jueves, junio 27, 2013

Emerson Dominguez Figueroa

 Emerson Dominguez Figueroa conducía un pequeño y bastante deteriorado autobús que hacía la ruta que va desde las Trinitarias hasta algo más allá del Obelisco. Solía trabajar en horario de tarde hasta el último turno: más o menos a las diez y media de la noche ya estaba en casa. En medio quedaba una jornada laboral en la que recorría la ciudad de Este a Oeste de modo casi circular. Una ciudad con un tráfico desmesurado y tremendo, que a las seis de la tarde se veía atascada en todas las calles de su ruta. Los pasajeros y las paradas se iban amontonando como imágenes que no terminan de suceder: alguna discusión en el cobro del pasaje estudiantil, algún pasajero bonachón que da conversación en la parte de adelante y algún insulto sin aspavientos en los giros de alguna rotonda. Por el retrovisor la visión en permanente cambio de caras de pasajeros sentados con gestos peculiares, el pasajero que se va quedando dormido, el pasajero que mira por la ventana, el pasajero que mira el suelo, el pasajero que mira con nervio el reloj, el pasajero que habla, el pasajero que inexplicablemente le vigila a él y con el que encuentra la mirada permanentemente en el retrovisor. La ruta es popular, atraviesa las zonas más concurridas de la ciudad y es un abanico social: abarca los principios de las zonas más bajas del oeste y cierta exclusividad del este. Le gustaba ver como se va transformando la ciudad desde ese contorno típicamente latinoamericano a esa torpe emulación de una extraña California sin costa. Los días tenían cierta cadencia monótona, pero eso a Emerson, hombre pausado y tranquilo, no le incomodaba. A Emerson tampoco le atosigaba el tráfico. Cuando das vueltas a la ciudad tantas veces al día durante tantos años, la velocidad y la prisa por cruzarla va cediendo por un gesto de cierta impasibilidad. Las dimensiones de las calles se van acompasando a otras dimensiones, el tiempo y los semáforos de toda la ruta se acomodan a una forma de lenguaje, hay una relación peculiar y distinta con cada tramo de ese ruta. El trozo de la veinte frente a BECO, la curva del Country Club, La parada frente al centro comercial Los Leones. Emerson veía en la ruta las variaciones, las velocidades de transformación, ese cambio. También veía la transformación del día: cuando paraba en la parada bajo la Torre La Previsora a las seis, en medio de ese ruido de bocinas, de discusiones entre pasajeros por tratar de entrar en ese autobús atestado de gente, empujando con la creencia de que los seres humanos pueden reducirse, casi evaporarse, pegarse aún más; el enfado de ese grupo que ya no cabe en el autobús y que tendrán que esperar al siguiente, y que con rabia miran como se va, atestado de gente, con pasajeros que cuelgan de la puerta con un píe al aire, porque sólo entra medio cuerpo y luego, el mismo autobús, quizá dos horas más tarde, cuando Emerson vuelve a parar en esa parada,  después de haber ido y venido, de haber hecho la vuelta entera, ya es de noche, no hay nadie caminando por la diecinueve, está todo casi apagado, un tipo silencioso se monta en esa parada, el autobús medio vacío. Hay un silencio raro en Barquisimeto a esa hora, la luz cansada, la noche golpeada. Entonces Emerson ve la misma parada ahora tan vacía, con ese tipo que paga su pasaje con un billete alto y piensa que la ciudad y los horarios son caprichosos, que quizá el secreto estaría en distribuir el mundo en horas, despegarnos en capas horarias, no habitar todos a la vez. El desequilibrio de las horas lo llama Emerson mientras le da la vuelta a ese tipo que se sienta muy atrás, donde casi ni el retrovisor le ve. Avanza Emerson por la diecinueve hacia abajo, está todo cerrado, en la radio suena la narración del juego de Béisbol de esa noche, Cardenales va abajo, las esperanzas se desvanecen lentamente, no cabe casi ya la posibilidad de remontada en el séptimo inning. Al bate ese muchacho descarado que batea bien cuando el equipo va arriba, habilidoso sólo en el triunfo, sin esa sangre de los héroes que se vienen arriba en la adversidad, en lo difícil. Emerson siente cierta resignación. En el tercer partido de la final cabía la posibilidad, en el quinto ya nada queda. Incluso el narrador trasmite la desgana. Emerson quiere apagar la radio o cambiar de emisora, que suene música tranquila, ese programa de salsa suave que hay en el 104.3 del dial a esa hora. Una voz avisa: "en la parada, por favor". Una chica se pone en píe y Emerson pone el píe en el freno. Es ahí, justo ahí, cuando patina por la curva de la universidad. Durante décimas de segundo Emerson trata de maniobrar en ese anárquico movimiento aleatorio. Fugazmente pero con clarividencia de iluminado, Emerson descubre que ya ni siquiera vale el intento de maniobra. Aún reverbera la voz de la chica: "En la parada, por favor"

sábado, junio 22, 2013

Sufre mamón

 A veces me daba por pensar en David Summers, el cantante y bajista de Hombres G. No sé muy bien, nunca lo supe, que extraño sentimiento de dolor y tristeza me despertaba David Summers. Había algo de desdicha y de carcel. David Summers era una víctima, un esclavo de algo no elegido. A veces le imaginaba llorando en su habitación, como si esa letra hubiera preescrito su vida adulta, su camino a la vejez. David no lloraba por un amor adolescente robado, lloraba por un destino extraño, despiadado. En verdad su vida estaba atada a su figura de felicidad y frescura adolescente. Lider de un grupo con un potentísimo fenómeno de fans, con esa carita de niño bueno, dispuesto a ser mimado sin freno, vivió una post adolescencia de pillaje bondadoso, de peripecias en hoteles buenos, donde fans con carácter resolutivo le invitaban a nuevas sensaciones. En realidad el cantante se dejaba llevar. Nada había costado demasiado. Su frescura le había llevado sin esfuerzos por una vida con la sonrisa fácil. No creo que Summers renegara de su música, yo creo que el creía en esas canciones infantiles, le salían de dentro, porque más dentro de David no había nada. Aquellas letras eran lo más profundo de su alma. No había engaño. David era eso. Ayudado por un entorno familiar repleto de contactos, arropado por la seguridad de esos clanes que protegen y empujan, la gracia de David con los acordes de guitarra se convirtió en un esfuerzo por convertir al muchacho en una estrella Pop, y el clan, laborioso y cabezón, lo consiguió, incluso más allá de lo esperado. David fue una extraña bifurcación de un Beatle, A David también le lanzaron sujetadores y le invadieron la habitación de un hotel en América para follarselo sin consideraciones. Pero si yo pensaba en David, no pensaba en ese David, pensaba en el David post David. No en David en pleno esplendor cuando casi no tenía barba, pensaba en David tocando esas canciones, con el mismo público, exactamente las mismas chicas, pero con la crisis de los cincuenta. Tantos años después, haciendo un tour que seguía invocando a aquel David, ese David que había ido desapareciendo en las entradas de la frente y en esas arrugas que le convertían en otra cosa: David enterrado en David. Si pensaba en él, pensaba en ese adulto, ya fatigado, cantando canciones adolescentes para aquel público que también fue adolescente y que también sufría la crisis aguda de los cincuenta, angustiados en hipotecas y en cifras del paro. David volviendo al hotel de un concierto en Oviedo, buscando a David, pensando que aquel adolescente es un dictador, una figura implacable, dirigiendo con crueldad el destino de su vida. La risa de medio lado de aquel niñato simpaticón torturando el resto de su vida. David sabiendo que ya no es Davis y que sin embargo busca e incluso imita o trata de darle la evolución que debería de haber tenido aquel David. Y sin embargo David es un mamón haciéndole sufrir.

martes, junio 11, 2013

La nuca

 Se hizo un tatuaje en la nuca que a mi no me gustaba. Desde entonces empezó a recogerse el pelo, llevaba coletas para que el tatuaje se viera bien. Todo aquel que caminara detrás de ella podría verlo sin problema. Una figura diminuta, muy oscura, de trazo difuso, sobrevolando un espacio nebuloso. Alguna vez le pregunté el motivo y por qué esa figura, pero las respuestas no eran muy concretas. En realidad daba la sensación de no querer explicarle a nadie nada sobre el tatuaje. Sin embargo lo exhibía con orgullo, como si nadie en el planeta debiera quedarse sin verlo. A mi ni me gustaba. A mi siempre me había encantado su nuca. Su nuca parecía una explanada y con el tatuaje dejó de serlo. Con el tatuaje se volvió un terreno construido, un solar en el que hubieran levantado un parking o un centro comercial. Yo no le decía nada. Puse alguna pega cuando me contó con euforia su propósito, mostré cierto rechazo la tarde que la vi irse a un estudio de tatuaje a ser marcada. La esperé en la parada de autobus con cierta desgana y cuando bajó y me dio un beso sonriendo y se agachó con exageración para enseñarme el trazo de la nuca, disimulé como buenamente pude y le dije que me encantaba. Ya estaba hecho, ya no había vuelta atrás y no quise ser aguafiestas; pero a mi, el tatuaje, me incomodaba. A veces, en las escaleras del quinto de su edificio, dos plantas más arriba de donde ella vivía, en ese escalón donde nos escondíamos a sobarnos, mientras la besaba por el cuello y me desviaba con esfuerzo hacia la nuca, me quedaba mirándolo con cierta nostalgia: en esa nuca hubo un tiempo en el que no había pinturas, en la que no sobrevolaba esa figura triste en esa nebulosa etérea. ¿Quién era esa figura desbocada a la nada? ¿Qué homenaje se ocultaba sobreimpreso en su piel? En cierta manera, a veces, los días más dispares, creía que esa figura era yo y ni siquiera eso me agradaba. Aún siendo yo el homenajeado en su nuca, me agradaba el tatuaje. Había tanto vacío allí, había tanto desconsuelo para aquella figura difusa, que nadie querría ser ese. Sin embargo yo no decía nada. Estaba mi relación con ella y mi relación con su nuca. En cierta manera, para mi,  la nuca no participaba. Estaba, hacía las cosas más incómodas, pero no participaba en nuestra relación. Era un ente. Esa suegra que nunca deja a la pareja sola, ese triste compañero que se entromete en las relaciones de su amigo. Ese tatuaje era aquello que no se puede quitar. Jamás hablábamos y cuando nos besábamos yo aprovechaba para quitarle la coleta y soltarla el pelo. Era el único modo de ocultar un rato esos trazos perennes. Ella no, ella mostraba sin concesiones su tatuaje. Lo mostraba como el que enseña a un hijo prodigio o su mejor obra, como el que muestra su casa recién estrenada. Para ella el tatuaje lo marcaba todo, su nuca era el epicentro de su vida. Yo merodeaba, entonces, su vida por la periferia. Intentando evitar siempre esa tinta cruel que me había robado su nuca.

lunes, junio 03, 2013

El Camaro de mi tío

 Mi tio corría con un Camaro. Un auto tremendo. Lo había arreglado en el taller de Fofo, un amigo suyo que inflaba motores. Yo fui muy pocas veces a aquellas carreras ilegales. Eran los sábados por la tarde en un tramo de autopista abandonado por la zona oeste. Una autopista que se empezó a construir a finales de los ochenta y que se quedó en un trozo de asfalto a medio de hacer que proyectaba una recta terrorifica. Las carreras eran rápidas, básicamente se medían  las arrancadas. Se iba compitiendo de dos en dos, hasta una final que se celebraba a última hora, cuando ya había caído la tarde. Mi tío era adicto a esas carreras y a la cocaína. Pasaba el sábado sumido en un estado de máxima concentración, deambulando entre los coches aparcados y el bullicio de espectadores. El ambiente era enloquecido, la música tronaba desde todos los autos y se levantaba una polvareda tremenda. Entre carrera y carrera, mi tio iba ajustando cosas y no hablaba con nadie. Yo pasaba la tarde por allí, viendo el ambiente y viendo o tratando de entender el movimiento de las apuestas. Por supuesto mi tío vivía de lo que ganaba en aquellas carreras. Casi todas las semanas avanzaba mucho en las rondas y con cierta frecuencia alcanzaba la final. La gente que iba mantenía el secreto, la única manera de mantener aquel entramado vivo era mantenerlo en el secreto. A mi me gustaba ver las carreras desde la colina, un cerro pelado, sin un arbusto, que te permitía ver la recta entera, desde la salida lejana, y toda la aceleración salvaje. El ruido de esos motores exigidos reverberaba desquiciadamente. Aquel ruido sonaba, a ratos, aterrador. A la colina subíamos los más pequeños y algún mayor ágil. Al terminar la carrera, siempre, había dos, tres, quizá cuatro segundos, de un extraño silencio. Los dos coches frenaban con nervio y todo parecía absorverse en un agujero. La tarde caía lenta, el sábado se deshacía y las luces de los autos se iban encendiendo. Ese ambiente anunciaba el final del día, la llegada de la final. De repente todo empezaba a ser nocturno, más ilegal aún. Las conversaciones bajaban de volumen y la música se hacía inaudible. Llegaban las últimas apuestas y la final, que ya no veíamos en el cerro. Veíamos desde la meta, con la humedad creciente de la noche, viendo las luces de los dos coches finalistas viniendo hacia nosotros como un amenaza absoluta, total. El último rugido atronador y la llegada milimétrica. A veces, al terminar, no volvía con mi tío. Me montaba en el coche de Beto. Un tipo que luego, en la autopista de entrada, practicaba con cierta frustración, las aceleraciones que había observado en la recta aquella tarde. A mi no me gustaba montarme en el coche de Beto, pero con Beto siempre iba K. Con K casi no hablaba, prefiguraba la posibilidad de hablar. En realidad K apenas hablaba. Iba a las carreras de la recta y parecía estar viendo otra cosa, o esperando que aquellos pilotos ilegales se desviaran hacia la nada. Iba porque la vida, una suma indescifrable de azares, la habían empujado a aquella recta abandonada, llena de trapicheos de motor barato, de apaños mecánicos de pseudo ingeniería barata. K miraba las carreras como si estuviera viendo la escena más triste del mundo y como si no hubiera posibilidad de huir. Pero si yo me montaba en el coche de Beto para volver a la ciudad era porque iba K y porque pasábamos el sábado por la noche en las puertas de Pollos Armando, bebiendo botellas de cerveza y hablando de las virtudes de mi tío.

 Un sábado cerca de las vacaciones de julio, la policía llegó a la recta de muy malas maneras y empezó a pedir explicaciones. Había denuncias, órdenes de arresto y bastante ira policial. Yo salí corriendo por la parte del cerro. No sé porque salí corriendo, pero corrí por aquel descampado triste. Llegué de noche a la ciudad, llegué tarde a casa. Traté de buscar aquel domingo a mi tío, averiguar como había terminado todo, pero no le encontré. Hubo varios intentos de remontar las carreras, pero la policía las diluyó. Mi tío se fue a otra ciudad, mi padre me contó que intentó seguir viviendo de aquellas carreras y que al final no lo logró. A Beto le perdí la pista. Algún sábado por la noche atravesé la ciudad hasta el Pollos Armando, le vi allí, hablando de futbol o de beisbol, pero ya nunca estaba K.

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