jueves, marzo 04, 2021

El último día

 La puerta a la calle estaba abierta cuando abrió los ojos, entraba ya calor a esa hora, ese calor que todavía no molesta, pero que anuncia un mediodía tremendo. Dormir con la puerta abierta es uno de los mayores lujos que el humano puede permitirse. Casi nadie, en ningún lugar del mundo, se lo puede permitir. Las amenazas de todo tipo nos obligan a cerrarlas. Por eso cuando abrió los ojos se quedó mirando un rato el suelo de la calle. La arena quieta, el sol calentando el suelo, un gato pasando al fondo del callejón, el ruido de algún coche pasando al fondo, por la carretera al pueblo, el olor a alguna flor local. Tardó un rato en ponerse en pié, otro privilegio de esos días, la ausencia de prisas, de compromisos. Lo único que le obligaría a levantarse serían las ganas de café. Giró el cuerpo, moví el abdomen y se puso en pié, sintió el golpe de una levísima resaca en la parte alta de la cabeza,  sin importancia. Encendió la radio de pilas que el dueño de la casa tenía al lado de un microondas que no funcionaba. No era habitual oyente radio, pero la encendió por curiosidad, por hacer cosas que nunca hacía. Una locutora hablaba con dramatismo de algo que no entendía, tampoco prestaba demasiada atención. Algunos tertulianos de voz espesa iban sumándose al tono de la locutora principal. Su cabeza y su atención estaban en otro lado mientras preparaba una cafetera. ¿Qué pasaba en el mundo, en el país, incluso en esa zona donde llevaba algunos días? No lo sabía, llevaba dos semanas instalado en la ausencia. Y qué bien se vivía en la ausencia, pensó. No estaba de ánimo para escuchar a esos tertulianos monótonos, vividores, opinadores del vacío. Si algo le perturbaba especialmente era el tertuliano profesional: la cima absoluta del vacío, el paradigma de la nada. Apagó la emisora, no quería sentir esa calma afectada por elementos innecesarios. Volvió el silencio, amenizado por los sonido ambientales de esa calle de tierra perdida a las afueras de un pequeño pueblo de la costa sur. El calor aumentaba, el café salía anunciándose en ese olor prodigioso. Se sirvió una taza y, descalzo, salió al porchecito de la pequeña casa donde residía esos días. Se sentó en una silla de tela que le recordaba a su infancia. Escuchó a algunos pájaros y el sonido de una breve brisa agitando algunas hojas de los árboles de alrededor. Sintió la humedad del sur, la felicidad de la calma. La calle estaba casi siempre vacía, el dueño de las pequeñas casas de alquiler (en una de las que él estaba), pasaba el día arreglando cosas o desparecido no se sabe muy bien dónde. Bebió el café con calma, sintió el vacío de ocupaciones, la suavidad de unos días libres que no había planificado. Su cabeza parecía fresca, ligera, ajena a los meses previos. Caminó un poco, sin motivo, por el camino de tierra que desembocaba en su casa, avanzó por el camino descalzo hacía afuera, hacía la carretera que llevaba al pueblo. Al llegar a la carretera vio que no pasaban coches, un vacío y un silencio hermoso a esa hora de la media mañana. Estaba tan a gusto que no deshizo el camino, sino que sin rumbo siguió avanzando descalzo, aún con la taza de café en la mano. Iba por el arcén, el asfalto estaba caliente pero no quemaba, a los lados la frondosa vegetación de la zona, a la izquierda un camino se abría hueco entre la maleza y las cañas de azúcar. Se metió por ahí, un camino se abría en dirección la montaña. Caminó animado, algo molesto por no haber dejado la taza que ya estaba vacía. Unos doscientos metros hacia adentro se encontró con un caballo que parecía adormilado, se miraron con desgana. Siguió avanzando sin saber donde terminaba aquel camino. A lo lejos escuchó un motor de coche que se iba acercando, le dio cierto pudor que le vieran caminando así: sin camiseta y descalzo, pero siguió. Algunos segundos después, quizá un minuto, al fondo del camino vio aparecer el coche que emitía el ruido de motor. Cuando casi estaba a su lado el coche frenó, y el hombre que conducía le miro:

.- Hacia arriba no hay salida. 

.- Simplemente paseo, hace una buena mañana- contestó esquivo.

.- Pero usted, ¿no se ha enterado?

.- ¿De qué?

.-  ¿De verdad no lo sabe?

.- No sé de qué me habla. 

El hombre le dijo contundente, serio, sin atisbo de dudas: 

.- Móntese. Le ayudaré a salir. Espero que lo logremos. 


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