lunes, marzo 29, 2021

Un pájaro en Cojedes

  No recordaba a qué hora habían salido. Por cómo se dio el viaje, podría concluir que fue muy pronto, bastante antes del amanecer. Llevaban en el país menos de una semana. Todo les resultaba ajeno, disparatado, irreal. En realidad estuvieron meses así, quizá años, en ese estado. Nunca vivieron en un plano del todo real, o cierto, los años que vivieron allí.  Aquel viaje lo hicieron por un motivo puramente burocrático, había un modo de entrar por Colombia, pagando a los agentes aduaneros un soborno barato y conseguir a una velocidad inaudita, la residencia por cinco años en Venezuela. Lo primero que recuerda de ese viaje V es que, cuando sale el sol, ya están bien avanzados en la carretera. El paisaje es profundamente hermoso. Hay veces que el paisaje no es más que eso: algo hermoso. V tenía la sensación de que el color del asfalto en Venezuela era de un color marcadamente distinto al color del asfalto en España. Menos negro, por un lado, con las lineas menos marcadas y como si la textura fuera menos densa. En cierta manera, el asfalto parecía una prolongación de la tierra. Como si la carretera no fuera tan nociva para el entorno o conviviera mejor con lo que se veía. Habían avanzado y estaban en una zona de paisajes que ya no eran tan frondosos y la carretera empezaba ser algo más lineal. Los restaurantes de carretera tenían nombres extraños para él. Los carteles usaban tipografías distintas, colores más alucinados, los camiones y coches eran de diseños potentes, amplios y la carretera iba poco transitada. El mundo, le pareció a V, se había abierto, como si en el trópico el universo tuviera una raja y entrara otra forma de aire no conocida, alguna cuestión física o atmosférica que el humano no percibe y que lo altera todo. El padrastro de V hablaba poco y ese viaje decía frases poco comprensibles para V. Planificaba la nueva vida, proyectaba planes laborales y de ocio, una forma de vida que a V le sonaba paradisiaca. Hablaba de playas que conocerían pronto, de viajes por el país, de cruzar fronteras del continente, también hablaba de asuntos laborales que V no comprendía del todo. La madre de V miraba por la ventana como el que mira las nubes desde el avión, la madre de V no parecía estar trasladándose en coche sino que su cara parecía la del pasajero de un avión. Miraba la carretera como si no estuviera pasando por ella, sino como si la estuviera viendo desde lejos, desde muy arriba. El hermano de V aportaba frases a la conversación. Si detuviéramos por un momento todo ahí, si frenáramos el coche en medio del estado Cojedes, en ese momento preciso, ahora mismo, podríamos respondernos algunas cosas. Las familias se construyen más en los silencios que en lo que hablan, en lo que no se dice que en lo contado. En esos silencios rítmicos que se suceden a esas horas de la mañana se construyen las relaciones, los recuerdos, las cosas que invisiblemente marcan. Las cosas que luego creemos misterios o asuntos irresolubles se trazan ahí. En ese coche rojo que atraviesa paisajes novedosos para los cuatro pasajeros, y silentemente se trazan realidades que luego tardan lustros en entenderse o que quizá jamás se entienden. Hay un momento que se detienen a tomar café. El lugar esta vacío, hay un camión que lleva una lona con un logo impreso, de una marca que no reconocen, aparcado a un lado. Cuando entran suena una música irreconocible, un ritmo nuevo a los oídos. Cuando empiezas a vivir en un país las cosas se asimilan distinto que cuando lo visitas. De turista, de viaje, las cosas las ves desde muy lejos, no te relacionas con ellas de un modo físico del todo. Cuando empiezas a vivir en otro país, las novedades te abruman porque sabes que en breve serán parte de tu realidad y que en cierta manera tienes que ir asimilándolas, haciéndoles hueco en el inconsciente, integrarlas en la maquinaria infinita de la percepción. Las cosas no las observas, las comes, las absorbes, las traspasas. Ese ritmo nuevo les abrumó sin que ninguno de los cuatro llegara a decir nada. Ninguno tuvo la capacidad racional para saber que aquel ritmo les estaba atravesando fisicamente. Los padres pidieron café, los chicos zumos de frutas. Los zumos de frutas les resultaban exóticos, oníricos, casi un capricho. Había algo amable en beber aquellos zumos de frutas que no conocían. Era la parte amable de ser extranjero. En los zumos de frutas  se condensaba y se resumía todo lo que implica ser extranjero. El camarero les miraba con simpatía, la escena resultaba cómica o simpática: Extranjeros desubicados en medio de Cojedes. V y su hermano salieron a mirar los coches pasar por la carretera. V sintió que todo tenía un orden extraño, confuso, pero a los 11 años la realidad no tiene un orden concreto o se acepta con mayor facilidad el desorden de las cosas. Volvieron al coche, el viaje continúo a ritmo parecido al que habían llevado hasta ese momento. Sólo que ahora el calor era intenso, la luz era potente, blanca. Justo ahí, en ese momento, un pájaro se estampa contra el coche, el padre de V da un volantazo y solventa la situación, pero se detiene a un lado. La madre de V no reacciona del todo, como si siguiera viendo la vida desde el avión, V y su hermano se quedan mirando algo a un lado que creen  el Cadáver del pájaro. Entonces el padre mira hacia arriba, como si supiera que la madre seguía allí, una pasajera sobrevolándole en avión la zona, luego les mira y todos saben que es en ese preciso momento que pensó: ¿qué hago aquí, en medio de este país? ¿Qué pinto aquí en Cojedes?

jueves, marzo 25, 2021

Lemonhead

 Hay cabezas de todo tipo, pero los muy calvos nos dan la posibilidad de ver la forma de la cabeza en su verdadera realidad. El pelo oculta y suaviza formas, iguala. El pelo es un filtro que disimula y esconde, quizá por eso, en general, se tiene miedo a la alopecia. No es, quizá, tanto un tema del cabello en sí, sino que destapa nuestra crisma, revela nuestro craneo, esa forma de nosotros que hasta nosotros mismos desconocemos. La cabeza del que vamos a describir forma parte de ese grupo de cabezas calvas que nos muestran una forma que creíamos imposible. Vista de golpe tiene forma de limón gigante, pero claro, los rasgos de la cara, nos alejan de la fruta, porque ninguna fruta tiene ojos o nariz. Esta cabeza se hace larga en el tramo más alto, como si se hubiera estirado. Es una cabeza grande, que roza el gigantismo, pero ese tramo que va desde las sienes hacia arriba se hace extremadamente estirado, casi caricaturesco. Es una cabeza que parece dibujada para un cómic algo divertido, un cómic con una buena dosis de humor destartalado o absurdo. Esa cabeza, sin embargo, hace contraste con la nariz de halcón. Una nariz fina, que parece mal pegada. No son proporcionales la nariz y la cabeza. No juegan en el mismo terreno. No combinan. Sin embargo, la cara tiene una personalidad muy marcada, quizá por eso. Quizá porque el resto de rasgos acompañan o unifican. Hacen la función que el pelo inexistente ya no hace, filtran todo el rostro y dan un resultado marcado, una cara que se queda fijada, que evocas con facilidad. No sé a qué se dedica, a veces creo que es portero de la clínica privada, otras veces una especie de celador, otras veces sospecho que trabaja en la administración. Lo cierto es que la clínica tampoco sé muy bien qué es. Es un local que se anuncia como tal, clínica privada, pero poco más. No sé si pertenece a un seguro o algún tipo de colegio profesional. No sé que especialidad cubre. El edifico es espantoso. Esos edificios más modernos, de estética fugaz, fugaz porque se construyeron una década muy concreta y nunca más se hicieron y nunca mas volverán. Un intento de modernidad que se hizo desmoderno (creo que me invento la palabra) en seguida, que se colaron en medio de los centros urbanos de toda España incluso en muchos pueblos. ¿Qué pintan esos edificios? ¿Quién aprobó esas construcciones? Alguna vez me contaron de cierto plan urbanístico de finales de los sesenta o setenta o no plan, sino desplan (también me invento esta). Los centros urbanos de los pueblos dejaron de estar protegidos y aparecieron esas construcciones atroces. La clínica es uno de esos edificios. El hombre siempre deambula por ahí, le veo con frecuencia en la salida del parking fumando, casi siempre o solo o a veces con una chica que lleva uniforme de enférmera. Cuando está solo fuma con más prisa, cuando está con la chica fuman riendo, charlando. Da la impresión que chismorrean sobre alguien de ahí dentro. A veces le veo sacando los cubos de basura, otras veces le veo, y alguna vez me ha asustado, asomado en una ventana con los cristales ahumados, sólo le veo cuando paso justo al lado e la ventana y veo ahí, de repente, la cara, la cabeza, la nariz. Si ni tuviera más datos sospecharía de alguien de extrema derecha, presumiblemente homófobo y basta xenófobo. Esto podría ser intuición, seguramente prejuicio. Porque jamas le he escuchado hablar, salvo de lejos, en frases indescifrables. Hace un par de años,  iba caminando una tarde noche de invierno a tres o cuatro manzanas de la clínica. Una calle poco transitada. Vi abrirse la puerta de una sauna en la otra acera,  y le vi salir subiéndose la bragueta. La imagen me dejó desconcertado, porque no le imaginaba usuario de esos lugares. Miró a los lados y se puso a caminar, no estoy seguro de que me viera, o si me veo, creo que soy una persona en la que jamás ha reparado. Igual que yo me he fijado en él, es posible que él, jamás, haya reparado en mi. 

miércoles, marzo 24, 2021

4º B

Él habla con un volumen de voz molesto. No es ya sólo que hable alto, es que habla como echando en cara algo. Da igual que sea una conversación sea sobre el día lluvioso, él suelta las frases como si te estuviera recriminando algo. El acento parece de alguna zona de Castilla, pero no sabría especificar. Ella habla con voz baja, pero se le ha pegado, o quizá ya era así antes, no lo sé, ese desprecio por el interlocutor. A los dos les altera la gente. Él no es cojo, pero cojea al andar, seguramente tenga algún problema de espalda debido al sobrepeso. No es una cojera obvia, evidente. Es un vaivén torpe, una caída leve, más pronunciada hacia el lado izquierdo. El rostro es durísimo, esos rostros que, nuevamente, me recuerdan a ciertos rostros castellanos. No hay atisbo de amabilidad en su cuerpo, ni en sus gestos, ni, como ya decíamos, en su voz. Todo es áspero, antipático. Ella es extremadamente delgada, camina como si no doblara las rodillas, como si las piernas, de una delgadez que abruma, no rotaran, fueran rígidas. El tronco está  enterrado, casi cubierto por los brazos, que lleva muy pegados al cuerpo, y los hombros que echa hacia adelante, como si quisiera protegerse de algo. Su delgadez, su forma de andar, incluso su forma de mirar hacen pensar en una persona carcomida por la angustia y la ansiedad, también por un miedo extraño, un miedo inexplicable. Los ojos no se quedan fijos en ningún lado, está siempre mirando como si estuviera discutiendo, como si tuviera que defenderse de algo de lo que en el fondo se sospecha culpable. El mundo no le resulta un lugar amable, la gente, el ser humano en general, le parece sospechoso. Hay una profunda desconfianza hacia todos. Lo que más sorprende en dos personas así es que hayan terminado juntas, ¿cómo lograron fiarse el uno del otro? Viven aislados, aunque viven en el piso justo encima de los padres de ella, pero nunca se les ve con nadie. No se les conoce vida social. Sólo se les ve a ellos dos, nunca van con nadie, nunca reciben visitas, nunca se les ve en los locales de alrededor del edificio. Parecen concentrar todas sus fuerzas en las reuniones de vecinos, donde despliegan un odio y un rencor abrumador a cada uno de los vecinos. Tienen una lista de reclamos para cada uno. Tienen quejas para todos. Sospechan de triquiñuelas desde el primero hasta el cuarto. Nadie esta libre de su mirada culpabilzadora. Todos los vecinos somos potenciales delincuentes. Llevo trece años viviendo ene este edificio y es un caso sorprendente. Les veo cada muchos meses en el portal. He visto vecinos en algun bar, en algun local. He visto vecinos recibir visitas, he escuchado bullicio de encuentros en casi todas las casas salvo en la de ellos. Nunca les he visto tomar una cerveza en algún bar de alrededor, nunca hay movimiento de gentes en su casa, salvo este verano pandémico. Era una noche muy caliente, esas noches tremendas de julio en Madrid. Estábamos con unos amigos franceses hablando y de repente escuchamos ruidos a través del patio. Mucho ruido, desde su ventana vimos a tres tipos hablando en francés a mucho volumen, fumaban y nos miraban con atención. Nuestra amiga francesa trataba de descifrar los comentarios, pero no lograba entender. Los tipos nos miraban, hablaban a voces y fumaban muchísimo. Encendieron música. No lográbamos identificar ninguna canción. Seguían asomados en la ventana, quizá porque sufrían el calor veraniego y para seguir fumando. No dejaban de fumar y no dejaban de mirarnos. Entraba la madrugada y nos despedimos de nuestros amigos. Miramos por ultima vez. La pareja no parecía estar. Solo esos franceses bulliciosos. A la mañana siguiente miré por curiosidad. Las persianas estaban cerradas. No se volvieron abrir en todo el verano. Nunca más vi a los franceses. A ellos tardé algunos meses en encontrármelos en el portal. Cada vez me resultan más enigmáticos o incompresibles. 

martes, marzo 23, 2021

Humo

 Delgado, alto, de huesos marcados, muy desgarbado al andar, pelo lacio y grisáceo, ojos profundos. Voz grave, de esas voces que parecen venir desde una zona imposible del pecho. Hay voces que dan la sensación de venir de una caverna, como si el cuerpo tuviera acceso a zonas remotas y la voz emergiera desde allí, haciendo un viaje indescifrable hasta la salida en forma de onda. Una voz que tardaba algo más de tiempo de lo normal en perderse en el aire. Fumador tremendo. Su imagen siempre viene acompañada del cigarro, ese gesto que tienen los muy fumadores que parece que tienen el cigarro enterrado en la mano, como si el cigarro estuviera atrapado como un pequeño roedor que acabamos de atrapar. Poco hablador, de esa gente que parece hablar de algo mientras su cabeza va transitando otras ideas, otros pensamientos. Dejan frases más o menos comunes, mientras sus verdaderos pensamientos deambulan por zonas inaccesibles para los presentes. Su mirada parece estar pendiente de otras cosas, pero no por ansiedad o falta de atención, sino porque su mente percibe algo en la lentitud de la atmósfera o una forma poco precisa del recuerdo. Poco nostálgico, ese recuerdo es realmente una forma extraña del tiempo, vive atrás, pero no en la nostalgia, simplemente como si su tiempo fuera más lento y aún no hubiera alcanzado el presente. Si se le observa con atención tampoco se es muy capaz de sacar muchos detalles más. Medoreas esos ya escritos. Buscas otras cosas, pero no aparecen, hay ligeras modificaciones. Quizá algún gesto que te hace intuir una desgana o una inquietud, quizá preocupaciones que un presupone económicas. No sabemos si piensa en el futuro, el futuro podría ser una zona remota en la que no piensa demasiado como no pensamos demasiado en la mayoría de ciudades de la mayoría de los países. Están ahí, las podemos nombrar, pero rara vez vienen a nuestra mente. El futuro es eso para él: una ciudad de población media de algún país de una zona alejada de nuestro entorno. Quizá todo gire en torno al cigarro. En general el fumador muy adicto, el gran fumador, tiene una relación casi profesional con el cigarro, es una ocupación permanente, marca el ritmo diario. Para ese fumador el cigarro se asemeja a la música. Eso que viene de antes de las palabras, ese lenguaje no verbal que sale y se pierde en el aire. Memoria que viaje a la nada y que nos hace sabernos presentes, quizá vivos. El fumador fuma para saberse vivo, aun sabiendo que le está matando. La vida del fumador se suspende ahí, como el humo, en ese aire que se hace más lento. Hay gente que sabe que jamás va a dejar de fumar a pesar de cada vez le va produciendo más contratiempos, más dificultades. Pocas cosas más angustiosas que ir perdiendo capacidad para respirar. Sin embargo ese humo que entra y sale, que viaje casi místico por nosotros y hacia afuera. ¿No es acaso eso lo que buscan los meditadores modernos urbanos, esos meditadores modernos llenos de esquizofrenia y desquicie? ¿No buscan respirar y soltar, mantener ese ritmo  de entrada y salida del aire? Eso hacen los fumadores. Respiran a ritmo que suaviza toda ansiedad. Bajan la intensidad. Reducen el nervio de la existencia. Por eso son adictos, porque fumar les cambia el ritmo, les aleja del ritmo real, suaviza las cosas. Hay fumadores, como él, que se vuelven básicamente eso: fumadores. Su vida se hace toda alrededor de ese acto que vuelven permanente. Son fumadores y luego ya son otras cosas. Y él fuma, mucho. Regenta el bar de la esquina de abajo, el único bar de estética real que queda en este barrio tomado por el turismo. Ya cabe esta frase: un bar de los de antes.  Atiende sin prisa, porque casi siempre está en la puerta fumando, viendo pasar a la gente por la acera. Fuma mientras ve otros locales de alrededor abrir y cerrar, meses de reformas, estéticas que van y vienen, locales que no aguantan, mientras él fuma, mientras el humo se pierde y la ceniza cae a la acera. 

miércoles, marzo 17, 2021

En los edificios del ministerio

Todas las luchas previas, todas aquellas batallas dialécticas, verbales, ideológicas resultaban fascinantes, motivadoras, emocionantes. Activar el pensamiento para enfrentarte, para debatir, para luchar, era apasionante. Había una larga carrera de fondo. Nadie comprende qué es la política de verdad hasta que hace política de la de verdad. Una cosa son las ideas, las opiniones trabajadas en cada persona día tras día, lectura tras lectura, conversación tras conversación. ¿Cómo se va formando nuestro pensamiento político? ¿Cómo se forma nuestra ideología? Esa cosa imprecisa, esa abstracción inabarcable que es nuestra ideología. ¿Cómo llegamos a pensar las cosas que pensamos? ¿Cómo llegamos a tener una visión del orden social? ¡Qué abstracción fascinante! Que nos lleva a discutir con amigos, con familiares, que nos lleva a reventar sobremesas o cenas. ¿Por qué pensamos las cosas que pensamos? ¿Por qué discutimos y nos agredimos por esa abstracción? Porque nos va la comprensión del mundo en ello. Pero eso, eso no deja de moverse en el terreno de lo psicológico, si cabe, pero cuando entras en el escenario de la política real todo eso cobra forma, es como un animal mitológico que se forma y se hace real. Entonces pasas a las disputas de verdad, a los enfrentamientos, a perder moral, a veces, por un esfuerzo supremo. Por un final al que sabes que nunca llegarás. Es una carrera eterna, porque la idea por la que empezaste, en seguida descubres, que jamás será alcanzada. Sí, en la política real el fin, al que nunca llegarás, justifica los medios .

Es difícil afrontar las primeras incoherencias. En el otro lado, en el de la política no real, las incoherencias no son extremas, son llevaderas, no te enfrentan de un modo salvaje a ti mismo, pero en la acción real: sí. Dejas de verte igual a ti mismo. El espejo te devuelve a un tipo que ya no existe. En el espejo aún eres aquel, ese tipo con una ideología abstracta, trabajada o creada en años previos: en las grandes lecturas, en la universidad o en conversaciones. También en tu observación diaria de la realidad. Pero el tipo del espejo ya no está. Has conspirado, has hecho jugadas perversas, has puesto trabas, has maltratado, has sido profundamente injusto, has mentido y sobre todo has sido profundamente incoherente. Pero siempre con un fin, ese fin que creías justo, respetable, honorable. La idea de un orden mejor. Cada día despertando y maquinando desde pronto: tú, que nunca habías sido madrugador, ahora dormías poco, transitabas pensamientos extraños en la madrugada, ideando planes, ideando formas, manipulando a rivales y compañeros. Especulando en esas horas confusas que hay antes del amanecer. Ya casi no había soledad porque en cierta manera tú, como individuo, ya no eras del todo real. Eras un engranaje, un no ser, eras la encarnación de una idea abstracta en forma de cuerpo humano. Pasas a ser una representación, pero no de un modo teatral, sino de un modo sociológico. Eres una representación absoluta. Y eso traspasa tu mente. Dejas de verte como persona, no actúas como tal. Cada segundo de tu día se hace parte de esa representación. Es terrible, pero es profundamente responsable, es una responsabilidad gigante, difícil de entender para el que no lo ha experimentado. A veces estás exhausto y tienes que ganas de huir, pero ya no puedes huir, eres un esclavo de eso, no te perteneces. Se confunde con ego. No es ego, es que ni siquiera ya hay ego. Hay una obsesión que viene de tu ego, pero que no se explica en el ego, porque muchas madrugadas deseaba no estar allí, no vivir mi vida, no ser esa representación. ¿Por qué sigues? Eso se entiende mucho después, no en ese momento. Es atractivo vivir ese momento, se asemeja al poder, aunque pronto descubras que el poder es otro cosa. Juegas al poder, y tienes cierto poder, pero es tan limitado que en seguida descubres que es un poder mínimo, de poca importancia. Genera ruido, porque en el lado de la política real todo es ruido, pero el poder es otra cosa. El poder no se ve, no se percibe, por eso es poder. El poder está en todo de un modo silente, invisible, sin saberse que está. Pero en la representación, en ese juego de la política real, hay cierto juego de poder y eso te hace resistir, porque un pequeño logro, un titular a favor te da fuerzas. "Hemos logrado..." Decir esa frase ante los tuyos te hace sentir una forma curiosa de poder. Quizá por eso resistes y porque el juego de mantenerte ahí, de permanecer, de irritar al adversario te hace sentirte vivo, potente, casi salvaje, quizá ahí sí, ahí es el ego el que te hace resistir. Y toda esa batalla y la trampa final, la trampa que no ves venir, es cuando crees que entras en esos despachos, en los edificios ministeriales y crees que tienes márgen de maniobra. Los primeros días mantienes la ilusión. Has logrado entrar en sus edificios, en esos amplios despachos y crees que has avanzado una casilla en la carrera infinita. Ya sabes que nunca llegarás al fin, pero durante un tiempo crees haber avanzado una casilla, y descubres que no, que lo que has hecho es retroceder para siempre, has sido atrapado. En el edificio institucional, los días son aburridos y ni siquiera tienes mucho que hacer. Cuando creías haber entrado, haber asaltado el poder, lo que habías logrado era encerrarte. Pasan días y días de tedio. El despacho tiene grandes vistas, todo es cómodo, pero no hay llamadas, no puedes maquinar, intentar seguir avanzando casillas, has tocado el límite y descubres, día a día, hora a hora, que has tocado la pared, que has llegado a tu limite, que ya no tiene nada que hacer. Que todo aquel trabajo previo, todas aquellas batallas, toda aquella lucha dialéctica con los tuyos te ha dejado exhausto y ha acabado con tu idea. El poder ha acabado contigo. 

lunes, marzo 08, 2021

La chaqueta de cuero

 Los años que vivimos en Venezuela mis padres conservaron en los armarios muchas prendas de invierno que habíamos traído de Vigo y  que casi nunca usamos en la década que vivimos en el trópico. Algunas chaquetas gordas, de lana, de ante o de cuero que hubieran sido de una extravagancia absurda usar en una ciudad tan caliente y húmeda. Aquellas prendas siempre estaban colgadas en los armarios de casa como un recuerdo extraño de los años previos que habíamos vivido en un clima radicalmente distinto. En Barquisimeto siempre hacía calor, a veces muchísimo calor, usar aquellas chaquetas, jerséis o abrigos hubiera sido un sinsentido absoluto. Pero allí estaban, allí seguían, quizá como una esperanza extraña de mis padres de poder usarlas si volvíamos a España. Una manera de no desprenderse del pasado o una forma de esperanza de volver algún día. Como adolescente desubicado que era en ese momento, mantenía una relación extraña con aquellas ropas. Por el tiempo transcurrido, había llegado el momento en el que me quedaban bien las chaquetas y ropas de invierno de mi hermano mayor e incluso del viejo. Chaquetas de cuero que jamás había usado, que de niño miraba como "la ropa de los mayores" y que ahora me quedaban bien por tamaño, pero sin embargo, el clima no me permitía, como me hubiera gustado, usarlas. Algunas tardes que me quedaba solo en casa, me las ponía, quizá para quitarme esa espina de vestir con "la ropa de los mayores" de mi infancia. Me iba a la habitación de mi madre, hurgaba en el armario y me ponía aquellas chaquetas de cuero, y sobre todo, una de ante, que me parecía fascinante. Afuera, el trópico se excedía en humedad y calor, pero frente al espejo del armario yo fantaseaba que iba vestido para pasear en medio de un otoño europeo. En una de las primeras fiestas que me invitaron por la noche en mi vida, y que fue allí en Barquisimeto, aproveché para usar una de aquellas chaquetas de cuero de mi viejo. Creo que me quedaba espantosa, no venía a cuento y deslucía en medio de aquella noche de quinceañeros, pero yo la usé porque de alguna manera me debía a mi mismo esa vestimenta que yo creía idónea para una noche de fiesta. 

Esos años yo estudiaba en un colegio de clase media baja, una clase media baja en la que con frecuencia se filtraba algún chico de familias con verdaderas dificultades, no sé si era clase baja, creo que sí, porque una de las cosas que me sucedió en aquel colegio es que las escalas de clase se desmoronaron. Siempre había gente más jodida o con más dificultades y cuya percepción de clase, sin embargo, no era tan abajo. Había gente, que al entrar en ese colegio, yo hubiera afirmado que era gente de clase baja y sin embargo su propia percepción no era esa, porque, en una ciudad como aquella, siempre había gente mucho más abajo y mucho más pobre, lo que dinamitaba esa idea de "medio". Yo era clase media española de finales de los ochenta, es decir, el paradigma absoluto de la clase media tal y como la entendemos o la hemos ido entendiendo estas ultimas décadas y a ratos me costaba entender o relacionarme incluso, con gente de clase media baja de la quinta ciudad de un país tercermundista. No era sólo un tema de clases, que también, sino cultural. No entendía las diversiones, las conversaciones e incluso los gustos, era ajeno a todo, puesto que no entendía nada social ni culturalmente. Digamos que durante un tiempo yo fui como aquellas prendas en los armarios de mi casa, estaban allí, colgadas, inutilizables. Pero me fui haciendo. Fui conociendo gente, fui aprendiendo del entorno y empecé a entablar algunas relaciones y con ello llegaron, también, invitaciones a fiestas. Fue en una de esas primeras fiestas que decidí llevar la chaqueta de cuero pensando, quizá, que ponérmela era un guiño a mis amigos de la infancia en Vigo, pero que no podría ser entendida (mi chaqueta de cuero) en una fiesta quinceañera de una ciudad del centro occidente de Venezuela. La chaqueta me la vestía para mi pasado no para la fiesta. Así que allí fui, aguantando la sensación de calor, pero vistiendo como un tipo "mayor". 

No recuerdo mucho de esa noche, no recuerdo si me lo pasé bien, si fue divertida, no recuerdo escenas precisas o algún momento concreto; recuerdo sensaciones difusas y mi chaqueta. Sin embargo esa fiesta me sirvió para consolidar algunas relaciones de amistad, nuevos amigos o gente con la que empezar a pasar días. Pronto surgieron otras fiesta y pronto surgió, también, mi amistad con J. J era de la ciudad, un tipo espabilado y divertido. Venia de una familia muy desestructurada. Pasaba el día en la calle, yendo de un lado al otro y al hacerse íntimo, empezó a venir muchísimo a mi casa. Durante una época J llegaba a comer en casa hasta tres y cuatro veces por semana. Pasaba la tarde conmigo y a veces no parecía querer irse nunca de mi habitación. Pasábamos la tarde haciendo música con bastante entusiasmo.  Empezamos a salir, a juntarnos con otra gente y, en cierta manera, me ayudó a vivir allí, fue una especie de guía en la sombra, el tipo que te hace hueco, el que te presenta, el que te da un lugar. Era un tipo muy carismático, muy querido en el colegio y con el que todo el mundo quería estar, lo cual  me allanó el camino y me ayudó a ser aceptado. Con J conocí a mucha gente, gente de la que me he ido olvidando del nombre, gente con la que coincidí en reuniones, fiestas o pachangas de los quince y dieciséis años. 

El otro día estuve con J, Durante el año desde que empezó la  pandemia casi no nos habíamos visto, él ahora vive en Madrid y compartimos un proyecto musical juntos, pero este año raro había hecho difícil juntarnos y mantener la música. Ahora somos tipos mayores y recordamos, cuando nos vemos, los años de colegio en Barquisimeto. Me habla de personas que ya no recuerdo, mantiene contacto con muchos compañeros de allí y me hace darme cuenta que yo pasé por aquel lugar momentáneamente, pero que sin embargo, allí, hay gente que mantiene aquellos vínculos. De repente me habló de un chico del que recuerdo ligeramente cosas: al nombrarlo, me vino su cara. Al hablarme de él sucedió algo que nunca me había pasado con J, porque en cierta manera siempre me había dado pudor hablar con él en esos términos, pero J me habló de la pobreza de aquel chico. Yo siempre me sentí en aquel colegio como el blanquito europeo, ajeno a la realidad ante el que muchos sentían el peso invisible y brutal de los privilegios. En aquellos años, sin ser del todo consciente o un pensamiento racionalizado, yo trataba de pasar desapercibido, no hablar de pobreza para no parecer que yo era ajeno, como si en cierta manera, no hablar me ayudara a ser parte de ellos y me vieran como uno más, pero muchas veces sentía que había una marca imposible, ellos inconscientemente me veían desde ahí y y yo no podía evitarlo. Entonces J me contó que aquel chico pasaba hambre, que en su casa había días que no se comía o comían solo caraotas con azúcar. Yo no sabía aquello. Nunca había intimado con aquel muchacho. Era mayor que yo, estaba uno o dos cursos por delante. Me contó que el otro día le habló de mi en un grupo que tienen. Entonces me contó la historia de "mi" chaqueta de cuero:

 J me contó que en una de aquellas fiestas que fuimos juntos, yo le dejé aquella chaqueta. Él me la había visto y le había gustado y me la pidió prestada para, esta vez, él ir con ella a una fiesta. Como si fuera un extraño y silencioso rito que iba pasando de uno a otro. Salimos juntos de casa y fuimos a casa de alguien que tampoco recuerdo ahora. En la fiesta, por lo visto, estaba aquel muchacho, que meses después se graduaría de bachiller. Según me lo iba contando me vino la imagen de J con la chaqueta, no recordé nada de aquella fiesta, ni dónde fue, ni cómo, pero sí me vino la imagen de J con la chaqueta de cuero. Meses después de aquello, y a terminar el año escolar, llegó el acto de graduación de los del último curso. Ese chico entonces llamó a J y le pidió que si le podía prestar la chaqueta de cuero que había llevado a aquella fiesta de meses atrás. J, que aún no me la había devuelto, se la dejó. Aquel chico se vistió con ella para recibir su diploma de bachiller. Yo estuve en aquel evento, recuerdo estar, recuerdo incluso pensar algo de la chaqueta, pero es todo borroso, poco concreto y esos fogonazos  que creo que son de mi memoria, podrían ser incluso inventados.  El otro día, siguió contando J, al hablar de mi en aquel grupo de mensajes que mantiene con gente de aquellos años, el chico le dijo que aún hoy, en su armario, en Barquisimeto, cuelga la chaqueta de cuero que mis padres llevaron de Vigo a Venezuela. 

jueves, marzo 04, 2021

El último día

 La puerta a la calle estaba abierta cuando abrió los ojos, entraba ya calor a esa hora, ese calor que todavía no molesta, pero que anuncia un mediodía tremendo. Dormir con la puerta abierta es uno de los mayores lujos que el humano puede permitirse. Casi nadie, en ningún lugar del mundo, se lo puede permitir. Las amenazas de todo tipo nos obligan a cerrarlas. Por eso cuando abrió los ojos se quedó mirando un rato el suelo de la calle. La arena quieta, el sol calentando el suelo, un gato pasando al fondo del callejón, el ruido de algún coche pasando al fondo, por la carretera al pueblo, el olor a alguna flor local. Tardó un rato en ponerse en pié, otro privilegio de esos días, la ausencia de prisas, de compromisos. Lo único que le obligaría a levantarse serían las ganas de café. Giró el cuerpo, moví el abdomen y se puso en pié, sintió el golpe de una levísima resaca en la parte alta de la cabeza,  sin importancia. Encendió la radio de pilas que el dueño de la casa tenía al lado de un microondas que no funcionaba. No era habitual oyente radio, pero la encendió por curiosidad, por hacer cosas que nunca hacía. Una locutora hablaba con dramatismo de algo que no entendía, tampoco prestaba demasiada atención. Algunos tertulianos de voz espesa iban sumándose al tono de la locutora principal. Su cabeza y su atención estaban en otro lado mientras preparaba una cafetera. ¿Qué pasaba en el mundo, en el país, incluso en esa zona donde llevaba algunos días? No lo sabía, llevaba dos semanas instalado en la ausencia. Y qué bien se vivía en la ausencia, pensó. No estaba de ánimo para escuchar a esos tertulianos monótonos, vividores, opinadores del vacío. Si algo le perturbaba especialmente era el tertuliano profesional: la cima absoluta del vacío, el paradigma de la nada. Apagó la emisora, no quería sentir esa calma afectada por elementos innecesarios. Volvió el silencio, amenizado por los sonido ambientales de esa calle de tierra perdida a las afueras de un pequeño pueblo de la costa sur. El calor aumentaba, el café salía anunciándose en ese olor prodigioso. Se sirvió una taza y, descalzo, salió al porchecito de la pequeña casa donde residía esos días. Se sentó en una silla de tela que le recordaba a su infancia. Escuchó a algunos pájaros y el sonido de una breve brisa agitando algunas hojas de los árboles de alrededor. Sintió la humedad del sur, la felicidad de la calma. La calle estaba casi siempre vacía, el dueño de las pequeñas casas de alquiler (en una de las que él estaba), pasaba el día arreglando cosas o desparecido no se sabe muy bien dónde. Bebió el café con calma, sintió el vacío de ocupaciones, la suavidad de unos días libres que no había planificado. Su cabeza parecía fresca, ligera, ajena a los meses previos. Caminó un poco, sin motivo, por el camino de tierra que desembocaba en su casa, avanzó por el camino descalzo hacía afuera, hacía la carretera que llevaba al pueblo. Al llegar a la carretera vio que no pasaban coches, un vacío y un silencio hermoso a esa hora de la media mañana. Estaba tan a gusto que no deshizo el camino, sino que sin rumbo siguió avanzando descalzo, aún con la taza de café en la mano. Iba por el arcén, el asfalto estaba caliente pero no quemaba, a los lados la frondosa vegetación de la zona, a la izquierda un camino se abría hueco entre la maleza y las cañas de azúcar. Se metió por ahí, un camino se abría en dirección la montaña. Caminó animado, algo molesto por no haber dejado la taza que ya estaba vacía. Unos doscientos metros hacia adentro se encontró con un caballo que parecía adormilado, se miraron con desgana. Siguió avanzando sin saber donde terminaba aquel camino. A lo lejos escuchó un motor de coche que se iba acercando, le dio cierto pudor que le vieran caminando así: sin camiseta y descalzo, pero siguió. Algunos segundos después, quizá un minuto, al fondo del camino vio aparecer el coche que emitía el ruido de motor. Cuando casi estaba a su lado el coche frenó, y el hombre que conducía le miro:

.- Hacia arriba no hay salida. 

.- Simplemente paseo, hace una buena mañana- contestó esquivo.

.- Pero usted, ¿no se ha enterado?

.- ¿De qué?

.-  ¿De verdad no lo sabe?

.- No sé de qué me habla. 

El hombre le dijo contundente, serio, sin atisbo de dudas: 

.- Móntese. Le ayudaré a salir. Espero que lo logremos. 


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