lunes, noviembre 25, 2013

Familias en vacaciones

 No sé si íbamos o volvíamos de vacaciones. Creo recordar una sensación de laxitud, por lo tanto casi seguro volvíamos. Nos paramos a comer algo rápido, las niñas eran muy pequeñas y reclamaban alimento con sollozos y algún gritillo. Era pronto para nosotros, tarde para ellas. Nos paramos en un sitio al uso. Camiones en el estacionamiento amplio, letreros altos que se muestran a la carretera con ansiedad, ese murmullo del tráfico y la fugacidad de los clientes. Entramos y pedimos cosas para las niñas y algo para nosotros. No sé si ya estaban o llegaron cuando ya llevábamos un rato. Creo que me empecé a fijar en ellos, cuando se sentaron con sus bocadillos. Era una familia de cinco miembros, Triste, repleta de esos patrones de familia con problemas. No sé exactamente qué problemas. Como nosotros volvían o iban de vacaciones. Se sentaron en una mesa en la que entraban apretados. No se hablaron nunca. Nadie miro a otro. Lo único que uno podía percibir era desprecio de unos a los otros. Las dos hijas jamás cruzaron mirada, el hijo más pequeño miraba hacia algún lado en los perfiles de la sierra que se veían a través de los ventanales del comedor, con una mirada de desprecio existencial que jamás había visto en un tipo tan pequeño. La madre miraba el bocadillo como el que mira el abismo, el vacío, la nada que lo engulle todo. Jamás había visto una reunión de seres humanos tan violenta sin haber violencia física ni verbal. La violencia lo imperaba todo en esa mesa, en sus bocadillos, en sus manos, en su desprecio a todo lo que les rodeaba, sobre todo ese violento desprecio de los unos a los otros. No había ni siquiera complicidad en sus mutuos odios. La hermana mayor se levantó a buscar ketchup en la mesa de al lado y los dos hermanos desde sus sillas la miraron como el que mira al que comete un acto repugnante, criticable, pero no se miraron o sintieron la empatía del que detesta lo mismo, como esos fanáticos futboleros que son de un equipo, pero sobre todo son anti otro equipo: en realidad su pasión no es ese equipo que van a ver cada domingo, su pasión es ese odio al otro equipo al que le dedican cantos y rimas sencillas pero cargadas de insultos. Ni siquiera había comunión en sus odios comunes. No se miraron como ratificándose el uno al otro: "sí, es gilipollas". No. Si llegaron a mirarse, que no lo creo, fue para esquivar sus mutuos desprecios al otro. Tampoco la hermana les miró a la vuelta, como mira el que vuelve al destierro junto al enemigo. El padre, que parecía no habitar ese instante, como si se hubiera instalado en una realidad paralela, parecía un tipo tranquilo. Él no parecía detestar o no al menos detestar tanto como los entre si y a él. Sin embargo por su sola ubicación en la mesa, se sospechaba que con toda probabilidad era él mas detestado de todos. El chico, que era el más pequeño de los hermanos, miró un momento a una de mis hijas. Fui incapaz de descifrar su gesto mientras miraba a la pequeña corretear entre mesas, disfrutando de su recién aprendido modo de andar. La miró, y yo le miré mirarla, pero no sé que gesto era ese. Creo que dejó de haber desprecio. Esperé algunos segundos, una sonrisa, pero nunca vino. Hubo un gesto impasible, ese gesto inmóvil y ausente como el del que ve la televisión con desgana. Poco más. Me fui a pagar y pensé en el mundo, en el equilibrio del mundo y dudé del reparto y de esa malinterpretación del desarrollo. Hay teníamos una familia completa, bien vestida, seguramente con una vida relativamente amable. Seguramente sin grandes derroches, pero sin excesivas asfixias y sin embargo se respiraba una profundísima infelicidad. Afuera un coche, unas semanas por delante para estar en otro lugar, quizá alguna playa y nada de eso dejaba caer un ápice dulzura en aquellos rostros. Pagué, con mis hijas nos fuimos al parking y nos subimos al coche. Seguimos el viaje.

domingo, noviembre 17, 2013

Las perchas

 La vieja se ha despertado poco después del amanecer, a esa hora azulada, que parece inexacta: no es de noche, no es de día, acabas de despertar, pero el cuerpo te pide sueño. Una hora puente, una hora que te recuerda quien eres exáctamente. Eres ese cuerpo desperdigado por un colchón, confuso, algo desubicado. Luego te desperezas, te vas haciendo al día. Superas esa especie de Jet Lag que es despertarse. La vieja se ha puesto en pié y ha mirado por la ventana. Llovía con intensidad de la época. En noviembre llueve como sólo llueve en noviembre. Es como cuando llueve en julio, en julio sólo llueve así. Esa lluvia le ha dado algo de rabia a la vieja. El duelo tan reciente y esa lluvia son mezclas explosivas. Desde el fondo del tuetano a la vieja le ha venido una de las máximas filosóficas más demostrables de la historia de la humanidad: "la vida a veces es una puta mierda"; pero el desanimo no ha durado más de dos minutos. La viaje gobierna su existencia bajo un sentido de la supervivencia sobrenatural y conoce los recovecos del dolor con la sabiduría y la experiencia del que va de vuelta de todo. La vieja sabe que la felicidad es un bien no escaso, sino extraño: la felicidad asalta, difusa, inexacta, esquiva, en la esquina más remota de la biografía. A la vieja, por ejemplo, le resulta de una felicidad desbordante preparar la cafetera, arrancar el día. Por más que el duelo sea tan reciente, por más que cada mañana todavía le golpee a hostia pura y dura la cara de Jesús agonizando. La ventana de la cocina da a los patios de atrás, donde años atrás correteaban ratas del tamaño de gatos y donde los niños jugaban campeonatos de fútbol con finales épicas y llenas de irregularidades en el arbitraje. La vieja dice que lo más extraño de internet es que ya no se ve a niños jugar en las calles. No lo dice con nostalgia, lo dice con una extrañeza sobrecogedora: como el que habla que anoche vio naves espaciales bordeando el lago de la casa de campo. Los niños no juegan en la calle y antes las calles eran el espacio de los niños. Antes el conflicto es que los niños, asalvajados como ahora, como siempre, golpeaban con violencia balones que a veces amenazaban el equilibrio de los ancianos al andar. Antes el problema es que esos capullos no tenían cuidado con la gente que pasaba por la acera. Ahora no están: ¿Dónde coño se meten los niños? se pregunta mi vieja mientras remata la primera taza de café de ese domingo lluvioso.

 La vieja hoy no tiene planes. Se los inventa sobre la marcha. Cuando acaba el día se lo ha rellenado con habilidad. "No evito la tristeza, no la huyo. Evito sufrirla todo el rato en el mismo lugar. A la tristeza también hay que moverla. Hay que sacarla de paseo como a esas mascotas que se les coge el cariño de un hijo". Lo mismo saca cajas de ropa vieja, como que reordena libros, como que coge el coche y se va a ver al hermano del difunto o a su hijo mayor. La vieja desplaza la tristeza por la ciudad, como si jugara a despistar a un gps. La viaje ya no se anda con juegos, ya no retiene el llanto, el llanto más profundo de su existencia. Tampoco detiene esos pensamientos inabarcables, inmensos. Esa poderosa sensación del vacío. Ayer mientras guardaba una camisa de Jesús se quedó mirándola en la percha, inútil, colgando como ese trozo de tela que es, sin valor. No dijo nada más que algo tan profundo como un: "Tú fíjate". Tú fíjate como ya nada, como de esa percha cuelga la camisa en una imagen absoluta del absurdo. Una percha y una camisa en un armario de una casa cualquiera. En esa percha cuelga el vacío.

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