martes, abril 16, 2024

El oficio de delantero

 Aquella temporada terminamos de décimos en la tabla clasificatorio, es decir: de últimos. Yo era el delantero con menos goles del campeonato: cero. Y el equipo había marcado un sólo gol en los dieciocho partidos. Fue en un partido en enero, un día de nieves y un frio atroz. Los contrincantes habían tenido problemas para llegar al campo donde jugábamos y solo se presentaron ocho. Suplicaron al arbitro y la federación que les dejaran disputar el partido, convencidos de que lograrían sacar los tres puntos en juego. Esa era la fama que nos habíamos ganado a pulso entre todos los equipos rivales de la liga comarcal. El partido se jugó, y tal como presuponían los adversarios, lograron sus tres puntos. Nuestro único gol de la temporada, marcado en ese partido, fue un autogol. Yo estaba bastante lejos de aquellos rebotes paranormales que dio el balón antes de entrar a la portería. Así que atribuí el gol a la magia. Sólo lo insólito podía hacer gol en nuestro equipo. Y eso fue todo lo que sumamos en la tabla de goles a favor en ese año tan poco memorable. Al terminar la temporada no hubo abrazos ni despedidas y algunos me miraron sabiendo que jamás volvería a ser parte del equipo. Ellos eran malos, pero yo era el delantero con menos goles de la comarca, lo que les otorgaba una ligera superioridad sobre mi. 

Pensaba, y aún pienso hoy, que yo no era malo. No era bueno, por supuesto, pero no era tan malo como mis pobres estadísticas reflejaban. Siempre pensé que tenía cierta habilidad para el desmarque, el golpeo no era tan pésimo como esos cero goles querían demostrar (di dos veces en el larguero, si eso puede minimizar las cosas) y tenía ciertas dotes para el pase. Pero aquellos cero goles fueron un lastre que no pude superar. Al terminar la temporada asumí el fracaso de mi carrera futbolística y decidí abandonar o colgar las botas (sin ánimo de sonar épico), pero previamente, a lo largo de la temporada, había intentado resolver el asunto por vías más atípicas. En la jornada nueve, justo la anterior a nuestro único gol, cuando ya los números empezaban a pesar, al final de un partido de visitantes, en una localidad al sur de la comarca, un hombre de pelo lacio, mirada profunda y voz nasal, se me acercó antes de entrar al vestuario y con gesto serio me dijo: “Tu estás empavao”. Al principio no entendí, pero aun con el gesto firme, el hombre prosiguió: “Tienes que hacerte una limpieza. Tú no haces gol porque algo no te lo permite”. Aquella sentencia me pareció resonar por todo el campo, que en ese momento ya estaba casi vacío. Me quedé quieto, sin saber qué decir. El hombre me miraba a los ojos fijamente. Saco un papel arrugado del bolsillo, sacó un bolígrafo y apuntó:

- Vete a esta dirección. Pregunta por Lali. Dile que vas de parte de Abelardo. Dile que eres delantero y que llevas muchos partidos sin marcar. Dile que es urgente, porque esto va a ir a mas y va a afectar a mas zonas de tu vida, no sólo al gol. 


Aquello, en medio del campo, ahora sí ya vacío, me sonó aterrador. El tipo se dio media vuelta y nunca, jamás, le volví a ver. Entré en el vestuario con el papel en la mano, los tacos reverberaban en el suelo, el sonido de las pisadas, me parecieron, de repente, amenazas. Cuando entré en el vestuario nadie me saludó, nadie me miró. Muchos ya estaban casi listos para salir al autobús. Gaurdé el papel en un compartimento de mi mochila y me duché. En el viaje de vuelta, mirando por la ventanilla, la explicación de ser víctima de algún tipo de magia o embrujo, me sonaron convincente. Yo no era tan malo, pensé. Es el embrujo el que me marca férreamente. 


Por supuesto que fui donde Lali. Un martes de finales de enero. Aquel partido en el que marcamos el único gol, que fue tan absurdo y extraño, me terminaron de confirmar, que estaba siendo víctima de algo superior. La magia era, por decirlo de algún modo, el cancerbero invisible que estaba deteniendo todos mis balones. Así, dos días después, le pedí el coche a Zambra, el defensa central y atravesé el oeste de la comarca para ir a la dirección que tenía anotada en el enigmático papel. Tomé un desvió de la carretera nacional por un camino de tierra. Al final, una casa de piedra, con un jardín hermoso era mi destino. Detuve el coche de Zambra, me bajé y toqué un interfono que había en un lado del portón. Pasaron unos treinta segundos y nadie contestó. Volví a tocar. Detrás de mí, una voz, con vestigios de catarro, dijo: "¿Eres el delantero?” Era Lali. Estaba apoyada en el capó del coche de Zambra. Di un pequeño respingo ante lo inesperado. Lali se acercó y se presentó. El acento caribeño me resultó amable y contradictorio en ese dia tan nublado, frio y gris. De repente todo era relajado y poco formal, como si nos conociéramos de antes. Lali me dijo que metiera el coche en la finca. Abrió el portón y me indicó donde aparcar. En ese momento, mientras aún aparcaba, sentí el absurdo: ¿Qué cojones pinto aquí? pensé.


 Dentro Lali saco dos cervezas, un chorizo fantástico y un queso de cabra delicioso. Me habló de unos vecinos del pueblo que eran narcotraficantes, me habló de un funcionario de la diputación que era un corrupto, me habló del colapso energético al que estamos abocados y me hablo de Hector Lavoe. Al final, sin venir a cuento, me preguntó de golpe:


- Y ¿quién te ha hecho ese trabajo a ti? ¿Quién te tiene esa manía, muchacho?

No contesté, porque ni siquiera creía de verdad en nada de eso. Yo estaba ahí por la desesperación, que es la única causa real de todas las cosas. Lali se puso de pie, se acercó y me miró un buen rato fijamente. En ese instante yo estaba pensando más en el atractivo indudable de Lali que en la magia negra, pero traté de tomarme con compromiso y seriedad todo aquello. Si todo aquello valía para marcar un miserable gol, habría que hacer el intento. Lali se fue de repente, desapareció y me dejó solo en aquella habitación desde la que se veía, por la ventana, el campo eterno de la comarca. Escuché un perro ladrar, escuché sonido de armarios, también como si estuvieran moviendo cazuelas o artilugios de metal. Al rato volvió. Se había hecho un moño y, si cabe, aún estaba mas atractiva. Me dijo que me tumbara en el sofá que había a un lado, que cerrara los ojos, que me relajara y que me dejara llevar. No recuerdo los siguientes minutos. Caigo inconsciente o dormido. Al despertar lo atribuyo a una droga o a un somnífero, pero Lali me dice que soy el cliente que mas rápido ha caído hipnotizado. Al decir cliente, comprendo que todo esto tiene un precio: la magia también tiene sus gastos. Me dice que me incorpore. Me pongo de pie. Lali me dice que ya estoy listo, que en dos o tres partidos, como mucho, caerá un gol. Me acompaña hasta el coche, me abre el portón y, mientras paso, se despide con la mano. Vuelvo a la carretera, vuelvo a casa. Le devuelvo el coche a Zambra. Al día siguiente marco gol en el entrenamiento y pienso en Lali, pero pasan tres jornadas y sigo sin marcar. No marqco tampoco cuatro, ni cinco después. No marqué en todo el año. Dejé el futbol. Me fui de aquella pequeña ciudad. Estudié veterinaria en la capital, viaje algún tiempo por America latina. Olvidé aquella temporada. Creo que lentamente, a lo largo de los años fui dejando de ver futbol, fui perdiendo interés. Armé una vida sosegada y feliz. Hoy, al llevar a mi hijo Claudio al parque, he jugado un rato con él, sus amigos y los padres de sus amigos, un partido en el lateral del parque. He marcado tres goles, uno de ellos de bellísima factura. He pensado que finalmente, se acabó la maldición y he recordado a Lali y aquella casa hermosa en medio de la nada. 

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