martes, marzo 12, 2019

Viaje al Caribe

Sobre todo recuerdo ir en un coche camino de la costa, era enero de 2009, un día entre semana, por esa carretera que muchos años antes había recorrido tantas veces con el viejo, y sentir que la decadencia se parece al silencio. No sé porqué pensé en esa metáfora tan estupida, pero pensé en la decadencia e inmediatamente en el silencio. El comandante orondo hablaba por la radio, por todas las radios, estuvo horas hablando con un tono constante, exaltado a ratos, pero permanente, como una señal eléctrica emitida desde el subconsciente hacia el cosmos. Cuanto más recuerdo ese viaje más creo que la única salvación será desvincularnos eternamente de la política institucional, de la democracia representativa. La democracia, en el futuro, será otra cosa. Siempre mantengo la fe en el ser humano.

 La carretera es hermosa, atraviesa una vegetación frondosa, verde y casi monumental. Manejas dos sensaciones bastante intensas mientras miras por la ventanilla, una forma extraña y potentísima de alegría, una alegría que sólo he sentido en esa zona del Caribe, que tiene cierta similitud con una libertad infantil, bastante naif y otro sentimiento parecido a la extrañeza, a sentirte abrumado o una forma amable de confusión. Ambas sensaciones son muy peculiares y bastante indefinidas, como si no existiera la palabra que las recoge. Son, en ambos casos, sensaciones agradables. Aquella vez escuchaba la radio y en el coche todos íbamos callados. Manejaba E., a su lado su esposa y yo iba a detrás con la hermana de ella. No hablamos, creo que nadie dijo una palabra en sesenta kilómetros. Mirábamos. Yo pensaba en M. Los viajes me gustan más con M. En general todo es mejor con M, siempre ha sido así para mi, y cuando hago cosas así me gusta estar con M. Y M no estaba. Mientras el comandante orondo seguía hablando sentí la decadencia, pero no por lo que veía, la naturaleza, en su estado salvaje, es ajena a los gobiernos, a nosotros. La decandencia la sentí de golpe después de llevar una semana y media en el país. Durante años he tratado de decribir esa decadencia. En un país que yo ya había dejado en un estado considerable de deterioro, la decandencia es una apreciación casi abstracta, silente, de ahí quizá que la relacionara con el silencio. No era una decandencia abrupta, violenta, era una forma de decandencia extraña, húmeda, nebulosa. Un estado permanente. Como esa gente que no habla porque no sabe qué le pasa. Nunca supe definir bien lo qué sentí. En aquel viaje llevaba un cuaderno y cada rato anotaba patochadas. Pero jamás escribí de esa sensación tan profunda.

 Hay un momento que la carretera atraviesa una población, uno de esos sitios donde todo sucede sin orden, huele a petroleo y la gente va de un lado a otro como si se hubieran reventado los campos magnéticos y nadie llevara una dirección paralela. Al pasar esa población, la carretera se abre al mar. Ves el Caribe, no ese Caribe de foto de página web de turismo, pero el Caribe en bruto. Cuando giras ahí, a veces te da la sensación de que ese mar es el centro del universo. Como si emanara de su interior la sustancia de la locura y la libertad, la sustancia de la posibilidad de otro mundo. Luego empiezan unos cuantos kilómetros en paralelo a la costa. Fui muchas veces feliz en ese fragmento de carretera, mi viejo también lo era y le recordé. Esa vez seguía sonando el comandante orondo y volví a pensar en la decandencia que no podía describir. Ayer hablé con F, le hablé de esa sensación cuando hablabamos de la situación actual de ese país, donde los padres de F aún viven y el, diez años después me la supo definir. Ese país es una casa abandonada, tu casa de infancia a la que vuelves y se había quedado así, tal cual, desde el que día que saliste y cerraste la puerta. Y ahora vas y abres la puerta y todo sigue igual, pero ya nada está a salvo, todo está comido por el paso del tiempo, por el silencio decadente que lo ha ido deteriorando todo. Es tu casa de la infancia y hay un perro vagabundo que ha entrado y cuando entras te mira receloso y todo huele mal, un olor profundo y triste. Es el olor del tiempo, es un olor insoportable. Habrá un momento que no existan representantes, habrá un momento que logremos ser ajenos  a las estructuras de poder. Habrá un momento que todo será como el mar Caribe.

martes, febrero 26, 2019

Despedida de I

 ¿En qué momento ya te vas? La pregunta es tonta, claro: uno se va cuando se va; pero en qué momento realmente dejas de estar donde estabas. La pregunta tiene respuesta sencilla cuando uno se mueve en las actividades rutinarias. Tú sales del trabajo cuando sales. Bajas al metro y te entremezclas con el follón en el vagón atestado de gente. El tren avanza por los túneles mientras tú vas pensando en Sara o en los días de aquel verano en el Atlántico. La gente se va o entra en cada una de las estaciones y tú sales y te vas del tren en la estación más cercana a tu casa o a la cita que tienes hoy con una vieja amiga. Ahí ya te has ido del metro y te estás yendo lentamente de la estación. Y sales a la calle y te vas yendo todo el rato hasta que llegas a casa o ese café donde tenías la cita donde te quedas hasta que llega la hora que, claro, te vas. Ese irse es fácil definirlo. Uno se va fácil en lo rutinario, incluso lo dices con facilidad cuando abres la puerta y te despides: "Bueno, me voy. Hasta luego". El problema de saber cuando uno se está yendo o si se ha ido ya, es cuando no es actividad rutinaria. No sé cuando me fui de Vigo del todo, cuando me fui de Venezuela o cuando me fui de Cádiz el verano pasado. Hay unos días previos antes de irte, antes de dejar esa rutina en el que ya no estás del todo y unos días o unos años en los que aún sigues en el otro lado del que te fuiste. Antes de salir de Vigo dejamos lentamente de estar. Dejamos la casa, vaciamos nuestras cosas, llenamos cajas con cosas, me despedí de Nardo, un profesor que nos daba teatro y que estoy seguro que ya no sigue vivo (esto es una apuesta, no una certeza). Nos fuimos un día marcado, una fecha señalada, claro, salimos en coche de Vigo hacia Santiago. Llovía, lo que no es una peculiaridad tratándose de un dia invernal en Vigo, pero llevabamos meses yéndonos. Yo creo que me empecé a ir de Vigo un día de septiembre que los viejos me llevaron a pasear por la playa y me hablaron de Venezuela. El viejo se esmeró en describirme el trópico, cayó en todos los tópicos, lo cual fue un efecto espectacular para mi imaginación infantil. Estaba convencido de que iba a vivir debajo de una palmera, no en una ciudad vertiginosa e indescifable. Siempre le he agradecido al viejo esa capacidad que tuvo en ese momento de describirme un paraiso en el que luego no vivimos. En verdad viví nueve años en Venezuela buscando ese paraiso perdido, y puedo jurar que a veces lo encontré, por días sueltos, por momentos incalculables y breves, pero si existe algo parecido al paraiso yo lo ví en esa luz inexplicable que tiene el Caribe. Así que de Vigo me fui yendo y tarde en irme. Porque mucho tiempo después, miraba la avenida Rivereña de Barquisimeto desde la ventana de mi habitación y trataba de ver Vigo, dejaba las luces apagadas y miraba la avenida vacía extendiéndose por el valle y me esforzaba porque Vigo no se me borrara, hacía el esfuerzo de recordar cada calle, los olores, la forma de las esquinas, la cara de Susana o la de Kiko. Estuve meses, creo que años, prefigurando un Vigo que dejó de existir. Era un Vigo ficticio, era un Vigo al que me agarraba porque no me gustaba estar donde estaba. Así que supongo que me fui yendo de un Vigo sin irme de otro, de uno que yo me construí, un Vigo raro. Años después, cuando me volví a ir todo fue distinto. Esta vez no hubo un irse yendo, cuando me fui fisicamente no había empezado a irme, me había ido de un modo aventurero, algo patetico, pero no ese irse de cuando te vas a ir. No tenía ni idea de a dónde iba. No había plan, había fuga. No me fui como el que construye una escapada minuciosamente. Me fui sin orden. Salté, más que salir y cuando me di cuenta ya estaba en Madrid y entonces más que irme yendo, fui llegando. Entonces ya aquí no había venido del todo y luego se fue desvaneciendo Barquisimeto, duró aquel humo, pero un día desapareció. Así que no sé cuando te vas. Te vas yendo y vas llegando, pero hay un irse lento. No marcado en la fecha de cuando ese coche o ese avión te llevan a otro lado. Tu vida, sigue y todo sigue y estás yendote todo el rato. Así que no se sabe cuándo te vas, te estamos viendo irte mientras tú te vas yendo sin saberse muy bien si te estás yendo o ya estás llegando

jueves, enero 10, 2019

Argumentos

Ni siquiera tengo dominio de mi pensamiento, que en el fondo es lo que soy o lo que debería ser. Ni siquiera lo tengo estructurado, ni siquiera tengo dominio sobre él. Tampoco gobierno mis recuerdos. Vienen, se van. No hay un orden muy concreto. Tengo la virtud de saberlos encontrar con bastante exactitud por fechas y no me pierdo mucho cronológicamente cuando voy a por ellos, pero en general vienen movidos por corrientes externas. Saltan por un olor, por una imagen que recuerda a otra imagen o por accidentes que soy incapaz de descifrar: ¿Por qué recuerdo una calle de Vigo en el túnel entre Alonso Martínez y Gregorio Marañón?¿Qué movimientos invisibles suceden en la mente para que salte la imagen de una esquina de Doutor Cadaval cuando el metro atestado avanza por la línea 10? Si ni siquiera puedo manejar el movimiento de mis recuerdos, ¿cómo puedo manejar mi pensamiento, mis ideas? Lo he intentado, he intentado articular un discurso interior, una línea de ideas, pero dificilmente se mantienen a flote. Es un edificio sin estruturas. Todo se deshilacha. Cualquier línea argumental flaquea. Soy constante en mis asuntos, también en mis empeños, pero nada más. En todas las tareas que emprendo me propongo ser amplio e inteligente y en ninguna lo consigo. Siempre pongo empeño, pero nada más que empeño. Esfuerzo no escatimo. No soy perezoso.  Quisiera encontrar argumento y razón para las cosas que hago, pero no, hay un porcentaje elevado que no logro abarcar. Es por eso que las ideas no me pertenecen y mis opiniones son endebles y dudo cuando opino. Es por eso que pienso que siempre hay una opción más a valorar. Tengo intuciones, nociones, instintos casi. Una idea relativa de justicia, una idea relativa de lo que deseo para un mundo honesto y amable. La libertad, la igualdad, la fraternidad. TAmbién agrego la amabilidad. Cada vez creo más en la amabilidad. Siento que buena parte de lo que puedo hacer por el mundo, por vivir en sociedad está en ser amable. Ser amable como un acto de rebeldía en un mundo que no lo es, en un entorno que con frecuencia no lo es, con gente que no la practica, pero ser amable hasta la extenuación, hasta el último momento. LIbertad, igualdad, fraternidad y amabilidad. Eso es la única idea o noción de idea que tiene mi pensamiento. Lo demás todo es difuso y se tambalea en una mente de la que no tengo dominio.

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