser yo antes, mucho antes, doscientos años antes, tres mil años antes o seis mil años después y me daba por sentir que ya no estaba, que había dejado de transitar. Alguna noche seguía andando. Buscaba algo para tomar. Me sentaba en terrazas vacías donde el camarero tardaba mucho en salir y era incomprensible que tardara en tanto en salir. Bebía cerveza y esperaba a que se consolidara la noche. Me imaginaba que el azar era un tipo, un tipo bien parecido, un tipo manipulador, poco honesto y bromista pero con poco sentido del humor hacia él. Una noche caminé por un barrio periférico, recién construido, vacío, poco arbolado. Creí verla pasar en un coche, en un coche azul, seria, con una mujer mayor al volante. Creí verla y pensé en correr, pero en seguida dudé. Me senté en un banco incomprensible, de forma extraña, y barajé todas las posibilidades, o muchas de ellas, repartí cartas mentalmente y concluí que no era ella. Seguí caminando. Subí a un autobús vacío, le pregunté al conductor si llevaba al centro. Contestó que sí. Conducía lentamente, como si estuviera evitando llegar a su destino. Iba oyendo algo inaudible en un radio pequeña. Apenas se distinguía un murmullo constante. Apenas había coches hasta que llegamos a la avenida ancha que baja del norte al centro. Había muchos más coches, muchos, todos adelantando al autobús. Al principio los conté, pero eran tantos que perdí la cuenta. Me bajé en un barrio cerca de casa. Caminé. Ese día pensé por primera vez que no era amor. Lo pensé mucho rato. Mientras por las aceras, esporádicamente pasaba gente, pensé que no era amor. Llegué a casa. Hubo algo, inevitablemente, de fin del juego. No obstante jugué algunas rondas más. Lo curioso, lo desconcertante es pensar que jamás la encontré y muchas veces me he preguntado como se encuentra a alguien, que truco, que camino hay para encontrar a alguien al azar. Cruzarse de repente, en una esquina, en cualquier calle. De repente y ya. Creo que con eso me hubiera bastado.

Días de verano

En la enorme laxitud de la época, sucedían pocas cosas reseñables. Había tardes en las que pensaba que a veces uno está en tormentas imperceptibles, en agujeros, en ciclos inmensamente superiores a uno y que simplemente eres arrastrado por millones de toneladas de materiales milenarios. No sucedía nada, lentamente dejaba de ser joven y pensaba, cuando pensar es un acto algo tortuoso y cansino. Leía sin demasiada atención y buscaba formas de refugio en rincones de la ciudad, iba a parques, iba a zonas lejos de casa en busca de algo que sabía de antemano que no encontraría. Empecé a pasar las tardes en la piscina. Una piscina poco visitada que había en el norte de la ciudad. Me sentaba en el borde y remojaba los pies. Iba muy poca gente y la que iba era siempre la misma. Había un tipo gigante, un tipo muy gordo y alto que llegaba siempre a la misma hora, se lanzaba al agua, hacía unos cuantos largos y se iba. La repetición de sus gestos, de sus actos, se convirtió en algo hermoso de contemplar. Algo internamente, parecido al cariño, fue creciendo en mi. Había algo casi entrañable en su monotonía. Nunca me atrevía a hablar con él. No hablaba con nadie, ni con aquellas dos chicas que tomaban el Sol sin hablar y que se daban brevísimos baños, tampoco con el socorrista que parecía sumido en un silencio atronador, como si jamás estuviera presente, salvo corporalmente, en aquella piscina. A veces cada dos o tres tardes aparecía una mujer con un chico pequeño. El niño apenas sabía nadar, pero era atrevido. La mujer le miraba con conmovedora ternura y sólo algunas veces se lanzaba al agua. Aquella mujer parecía feliz, únicamente, cuando se sumergía, los pocos segundos que todo su cuerpo estaba metido bajo el agua. Buceaba y salía con cara absolutamente relajada, jugueteaba con el chico y volvía a salir, donde, de nuevo, una cara marcada por una forma inabarcable de tristeza se imponía en sus gestos. Lo curioso de aquella piscina es que nadie se hablaba entre sí, como si hubiera un acuerdo de no intimar. Una tarde me fui al vestuario para ducharme y volver a casa o algún lado lejos de casa. Mientras me cambiaba apareció el hombre gigante. Saludó educadamente y se duchó. Nos vestimos casi a la vez. Inevitablemente adapté mi velocidad para salir del recinto a la vez que él. Siempre fui por detrás. Ya en la calle vi que caminaba pausadamente y le seguí. No sé porque le seguí. En la siguiente esquina la mujer con el chico le esperaban. El hombre gordo saludó a la mujer con un beso cariñoso y con una caricia en el pelo al chico. Se fueron andando despacio. Me monté en mi bicicleta y fui caóticamente hasta casa. Me desvié por muchas calles, alargando el camino. Se hizo de noche, pero seguía haciendo calor. Inevitablemente en todo había una sensación rítmica, un tipo corriendo con su perro, una pareja patinando y deslizándose por el asfalto mientras caía la noche, unos chicos besándose en el cesped de un parque, dos señoras paseando lentamente. Al llegar a casa abrí las ventanas. Los vecinos parecían haberse escapado a otro mundo, el suelo de la casa estaba caliente y me lancé buscando algo de fresco. No dormí hasta muy tarde que soñé con una tipa que hacía años que no veía y que me produjo una forma poco concreta de melancolía al despertar.

martes, junio 28, 2011

El otro

Aquí está mi viejo amigo. Ha vuelto en silencio. Hace calor y ha debido saltar por la ventana abierta en algún momento de despiste. Da igual. Me acostumbré en otras épocas a él. Mohíno, callado, falso. Se sienta en el salón y no dice nada. A veces intercambiamos alguna palabra, alguna pregunta sobre el tiempo, sobre las temperaturas de estos días, sobre las noticias destacadas del día o sobre la subida de los precios. Yo me muevo por la casa, nunca estoy quieto. El se queda quieto y le da a todo una aire raro de mentira. A veces no me lo creo, no me creo su presencia, pero está. Cuando desaparece lo hace sigilosamente. Aparece y desaparece del mismo modo, sin motivo aparente. No le necesito, nunca le echo de menos. Su presencia me perturba a pesar de su silencio. Cuando está las cosas parecen no estar sucediendo del todo o parecen vigiladas, como si todo estuviera siendo juzgado, sin embargo es cierto que no emite juicios, pero cada uno de mis movimientos parecen tener una reacción invisible que yo creo percibir, una opinión que altera el resto de mis decisiones, que afecta cada uno de mis pasos. Está quieto, callado y yo creo estar viendo reacciones de las que tampoco estoy seguro. Como si en vez de emitir palabras o gestos, emitiera esencias que fueran los juicios que yo creo estar percibiendo. Su quietud, su impasibilidad me altera. Hay tensión y la tensión no se ve. La tensión no se mide. La tensión es la noche. Entra el calor y el está sentado. A veces cierra los ojos, como si estuviera quedándose dormido por la modorra, por el calor; pero yo sé que no duerme, que esta despierto, que maquina. Nunca he sabido que maquina, que es lo que espera. Nunca hay reacción, la reacción sucede en mi. Me hace reaccionar a mi, me cohibe. Dirige silenciosamente esta enorme insatisfacción.

jueves, junio 23, 2011

Experimental

Este cuento trata de un cuento que quiere ser cuento siendo únicamente un cuento. Finalmente el cuento no es cuento porque no logra ser únicamente un cuento, entonces este cuento, que no es cuento, se acabó.

FIN DEL CUENTO

miércoles, junio 22, 2011

Una tarde en la tierra

Compré un refresco de litro en la bodega de mi calle. Subí la calle, entré en el portal y llamé al ascensor. Al abrir la puerta apareció el vecino del quinto, que es un tipo extrañamente alto y flaco. No saludó, como siempre hace, y me miro como el que ve una abeja en mitad del desierto. Entré en el ascensor, me miré en el espejo. Pensé que debía cortarme el pelo, agité la cabeza, me apreté el pómulo izquierdo imaginándome como sería mi cara si no fuera exactamente esa cara. Luego pensé que cada vez me parecía más a mi tío L y en mitad de un gesto fugaz se empezó a abrir la puerta, me giré rápido por si al abrir la puerta había algún vecino, pero no había nadie y caminé el pasillo. Pasé las puertas de los vecinos. Abrí la puerta de casa, me quité las zapatillas en la entrada, pensé que había algo enigmático en casa en ese momento, un secreto de guarida. Abrí la ventana, abajo había poco tráfico y pensé en la remota posibilidad de haberme adelantado en el tiempo y verme, de repente, venir, minutos antes, por el mismo camino que lo había hecho yo; pero esas cosas, por suerte o desgracia, no suceden salvo en literatura o suceden y no lo vemos o no lo olemos, porque cabe la posibilidad de que en el fondo no seamos más que la representación visual de los olores. Me senté, abrí la botella de refresco, bebí un par de sorbos y eructé. Calculé el dinero que me quedaba, llegué a la conclusión de que o me buscaba otro trabajo o cambiaba de forma de vida. Me hubiera gustado que empezase a llover, una lluvia de esas torrenciales que duran poco más de cinco minutos, pero no iba a llover. Me quité la camiseta, un pensamiento anárquico me llevó a lanzarla por la ventana abierta. Imaginé el vuelo de la camiseta hasta el suelo, pasando fugazmente por las ventanas de mis vecinos. Sentí una forma de alivio, una forma rugosa de alivio, un alivio que parecía producirse revertido. Miré mis pies, pensé en los caminos que habían recorrido esos píes, pensé en las variaciones físicas de mis píes a lo largo de la vida; pensé que los píes, en cierta forma, son un libro, una autobiografía desgarrada. Los apoyé en el suelo y sentí distorsionadamente que tenía la capacidad de volar. Salté, me despegué del suelo y décimas de segundo después, los píes, mi autobiografía, se apoyaron en el suelo. Definitivamente no volaba.

martes, junio 21, 2011

Cero aciertos

Nunca se lo que va a pasar. A veces creo que mi intuición descifrará lo indescifrable, que adivinaré lo que vendrá, siguiendo, siempre una hilera imposible de acontecimientos creo desvelar el resultado de lo futuro; pero nunca acierto, nunca le doy a la diana. Nunca se que viene y jamás imaginé nada de esto. Ahora, este ahora, nada tiene que ver con lo que visualizamos aquellos días en coche, aquellas tardes metidos en la playa, aquellos lentos atardeceres de ese verano. El agua estaba tan apetecible que nunca salíamos y yo solté un discurso sobre lo que vendría y sobre como manejaríamos ese futuro cuando ya fuera presente. Da igual ahora, este ahora, pero en aquel momento estaba convencido de que sería así. Las tardes de verano te dan una lucidez ciega, el verano es irrealidad porque es imposible que todo sea siempre tan suave, tan delicado. Y yo que creí ver en esa playa la intuición real, estaba convencido de que lo estaba viendo, como una bruja infalible. Lo vi, vi todo el invierno que llegaría, todos los veranos siguientes, los vi todos y creí que sería así, por eso narré y dije lo que sucedería y los viajes que haríamos cada verano, y vi más, sin prisas, vi más cosas y creí que sería así. Estaba convencido de estar viéndolo, estaba seguro que conocía lo que iba a pasar y no pasó nada. No fue así. Fue radicalmente distinto, porque nunca acierto, porque nunca gano, porque siempre fallo y mi intuición camina con palo y dando golpes a los bordillos de las aceras. Nada fue así. No se pareció en nada.

lunes, junio 20, 2011

D en el agua

En D las escamas apenas son visibles. Se desliza por el agua con la sabiduría del que viene con la experiencia aprendida hace varios siglos, flotando por la superficie, adaptando con maestría las formas de su tronco a las volátiles formas del agua, subidas, crecidas, intensidades distintas. Para D la temperatura no es un problema, se adapta. No cierra los ojos porque no quiere perder detalle de cada suceso, de algunas revelaciones que parece ver en los reflejos del Sol reventando en el agua. D lee esos reflejos como si hubiera una narración milenaria que le estuviera siendo transmitida. Mira sin perder detalle, casi sin parpadear porque cada suceso acuático resulta reseñable para D. A veces sacude su cuerpo como esos peces que saltan y sacan el cuerpo fuera del agua, ella también refleja, entonces, el Sol y si se la mira, uno descubre la lectura de esa narración milenaria que ella tanto atiende insaciablemente, aprendiendo lo que no está escrito, lo que no es reflejado y uno ve esos reflejos hipnotizado, atraído por la inmensa belleza de ver el sol reventando en las escamas invisibles de D. Entonces D quiere entrar de nuevo al agua, ajena a la temperatura, concentrada y sintiendo la alegría inexplicable de sumergirse; y todo parece un espectáculo, un acontecimiento universal, porque resulta un prodigio el agua y el Sol y D, tan pequeña, metida en otro elemento. Como si todo, absolutamente, estuviera sucediendo ahí, en ese trozo de agua, en ese trozo de tierra, en ese lugar preciso del universo, iluminado por el Sol, en ese momento único de un verano en el que D se baña y disfruta. Entonces la recogo y la tapo y balbucea palabras intraducibles y me siento inabarcablemente feliz, en la plenitud.

Mil veces quieto

No ha llovido y no va a llover los próximos tres milenios. El sol se ha detenido a las ocho de la tarde y no va a anochecer, jamás va anochecer y ojalá nunca lo haga, ojalá todo se quedara así. Hoy he estado en la piscina y mientras buceaba he pensado en algo agradable, algo ligero, algo atemporal. Me gustaría haberme quedado más rato ahí, pero en seguida aparece, se instala ahí. ¿Cuánto tiempo dura esto? Que mas da el tiempo. Las duraciones son relativas y en este caso todo parece estático, o más que estático inexistente. Como si el tiempo, jamás, volviera a andar. El tiempo paralítico. El tiempo impedido. El tiempo que se ha estampado contra un muro y no camina, no tiene músculos sanos, todos los huesos rotos. El tiempo ya no camina y no cae la tarde y ojalá no caiga, porque luego llegará la noche con el tiempo paralítico y nada caminará, nada se moverá jamás y nunca vendrá lluvia que empape todo, el suelo, los cristales de los coches, las líneas de las carreteras, las piscinas abiertas. No habrá lluvia. Queda esto que es todo y todo lo demás es secundario. No queda lugar donde ir, porque con el tiempo paralítico nada se mueve, no hay esquinas remotas por alcanzar, no hay nuevos lugares. Se ha quedado todo en el sitio, en el mismo sitio. Se ha reventado todo en el instante en que M y F salieron de la cuneta. Ya no hay tiempo para ellos y a mi me parece que el tiempo se ha ido del todo. Nada volverá, porque nada vuelve y esta noche no va a llegar y ojalá no llegue.

domingo, junio 19, 2011

632

Tampoco tenía mucha prisa. Bastaba con esperar y dejar pasar la tarde. No se en que momento tomé la decisión de sentarme en esas escaleras a ver llegar a los andenes todos los autobuses que iban llegando de las afueras, cargados de gente tan alucinantemente distinta. Al principio traté de hacer una forma peculiar de estadística con la gente que bajaba de los autobuses y salía disparada al metro o salían a la calle. A veces me entretenía con alguien que caminaba a ritmo peculiar o contaba chicas que me parecían atractivas. Otras veces, de toda esa gente, miraba posibles formas vitales: Detectives, Locutores, tipos con problemas de alcohol, consumidores de speed, conductores de camiones. A veces trataba de descifrar la nacionalidad de esa gente fugaz que bajaba de los autobuses buscando un destino que en el fondo, todos, saben que no existe. Miraba los números de esos autobuses y sólo cada mucho aparecía el 632 y siempre, en cada aparición por los túneles de un 632 , había un vestigio de esperanza, de capa cinematográfica, de épica. En mi cabeza sucedía la posibilidad de que detrás del último de los ocupantes apareciera ella, que parecía haberse evaporado. Eran las primeras tardes de verano y el aire acondicionado estaba alto. Jamás aparecía, y en el fondo yo lo sabía, pero tampoco comprendo porque me sentaba en la escalera a esperar la nada. Como si aquello, en el fondo, fuera una forma amable de compañía. Entre estadísticas extrañas y pensamientos poco concretos sobre la civilización iban apareciendo con cierta constancia, los 632. Ni siquiera una vecina, ni siquiera una amiga, nadie bajaba de la parte de atrás de los 632. Como si ese mundo, su mundo, todos aquellos meses se hubieran desmoronado y no quedara rastro en la tierra de aquella presencia. A veces pensaba que aquello no duraría mucho, que serían unas cuantas tardes llenas de una vacía esperanza sentado en esa escalera, contando gente, chicas, poetas, escuchando palabras sueltas de conversaciones que pasaban, pero al final fui mucho tiempo allí, a esperar los 632 apareciendo al fondo del túnel y empecé a reconocer a algunas caras que se repetían día tras día, gente que repetía horarios y rutinas en sus direcciones al bajar de los autobuses. Gente que veía una vez y jamás volvía a pasar. Empecé a adivinar la aparición de los 632, pero también de los 655 y de los 620. Jamás apareció ella o alguien que viera que yo estaba ahí y que remotamente le dijera que yo había estado sentado allí. Pasaron tardes e inexplicablemente ella jamás pasó, ella que tanto uso hacía de esa línea, de ese estación. Nunca pasó. Un día bajé las escaleras y cogí un 628 que llevaba casi a la frontera del estado por el norte. Un pueblo que no conocía, paseé por allí, dormí en un parque. Al día siguiente bajé a la ciudad, crucé la estación y no volví. Inexplicablemente no volví.

sábado, junio 18, 2011

Manuel Becerra

En Manuel Becerra vi la luz. Una luz que venía del túnel del metro desde Ventas. Me quedé sentado en el andén, sabiendo que Manuel Becerra es lo más alejado de cualquier centro universal. Me gustaba la sensación de silbido. Ser un silbido decayendo por el eco del túnel. No me monté en el primer metro que pasó, tampoco en el segundo. Estaba con una sensación de agradable cansancio y la luz, una luz que no vi y que me hubiera gustado ver, pero que me pareció recibir después de una semana larga de trabajo y unos días extraños, parecía comunicar algo, un mensaje por la espalda. Me hubiera quedado todo el sábado en Manuel Becerra, pero cogí el tercer metro y me fui hasta Banco de España. El trayecto me pareció extremadamente rápido. Como si no hubiera pasado tiempo, sino que hubiera sido empujado instantáneamente de una estación a otra. Al salir en los pasillos de la estación vi a un tipo que tocaba terriblemente el violín y había algo en sus gestos que me parecía admirable, una especie de héroe desubicado, una revelación inexplicable. En los pasadizos que van por debajo de la plaza vi a un tipo envuelto en cartones que bebía de un cartón de leche. Salí, había turistas haciendo fotos, menos tráfico del habitual y una luz amarilla apagada que le daba a la media tarde la sensación de fin de ciclo. Imaginé que ese trozo de la ciudad eran otros trozos de ciudades. Recordé Caracas, un sonido indescriptible que tiene Caracas o como suena Caracas en mi cabeza. barajé la posibilidad de salir de fondo, casi desenfocado en la foto de algún turista y que dentro de treinta años esa foto alguien la ve y piensa en las épocas pasadas. Un extra de una época que se va quedando lejana. Bajé por el paseo del prado. Pensé que en algún momento algo cambiaría. Algo.

viernes, junio 17, 2011

Brisa

No hay brisa, pero hay la sensación de brisa. Una brisa invisible pero de un color extremadamente azul. Roza la piel sin rozar nada porque, realmente, no hay brisa. La brisa, esta brisa, parece otra forma de piel, la piel de alguien que anda por ahí, deambulando. Va todo tan lento ahora mismo y entra esa masa cálida por la ventana abierta y se escuchan platos chocar fuera, el murmullo constante de una televisión encendida. Hay veces que parece que no está todo aquí, como si faltaran trozos o hubiera más trozos de lo que parece y se desperdigan, deambulan. La última vez que la vi llevaba cara de preocupación, una preocupación lejana, como el que recuerda algo que sucedió muchos años antes y aún no ha aceptado el acuerdo de la memoria. Si lo pienso lo que más me envuelve es el pelo. Hay algo en la forma de su pelo, en como lo usa, que esconde todo el juego. Lo usa para esconderse, pero no para esconderse de un modo evidente. Es simplemente un muro invisible que la aleja, irremediablemente, de los demás, como está brisa inexistente, que parece que está pero no hay tal brisa. Las noches de verano tienen ese lado cruel, parece que hay algo desenfrenado que está sucediendo lejos, en algún punto de la ciudad inaccesible. Aquí suenan los platos, una y otra vez. Chocan los platos, suena la televisión y sin embargo tengo una melodía en la cabeza, que suena y que es de una canción que no recuerdo. Me gustaría pensar que existen fantasmas, que aquí los hay, ahora. Pero no, lo que hay son trozos de cosas que no alcanzo a percibir. Como esa melodía que tarareo internamente, quizá venga de algún lugar inaudible y llega de otro modo, como la brisa inexistente. Maria se escondía detrás del pelo y tanto se escondió que no la encuentro. Una vez me habló de un chico que veía pasar por su calle todos los días, iba en bicicleta, le veía pasar todos los días. Describía con precisión el pedaleo. Me confesó que estaba enamorada de la manera en que aquel chico pasaba, cada día por su calle, pedaleando. Hablaba de la bicicleta con cierta fascinación. Una bicicleta fea, decía; poco estética. Colores saturados, formas bruscas, ruedas muy anchas. Sin embargo hablaba de la elegancia del pedaleo de aquel chico. Muchas veces hablaba de ese ciclista, de los segundos que duraba el paso de un lado a otro por su calle. Luego contaba que dejó de pasar, que el chico nunca más pasó. Que empezó a sentir una terrible nostalgia, incluso temor. A veces le costaba dormir pensando que quizá el chico había tenido un accidente en la bicicleta. Que de alguna manera aquel pedaleo sobrenatural debía de acabar con lo opuesto: una torpe y terrible caída. Cuando ella desapareció empecé a recordar las historias del chico de la bicicleta. También sus teorías dramáticas sobre la desaparición de aquel muchacho. La imaginaba pedaleando por el mundo, buscándole sin encontrarle jamás, porque yo solía pensar que aquel chico era una invención. Como esta brisa, que es tan agradable, pero no existe.

jueves, junio 16, 2011

Inmóvil

A golpes, a puñetazos, a patadas. En el suelo, con la cara pegada al asfalto y babilla cayendo de la boca. Hay un moratón en un costado que no me deja respirar, hace dolorosa la inspiración. He decidido hacerlo mínimante pero mucho más seguido, respiraciones extremadamente cortas que sin embargo me evitan esa aguja aguda en el costado. Las manos las puedo mover, allí, en ese extremo que ahora resulta tremendamente lejano de mi cuerpo. Las piernas son la zona menos perjudicada. El pecho, no obstante, está lleno de diminutos y remotos dolores que sumados resultan molestos. Pero toda la concentración está en ese dolor del costado, ese que marca la respiración. Previsualizo ligeramente la posibilidad de ponerme de píe, sin embargo no me decido a hacer el mínimo movimiento, me mantengo inmóvil por necesidad y por precaución. Respiro, pienso en emitir alguna sílaba, pero eso producirá un gasto tremendo y me obligaría a respirar más fuerte, con lo cual tampoco hablo, tampoco compruebo el estado de mi voz. Decido, si es que hay algo que decida, dejar pasar el tiempo. Horas, días, lo que haga faltaa. Habrá un momento, un instante, finalmente, en el que se empieza a diluir este dolor.

miércoles, junio 15, 2011

Esquina

No hay reglas. No hay modos pre-establecidos. La veía pasar por la esquina que hay a dos calles de aquí, siempre la misma, siempre con el mismo ritmo, siempre de paso, caminando hacia algún lugar concreto, inaccesible para mi. Digamos que esos segundos breves que duraba el encuentro, en el que yo miraba y ella era ajena, me otorgaban una profunda estabilidad, una estabilidad imposible, extraña, frágil, pero profunda. La ciudad, de algún modo, se había convertido en un inmenso tablero y mi concentración se centraba en cruzarme con ella, en cualquier lado, en cualquier calle, aún sabiendo que ella desconocía al desconocido que la buscaba. Eso, llegado un momento daba igual. No había la lejana pretensión de querer hablar con ella, de querer conocerla, de presentarme, sabía de antemano que jamás haría eso, me bastaba verla pasar, verla a ese ritmo ligero, de cierta prisa, con la cara ladeada, mirando al frente como el que mira una pared de agua, una pared hermosa por la que escurren formas acuosas. Me bastaba con eso. No es necesario la ambición del más. La felicidad es un estado bastante más ligero que el poder. Lo agradable es suficiente con poco. Tampoco era amor o no era un amor con reglas. Si me quedaban dudas. Las dudas regulares, las dudas que se arrastran desde la infancia. ¿Ella sabe que yo miro? ¿Ella sabe que soy el mismo, cada día, en esa esquina? Pero incluso las dudas eran divertidas, incluso las dudas entraban a formar parte del tablero. Me hubiera gustado cruzarmela en otra esquina, una lejos de esa esquina, de la de siempre. Me hubiera gustado verla en otro lugar, en otro entorno, a otra hora, pero al final me fui conformando con esa cita no acordada, con ese encuentro suficiente. Fui conociendo sus ropas, los cambios en el pelo, las diferentes velocidades en su andar. Las prisas, las pausas, el sosiego, el nervio. La fui conociendo, porque también se conoce al desconocido. En esa esquina sucedía el milagro. Un milagro breve, relativo, pero un milagro y fue suficiente. Fui fiel, muy fiel. Ella también porque jamás dejó de acudir. Ahora el trabajo, el traslado, años después cambio de ciudad. Sigo dudando si despedirme. Si, al menos, ahora, decir adiós.

martes, junio 14, 2011

Cuento esquema

Al principio hay un individuo. Al final ya no está.

domingo, junio 12, 2011

Crisis de identidad

.- ¿Quién coño eres tú?

sábado, junio 11, 2011

Borrador

Esto es un boceto. Ya iremos puliendo.

viernes, junio 10, 2011

Sin título

No se como se describe. Quizá ya se cuela de algún modo por aquí debajo. Puede que respire entre esta palabra y esta otra. No se como es el texto que traduce esto, no tengo ni idea de como es, pero algo de ello anda ya por aquí: en este enorme desconcierto.

martes, junio 07, 2011

Eco

Hablaba con eco, como si lo que dijera no estuviera diciéndolo ahora, sino que lo hubiera dicho millones de años antes y estuviera llegando en ese instante. Y a mi me dejaba helado y me quedaba mudo escuchándola, diciendo cosas que me aterrorizaban o me producían un terrible vértigo temporal. Hablaba de cosas que no parecían ciertas o confesaba que hay instantes que le gustaría morir empujada por una dolorosa belleza, una terrible belleza vital. Como si la vida fuera insostenible en hermosura. Que cuando todo era pausado ella comprendía, porque la pausa le daba distancia o la involucraba de pleno en la vida; que había un delito extraño en permanecer vivo, que había tanto de robo, un robo terrible. Yo escuchaba, la escuchaba callado porque la atracción tenía mucho de miedo, me daba miedo su piel, me daba miedo que fuera tan hermosa, me daba miedo que pareciera ajena al mundo, me daba miedo verla porque todo era inalcanzable, estaba terriblemente lejos. Escuchaba aquellas frases que eran ecos de algo dicho millones de años antes. La tenía al lado, mirando siempre a los lados. Y me debatía mientras la escuchaba decir que había otro lado al otro lado del mar, cosas que parecían juegos de palabras y que ella se creía, cosas que yo me empeñaba en entender y que ella soltaba como si las estuviera viendo. Pasaba la tarde así, escuchándola. Decía cosas, frases sueltas que no llegaban a nada, con ese tono lento y pausado. Era un eco, la empecé a ver como un eco y venía y se iba cayendo lentamente, sin prisa y como eco era incomprensible del todo. Decía que todo era impreciso y que se iba a parar toda la vida a mirar pasar las cosas, que en realidad esa era la forma exacta de vivir, mirar lo que está vivo. A veces silbaba una canción, siempre la misma. No la recuerdo, soy incapaz de reconstruir esa melodía repetitiva. Recuerdo mucho esa frase rotunda de morir de belleza. A mi me parecían frases impuestas, forzadas, como si quisiera ser una forma de literatura o una poetisa, pero no, fueron siendo ciertas y cada vez fuimos estando más distantes. No se de que, si el uno del otro, si todo estaba distante o si sólo ella, nada más, lejos.

La firma

Ha amanecido lloviendo, no es una lluvia muy fuerte, pero no para. Son esas gotillas que son tan poca cosa y que mojan tanto. He fumado en la cama, sin abrir la ventana. No recuerdo en que instante empecé a fumar según me despertaba, hace mucho tiempo ya, pero creo que los que fumamos según despertamos somos la parta más alta de la escalera de fumadores. No concibo mi vida sin ese cigarro casi nauseabundo, generalmente me sienta mal o no me sabe tan bien. Realmente cuando fumas hay muy pocos cigarros que te sepan bien, pero lo que buscas todo el día es encontrarlo y aparece siempre de repente, sin sospecharlo. No hay uno ubicado en una franja horaria, en una situación determinada. El cigarrillo agradable aparece anárquicamente, de repente, sin avisar; los demás son el camino en busca de ese cigarrillo secreto. Generalmente el primero, el de la cama no lo es. Sin embargo da cierto sosiego, como si me levantara más relajada, menos acelerada. Como si el tiempo se detuviera un rato muy corto. He mirado por la ventana un rato para pensar como vestirme, llueve pero no hace frío, nada de frío e incluso si para de llover hará bastante calor. Los días así son complicados, sabes de antemano que no atinarás con la ropa. Me he ido a tomar café y luego me he duchado, en la ducha he pensado que lo ideal sería ponerme una falda nueva que compré hace un par de semanas y una camiseta colorida que combina bien con una chaqueta que me vendrá bien si sigue el clima húmedo y que me podré quitar si sale, definitivamente, el sol. Al salir de la ducha me he mirado desnuda en el espejo, últimamente tengo una relación complicada con mi cuerpo, hay veces que no me veo representada en el espejo, como si fuera otra. He tratado de recordar las otras formas que ha tenido este mismo cuerpo. Hace veinte años era distinto, igual, pero distinto. No lo pienso, no obstante, con nostalgia; lo pienso con fascinación, con incomprensión casi: ¿Cómo es posible que el mismo cuerpo vaya siendo tantos cuerpos? Es curioso, pero internamente visualizo mi cuerpo de un modo totalmente distinto, parecido, pero rematado de otra manera, con otros finales, con otras terminaciones. Me veo y soy esa, claro que soy esa, pero hay tanta fugacidad en el cuerpo, en ese que veo. Recordaré ese cuerpo más adelante, cuando sea anciana y veré la cadencia, el ritmo de variación que ha ido llevando ese cuerpo que ya no será este. Me he vestido finalmente y he salido algo acelerada porque siempre se me viene la hora encima. He caminado hasta el metro. Me ha sorprendido que no estaba el chico de la flauta, me gusta pasar y verle, es dulce lo que toca y es enormemente atractivo, es parte de la rutina, hoy no estaba y me ha recordado a las formas del cuerpo, las pequeñas variaciones que se van sucediendo casi inapreciables. El tren ha pasado rápido. He entrado, una chica iba leyendo concentrada y he mirado el título del libro, esos monumentales libros me aburren. He seguido hasta la parada de trasbordo. He sentido como si, de repente, fuera de noche. Me he visto reflejada en el metacrilato de un cartel. He seguido todo el camino pensando de forma periférica, como rodeando algo, como encerrando algo central, un pensamiento central al que no accedía. He salido del metro y he vuelto a fumar. No llovía, pero tampoco hacia Sol. He pasado por la estación de autobuses y he alcanzado el edificio de oficinas. He subido en ascensor, en recepción he preguntado y me han contestado amablemente, la chica me ha dirigido por un pasillo enmoquetado y ha abierto la puerta. Allí estaban los tres. He saludado, pero creo que a él no le he mirado, han leído los documentos pero no he atendido, he recordado otras épocas, he recordado el coche, nuestro coche, la música que oíamos en el coche, he recordado su miedo casi infantil cuando dormíamos y luego he recordado una amiga de la infancia a la que perdí el rastro, nunca quise a nadie como a ella, teníamos un amigo invisible al que también le perdí la pista. He firmado sin atender a lo que hablaban. Ellos tres se han dado las manos, yo he dicho adiós levantando la mano lentamente. He bajado con J. Me ha invitado a un café, le he agradecido su trabajo, nos hemos despedido y he vuelto al metro. En la entrada a la estación he decidido no entrar y me he puesto a caminar sin mucho orden. He fumado. He recorrido esa zona de la ciudad totalmente ajena para mi. Unos chicos hacían piruetas con los monopatines, uno de ellos ha saltado un banco y se ha caido, ha sido un golpe duro, sonoro, se ha quedado en el suelo y no he podido evitar acercarme rápido a ayudarle:

.- ¿Estás bien?

.- Si, no se preocupe.

Al chico le ha molestado que me preocupara por él, pero lo he entendido. He seguido caminando. He recordado al chico de la flauta. He pensando en una vida para el chico de la flauta y he sentido nostalgia por el chico de la flauta. He parado un taxi y he vuelto a casa.

sábado, junio 04, 2011

Mykonos

Hay un calcetín en el suelo, algunas migas y la funda de un Cd que he escuchado compulsivamente las últimas semanas. Creo recordar que hace tres semanas que no barro y que olvidé algunas tareas domesticas. He dejado un capítulo a medias del libro gris y apenas llevaba quince páginas del libro amarillo. Despierto tarde, mantengo la sensación de sueño hasta que atardece que empieza en mi una forma desconcertante de energía. He perdido cualquier vestigio de rutina horaria, como anárquicamente, cada día me acuesto a una hora, generalmente, cada vez más cerca del amanecer y apenas salgo a la calle. Si salgo, lo hago de noche. Cumplo todos los requisitos. Me gustaría recordar algunas otras cosas, la memoria se ha quedado enfrascada en un punto irreal. De tanto repetir determinadas escenas he llegado a distorsionar, radicalmente, el pasado, aunque eso no es asunto que me preocupe, lo que realmente me preocupa es la incapacidad de salir mentalmente de esas escenas ya inventadas. A veces, el entretenimiento consiste en imaginar Mykonos, donde nunca he estado. Imagino un lugar realmente agradable, construido con lo aportado por algunas lecturas y las narraciones de turistas veraniegos. Por alguna razón pensar en Mykonos me proporciona una forma peculiar de felicidad, o felicidad sin más, sin peculiaridades. Mykonos, la imagen de Mykonos me hace feliz, también me hace feliz imaginar el Sol sobre Mykonos. A veces, en ese viaje mental, subo una cuesta que da a un faro, desde ese faro se ve el mar y a un lado una población, en esa población está mi hipotética casa. Mi casa de Mykonos tiene unas escaleras, está poco amueblada y tiene una formidable colección de libros entre los que se incluye uno de Ed Pecknold, un autor que me he inventado y he prefigurado y que tiene una obra alucinante y dos de sus libros son mis obras favorita de la literatura universal. Adoro leer a Ed Pecknold o la proyección mental de Ed Pecknold. En Mykonos pongo música, una música agradablemente melódica, llena de coros, llena de armonías dulces pero con un delicado y suficiente punto de perversión. A veces pienso en Mykonos, otras veces pienso que Mykonos no existe, que no existe ese Mykonos tan agradable y trato de sacar las diferencias pero la única manera de hacerlo sería viajando a Mykonos y de momento no lo haré. Pienso en buscar trabajo, pero he olvidado los métodos para hacerlo, la verdad es que he dejado de comprender muchos métodos, diría que la mayoría de los métodos y entonces recurro a Ed Pecknold, quien llevó una vida compleja, viviendo casi en la pobreza y entregado desmedidamente a la titánica tarea de sacar adelante una obra en la que sólo el tenía fe. Ed Pecknold no bebía, de vez en cuando consumía marihuana para comprobar que la realidad es una estafa y detestaba el cine porque "es la barrera definitiva. El muro que evita la huida". En cualquier caso me debería imponer ciertas normas, al menos recoger y barrer la casa. Salir de día a la calle. Despertar más pronto, no acostarme tan tarde; luego, siempre, antes de sacar conclusiones, sin darme cuenta, me largo a Mykonos, al faro de Mykonos. Pierdo la noción del tiempo. No se si paso minutos evocando el otro Mykonos o si son horas o si realmente hago otras cosas mientras me concentro en Mykonos.

viernes, junio 03, 2011

Texto que ha sucedido

Lamento el retraso. Estaba citado con este texto hace diez minutos pero no pude evitar llegar tarde. ¿Ha terminado ya?

El tercer tiempo

Daniel descubre un camino nuevo con la bicicleta. Al final de las casas aparece un camino sin asfaltar que se mete entre los árboles. Entra y pedalea despacio. Hay un ligero cambio de temperatura, entre los árboles hay más humedad. En el suelo ve una camiseta destrozada y una zapatilla rota, muy envejecida, es de la marca Nike y parece de jugador de tenis. Sigue pedaleando y piensa o fantasea con la posibilidad de haber entrado en un lugar imposible, no obstante, el bosque es más real de lo que a él le parece. Un poco más adelante se acaba los árboles y se abre una explanada gigante, de nuevo el Sol le abrasa las piernas y la cara. Pedalea y suda levemente. Le gustaría no encontrarse a nadie, como si la gente fuera un impedimento para algo, algo invisible. Un poco después encuentra un cuaderno en el suelo. Frena, lanza la bicicleta al suelo y lo coge. Hay dibujos muy raros: Una especie de representación de una divinidad cósmica, una especie de Dios de otro lugar muy lejano, muñecos galácticos en naves mecánicas que se dirigen a pedales, bailarinas con cuellos estiradísimos, un tipo que parece un perro tocando un instrumento con treinta cuerdas y muy ovalado. Después hay una narración o un conjunto de palabras pegadas sin un orden comprensible pero que parecen significar algo, muchas cosas, quizá una explicación sobre esos dibujos que Daniel no comprende. Sigue pasando hojas, hay una tipa desnuda, voluptuosa, tremenda, mira hacia los lados y siente ganas de masturbarse por tercera vez en su vida. Las dos masturbaciones anteriores pensó siempre en la misma mujer, una presentadora de noticias, antes de la tercera surge la posibilidad de mirar todo el rato ese dibujo. Vuelve a mirar, no hay nadie, no obstante no se termina de animar, sería terrible y muy humillante ser descubierto. Sigue avanzando por el cuaderno, en una hoja está escrito a un tamaño exagerado "Colorado". Pasa de página y lee "Lo siento por el retraso". La fascinación es creciente ante el cuaderno. Lo va recorriendo y sintiendo que cada elemento está lleno de enigmas, el cuaderno, de algún modo, le parece mágico. Lo coge, lo guarda en la mochila donde lleva el agua y el inflador de las ruedas, coge la bicicleta y pedalea sin saber si ir adelante o hacia atrás. Finalmente deshace el camino y vuelve a su calle. En mitad de la calle hay un partido de futbol de alguno de sus amigos, ganan los sin camiseta por dos goles de ventaja, en juego está una ronda de refrescos. Daniel frena la bicicleta y ve como Au intentando chutar desde muy atrás es bloqueado por un defensa. Daniel piensa que Au es bastante imbecil y se alegra del disparo frustrado. Sigue con la bicicleta hasta su casa. Entra y ve a su hermana en el sofá con un chico que Daniel desconoce. No saluda. Entra en la habitación y saca el cuaderno. En el salón la hermana habla de Robin Hood con el desconocido. En la habitación de Daniel sucede, finalmente, el tercer tiempo.

jueves, junio 02, 2011

Ida y vuelta

Raro. Un estado permanente de rareza. No fue una época bonita. Todo parecía feo. Mal puesto. Tenía pensamientos raros, como esos días fríos en medio del verano que no sabes, que son como si no se estuviese, se está pero en otro sitio, como si por debajo de ese frío imposible hubiera algo, algo tapado, algo que alguien sabe pero ese alguien no está. Todo era raro, pensaba cosas, cosas nada amables, pero tampoco eran cosas concretas, no pensaba pensando, sino que había capas de pensamiento, como lagos artificiales que se iban superponiendo unos a otros, y los reflejos de esos lagos eran los pensamientos, un poco como si soñase despierto. Me resultaban raras las cosas: Los olores químicos me resultaban agresivos, invasivos. Un engaño de la ciencia. Pensaba en la ciencia y pensaba que se cometen barbaridades en el nombre de la ciencia. Que se asumían cosas como verdades cuando nadie sabía que eran, entonces todo resultaba enormemente frágil, como esos olores químicos, esos olores de los suelos recién fregados que huelen pero no huelen. Olor a fresa: barbaridad en el nombre de la ciencia. A veces me hablaba a mi mismo mientras caminaba. Compré un cuaderno, un cuaderno de cuero negro, rectangular, preciso, con la intención de anotar las cosas que pensaba pero si caminaba y hablaba conmigo y me detenía para escribir se me olvidaba lo que estaba pensando o lo anotaba y los pensamientos que habían sucedido en segundos rellenaban muchas hojas y además era impreciso lo transcrito. Entonces dejé el cuaderno pero seguí hablando conmigo y a veces pensaba que no hablaba conmigo sino que hablaba con otro que era yo pero otro, una proyección invisible de mi mismo. El ritmo de las cosas, había algo que me seducía en el ritmo de las cosas. Un tipo pasando por la acera llevaba un ritmo y lo veía como parte de otra cosa, como cuando escuchas unas notas decrecientes de piano en medio de una canción en tres por cuatro o miraba a unos muchachos juguetear alrededor de los columpios y ese ritmo entre ellos, en sus interactuaciones, en sus lanzamientos de columpio, parecían llevar una cadencia externa y me preguntaba: ¿Qué siente una nota de viola en medio de una canción? ¿Se sabe parte? Esa época duró un tiempo indefinido. Esas sensaciones de estar al otro lado del espejo no fueron permanentes, fui volviendo a asumiendo que había que volver. Volví con los animales: con los tigres en las aceras, con los leopardos de los bares, con los cerdos de los restaurantes, con los rinocerontes del metro, con los monos apoyados en las farolas, con leones enjaulados en las plazas, con los gatos de museo, con los perros de los edificios, volví sin saber porque caminaba a cuatro patas.

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