lunes, enero 08, 2024

El pollito Pío

 Me puse a reordenar la casa. No sé si tiene sentido decir reordenar en este caso. Me refiero a que pensé en darle un nuevo orden. Había pasado el tiempo suficiente para el duelo. Duelo en el sentido estricto de dolor. Algo más de un año, más de doce meses, que a mi me daban una especie de alivio o simbología. A partir de los doce meses, ciertos acontecimientos de las rutinas ya se empezaban a repetir por segunda vez sin ella. Así que alterar el orden o darle un nuevo a las cosas de la casa me parecía una buena forma de cambiar otros órdenes, incluso (o sobre todo) el cósmico. No soy bueno espacialmente. Verdaderamente no soy bueno en casi nada. Ya no es un problema de autoestima, esa que tan deteriorada se ha visto estos doce meses, es un problema de entreno o de capacidad. No se ver el espacio desde distintas perspectivas, sobre todo en mi hogar. Me gustaría ser de esos que miran amplio. "Si mueves ese sofá y regalas esa repisa podrás abrir un espacio para que el salón respire y sea más acogedor". No sé mirar así. Miro y veo un sofá, unas paredes, una alfombra que me cae mal, un orden no muy preciso que debería ser de otra forma y que me incomoda, pero no sé encontrar soluciones a los espacios diarios para que esos espacios sean más agradables. Pero aún y así me lancé a la tarea de reordenar. Aunque mantengo la duda de si es reordenar u ordenar. Decidí deshacerme de la alfombra. Era un símbolo tan de ella aún, ahí extendido en medio de la sala. Esa alfombra como marca y símbolo. La doblé y la dejé cerca de la puerta. La bajaría el día de recogida. También decidí deshacerme de una butaca que me parecía inoportuna o estúpida (Porque no usar el termino escupido en este caso si es lo que me parecía). Esa butaca era un error, quizá esa butaca era el punto fronterizo donde ella y yo dejábamos de tener una vida en común: ¿a quién le puede gustar una butaca como esa? Era algo que no percibía en mis días con ella. Ahora era consciente de que esa butaca marcaba el primer punto de nuestras diferencias irreconciliables. La dejé cerca de la puerta también. El espacio, no sé desde un lado teórico, pero desde el lado de mi percepción, empezaba a ganar algo, no sé el qué, pero empezaba a tener otro movimiento (creo que esas son las palabras que usan los interioristas y los arquitectos: el espacio gana movimiento). Había un armario torpe, feo y de un material casi plástico amontonado en una esquina, repleto de los libros infantiles que le habíamos ido comprando a la niña los primeros años. Libros encontrados, libros regalados, libros muy queridos y algunos casi detestados: la literatura infantil, si es que eso existe, tiene sus conflictos y sus problemas también. Decidí deshacerme también de ese trasto insoportable, pero debía revisar los libros y quizá seleccionar. Acerqué una silla y una caja con la idea de ir revisando. No sabía qué criterio iba a seguir: ¿Calidad? ¿Cariño? Iba cogiendo al azar. Leía el título, ojeaba por encima las páginas, rememoraba lecturas nocturnas, el lento o rápido crecimiento de mi hija. Lecturas amables, relajadas. Otras lecturas urgentes, buscando su consuelo en alguna crisis de llanto. Lecturas despistadas en las que leía pensando en otra cosa mientras la niña reía o quizá también pensaba en otras cosas. Esos libros con dibujos que habíamos repasado una y mil veces. Dibujos hermosos, dibujos precisos, dibujos horrendos. ¿Qué criterio seguía la niña para elegir sus favoritos? Algunos que leímos ciento cincuenta mil veces otros que jamás pasamos de la cuarta página. Libros que venían de gente que quisimos y ya no sabemos donde están o de gente que aún siguen en nuestra vida. Libros hermosos, pero de hermosos solo valorábamos los mayores y libros horrendos que la niña adoraba. Animales absurdos con historias psicodélicas o niños que nos mostraban un mundo mejor. Pasé mucho rato sentado, pasando páginas, pasando de un libro a otro y no llegué a seleccionar ninguno. ¿Que criterio seguir? Porque en esos libros no solo había libros. Había nuestra biografía, la de mi hija y la mía. El origen de una nueva forma de vida que es la que se inaugura con la paternidad. Una lectura que es más amplia o diferente de la lectura que había conocido hasta ese momento. Leerla fue leerme o releerme o empezar a leer. Leer aquellos libros fue vivir a vida desde una nueva perspectiva: no solo ella aprendía o disfrutaba o reía en esos libros. Como los grandes libros de la literatura universal, esos libros, esos dibujos, esas formas, me fueron transformando a mi también. No sé en qué, quizá en eso que hemos acordado llamar Padre. Dejé todos los libros en el suelo. Decidí que ninguno se iba a ir. Porque esa biblioteca era, sin ninguna duda, esencial toda ella. Incluso el detestable Pollito Pío se quedaría ahí, con su vida absurda y surreal. También el pollito Pío nos había conformado. Esa biblioteca, a su manera, era nuestra autobiografía como padre e hija. 

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