martes, enero 27, 2015

Vida de atleta moderno

Vive como si todo fuera un entrenamiento para una competición olímpica. Como si la vida tuviera una cita clave con la eternidad. Como uno de esos spots que anuncian con sobredosis de épica un evento deportivo de máxima audiencia, que habrá una final, un momento que marcará un hito. Vive como si la vida fuera a sucederse, a examinarse, en un momento preciso, en una especie de partido único. Se entrena. Su vida es un permanente entrenamiento para preparase para ese evento. Se mide, se cronometra, se examina. La vida como series de quinientos metros para bajar una marca que le resulta casi inalcanzable. Se esfuerza y se esfuerza hasta el sobresfuerzo en pos de esa victoria, de esa imagen en la que alza los brazos victorioso, de ese momento en el que entonces, por fin, su vida merece la pena. Concentrar la vida a un encuentro, a una disputa con el tiempo, con esa imagen extraña y psicodélica de fondo que existe del éxito. El éxito como el concertado absoluto de la felicidad, la esencia total del sentido de la vida. Un instante allí, delante. Una cita única, irrepetible, sin revanchas ni segundas oportunidades. Todo allí, delante. Y aquí entrenándose para llegar, para estar en las mejores condiciones. Vivir entrenándose de acuerdo a un plan preestablecido, de acuerdo a un cronograma definido, con los pasos identificados: una hoja de ruta. Todo allí, en ese instante total. Todo allí, aquí el boceto, el ensayo, el ponerse a punto. Entrenar para llegar, para ganar, para alcanzar el éxito, para lograr la felicidad. Todo allí, aquí nada.

miércoles, enero 14, 2015

El cambio

 Lo cierto es que todo se había cubierto de una capa parecida a la de la grasa en las sartenes viejas. Una capa adherida e indivisible, que casi te narra y te da la visión de los años que esa sartén ha estado friendo huevos. En realidad nos parecemos más a viejas sartenes que a otra cosa. Los años quitan brillo, ese esplendor de la sartén recién comprada que casi da pudor usar. ¿Cómo chorrear aceite sobre ese metal tan reluciente? Sin embargo vas friendo, año tras año, y cuando te das cuenta la sartén es vieja. La metáfora podrá ser tosca, pero acertada: todo se había cubierto de grasa.

 Su vida, ese cúmulo de días, de experiencias dispersas, de horarios no siempre elegidos, había transcurrido relativamente ligera. Conocía varios buenos restaurantes de la ciudad. Conocía la mayoría de las capitales europeas, había asistido a miles de actividades culturales. La vida promedio de un tipo de mediana edad, en una ciudad de la Europa del arranque del siglo veintiuno. Un individuo habitando en ese pequeño y curioso laberinto de los pequeños placeres, de los pequeños problemas, del comfort y la seguridad: el último hombre en la tierra. No supo cómo exactamente, no hay marcas definidas o las hay demasiado abruptas. Las transiciones o son inapreciables o son al corte. No hay transiciones rítmicas. O te cae una maceta mientras pasabas por una acera o vas pasando de la infancia a la adolescencia en un ritmo inapreciable. No suceden las cosas de un modo intermedio. No le pasó a él. Todo era ligero y todo dejó de serlo. ¿En cuánto tiempo? Vaya uno a saber. Un día el trabajo flojea, aquello que parecía perenne se hace caduco. El flujo de llamadas es más bajo hasta desaparecer. Se enredan las cosas, aquella gente que te daba trabajo en sitios ya no está, han cambiado de vida, también afectados por sus ritmos y transiciones invisibles. Las dinámicas profesionales, aquellas que creía asumidas han ido variando también, todo había estado sumido en la inapreciable transición de las cosas. De repente es más torpe en un entorno en el que no lo había sido. Inapreciablemente ha envejecido. Un buen día no sabe dónde ir, ni siquiera es valorada como tal su profesión: es casi un hobby de internautas aburridos. De repente ha visto una pared, es el final del laberinto y no encontró la salida. Mira atrás. Se sienta abrumado, rehacer caminos, rebuscar salidas le parece, de repente, una odisea para la que se ve incapaz. Las piernas están cansadas. Mira de nuevo. Se sienta en el suelo. Durante varias horas piensa sin pensar en nada. Ese estado mental en el que estamos pocas veces. Pasa el tiempo sin urgencia. ¿Y si todo consistía en no hacer nada? ¿Y si la verdadera revolución, el cambio definitivo, es sentarse y no hacer nada? Habitar. Simplemente habitar. Como esos animales que pastan sosegados, inmóviles, en praderas infinitas. ¿Y si al final todo consistía en no hacerlo? Ni siquiera retrasarlo, postergarlo: no. No hacerlo jamás. Mirar y quedarse quieto, ver  el brillo y el esplendor de un presente eterno.

martes, enero 13, 2015

Uno y el universo en 2015

Durante un tiempo escribía en este blog prácticamente a diario. Un buen día, en una decisión no del todo consciente, fui, paulatinamente, deteniendo el ritmo hasta tener algo más claro: no sé muy bien el qué. No he pasado grandes crisis en mi vida, pero es cierto que tengo varias marcas o puntos de inflexión mental. Los cambios de ciudad han sido unos, la operación y trombosis, indudablemente fueron otro, y seguramente el más agudo e importante; y desde hace un par de años, he pasado el punto de inflexión más prolongado y también el más difuso y extraño. Mis hijas sosegaron del todo mi cabeza, aunque pienso que en cierta manera ya venía bastante sosegado, o ese sosiego relativo al que puede aspirar un trabajador normal, en una ciudad de cinco millones de habitantes en un ritmo vital como este, en esta época de la historia: un sosiego francamente relativo. Desde hace tres, casi cuatro años, no obstante, tuve un golpe casi visual, y creo que aunque podría parecer aislado, tiene mucho de colectivo. Digamos que vi de golpe, me entendí de repente, como individuo social. Como otro ladrillo en el muro, por usar una metáfora posiblemente torpe.  De repente me atosigó que yo no era una isla, con mi vida relativa, con mi costumbres, con mi forma de ser, sino que mi percepción de individuo estaba muy marcada, invisiblemente, por el dónde habito, aunque lo hubiera obviado, aunque no lo hubiera percibido, aunque jamás me hubiera percatado de esa cuerda que me trenzaba a los demás, a cada uno de los seres humanos. De repente no era un ¿quién soy? sino un ¿dónde soy? El primer paso para ese golpe visual fue ser padre, claro. A mi ser padre no me afectó negativamente. Creo que cuando fui padre ya estaba bastante saturado de mi mismo como para agobiarme por perder el foco sobre mi mismo y enfocar a un ser humano diminuto. Si recuerdo que nada más nacer mi primera hija me venía con frecuencia una imagen cuando hablaba con adultos, fuera quien fuera ese adulto, me lo imaginaba como bebé, absolutamente dependiente de unos cuidadores y no individualizado como les percibimos y nos percibimos de adultos. Era una imagen muy recurrente. Podía estar viendo una película y de repente la imagen me invadía de lleno con el esplendoroso protagonista: George Clooney o Scarlett Johansson. Me daba igual. De repente, fuera de ese foco texturizado del cine, me venía la imagen de ese ser humano como bebé, necesitado de un cambio de pañal o de comida. Alejado de esa individualidad, podía ver a ese ser absolutamente dependiente de los otros. Todo aquello empezó a modificar mi propia percepción. Empezó a golpear mi visión existencial. Digamos que hasta entonces, irresponsablemente, no me había planteado demasiado eso. Cuando hablaba con un adulto lo percibía en el presente, como ser aislado. Ser padre me empezó a dar la visión histórica de la individualidad de cada uno. Todos veníamos de depender. En cierta manera aquello fue el origen de un big bang, no sólo era el bebé el que dependía, es que básicamente nuestra vida depende de los otros.  Así se fue gestando un cambio de percepción, no sin una profunda sensación de absurdo. ¿Cómo cojones no me había dado cuenta de la obviedad? Lentamente, esa visión iba acrecentándose, y se iba instalando en cada pensamiento. Mi relación con el entorno se veía afectada por esto. También fue invadiendo mi relación diaria con escribir. Lo que hasta entonces había sido bueno, de repente me pareció innecesario. No criticable, ojo, innecesario,. Me detuve. Creo que desde entonces, salvo con mi relación con la música, he pasado un tiempo más de observador que de actor. La crisis hospitalaria me trajo una productividad brutal. Una de las cosas que concluí después de los días de hospital era que no pensara que quería escribir cuentos, sino que los escribiera, no pensar en hacer canciones sino hacerlas. En cierta manera creo mucho en esto. No busco, y creo que jamás buscaré, hacer obras completas. Mi relación con las actividades artísticas tiene un enorme parecido a la de esa gente que trabaja durante la semana y los fines de semana se dedican al bricolaje o manualidades por placer. Hace no mucho estaba con mis hijas y mi pareja en una actividad de música, la tipa que dirigía la actividad y mi pareja estuvieron un rato hablando y al cabo del rato le dijo que yo hacía música, no le dijo que era músico, le dijo "hace música" y me sentí absolutamente identificado con ese termino de hacedor. Pero igual que aquella crisis hospitalaria disparo al hacedor, esa crisis social disparo al observador. ¿Cómo escriben los que asumen que somos entramados? ¿Como hacen música los que se alejan de la individualidad? La verdad es que tampoco he llegado a conclusiones. Pero aquí estoy, volviendo a este blog que siempre me ha servido para darle cierto orden a esa forma caótica que tiene mi pensamiento.

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