miércoles, junio 29, 2011

Días de verano

En la enorme laxitud de la época, sucedían pocas cosas reseñables. Había tardes en las que pensaba que a veces uno está en tormentas imperceptibles, en agujeros, en ciclos inmensamente superiores a uno y que simplemente eres arrastrado por millones de toneladas de materiales milenarios. No sucedía nada, lentamente dejaba de ser joven y pensaba, cuando pensar es un acto algo tortuoso y cansino. Leía sin demasiada atención y buscaba formas de refugio en rincones de la ciudad, iba a parques, iba a zonas lejos de casa en busca de algo que sabía de antemano que no encontraría. Empecé a pasar las tardes en la piscina. Una piscina poco visitada que había en el norte de la ciudad. Me sentaba en el borde y remojaba los pies. Iba muy poca gente y la que iba era siempre la misma. Había un tipo gigante, un tipo muy gordo y alto que llegaba siempre a la misma hora, se lanzaba al agua, hacía unos cuantos largos y se iba. La repetición de sus gestos, de sus actos, se convirtió en algo hermoso de contemplar. Algo internamente, parecido al cariño, fue creciendo en mi. Había algo casi entrañable en su monotonía. Nunca me atrevía a hablar con él. No hablaba con nadie, ni con aquellas dos chicas que tomaban el Sol sin hablar y que se daban brevísimos baños, tampoco con el socorrista que parecía sumido en un silencio atronador, como si jamás estuviera presente, salvo corporalmente, en aquella piscina. A veces cada dos o tres tardes aparecía una mujer con un chico pequeño. El niño apenas sabía nadar, pero era atrevido. La mujer le miraba con conmovedora ternura y sólo algunas veces se lanzaba al agua. Aquella mujer parecía feliz, únicamente, cuando se sumergía, los pocos segundos que todo su cuerpo estaba metido bajo el agua. Buceaba y salía con cara absolutamente relajada, jugueteaba con el chico y volvía a salir, donde, de nuevo, una cara marcada por una forma inabarcable de tristeza se imponía en sus gestos. Lo curioso de aquella piscina es que nadie se hablaba entre sí, como si hubiera un acuerdo de no intimar. Una tarde me fui al vestuario para ducharme y volver a casa o algún lado lejos de casa. Mientras me cambiaba apareció el hombre gigante. Saludó educadamente y se duchó. Nos vestimos casi a la vez. Inevitablemente adapté mi velocidad para salir del recinto a la vez que él. Siempre fui por detrás. Ya en la calle vi que caminaba pausadamente y le seguí. No sé porque le seguí. En la siguiente esquina la mujer con el chico le esperaban. El hombre gordo saludó a la mujer con un beso cariñoso y con una caricia en el pelo al chico. Se fueron andando despacio. Me monté en mi bicicleta y fui caóticamente hasta casa. Me desvié por muchas calles, alargando el camino. Se hizo de noche, pero seguía haciendo calor. Inevitablemente en todo había una sensación rítmica, un tipo corriendo con su perro, una pareja patinando y deslizándose por el asfalto mientras caía la noche, unos chicos besándose en el cesped de un parque, dos señoras paseando lentamente. Al llegar a casa abrí las ventanas. Los vecinos parecían haberse escapado a otro mundo, el suelo de la casa estaba caliente y me lancé buscando algo de fresco. No dormí hasta muy tarde que soñé con una tipa que hacía años que no veía y que me produjo una forma poco concreta de melancolía al despertar.

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