viernes, abril 29, 2011

Nosotros y ellos

Avanzábamos convencidos, iluminados por las nuevas ideas, sabedores de que la verdad era nuestra verdad. Nos subimos a las piedras seguros y desde allí nuestro discurso creció en potencia, en contundencia. De las piedras lanzamos nuestras frases para trasmitir la verdad definitiva, incendiaria, esa que nadie se atreve a decir, esa que es tan evidente, sin vuelta, sin truco. Dijimos las verdades o la verdad absoluta, una sola, única, como las piedras en las que estábamos subidos, sólidas, irrompibles. Nuestra fuerza se retroalimentaba con nuestra propia fuera y nos hicimos poderosos. Entonces se encendió la luz, la luz que desenmascaraba a los mentirosos, a los infieles. Crecimos en seguidores y nuestros seguidores adoptaron nuestra verdad, nuestra lucha. Así combatimos, con la contundencia de nuestra verdad inamovible, a los ocultos, a los embusteros, a los tramposos. La trampa era nuestra batalla, porque las reglas las marcaba nuestra verdad, nuestra pura y total verdad. Todo aquello más allá de las líneas de esa verdad eran la trampa, el embuste, el engaño, la falsedad. Juntos, avanzamos por las calles, por las carreteras, tomamos las ciudades de modo pacífico, apoderados de la verdad y del medio para trasmitirla, la palabra hablada, la palabra escrita, la transmisión general. Fuimos creciendo, fuimos tantos, buscando a los tramposos, buscándolos en sus casas, en sus trabajos, en sus parques, en las paradas de autobús, en las alcantarillas. En todas partes hasta que de frente, como una tribu, como salvajes poseidos, nos vimos venir, un espejo inmenso, gigantey obsceno, que nos enfrentaba a nosotros mismos. Ahí estábamos, tramposos, terribles.



miércoles, abril 27, 2011

Terapia primaveral intensiva

La primera noche hicimos el amor cinco veces. Las dos primeras de un modo realmente seguido, la tercera un poco después, cuando ya iba avanzando sobrecargada la madrugada. La cuarta fue extraña, menos intensa, más emocional. La quinta fue casi al amanecer, cuando la luz va variando considerablemente. Después de la quinta vez nos quedamos dormidos.

La segunda noche llegó tarde, venía de trabajar, agitada aún, oliendo a calle y a su perfume casi desaparecido entre las horas del día y las urgencias de oficina. Hicimos el amor casi a modo de saludo. Fumamos, hicimos el amor nuevamente y hablamos descuidadamente del presente o de ese pasado recientemente desaparecido del día. Me hubiera dormido, pero ella prefirió lanzarse al suelo y rodar por el parqué. Dimos varias vueltas, giramos descoordinadamente y terminamos a golpe de jadeos cerca de la pared de la ventana. Nos quedamos en el suelo, con la luz encendida, sin hablar. Al cabo de media hora, un golpe invisible de su piel, me hizo lanzarme a sus piernas, subimos desquiciados al colchón y no hicimos el amor, practicamos con ansiedad mil formas de sexo oral. La madrugada avanzaba fuera y yo volvía a rendirme físicamente, pero ella parecía un atleta africano batiendo el record de la maratón y por algúna señal lejana, inaudible, tremenda, casi bestial, sintió otro ataque de frenesí y se lanzó encima de mi. Dudé durante parte del evento de la resistencia de los muelles de la cama, de la fragilidad de las patas, de la inconsistencia del cabecero, incluso de la mesilla de noche con su lámpara coqueta. Me concentré en un punto preciso del techo, un punto de humedad muy poco esparcido que creaba formas variables, como una nube en la que ves diferentes figuras, sostenía el cabecero de la cama, que parecía venirse abajo, con mis manos, me concentraba en distintos asuntos, en los jadeos, en sus pechos, en mi resistencia física. Finalmente nos deshicimos como agua sobre el cochón, me quedé dormido, cosa, que de manera cómica, me recriminó por la mañana.

La tercera noche me preparé mentalmente, creo que también físicamente. Según llegó no nos saludamos. Hicimos el amor en el recibidor de casa. Recuerdo que sonó el teléfono. No atendí. Al terminar marqué rellamada, era un amigo que me solicitaba para una noche de alcohol. En mitad de la llamada ella se sentó en mis piernas, cuando me despedí de mi amigo ya estábamos en mitad del acto. Según colgué lancé algo parecido a un aullido que contenía todo el disimulo sostenido durante la conversación telefónica. Aullé y aquello nos motivo a ambos. Esa fue la primera noche que cenamos o que intentamos cenar. La mesa la preparamos con esmero, luego comprendí que innecesariamente, antes de terminar el primer plato ya habíamos destrozado el mantel y rodaba la comida por el suelo. De ahí, debido al empantanamiento, nos fuimos a la ducha, en la ducha encadenamos a otro acto, un acto prolongado y tibio. De alguna manera la reverberación de las paredes del baño otorgaban una nueva calidad acústica. Los gemidos caían más prolongadamente. Del baño yo me arrastré por el pasillo hasta la cama. Me lancé, propuse hablar. Hablamos lentamente y me fui quedando dormido. Desperté de golpe. Su cara estaba sobre mi cara, mi cuerpo se encajaba obediente, como llaves en cerraduras. Me dejé llevar hasta que un motor invisible transformó mi sueño en una forma descomunal de energía. Me rendí finalmente y me volvía quedar dormido. Soñé que hacíamos el amor, y me pareció el colmo. Al despertar ella tenía prisa yo llegaba tarde y aquello motivó otro acto.

La cuarta noche me había prometido resistir, dedicarnos a la conversación, a debates. Le pregunté que leía. Mala idea. El título trasladó, inmediatamente, la conversación a un terreno pantanoso, escurridizo, sudoroso, resbaladizo, suave, emergente, sólido, deslizante, salivoso, creciente, rítmico, ligero, ligero, veloz, velocísimo, frenético, hipnótico, caótico, bestial, musculoso, fuerte, tenso, nervioso, galopante, infinito y blanco. No hubo más conversación. Definitivamente pasaba del sueño al placer. Del agotamiento a la energía. Encadenamos una y otra vez. La cuarta noche si cabe, fue insaciable. Mucho tiempo después miré la hora. El amanecer era lo único que podía detener semejante exceso y sin embargo nunca llegaba. Hasta que, con los ojos casi en blanco vi la luz solar anunciar un nuevo día. Me sentí a salvo.

La quinta noche sonó el timbre. La mejor defensa es el ataque. Me lancé poseido. Está vez ni cerramos la puerta de la calle. Rodamos por el descansillo hasta la puerta del ascensor que estaba abierta. Entramos rodando, sin mirar. Alguien llamó al ascensor desde abajo. Se abrió la puerta en la planta baja. Había gente que ignoramos. Giramos por el portal. Salimos a la calle. Rodamos por la acera. Calle abajo. Entre suspiros y exageraciones verbales. Caimos en el metro. Entramos en un vagón. Cruzamos la ciudad sin diferencia de actos, todo como un acto único, tremendo, irrepetible, infinito. Salimos del metro en el aeropuerto. Cruzamos la terminal. Embarcamos rodando, girando, enredados, su piel y mi piel, su pierna con mi pierna, mi sudor con su sudor. Suspiros tremendos, violentos, casi gritos. Volamos en primera sin separarnos, desnudos, infinitos. Aterrizamos en otro país, en otro continente. Sin separación llegó la sexta noche y ya no frenamos. Seguimos. Vuelos. Aviones. Ciudades. Y así, finalmente, llegamos a la séptima noche. Y en la séptima noche, por fin, descansé y nunca más supe de ella.


lunes, abril 25, 2011

Ruidos

.- ¿Quién anda ahí?

.- Soy yo, el de siempre: Tú mismo.



domingo, abril 24, 2011

Ciudad

Caminé por una ciudad repleta de grandes edificios sin terminar de construir. Generalmente no había gente, salvo algún individuo difuso con el que me cruzaba velozmente. Pensé, como opición real, que aquello no era más que un sueño, un sueño en el que, de repente, cobras conciencia de que estás soñando. Sin embargo no era así. La ciudad existía, el vacío era real y aquel sonido en forma de eco, casi metálico y grave, tenso, era cierto, era real. Me senté, aún sigo escuchándolo, sentado, inmóvil, tratando de comprender donde estoy, que ciudad es esta, que sonido es ese, de donde viene, que lo emite.

jueves, abril 21, 2011

Fotos

Irremediablemente toda mi vida se iba convirtiendo en fotografía. Todo se iba enterrando en instantes lejanos, cada vez más lejanos. Con ella sucedía que fue más fotografía que real. Evidentemente era real, pero sobre todas las cosas era fotografía, teniendo en cuenta que, además, ella era fotógrafa. De algún modo eso lo definía todo, ella permanecía inaccesible y cercana como toda foto. Ella estaba, siempre, detenida. Las fotos, todas las fotos, se miran y todo aquello está estático, cuando realmente los actores o los escenarios, ya hace mucho rato se han desplazado, se han trasladado de ese gesto, de esa posición, de esa luz. Ella estaba siempre ahí, como si pudiera alcanzarla en esa sonrisa o en ese gesto desenfadado, con ese vestido que quizá ya no estaba en su armario, pero finalmente todo aquello, finalmente, ya había sucedido. Eso que creía detenido se había esfumado inexorablemente. Y todo lo que recuerdo son fotos, fotos amontonadas, fotos superpuestas. Fotos de ella, de sus impresiones, fotos de su sonrisa, de sus paisajes, de sus viajes, de cielos, de saltos. Fotos de paseos en la playa. Fotos de orillas. Y recuerdo instantes que fueron fotos, como aquella vez que viajamos a la costa y la brisa y el coche se desplazaban dejando fotos ingrávidas en el aire. Llegamos a una cala, una pequeña playa de dificilísimo acceso. Ella hacía fotos, yo bajaba por las piedras abriendo camino. Llegamos a la orilla. Ella se tumbó al sol, estática. Vi una foto inmensa, inabarcable. El Sol, el verano, la playa inaccesible y vacía y ella que se había desnudado en la orilla. Yo me puse en píe, trepé piedras, busqué la nada o la altura que es la forma de confirmar la nada. Desde arriba lo vi todo detenido. El Sol, el agua del mar sin corriente aparente y ella completamente desnuda y hermosa al Sol. La miré, la miré como se mira a quien no conoces, como miras cuando miras una figura humana desde la lejanía, prefigurando lo desconocido, dándole formas cercanas a ese cuerpo lejano. Durante minutos, en aquella foto interminable que era ese instante prolongado, el universo como una foto fija, la vi como si no fuera ella, era ella, pero era otra. La deseé de nuevo como desconocida, como la deseé la primera vez, lejos de ese otro deseo hermoso de lo cotidiano, de lo conocido. Era, de repente, el misterio de lo que está por revelarse, lo que aún no se ha capturado instantáneamente. Luego bajé con aquella imagen detenida en mi cabeza. Luego lentamente todo fueron siendo imágenes detenidas, lejanas, inaccesibles, remotas. Terrible y nostálgicamente remotas.

Inspiración

Esta hoja, que no es una hoja, ya no está en blanco.

miércoles, abril 20, 2011

Futuro

A Dolores la conocí en un bar que abría a las tres de la mañana cerca de la calle baja. Era un bar que ponían música muy rítmica, muy incendiaria, como si bailaran demonios simpáticos. Sonaban bongos frenéticos y bajos muy orgánicos, el sonido de la batería de esas músicas provenía de un modo espacial extraño, como si soltaran a la vez la batería en otro lugar de los sótanos, desde otro local. Dolores era fea, la piel la tenía reventada, como si en su cuerpo, hacía dos milenios, hubiera habido una explosión terrible. Su voz provenía de las cavernas, de unas cavernas húmedas en subsuelos de ciudades del siglo treinta y uno. Bebía orujo y fumaba tabaco negro. Hablaba, únicamente, del futuro De un futuro hipotético pero que ella asumía real. Un futuro construido en su mente, hilado, trenzado, tremendo, donde nadie salía bien parado. Dormía poco, porque "el futuro será un lugar menos amable que el presente y este hay que aprovecharlo". Por las mañanas ponía una mesita al lado del lago del retiro y leía las cartas a los turistas y algún lugareño deprimido en busca de cualquier solución, de cualquier vana esperanza. A veces la acompañaba, me gustaba el parque por las mañanas, que parece ajeno al resto de la urbe. Sonaban músicos de mejor y peor calidad, paseaban extranjeras con las que hablaba de mentiras de situaciones complicadas y escuchaba lo que la bruja Dolores le decía a los desesperados. Comprendí que sus discursos eran cíclicos, que tenía unos quince o veinte pronósticos y que los repartía a sus clientes circularmente. Pasaba la mañana atenta, Dolores creía en sus predicciones, creía en sus intuiciones y en su "don". La escuchaba. A una Venezolana le auguró un viaje turistico terrible por España, la recomendó salir corriendo del parque, montarse a un taxi ir al aeropuerto y volver a su ciudad:"este viaje es tu fin". La venezolana aguantó el tipo hasta que la bruja Dolores le dijo:" En Sevilla vas a conocer a un hombre. Ese tipo es el diablo. No la metáfora del Diablo, no. El Diablo, el mismo Satán" La venezolana miró a Dolores y le dijo:"Verga, pero si yo mañana voy a Sevilla". Dolores sonrió y dijo:"Yo ya te avisé. Sal volando". La venezolana obedeció. A una sueca le habló del destino terrible de los nórdicos, que morirán, todos, ahogados por el deshielo. La sueca sonrió y yo me enamoré de ella. La invité a café en una terraza del parque. No hablamos. Tomó el café y se fue. Esa mañana, a última hora, me senté en el otro lado de la mesa. Le pregunté a Dolores por la sueca y Dolores dijo:"Esa chica no te conviene, cariño. Morirá de leucemia en menos de siete meses" Reí y le dije que nos fuéramos a beber. Bebimos, hablamos, de madrugada terminamos en el local donde había conocido a la Bruja Dolores. En el local, muy de madrugada, montaba unas sesiones extrañas de invocación. Los habituales atendían a sus delirios. Esa noche me habló a mi. Me habló de cuevas, de ratas, de miseria. Me predijo un futuro sin ápice de esperanza. Un futuro no incierto sino cierto y terrible, nebuloso y gris, como un río húmedo, lleno de niebla, en un día que no tendrá día después, el último día en la tierra. Me habló de una mujer, una tipa "de profesión moderna. Diseñadora o publicista. Mamarracha en cualquier caso. Te carcomerá las entrañas y tu te dejarás comer. Morirás tirado en una cuneta. En una moto gigante que habrás robado en un acto de desesperanza". Tres días después, Dolores murió de una infección pulmonar. Yo, lentamente, fui olvidando aquel futuro.

martes, abril 19, 2011

Fatiga

Era tarde ya y estaba agotada. Ese cansancio feroz, contundente y tremendo del desgaste. Me senté al lado de un portal con plantas, muy ajardinado, no pasaba nadie por la acera y me quedé mirando. Esa noche hacía una temperatura excepcional. Al cabo del rato pasó un tipo corriendo, concentrado, con audífonos, con zancadas largas, prolongándose hacia adelante. Los corredores parece que huyen o que buscan, su cara delata cierta obsesión. Cerré los ojos. Sentí la temperatura, lo que parecía una forma inaudible de celebración, el murmullo del tráfico algunas calles más allá. Sentí otro latigazo ilocalizable y de nuevo la fatiga. La fatiga tiene algo despersonalizado, te desplaza de ti mismo, se adueña del cuerpo y te expulsa, como si no tuvieras derecho a percibir otra cosa más allá de esa sensación. De repente me concentré en ese vacío de la calle, en ese silencio impersonal, también me dio por pensar en espacios más abstractos. Recordé esas veces que de pequeña te decían que te imaginaras un lugar y siempre imaginaba el mismo, incluso ahora, imaginaba ese sitio de difícil descripción. Es ese sitio construido a base de capas porosas, vahos y otras texturas de agradable estancia, por más que no exista. Pasados los minutos sentí que era extraño haber parado ahí, en ese punto de la ciudad, que a esa hora cambiaba de forma. Luego fui pasando lista de la gente que conozco a lo largo de todas esas calles. Pensaba en esas familias con las que antes nos juntábamos o los chicos incrustados en esas nuevas familias o esa gente que te cruzas por la calle o el dueño de algún negocio cerca de casa. Todos metidos en ese otro ritmo. De repente otro latigazo, la fatiga, el hastío. Pensar en levantarme era cada vez más complejo. Llegué a pensar quedarme el resto del tiempo en ese lugar, esperando. Todo parecía parte de un inmenso reloj de arena. Todo se acababa a golpe de latigazos ilocalizables y de fatiga. Esa fatiga creciente, que se expandía. Y cerré los ojos.

sábado, abril 16, 2011

Ventanas

En cualquier caso las cosas no están demasiado mal. Me entretengo con la ventana. Cuanto da una ventana. La televisión, por ejemplo, no deja de ser la emulación de una ventana, una ventana distorsionada, terrible, pero una ventana. En mi caso es la ventana pura, la ventana en estado virginal. La ventana sin filtros. La realidad del patio es infinita. No hay programación, hay vidas, hay intuiciones y todo se diluye sin finales, salvo cuando se apaga la luz. No hay un argumento cerrado. Mi madre, toca la puerta y ya ha dejado de preguntar que cuando voy a salir. No voy a salir. Se está bien aquí, a oscuras. Lo importante he dejado de ser yo, lo importante son las otras ventanas. Lo que hay dentro de esos vidrios. Esas figuras fugaces, casi anónimas. Me se algunos ritmos, algunos horarios. La mala relación de los de 8-A, la soledad de 6-B, la anarquía de 6-A, la fugacidad en 7-B. Nadie aguanta mucho ahí. Los inquilinos pasan y se van, casi como un hotel. No hay prisas en este lado de la ventana. El argumento se va construyendo a casa segundo y no se puede bajar la guardia. Es importante, no obstante, no perderse ni un segundo. No salgo por si el nudo de este guión enredado sucede cuando estoy fuera. Cada instante de esta trama tremenda aporta, aporta invisiblemente, pero estoy seguro que todas esas ventanas unirán sus desilachadas historias para terminar fundiéndose en un final apoteósico. Voy anotando para no olvidar. Entre 7-A, tan decaído como siempre, ese hombre debe andar deprimido, se sienta en el salón tan quieto, parece una araña, enredado en su propia tela. Se escuchan los gritos de una nueva discusión de 8-A. Hay algo invisiblemente unido entre los acontecimientos de esas ventanas. Mi madre, no obstante ya no toca la puerta, lo da por imposible. Sin embargo yo no saldré, porque se que soy parte de esa trama que está sucediendo y de la que soy un espectador privilegiado. Realmente tiene tanto de teatro y yo cumplo con precisión mi papel. No hay que perderse detalle ¿Quién se levanta de la butaca en medio de una intriga férrea? Siempre se espera un final. Así sucede en esas ventanas. hay que esperar el final, por más que llevé, ya, seis años esperando.

Hombre de su tiempo

Urgente: Olvidar las prisas.

miércoles, abril 13, 2011

Océano

A veces parece un océano, un océano agitado. Esas zonas que sólo se alcanzan cuando se hace un vuelo transatlántico, agua en medio del agua. Olas que se mueven por corrientes tremendas que sólo percibe la vida marina y que resultan ajenas desde la ventanilla del avión. A veces parece eso, a veces esto parece el medio del mar. La sábana se mueve sola y no paro. No hay tierra, sólo corrientes. Y la noche se hace larga y vacía y el colchón sube y baja, como el mar, en bloque. Entonces vienen los trucos, las proyecciones, los pensamientos que son casi sueños pero te mantienen en vela, como si fueran un barco desahuciado. Ahí van esos pobres pensamientos agitados por las corrientes de ese océano tremendo, sin dirección. La mañana es la orilla más cercana, un lugar tremendamente lejano. Ahí están los trucos, las cuentas, los recovecos y nada, nada que logre parar a las corrientes y al vacío, a las imágenes deformadas, el casi sueño que no deja dormir, esa forma abominable de tiempo, la respiración inconstante y que resuena en la cama, en la habitación vacía. Esto es un océano con corrientes que mueven la cama arriba y abajo. La otra almohada todavía huele a su cabeza, a su pelo, a ese champú que yo nunca usaba porque era de ella. Todavía huele a ella que está en la orilla remota, un lugar imposible para este barco. Y aquí es de noche y lanzo los brazos al agua y nado. Esto está lleno de algas y la corriente es bestial y estoy en plena fatiga. Abro los ojos, sigo en el colchón inmenso. El armario se ha quedado vacío a la mitad.

PS: En realidad este texto viene de otro texto, de otra persona, de otros olores, de otros oceanos: los olores se comportan como máquinas violentas del tiempo

martes, abril 12, 2011

Cambios

A los cuarenta y dos años comprendió que había que empezar de nuevo. En cierto modo, los cuarenta y dos eran un renacimiento. Atrás quedaba una forma de vida como la que podía entender hasta ese momento y giró la rueda, una rueda invisible, y trató de modificar el curso de las cosas, de los acontecimientos cotidianos. Había sido conductor para artistas en giras por Europa. Artistas de todo tipo. Grupos de electrónica adictos al speed, grupos de indie pop adictos a la cocaína y al romanticismo, cantoautores venidos a menos adictos a la protesta, magos adictos al vacío y al alcohol. La mayoría de las giras sucedían en un frenesí de ciudades, los artistas bajaban y subían de la confortable furgoneta generalmente con urgencia. Llegaban a la sala donde presentaban sus espectáculo, tres o cuatro horas más tarde aparecían en estados de euforia, de decadencia o de depresión fugaz e irremediable. Él solía esperar en los hoteles, tumbado en la cama, descansando, porque cuando los artistas no actuaban él debía trabajar, así que su descanso era cuando los artistas trabajaban. En los hoteles pasaba horas quietas, había aprendido a dominar los hoteles, a conseguir una forma casi real de hospitalidad. Repetía los ritos, dejaba la televisión encendida, deambulaba cantando canciones de salsa y miraba por la ventana con el ánimo del que lleva una vida asomándose al mismo balcón, sabiendo que cada día, la vista, al otro lado, era distinta. A menudo se entretenía escuchando el murmullo de las otras habitaciones, esas conversaciones difusas, inaccesibles, que le conferían al hotel un aire lejano, ficticio, sordo, de vecindario. Del hotel a la carretera, conduciendo en silencio mientras en el fondo de la furgoneta se sucedían conversaciones diversas: análisis exhaustivos de la actuación, reflexiones sobre el público, divagaciones sobre la droga, discusiones incendiarias de egos atormentados. Los artistas, generalmente, apenas se relacionaban con él y él, pasado los años, lo prefería. Le gustaba mantenerse al margen, escuchar y no opinar, verles deambular por ciudades, verles ajeno, escucharles en la furgoneta casi como un tipo invisible. De los transportados prefería a los magos, que generalmente mantenían una actitud ante la vida como si todo sucedería, aún, en el siglo diecinueve. Detestaba a los artistas electrónicos, tipos que ansiaban vivir en el siglo veintitrés y que sin embargo no vivían en ningún siglo, porque de algún modo se desvanecieron al cruzar la frontera en el año dos mil. Había grupos de todo tipo, como un abanico de posibilidades sobre lo mismo. En general pensaba que los músicos eran tipos pendientes de trascender y que los magos trascendían la nada o querían hacer, como fin universal, hacerlo desaparecer todo. Los magos, pensaba, son el paradigma del nihilismo.

Entonces llegaron los cuarenta y dos. No hubo tarta, ni una cena. La noche de cumpleaños le pilló en una ciudad fronteriza, hacía frío y amenazaba tormenta, el suelo de la calle estaba húmedo y el ambiente bastante solitario. Había llegado ahí transportando a un grupo que participaba en un festival. Había dejado al grupo horas antes en la zona de descarga, quedaron en verse al día siguiente, en la puerta del hotel, a las diez de la mañana para volver a casa después de una gira bastante catastrófica para ese grupo. El hotel era particularmente desangelado y estaba prácticamente vacío. Entró en la habitación cansado, llevaba muchos kilómteros en las espaldas. Se asomó al balcón, cantó canciones populares, pero los ritos, esta vez, no hicieron efectos, el hotel le pareció inhóspito, desagradable. Insistió en conseguir la calidez que lograba, siempre, un hogar invisible, pero no lo logró. Pasó la noche desvelado. A la hora acordada recogió al grupo y recorrió la carretera de vuelta a la ciudad. Dejó al grupo y fue a aparcar la furgoneta al parking de la compañía. Se sintió agotado. Miró la furgoneta, ese arma tremendo de trabajo, y sintió que había algo de solemne despedida. Giró calle abajo y decidió buscar otro trabajo, otro apartamento donde vivir. Por primera vez notaba el cansancio físico de la edad. No llamó para avisar que lo dejaba, no cobró el dinero de esa gira.

lunes, abril 04, 2011

El final de la época del parque

A mi me aburría el parque. Me aburrían los ritos primitivos, la falta absoluta de ingenio, el desierto emocional, la apatía, sin embargo con dieciséis años uno tiene poco dominio de sus apetencias, se decide todo por un obtuso instinto de supervivencia y puedes caer en una forma de ocio lánguido, basado en la más pura inapetencia. Siempre he creído en la insatisfacción como motor, pero la insatisfacción también genera auténticos monstruos de la quietud. La insatisfacción mueve a algunos al precipicio, a otros los deja apalancados en sus barrios, en sus calles, en sus habitaciones. Atemorizados ante la nada, ansiosos de la nada. Los del parque nos movíamos ahí, en esa terrible quietud. En verano caía el hachís descomunalmente, caía como un derrumbe insalvable, como nieve en estado de urgencia, como esas casas que se vienen abajo de repente, derrotadas. LLegaba al parque casi al anochecer y fumaba, fumaba y bebía bebida mala y nos emborrachábamos linealmente, que es la peor de las borracheras. A Floro y a Dick les daba, sumidos en una ceguera oscura, por inventarse juegos bélicos, juegos raros donde unos se golpeaban a otros entre risas desganadas. A mi todo aquello me parecía periférico, periférico en el sentido de que la vida, la autentica, estaba sucediendo más allá, lejos de ese parque, lejos de esa gente. De madrugada llegaba a casa caminando a trompicones, me lanzaba a la cama y me quedaba un rato mirando las luces de la calle reverberando en mi habitación. ponía un disco a poco volumen, pegaba la cara al altavoz y escuchaba, mientras me iba quedando dormido. La música tenía algo de salvación, de contraste. Como esas medicinas de choque, bruscas, pero que a la larga curan. Aquellos grupos anglosajones que parecían venir de un sótano húmedo, tremendamente frío, contrastaban enormemente con el calor de entonces, un calor pegajoso, aplastante. A mi me aburría el parque porque me aburría todo entonces. El hachís era una vía de escape repleta de mierda, un túnel por el que avanzas entre ratas y escombros y goteras de las que cae restos de cañerías viejas, un túnel que al final daba a otro túnel y ese túnel no era más que la puerta a un inmenso laberinto de túneles sin salida, pero fumaba como si me fuera la vida en ello. El hachís, el hachís malo, el que fumábamos, daba la sensación de ser un invento químico de un gobierno totalitario para mantener a la juventud en los márgenes de la idiotez, para controlar cualquier vestigio de subversión. Así que en el parque, fumábamos y nos reíamos durante minutos o segundos o años, de cualquier acontecimiento vacío, carente de sentido, encontrando una comicidad balurda. Así fue durante mucho tiempo. Una época que se fue prolongando hasta que una noche, toda la subversión anestesiada durante meses se acumuló en mi puño y sin motivo aparente, una noche propiné un puñetazo a Dick. Él hablaba, porque Dick siempre hablaba, mucho. Hablaba desde una lejanía tremenda. Se burlaba de cada acontecimiento que sucedía en ese micromundo del parque. De alguna manera Dick tenía algo de príncipe, príncipe de ese reino anodino, de ese submundo. Dictaba el humor, dictaba las conversaciones, decía que música era la buena, se burlaba de los otros, de sus deslices, de sus borracheras y él permanecía intacto. Aquella noche hablaba y le llegó de la nada, como una nave espacial despistada, un puñetazo a la boca, un puñetazo que contenía meses de vaciedad. Dick cayó al suelo y yo salí corriendo, porque yo era malo para las peleas. Corrí calle arriba. Mientras lo hacía, afectado por el hachís, imaginé que las calles no acababan, que pasaría una vida corriendo, sintiendo el aliento de Dick en el cogote. Corrí hasta quedar tendido en un otro parque, un parque que estaba más allá de nuestro barrio. Un barrio al que nunca íbamos. Me lancé al suelo y me quedé viendo la cúpula celeste. Respiré hondo. Cerré los ojos. Pasé un rato largo así.

domingo, abril 03, 2011

M Muro

La extraña cadencia en el andar no era gratuita. Viéndole venir, M Muro, pensó que aquel hombre no podía ser un tipo corriente. Un tipo corriente no camina así, ladeado hacia la izquierda, pero sin obviar, en el último instante la importancia que la derecha necesita para el equilibrio. Desacompasado, pero no un descompás caótico, antiestético, sino un descompás amable, como esos ritmos sincopados primarios, provenientes casi de la música más tribal, más primitiva. No había orden, pero tampoco un desorden. M Muro no supo si anticiparse, salir al paso y presentarse o esperar los metros que le quedaban para disfrutar un poco más de ese venir, de ese sentimiento peculiar que es ver a un desconocido que sabemos que en segundos dejará de serlo y que incluso, por el trato que habrá. cabe la posibilidad de que se convierta en alguien cotidiano, de un trato sino íntimo si constante, al menos esos próximos días. Finalmente le dio alcance y M Muro se presentó, el otro, con voz grave, sumamente pausada y y profunda dijo que era un placer:

.- Me conocerás por muchos nombres. Son muchos, son variados. Has oído hablar de mi, lo se. Nadie puede obviarme. De todos mis nombres, de todos los que me han puesto yo prefiero uno, el único, el que contiene los demás. M Muro usted puede llamarme Diablo. A secas.

M Muro dudó, la tarea era compleja, difícil, pero estaba dispuesto. Giraron la esquina y sintió la seguridad del poder, la fuerza de saberse dueño de algo, de cosas inapreciables, abstractas, terribles, pero dueño de algo o, quizá no dueño, pero si el que acompaña al que incendiaría las calles ese día y los venideros. M Muro cumplió las ordenes. Empezaron los días oscuros.

viernes, abril 01, 2011

Vida de Zeus

Desde ahí arriba no se ve toda la ciudad, pero si al menos la parte noroeste. Se ve como un trozo descolgado, como algo que está ahí y es recorrido por corrientes de viento y frío. Cuando arriba nieva se ve ese trozo de la ciudad como una tarta y algo más lejana. Generalmente, Zeus, se queda arriba pasando el invierno, esperando que pasé ese tiempo indeciso y amorfo del invierno. La vida de Zeus en ese pueblo es lenta. Las casas están, la mayoría, abandonadas y quedan doce o trece habitantes que charlan lo justo entre ellos, no por conflicto, sino por desidia. Zeus, con casi sesenta, es el más joven. Zeus, seguramente, es el único que se asome al mirador a contemplar la ciudad allí abajo, al píe de la montaña. No siente nostalgia por la vida allí, mira por saberse ajeno, totalmente descolgado de ese ritmo, de esa aglomeración. Le gusta pasar un rato mirando, recordando a amigos que están atravesando en ese instante las calles. Luego vuelve a la casa, se enciende la chimenea y se queda esperando la noche, porque la noche en ese pueblo es densa, tremenda, ensordecedora porque casi se puede alcanzar el silencio. Cuando llega la noche sale a dar una vuelta, el pueblo está atravesado por el frío y por unas pocas luces de farolas mal puestas. Sube hasta la parte más alta del pueblo donde arranca el monte más frondoso, huele la humedad mezclada con las encinas, con los helechos y se queda pensando en cosas distintas. Mira arriba, el cielo, exagerado, se abre y no se cierra. Hay más luz de la que se sospecha, millones de puntos de luz imposibles de contar. Los mira, mira puntos lumínicos al azar. Su pragmatismo le impide ciertas poesías, ciertos simbolismos, se deja absorver por esa maraña que siempre le traslada a recuerdos imprecisos, a sensaciones difusas. Ya no fuma, sólo suspira. No emite su voz, se ha acostumbrado al silencio. Luego baja por la misma calle, el silencio le recuerda esa soledad escogida, esa firmeza ideológica. Abre la puerta de su casa, esa casa vieja, llena de una memoria poco clara, historias borradas de antepasados, de cuando ese pueblo no era casi fantasmal, esa memoria a la que está tan unido y de la que huye sin huir, sin enfrentarla. La chimenea humea, está agonizando, emitiendo una serie casi irreal de colores encendidos pero casi apagados. Se sienta y lee. Lee algo y se va quedando dormido. Mañana será otro día.

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