lunes, octubre 15, 2018

¿Lector?

Durante años escribir era importante. Lo hacía a primerísima hora. Durante años escribir era una experiencia, en el sentido amplio de la palabra. Vivía la escritura como aprendizaje vital. No experiencia placentera. Era experiencia que se acumulaba, que era existencial, como comer o trabajar. Se acumulaba a la vida, a mi propia vida, a mi propia existencia. No era un ejercicio necesariamente intelectual o con pretensiones intelectuales. Escribir me ayudaba a ordenar el caos o no tanto a ordenarlo sino a asumirlo. No era una tarea del todo racional, ya me hubiera gustado. Escribir era una tarea de suma importancia. Siempre fui honesto, mi escritura no era (no es) importante. Importante en el sentido que tiene la escritura, puesto que ésta tiende a ser comunicación, a trascender en los otros. Ciertamente no tengo mucho orden, ni mucho dominio en esa comunicación amplia. Para mi la  escritura era un acto íntimo, en el sentido que escribía para mi, para guiarme a mi mismo. La comunicación, el mensaje era para mi mismo. Y en esto fui exitoso: la escritura me ayudó o me ayudé. Me vino fenomenal escribir o para ser más exactos, me vino fenomenal escribirme. En un momento preciso, que coincide con la felicidad que me dio la paternidad, empecé a sentir, a percibir, que ya no necesitaba escribir (escribirme). La experiencia existencial que suponía ya no era necesaria. La paternidad, entre otras cosas, logró acercarme a la realidad o a cierta realidad o a una forma de realidad que se asemejaba al sosiego, pero sobre todo empecé a percibir que nada tenía que decir. No sé muy bien, una vez que yo no necesito escribirme a mi, a quien escribirle. Desapareció el interlocutor, desapareció el lector. Si no me escribía a mi ya no tenía a quien escribirle, puesto que lo que escribía no era importante, no aportaba. Dejé de escribir.

Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, me pide volver a hacerlo. ¿Será para escribirme o para escribir a otro?

martes, mayo 08, 2018

El navegante

 La idea del troll. De hecho pienso que puede ser el personaje central. ¿Quién es un troll? Igual
Todos somos el troll de alguien, de algo. No me gusta la palabra. No sé si engloba bien al personaje. Me gusta la idea de frustración y tristeza que hay detrás de ese navegante de redes en busca de bronca e indignación. El navegante, quizá esa palabra me guste más. Porque hay algo de la soledad en la que habitamos mientras navegamos. En esa reflexión contra lo abstracto, en esa rabia contra lo otro. Es una rabia solitaria, es nuestro dolor proyectado hacia afuera para que te vuelva. El troll en el fondo está cabreado consigo mismo. También es el habitante del silencio, es el ruido que no deja salir el poderoso silencio que todo lo gobierna. El navegante como naufrago. El troll es un náufrago. Navega a la deriva.

lunes, enero 29, 2018

La mesa redonda. El círculo de silencio

 Es un círculo, aún sin definir de cuantos personajes, pero en cierta manera tiene la forma de una mesa redonda. El centro de la mesa es el silencio, que es la trama, lo afecta a todos los que rodean el círculo. El centro de la mesa, que es el silencio, está por definirse si personificarlo o si dejarlo en esa abstracción/concreción que gobierna la vida de todos los que rodean el círculo.

Silencio

No amanece igual en todas las casas, eso lo sabemos. Hay casas con ventanas donde la mínima luz del arranque del día ya da algo de visibilidad y hay casas donde apenas entra la luz hasta el mediodía. Hasta la luz natural nos divide según nuestros ventanas y la posición de nuestra casa. También hay casas sumidas en el silencio y casas donde casi no hay. Hay barrios donde los coches empiezan a arrancar pronto y el ruido del principio del tráfico ya se escucha desde temprano y hay otras casas donde no hay ruido hasta mucho más tarde, a veces no hay ruido en todo el día. También es cierto que no siempre el silencio sea de verdad el silencio, el silencio que importa, el silencio que nos gobierna, el silencio que transcurre en el fondo de la vida. Hay casas que amanecen, pues, con luz y con silencio. Con un silencio suave, roto por el sonido del locutor en la vieja radio. Alguien se prepara un café mientras escucha la emisora de siempre. Se oye la voz de ese locutor que cuenta, que habla, que narra, pero en realidad hay mucho silencio. Suena la cafetera y entran los spots publicitarios, compañias de seguros que te ofrecen los valores de la amistad, bancos que hablan de sueños y facilidades, coches que te prometen el horizonte y alguna ong gubernamental concienciando sobre dramas. El café ya está fuera y la mujer se sirve lentamente. A veces echa de menos fumar, esa otra forma de silencio, pero lo evita con destreza. La casa está quieta, lleva años quieta. Sus hijas a esa hora estarán metidas en ritmos distintos, vistiendo niños para llegar a tiempo al colegio, viviendo los años del no silencio, porque ese silencio sólo suena cuando ya todo se ha ido parando, como las máquinas. Piensa en su no silencio y el silencio del que no hablan. Porque también hay silencio con las hijas, porque todo en verdad es el silencio. Sobre todo es el silencio lo que importa. Y no lo piensa como metáfora, como cosa mística, lo piensa con pragmatismo: es lo que no se escucha lo que de verdad gobierna nuestra vida. Suena el aviso de la hora, sube la intensidad de la luz natural, el sol parece ya de primavera. La casa sigue vacía, el marido duerme, sumido en el silencio roto por ronquidos soberbios. En el salón quieto, allí entra más luz, las ventanas son amplias y la suave luz del arranque entra soberbia. Ya empieza el día, ya se acaba el silencio, el silencio visible, porque el silencio invisible también despierta de buena mañana.

lunes, enero 08, 2018

Autobiografía

Me metí en el despacho (aunque en realidad no tengo despacho) y me senté a escribir (en realidad no soy escritor). Estaba decidido a abordar mi autobiografía, a escribir mi vida, pero lo cierto es que ni siquiera sabía qué era mi vida. Entonces tecleé a ritmo constante. La manera en que tecleaba se asemejaba más a llevar un ritmo que a escribir. Se podría decir que no estaba escribiendo mi autobiografía, la estaba tocando. En realidad no me interesaba mi vida, mi propia visión de mi propia vida. A quién le puede interesar la propia visión de la propia vida de alguien. Así que como todo autobiografista me interesé por la vida no mia, sino de la invención en la que convertimos nuestras propias vidas. Entonces tecleé a buen ritmo para abrir las habitaciones donde habitan esos personajes inventados que habitan la invención de mi vida. Fue a ellos a quienes les pregunté sobre mi autobiografía. ¡Contadme! Les supliqué. Casi todos permanecieron callados al principio. Alguno sonrió burlonamente, otro tosió, como tosemos cuando queremos obviar un compromiso. Ninguno de aquellos seres se animó y lo intenté por segunda vez: ¡Contadme! ¿Qué es mi vida? No hubo reacción. Los seres imaginarios no querían escribir mi autobiografía porque en cierta manera era desvelar su identidad invisible. Me indignó su cobardía y entonces descubrí la mía. Temian implicarse, temian meter la pata, temian consecuencias, temian el conflicto. ¡Hablad, maldita sea! Alguno volvió a toser, alguno se giró renunciando definitivamente a hablar y en alguno vi indicios de empezar a hacerlo. Seguí sin escuchar nada. Supe entonces que tenían miedo a parecer ignorantes, a no saberse expresar. Tenian miedos. Los personajes inventados de mi propia autobiografia no hablaban, no se animaban a dictarme mi propia vida porque no querían revelar o descubrir. Como si ese entramado que formabamos ellos y yo se desvaneciera en el momento en el que nos contaramos quienes eramos. ¡Hablad! Grité. ¡Hablad! existís porque yo os he creado. ¡Hablad! Y alguno dio un paso adelante. Supe que vendrían ya las grandes reveleaciones. Arrancaba así mi autobiografía.

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