jueves, enero 11, 2024

Chocolatina de fresa

  El día que conocí a F probé por primera vez las chocolatinas rellenas de fresa. No soy goloso, tampoco lo era demasiado con 5 años, pero aquella chocolatina fue un descubrimiento glorioso. El sabor era explosivo. Ese liquido artificial rosado que sabía a una frase irreal me pareció sublime. Pero además de descubrir las chocolatinas rellenas de fresa, ese día conocí a mi padre. Poca gente puede decir o recordar cómo fue el día que conoció a su padre, pero en mi caso sí: el día que descubrí la existencia de chocolatinas rellenas de fresa fue el mismo día que conocí a mi padre. 

No sé en qué momento o cómo fue el velocísimo proceso de asumir que F era nuestro padre. Aquella tarde  de otoño, que recuerdo algo fría, mi madre me dijo que nos íbamos con F a dar un paseo. F llegó en coche. No recuerdo si se bajó o no. Si mi madre y yo nos subimos al coche o cómo fue exactamente el encuentro.  F saludó como si me conociera de toda la vida, a lo que yo respondí con la misma actitud. F y yo a los treinta y cinco segundos, ya éramos íntimos. Nada de protocolos. Había que ahorrarse tiempo. F iba a ser mi padre y yo iba a ser su hijo. Así que en un acuerdo silente pasamos del saludo a lo paternofilial en un tiempo que debería ser registrado en los libros de récords. Con F además pasa algo absolutamente estrambótico, no sólo que conocí a mi padre una tarde de otoño con sabor a chocolatina, sino que yo, que soy el segundo de los hermanos, iba a conocerle con algunos días de ventaja sobre mi hermano mayor. Lo cual abre una paradoja espacio temporal: el hermano pequeño conocía al padre antes que el hermano mayor. Eso nos debería haber dado pistas, pero no nos las dio, porque nosotros íbamos al grano con cinco y ocho años. ¡Bienvenido, Papá!

F nos llevó a mi madre y a mi a tomar algo. Mis recuerdos no son del todo precisos. Obviamente uno no conoce todos los días al que va a ser su padre, pero tenía cinco años. La memoria era casi líquida y muchos de los detalles son muy imprecisos. Fuimos en coche a tomar algo a una terraza los tres. Mi madre, F y yo. Lo primero que hizo F fue invitarme a dar vueltas en una tiovivo que había justo al lado de la terraza donde nos íbamos a sentar. F no solo me invitó a una vuelta. ¡Me invitó a dos! Él me miraba sonriendo, yo le correspondía con la misma complicidad. Yo nunca había sido actor principal en ninguna escena de mi vida y de repente el nuevo padre me tenía dando vueltas en un tiovivo, mirándome sonriendo con mi madre al lado. La película, por fin, se ponía interesante. Cuando terminé de dar vueltas, bajé y nos sentamos en una mesa. Segundo éxito de aquella tarde glorioso: F me invitó a un refresco. Creo estar en lo cierto si afirmo que era la primera vez que me tomaba un refresco entero para mí solo. Mi madre y mi nuevo padre hablaban agradablemente, mi madre estaba relajada y sonreía y F trasmitía una serenidad y calma que inauguró una nueva etapa en nuestras vidas. No había contrato, ni papeles por medio, pero si lo hubieran puesto encima de la mesa, lo hubiera firmado sin ningún problema para que F fuera mi nuevo padre. Y claro que no hubo contrato escrito, pero el simbólico lo firmamos: F, mi madre y yo. En menos de hora y media habíamos conformado una familia al uso. 

Al terminar el refresco fue el momento en el que apareció la chocolatina. No sé cómo apareció. No sé si F se levantó a comprarla, no sé si me dio algunas monedas para que fuera yo, no sé si fue mi madre. No recuerdo exactamente cómo apareció aquella chocolatina en nuestras vidas, pero cuando apareció todo cambió para siempre. Mordí la primera onza y sentí aquella especie de mermelada o de liquido amniótico rosado deslizarse por mi boca. Un sabor como de otro mundo, como de hermosa irrealidad, invadió mis papilas gustativas y trasmitió al resto del cuerpo un mensaje de alegría. Asi que podríamos afirmar, que aunque no había contrato, esa chocolatina era una celebración de esa firma simbólica. Los novios se besan, los empresarios se dan la mano, los futbolistas hacen malabares con el balón frente a los fotógrafos. Yo comí chocolatina el dia que F se convirtió en mi padre. Creo que era tan deliciosa que n siquiera me la comí entera. Recuerdo que pensé en mi hermano, que por alguna razón que no recuerdo no estaba aquella tarde fundacional. Hoy cuarenta y tres años después, no sé donde estaba I. ¿Dónde estaría? ¿Jugando al futbol? En alguna actividad extraescolar? ¿En casa de un amigo? Pero aquella chocolatina la tenía que probar I. Esa tarde era una de esas tardes que se viven para contar y en medio e la chocolatina yo estaba deseando contarle a I todo lo que había sucedido: El Tiovivo, el nuevo padre, el sabor de la chocolatina. Así que creo que no me la terminé, quizá pensando en llevarle un poco a I y seguramente, (no quiero venderme como un gran generoso), porque la chocolatina estaba deliciosa, pero su sabor agotaba a las tres onzas. 

No recuerdo mucho más. Recuerdo la tarde cayendo, el frío que aumenta. La sonrisa segura de F. Su manera de andar. Recuerdo volver en su coche. Sentir una especie de calor y serenidad y también de equilibrio. Como si todo, de repente, tuviera un orden. Creo que por eso fue tan fácil asumir que F era el nuevo padre, porque a una velocidad inexplicable, todo se había ordenado. Recuerdo ir en la parte de atrás del coche volviendo a casa. Recuerdo la mano de F sobre la pierna de mi madre y sentir que aquello tenía sentido y recuerdo una forma inmensa de alegría. No estoy seguro, porque bien es sabido que la memoria distorsiona y mueve los elementos, a veces, a su antojo, pero casi podría afirmar que ese rato, esa tarde, es mi primer momento de felicidad consciente en la vida. Y que la felicidad, además, tiene sabor a chocolatina rellena de fresa.  

lunes, enero 08, 2024

Tarde de sábado

 Yo no sé escribir de manera netamente autobiográfica. Para ser honestos habría que decir que yo no sé escribir, pero ese tema sería conveniente tratarlo ya en otra autobiografía. Pero el hecho de ser escrupulosamente autobiográficos me resulta muy complejo cuando escribo aquí, en esto que se parece a una forma extraña de diario. Ayer leí un librito de una autora francesa que sí lo es. De hecho las tres cosas que he leído de ella son libros netamente autobiográficos; y me llama la atención o me abruma un poco. Porque no sé cómo se hace eso. Primero ser preciso en la narración de lo que sucedió en tu vida o de lo que está sucediendo. Segundo dónde poner el foco en un punto concreto de eso que se narra. Si narro, por ejemplo, los primeros meses de mi relación con M o la historia de alguno de los grupos de música en los que he estado, tiendo a perderme en detalles que no son del todo autobiográficos; pero eso no es una elección, simplemente la realidad se me transforma en otra cosa cuando me pongo a describirla o a contarla. Por supuesto que en este espacio he contado cosas autobiográficas, pero se distorsionan o se alteran un poco a su antojo mientras las voy transcribiendo. Ni siquiera yo decido del todo en qué momento empiezan a no ser lo que fueron para ser una cosa nueva. Una cosa nueva que tampoco lo es del todo, porque aunque, como rezan esos carteles antes de las películas, Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas) o con hechos reales es pura coincidencia, lo cierto es que, aunque alterado, distorsionado y sin semejanzas; la alteración termina dando un resultado muy parecido a lo que sucedió. Por ejemplo, en este espacio, he hablado de asuntos de mi padre, de asuntos de enamoramientos post-adolescentes o eventos puntuales, que finalmente terminan trasmitiendo algo en lo que me identifico plenamente y en lo que soy capaz de reconocer el hecho real tal y como fue. Supongo que en eso radica el encantamiento de la ficción: en que el hecho ficcionado, por exagerado que sea, se superpone con nuestra realidad. La ficción también es autobiografía. Porque es una capa profunda de lo que somos o de lo que fuimos. La ficción también sucedió, por decirlo de algún modo. En ese libro que leía ayer, la autora hablaba de un proceso de celos que la carcomió durante meses. Yo sufrí, a los diecinueve años un proceso muy similar. Mi primera novia "formal", por llamarlo de algún modo, me había dejado por un tipo que nunca ví y mi obsesión con aquel individuo era francamente parecida a la que narra la autora. Ese desierto que transité durante algunas semanas o meses, era abrumadoramente semejante. Pero si hiciera el ejercicio, jamas lograría ser tan preciso conmigo mismo. Seguramente trasladaría asuntos de la realidad, evocaría cosas concretas, pero me costaría ser verídico o real.No por huir del recuerdo o de mi mismo, sino porque el proceso de escritura me lleva por otros recovecos. Disfruto esa bifurcación. No soy escritor, pero cuando escribo, disfruto del acto de escribir en sí, porque verdaderamente se me desvelan cosas Cambiaría escenas y sobre todo me centraría en procesos más abstractos que la escritora francesa. Hablaría o describiría, sobre todo, aquella tarde de sábado dos semanas después de que ella me había dejado. Porque aquella tarde fue una cumbre en ese proceso Me costaría ser preciso o veraz con aquella tarde, pero si escribiera como la escritora francesa, esa tarde sería idónea para ser autobiográficos. De hecho, a partir de este punto, voy a intentar serlo. Intentaré ejercitar la autobiografía con aquella extraña tarde. 


TARDE DE SABADO 


 I me ha llamado a media mañana. Una semana antes de que me dejara habíamos hablado que necesitaba encontrar un trabajo. Las cosas en mi casa estaban en un estado muy deteriorado. Mi padre se había sumido en un silencio que no supimos interpretar como una profunda depresión y no trabajaba. En casa no entraba dinero y la decadencia iba avanzando por minutos en el hogar. Mi único ancla con el mundo externo era I, pero I, eso no lo supe hasta muchos después, se sentía fatigada de mi, pero sobre todo de mi mundo. Aquel día I me dijo que una amiga de su madre estaba montando un pequeño parque de atracciones infantil cerca del Centro Comercial El Paseo, en un solar que había detrás, que durante mucho tiempo había sido un parking de esos de los que te dan un ticket en mano. Para el modesto parque de atracciones iban a necesitar gente joven que quisiera ganar algo de dinero estando cinco o seis horas pendientes de algunas de las atracciones y que porqué no íbamos los dos a trabajar ahí. I me dejó una semana después de aquella conversación, pero I me quería, no como yo quería que me quisiera, pero me quería y sentía mucho cariño por mi familia, sospecho que por mi madre, no tanto por mi padre. Así que cuando se activó el pequeño parque de atracciones de la amiga de su madre y se necesitó de jóvenes para arrancar la actividad, pensó que, aunque acabábamos de dejar de ser pareja, me vendría bien empezar con eso. 

La llamada ha sido fría, porque teme que yo de nuevo me ponga melodramático y triste. Como las dos veces que nos hemos cruzado después de la ruptura. Me ha informado que la actividad arranca y que si quería el trabajo estuviera a las 3 P.M en el recinto. De más está decir que a mi el trabajo en ese estado en el que llevaba sumido medio mes me daba absolutamente igual. Pero la cita me parecía una oportunidad perfecta para volverla a ver, para tenerla cerca, para hacer algo con mi desesperación. Entre todos los síntomas que sufro estas semanas la desesperación es de los más acentuados. No hay vinculo entre lo emocional y lo racional. Quiero verla, pero no sé para qué quiero verla. Las dos o tres veces que la he visto he salido más dañado, más afectado, más desesperado. Quiero verla porque hay algo en el proceso psicológico muy poderoso que desconozco que quiere tenerla enfrente; pero verla me resulta doloroso, insoportable, porque me hace más consciente de la distancia que hay. Eso es algo que desconozco hasta ese momento, puesto que es mi primer desamor y además en un momento en el que mi vida está absolutamente desmoronada. Todo se derrumba para ese joven de 19 años. Su vida familiar, su futuro, su vida sentimental. El mundo carece de sentido, se ha vuelto un lugar doloroso. Y verla me hace consciente de que la distancia entre dos cuerpos puede llegar a ser mucho más profunda que la distancia física y medible. Cada vez que veo a I veo galaxias, agujeros de gusano, dimensiones paralelas, pasillos galácticos que separan ese metro que hay entre mi cuerpo y el suyo. Verla de cerca es verla frente a mi pero a millones de años luz. Su olor, ese olor que tantas veces había sentido tan cerca, de repente era un olor que me pinchaba muscularmente. Su olor, y de eso se ha escrito mucho, tenía un poder sobre mi indescifrable. Ese olor, que había sido el origen de sensaciones de amor o sexualdiad, ahora era dañino y cuanto más lo sentía, cuando más olía su olor, más dolencias padecía, como si mis órganos se contagiaran de una temible enfermedad. Estaba ahí, frente a mí, y sin embargo era inaccesible. Cada parte de su cuerpo que en algún momento me había excitado, que había sido parte del juego físico en nuestra relación, ahora eran el motor que producía un sentimiento atroz. Sus labios, mientras hablaba, los veía más hermosos y carnosos que nunca y sin embargo ya no podía sentirlos, me habían sido negados y esa negación era dolorosa y terrible. Sus manos que había sentido sobre mi cuerpo jamás me volverían a tocar. Cada parte de su cuerpo, cuando la había vuelto a ver, eran el origen de un nuevo desasosiego, de una nueva negación. Su órganos, su piel, su presencia, eran crueles, porque  ya no eran accesibles. Entonces ¿Por qué la quería ver esa tarde de sábado a las 3 P.M? Si lo que iba a encontrar era ese cumulo de órganos y piel que emitían la mayor de las crueldades a las que había sido sometido: la negación, lo inaccesible ante mi. El ser enfermo de desamor no vive bajo la lógica o la realidad del que no está bajo las dolencias de ese virus. Es una enfermedad parecida a la adicción. Sabes que ese es el origen de tu tragedia, pero necesitas una nueva dosis, saberla cerca. Así que aquí estoy. Una tarde de sábado de un calor infernal en medio de Barquisimeto, Venezuela. Cruzo la puerta de ese recinto extraño. Hay algunas atracciones pequeñas esparcidas por el terreno, intuyo que el parque, bastante modesto, va a ser para uso muy infantil de niños de no más de cuatro o cinco años. Al fondo hay construido un barracón en el que hay un letrero que pone oficinas. Entiendo que es ahí donde debo presentarme. Miro a los lados. No hay nadie fuera. La explanada está vacía, las atracciones aún no están encendidas. Avanzando por el terreno sintiéndome una especie de cowboy triste en medio del oeste. Entiendo que he sido el primero de los citados en aparecer. Miro hacia afuera esperando ver a I aparecer, pero no la veo venir calle arriba, desde la avenida de Los leones por la carrera 2, desde donde debería llegar. El calor es insoportable y tengo ganas de no estar ahí, pero para ganar tiempo entro en la oficina para presentarme y recibir instrucciones. Hay dos mujeres muy arregladas, muy maquilladas, con aspecto de no tener que depender del parque para vivir. Me presento, digo que vengo de parte de I. Hablan bien de I. "La queremos tanto" dice una de ellas. Me dicen que estaré a cargo de algo que llaman "El Lago". Me explican que son dos barcas que navegan sobre una piscina, las barcas tienen la forma de dos cisnes muy coloreados, la piscina está en la pequeña carpa a la entrada del parque. Me explican que está cubierta para que no se deteriore y que no se llene de todo el polvo del parque. Me explican que debo montar a los niños y darles vueltas por la pequeña piscina imitando un paseo en barca por un rio, "Por el Danubio" dice la más habladora. Me explican la metodología con las fichas, mi horario (que incluye todos los fines de semana y tres tardes entre semana) y el sueldo, que es muy bajo. No hay contrato ni nada que se le parezca. Me desean suerte y que al final del día se hará una reunión en la oficina para ver y comentar qué tal ha ido esa primera jornada: "¡Bienvenido a BarquiPark!" (aquí invito el nombre. primero porque no lo recuerdo bien, pero no debe andar lejos del original) me dice las más teñida, y que ha hablado menos, con euforia. Camino hasta la carpa y me quedo en la entrada. Miro al interior. La piscina es minúscula, las barcas son multicolor con unos rosas fosforescentes que ciegan, flotan tristes sobre un agua recién echada. Hace tanto calor que en algún momento pienso que lo mejor seria usar la absurda piscina de plástico para refrescarse y cobrar las dos fichas que cuesta el absurdo  paseo por un gratificante y necesario remojo. Me quedo en la entrada desde donde puedo ver la entrada al parque. Veo que van entrando otros jóvenes. Algunos van entusiasmados de momento parezco el empleado menos motivado. I no aparece y empieza a sospechar que I no va a aparecer. También empezó a especular donde puede estar I a esas horas. Durante algunos minutos me dan ganas de prenderle fuego a todo. No soy pirómano, no soy violento, pero siento un rechazo profundo por el parque, por las dos mujeres y por todos los jóvenes que van entrando para trabajar ahí. I no aparece y entro en un proceso de angustia intenso. Vuelvo a pensar en una de las frases que me dijo cuando le pregunté si me dejaba por otro: "Y eso que mas da". En como fui recabando información sobre el individuo que ahora estaba con ella. Miro el reloj y calculo que me quedan seis horas para terminar mi primera jornada ahí. I sigue sin aparecer y comprendo que nunca aparecerá. I me ha dejado por un tipo mayor que yo, que tiene coche, que es de familia adinerada. Todo eso me invade en la puerta del "Lago" bajo un calor insoportable. Sigo especulando con I. ¿Dónde puede estar en ese momento? La imagino follando en el coche de ese tipo que no sé cómo es. La imagino teniendo su miembro en la mano, moviéndolo lentamente mientras le besa. Él está excitado. La ha llevado a comer a algún lado y a la salida se han manoseado en el coche que estaba aparcado en un lugar apartado. Se han besado, se han dicho frases que solo se dicen bajo ese estado enloquecido de la excitación. Ella le masturba esperando que este muy excitado para que la penetre en el coche. Él le baja la fald como puede en la parte trasera del coche, le dice que tiene muchas ganas de follarla y ella cierra los ojos. En la puerta de "El Lago" aparecen los primeros clientes: una madre con su hijo de tres o cuatro años. Me entregan las fichas, yo no puedo ni hablar. Cojo al niño casi temblando y le acomodo en la barca. Lo muevo por el Danubio, lo hago viajar por el Sena, por el Támesis. Me imagino aguas agitadas, violentas. El agua suena, hay una musica de fondo por todo el parque. Hace un calor espantoso. Sigo imaginando esa hipotética escena en otra rincón de la ciudad. Él la ha ido desvistiendo, le ha bajado las bragas y está a punto de follársela. Tengo ganas de ponerme a llorar o de gritar, pero sobre todo de salir corriendo. La madre del niño me mira amable y me da las gracias. Me ayuda a bajar al niño de la barca. Salen de la carpa. En ese momento me viene la cara de I cuando está a punto de orgasmar, esa cara que yo había visto tantas veces. Sé que I no vendrá, sé que yo no puedo seguir viviendo en Barquisimeto. Sé que este dolor algun día se pasará, pero que la travesía va a durar meses. Salgo de la carpa, me pongo a andar. No miro para atras. Empiezo a correr. Oigo la música que suena por todo el parque. Salgo del parque corriendo. Corro como si me aliviara algo. Corro como si correr evitara el dolor. Corro más de un cuarto de hora. Subo la Avenida Lara mirando los coches que van a un lado y otro de la avenida a ritmo veloz. Cada uno con un destino, cada uno con una vida que yo no tengo, porque aún no sé qué es exactamente mi vida. Esos coches buscan destinos porque los tienen, yo corro sin saber a dónde voy. Pienso en las dos mujeres en la oficina dándose cuenta que no hay nadie en el "El lago" y sigo corriendo pensando que a esas horas I ya ha orgasmado o quizá está lamiendo con generosidad el pene de ese tipo que no sé cómo es. Todo esto es fantasía o no, pero todo eso es dolor o delirio. Porque los celos tienen sobre todo mucho de locura.

No recuerdo mucho más de esa tarde. Creo que llame a ER, creo que bebimos. Seguramente me invitó, porque yo no tenía ni dinero para beber. Creo que no le conté a nadie aquella tarde. Me sentí a veces algo culpable de abandonar aquel puesto de trabajo. Creo que me sentí solo cuando llegué a casa con mis padres y D ya dormidos. Creo que no he vuelto a sentir jamás eso y creo que ese día, de alguna manera, volví a nacer. 

El pollito Pío

 Me puse a reordenar la casa. No sé si tiene sentido decir reordenar en este caso. Me refiero a que pensé en darle un nuevo orden. Había pasado el tiempo suficiente para el duelo. Duelo en el sentido estricto de dolor. Algo más de un año, más de doce meses, que a mi me daban una especie de alivio o simbología. A partir de los doce meses, ciertos acontecimientos de las rutinas ya se empezaban a repetir por segunda vez sin ella. Así que alterar el orden o darle un nuevo a las cosas de la casa me parecía una buena forma de cambiar otros órdenes, incluso (o sobre todo) el cósmico. No soy bueno espacialmente. Verdaderamente no soy bueno en casi nada. Ya no es un problema de autoestima, esa que tan deteriorada se ha visto estos doce meses, es un problema de entreno o de capacidad. No se ver el espacio desde distintas perspectivas, sobre todo en mi hogar. Me gustaría ser de esos que miran amplio. "Si mueves ese sofá y regalas esa repisa podrás abrir un espacio para que el salón respire y sea más acogedor". No sé mirar así. Miro y veo un sofá, unas paredes, una alfombra que me cae mal, un orden no muy preciso que debería ser de otra forma y que me incomoda, pero no sé encontrar soluciones a los espacios diarios para que esos espacios sean más agradables. Pero aún y así me lancé a la tarea de reordenar. Aunque mantengo la duda de si es reordenar u ordenar. Decidí deshacerme de la alfombra. Era un símbolo tan de ella aún, ahí extendido en medio de la sala. Esa alfombra como marca y símbolo. La doblé y la dejé cerca de la puerta. La bajaría el día de recogida. También decidí deshacerme de una butaca que me parecía inoportuna o estúpida (Porque no usar el termino escupido en este caso si es lo que me parecía). Esa butaca era un error, quizá esa butaca era el punto fronterizo donde ella y yo dejábamos de tener una vida en común: ¿a quién le puede gustar una butaca como esa? Era algo que no percibía en mis días con ella. Ahora era consciente de que esa butaca marcaba el primer punto de nuestras diferencias irreconciliables. La dejé cerca de la puerta también. El espacio, no sé desde un lado teórico, pero desde el lado de mi percepción, empezaba a ganar algo, no sé el qué, pero empezaba a tener otro movimiento (creo que esas son las palabras que usan los interioristas y los arquitectos: el espacio gana movimiento). Había un armario torpe, feo y de un material casi plástico amontonado en una esquina, repleto de los libros infantiles que le habíamos ido comprando a la niña los primeros años. Libros encontrados, libros regalados, libros muy queridos y algunos casi detestados: la literatura infantil, si es que eso existe, tiene sus conflictos y sus problemas también. Decidí deshacerme también de ese trasto insoportable, pero debía revisar los libros y quizá seleccionar. Acerqué una silla y una caja con la idea de ir revisando. No sabía qué criterio iba a seguir: ¿Calidad? ¿Cariño? Iba cogiendo al azar. Leía el título, ojeaba por encima las páginas, rememoraba lecturas nocturnas, el lento o rápido crecimiento de mi hija. Lecturas amables, relajadas. Otras lecturas urgentes, buscando su consuelo en alguna crisis de llanto. Lecturas despistadas en las que leía pensando en otra cosa mientras la niña reía o quizá también pensaba en otras cosas. Esos libros con dibujos que habíamos repasado una y mil veces. Dibujos hermosos, dibujos precisos, dibujos horrendos. ¿Qué criterio seguía la niña para elegir sus favoritos? Algunos que leímos ciento cincuenta mil veces otros que jamás pasamos de la cuarta página. Libros que venían de gente que quisimos y ya no sabemos donde están o de gente que aún siguen en nuestra vida. Libros hermosos, pero de hermosos solo valorábamos los mayores y libros horrendos que la niña adoraba. Animales absurdos con historias psicodélicas o niños que nos mostraban un mundo mejor. Pasé mucho rato sentado, pasando páginas, pasando de un libro a otro y no llegué a seleccionar ninguno. ¿Que criterio seguir? Porque en esos libros no solo había libros. Había nuestra biografía, la de mi hija y la mía. El origen de una nueva forma de vida que es la que se inaugura con la paternidad. Una lectura que es más amplia o diferente de la lectura que había conocido hasta ese momento. Leerla fue leerme o releerme o empezar a leer. Leer aquellos libros fue vivir a vida desde una nueva perspectiva: no solo ella aprendía o disfrutaba o reía en esos libros. Como los grandes libros de la literatura universal, esos libros, esos dibujos, esas formas, me fueron transformando a mi también. No sé en qué, quizá en eso que hemos acordado llamar Padre. Dejé todos los libros en el suelo. Decidí que ninguno se iba a ir. Porque esa biblioteca era, sin ninguna duda, esencial toda ella. Incluso el detestable Pollito Pío se quedaría ahí, con su vida absurda y surreal. También el pollito Pío nos había conformado. Esa biblioteca, a su manera, era nuestra autobiografía como padre e hija. 

viernes, enero 05, 2024

Primer día

 A las 12:23 me llaman al despacho de A. Subo las escaleras con desgana, últimamente cada cosa me cuesta el triple. No es ya falta de fuerzas, es como si estuviera en el cuerpo de alguien que en el fondo no me lo quiere dejar, que no quiere que lo use. Cuando abro la puerta veo que no solo está A, sino que a su lado está B.  Intercambiamos unas frases, nos preguntamos por la salud. Es época de virus y gripes y parece difícil salir indemne de la epidemia. A me dice que me siente y me extiende un sobre. Sin titubeos me dice: "Es tu despido". B mira al suelo. Abro el sobre sin saber muy bien porqué abro el sobre. Pero siento que puedo ganar unos segundos para decidir una reacción. No sé qué decir. No sé porqué me despiden. No entiendo nada del ínstante. Pregunto casi en voz baja que a qué se debe. B baja aún más la cabeza, parece que la despedida es ella, A arma un discurso vacío, innecesario, lleno de elogios que no valen de nada. "Has sido muy útil, un gran valor, pero la estructura..." frases de la nada. Mientras sigue articulando el guión prescrito, pienso en la sociedad, debería pensar en mi, pero pienso en la sociedad, en todos esos discursos que conforman el día a día. La vaciedad de la crueldad. No digo mucho. EN algun momento digo que quiero que mi abogado (no tenga abogado) vea la carta de despido y que de momento firmo que no estoy conforme. No sé de donde me aprendí esa manera de actuar, pero hasta a mi me suena convicente. Me dicen que ya no tengo correo, que no tengo acceso al ordenador y que ha sido un placer. Salgo del despacho. desciendo la escalera con menos ganas aún que las subí. Recojo mi parca y sin despedirme de nadie salgo a la calle. Hace frío y y cae una suave llovizna. El día no es gris, es blanco. Camino por la acera y me doy cuenta que hay cosas que nunca había visto de la zona. Arboles que nunca me había fijado, porque solo acudo ahí para entrar al edificio a trabajar. Veo que al otro lado de la acera, un poco más allá hay un parque con bancos. Me siento. Pienso en mi futuro, pienso en mis padres, pienso en algunos compañeros de colegio, pienso en el mundo sindical, pienso en las nuevas tecnologías. Durante un rato que no sé identificar pienso en cosas abstractas, sin detenerme en ellas. Sin reflexionar o percibir algún tipo de sensación respecto a ellas. Me pongo en pié. Camino hasta el metro. En el anden no hay nadie. Veo el tren entrar en la estación como si fuera la metáfora de algo. Intento identificar qué metáfora es, pero no estoy para poesía. Se abren las puertas y bajan tres jóvenes con mochilas. Pienso en sus futuros, pienso en sus proyecciones, pienso en sus vidas laborales. En el vagón un musico ambulante con un altavoz y una guitarra canta una canción de los ochenta. Tiene buena voz, pero el equipo de sonido es de una calidad pésima y suena todo muy abotargado, una masa sonora sin matices y de textura desagradable. Dos estaciones después el vagón va mucho más lleno. Me bajo sin saber por qué me bajo. Salgo a la calle. Pienso, no sin épica, que en ese momento empieza una nueva vida, o más que una nueva vida, una nueva forma de vida. Me siento ajeno y extraño, pero sobre todo, y esa es la confesión que me hago en esa primera hora sin trabajo, siento miedo, un miedo atroz.

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