lunes, marzo 29, 2021

Un pájaro en Cojedes

  No recordaba a qué hora habían salido. Por cómo se dio el viaje, podría concluir que fue muy pronto, bastante antes del amanecer. Llevaban en el país menos de una semana. Todo les resultaba ajeno, disparatado, irreal. En realidad estuvieron meses así, quizá años, en ese estado. Nunca vivieron en un plano del todo real, o cierto, los años que vivieron allí.  Aquel viaje lo hicieron por un motivo puramente burocrático, había un modo de entrar por Colombia, pagando a los agentes aduaneros un soborno barato y conseguir a una velocidad inaudita, la residencia por cinco años en Venezuela. Lo primero que recuerda de ese viaje V es que, cuando sale el sol, ya están bien avanzados en la carretera. El paisaje es profundamente hermoso. Hay veces que el paisaje no es más que eso: algo hermoso. V tenía la sensación de que el color del asfalto en Venezuela era de un color marcadamente distinto al color del asfalto en España. Menos negro, por un lado, con las lineas menos marcadas y como si la textura fuera menos densa. En cierta manera, el asfalto parecía una prolongación de la tierra. Como si la carretera no fuera tan nociva para el entorno o conviviera mejor con lo que se veía. Habían avanzado y estaban en una zona de paisajes que ya no eran tan frondosos y la carretera empezaba ser algo más lineal. Los restaurantes de carretera tenían nombres extraños para él. Los carteles usaban tipografías distintas, colores más alucinados, los camiones y coches eran de diseños potentes, amplios y la carretera iba poco transitada. El mundo, le pareció a V, se había abierto, como si en el trópico el universo tuviera una raja y entrara otra forma de aire no conocida, alguna cuestión física o atmosférica que el humano no percibe y que lo altera todo. El padrastro de V hablaba poco y ese viaje decía frases poco comprensibles para V. Planificaba la nueva vida, proyectaba planes laborales y de ocio, una forma de vida que a V le sonaba paradisiaca. Hablaba de playas que conocerían pronto, de viajes por el país, de cruzar fronteras del continente, también hablaba de asuntos laborales que V no comprendía del todo. La madre de V miraba por la ventana como el que mira las nubes desde el avión, la madre de V no parecía estar trasladándose en coche sino que su cara parecía la del pasajero de un avión. Miraba la carretera como si no estuviera pasando por ella, sino como si la estuviera viendo desde lejos, desde muy arriba. El hermano de V aportaba frases a la conversación. Si detuviéramos por un momento todo ahí, si frenáramos el coche en medio del estado Cojedes, en ese momento preciso, ahora mismo, podríamos respondernos algunas cosas. Las familias se construyen más en los silencios que en lo que hablan, en lo que no se dice que en lo contado. En esos silencios rítmicos que se suceden a esas horas de la mañana se construyen las relaciones, los recuerdos, las cosas que invisiblemente marcan. Las cosas que luego creemos misterios o asuntos irresolubles se trazan ahí. En ese coche rojo que atraviesa paisajes novedosos para los cuatro pasajeros, y silentemente se trazan realidades que luego tardan lustros en entenderse o que quizá jamás se entienden. Hay un momento que se detienen a tomar café. El lugar esta vacío, hay un camión que lleva una lona con un logo impreso, de una marca que no reconocen, aparcado a un lado. Cuando entran suena una música irreconocible, un ritmo nuevo a los oídos. Cuando empiezas a vivir en un país las cosas se asimilan distinto que cuando lo visitas. De turista, de viaje, las cosas las ves desde muy lejos, no te relacionas con ellas de un modo físico del todo. Cuando empiezas a vivir en otro país, las novedades te abruman porque sabes que en breve serán parte de tu realidad y que en cierta manera tienes que ir asimilándolas, haciéndoles hueco en el inconsciente, integrarlas en la maquinaria infinita de la percepción. Las cosas no las observas, las comes, las absorbes, las traspasas. Ese ritmo nuevo les abrumó sin que ninguno de los cuatro llegara a decir nada. Ninguno tuvo la capacidad racional para saber que aquel ritmo les estaba atravesando fisicamente. Los padres pidieron café, los chicos zumos de frutas. Los zumos de frutas les resultaban exóticos, oníricos, casi un capricho. Había algo amable en beber aquellos zumos de frutas que no conocían. Era la parte amable de ser extranjero. En los zumos de frutas  se condensaba y se resumía todo lo que implica ser extranjero. El camarero les miraba con simpatía, la escena resultaba cómica o simpática: Extranjeros desubicados en medio de Cojedes. V y su hermano salieron a mirar los coches pasar por la carretera. V sintió que todo tenía un orden extraño, confuso, pero a los 11 años la realidad no tiene un orden concreto o se acepta con mayor facilidad el desorden de las cosas. Volvieron al coche, el viaje continúo a ritmo parecido al que habían llevado hasta ese momento. Sólo que ahora el calor era intenso, la luz era potente, blanca. Justo ahí, en ese momento, un pájaro se estampa contra el coche, el padre de V da un volantazo y solventa la situación, pero se detiene a un lado. La madre de V no reacciona del todo, como si siguiera viendo la vida desde el avión, V y su hermano se quedan mirando algo a un lado que creen  el Cadáver del pájaro. Entonces el padre mira hacia arriba, como si supiera que la madre seguía allí, una pasajera sobrevolándole en avión la zona, luego les mira y todos saben que es en ese preciso momento que pensó: ¿qué hago aquí, en medio de este país? ¿Qué pinto aquí en Cojedes?

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