jueves, enero 11, 2024

Chocolatina de fresa

  El día que conocí a F probé por primera vez las chocolatinas rellenas de fresa. No soy goloso, tampoco lo era demasiado con 5 años, pero aquella chocolatina fue un descubrimiento glorioso. El sabor era explosivo. Ese liquido artificial rosado que sabía a una frase irreal me pareció sublime. Pero además de descubrir las chocolatinas rellenas de fresa, ese día conocí a mi padre. Poca gente puede decir o recordar cómo fue el día que conoció a su padre, pero en mi caso sí: el día que descubrí la existencia de chocolatinas rellenas de fresa fue el mismo día que conocí a mi padre. 

No sé en qué momento o cómo fue el velocísimo proceso de asumir que F era nuestro padre. Aquella tarde  de otoño, que recuerdo algo fría, mi madre me dijo que nos íbamos con F a dar un paseo. F llegó en coche. No recuerdo si se bajó o no. Si mi madre y yo nos subimos al coche o cómo fue exactamente el encuentro.  F saludó como si me conociera de toda la vida, a lo que yo respondí con la misma actitud. F y yo a los treinta y cinco segundos, ya éramos íntimos. Nada de protocolos. Había que ahorrarse tiempo. F iba a ser mi padre y yo iba a ser su hijo. Así que en un acuerdo silente pasamos del saludo a lo paternofilial en un tiempo que debería ser registrado en los libros de récords. Con F además pasa algo absolutamente estrambótico, no sólo que conocí a mi padre una tarde de otoño con sabor a chocolatina, sino que yo, que soy el segundo de los hermanos, iba a conocerle con algunos días de ventaja sobre mi hermano mayor. Lo cual abre una paradoja espacio temporal: el hermano pequeño conocía al padre antes que el hermano mayor. Eso nos debería haber dado pistas, pero no nos las dio, porque nosotros íbamos al grano con cinco y ocho años. ¡Bienvenido, Papá!

F nos llevó a mi madre y a mi a tomar algo. Mis recuerdos no son del todo precisos. Obviamente uno no conoce todos los días al que va a ser su padre, pero tenía cinco años. La memoria era casi líquida y muchos de los detalles son muy imprecisos. Fuimos en coche a tomar algo a una terraza los tres. Mi madre, F y yo. Lo primero que hizo F fue invitarme a dar vueltas en una tiovivo que había justo al lado de la terraza donde nos íbamos a sentar. F no solo me invitó a una vuelta. ¡Me invitó a dos! Él me miraba sonriendo, yo le correspondía con la misma complicidad. Yo nunca había sido actor principal en ninguna escena de mi vida y de repente el nuevo padre me tenía dando vueltas en un tiovivo, mirándome sonriendo con mi madre al lado. La película, por fin, se ponía interesante. Cuando terminé de dar vueltas, bajé y nos sentamos en una mesa. Segundo éxito de aquella tarde glorioso: F me invitó a un refresco. Creo estar en lo cierto si afirmo que era la primera vez que me tomaba un refresco entero para mí solo. Mi madre y mi nuevo padre hablaban agradablemente, mi madre estaba relajada y sonreía y F trasmitía una serenidad y calma que inauguró una nueva etapa en nuestras vidas. No había contrato, ni papeles por medio, pero si lo hubieran puesto encima de la mesa, lo hubiera firmado sin ningún problema para que F fuera mi nuevo padre. Y claro que no hubo contrato escrito, pero el simbólico lo firmamos: F, mi madre y yo. En menos de hora y media habíamos conformado una familia al uso. 

Al terminar el refresco fue el momento en el que apareció la chocolatina. No sé cómo apareció. No sé si F se levantó a comprarla, no sé si me dio algunas monedas para que fuera yo, no sé si fue mi madre. No recuerdo exactamente cómo apareció aquella chocolatina en nuestras vidas, pero cuando apareció todo cambió para siempre. Mordí la primera onza y sentí aquella especie de mermelada o de liquido amniótico rosado deslizarse por mi boca. Un sabor como de otro mundo, como de hermosa irrealidad, invadió mis papilas gustativas y trasmitió al resto del cuerpo un mensaje de alegría. Asi que podríamos afirmar, que aunque no había contrato, esa chocolatina era una celebración de esa firma simbólica. Los novios se besan, los empresarios se dan la mano, los futbolistas hacen malabares con el balón frente a los fotógrafos. Yo comí chocolatina el dia que F se convirtió en mi padre. Creo que era tan deliciosa que n siquiera me la comí entera. Recuerdo que pensé en mi hermano, que por alguna razón que no recuerdo no estaba aquella tarde fundacional. Hoy cuarenta y tres años después, no sé donde estaba I. ¿Dónde estaría? ¿Jugando al futbol? En alguna actividad extraescolar? ¿En casa de un amigo? Pero aquella chocolatina la tenía que probar I. Esa tarde era una de esas tardes que se viven para contar y en medio e la chocolatina yo estaba deseando contarle a I todo lo que había sucedido: El Tiovivo, el nuevo padre, el sabor de la chocolatina. Así que creo que no me la terminé, quizá pensando en llevarle un poco a I y seguramente, (no quiero venderme como un gran generoso), porque la chocolatina estaba deliciosa, pero su sabor agotaba a las tres onzas. 

No recuerdo mucho más. Recuerdo la tarde cayendo, el frío que aumenta. La sonrisa segura de F. Su manera de andar. Recuerdo volver en su coche. Sentir una especie de calor y serenidad y también de equilibrio. Como si todo, de repente, tuviera un orden. Creo que por eso fue tan fácil asumir que F era el nuevo padre, porque a una velocidad inexplicable, todo se había ordenado. Recuerdo ir en la parte de atrás del coche volviendo a casa. Recuerdo la mano de F sobre la pierna de mi madre y sentir que aquello tenía sentido y recuerdo una forma inmensa de alegría. No estoy seguro, porque bien es sabido que la memoria distorsiona y mueve los elementos, a veces, a su antojo, pero casi podría afirmar que ese rato, esa tarde, es mi primer momento de felicidad consciente en la vida. Y que la felicidad, además, tiene sabor a chocolatina rellena de fresa.  

No hay comentarios.:

Mi lista de blogs

Afuera