miércoles, diciembre 28, 2011

Gasolinera

 Miró y veo que estoy en reserva. Avanzo mirando con atención todos los carteles. Durante un tramo largo no aparece nada. El paisaje en esa zona del país invita al hastío o a la desolación. Sólo veo una extensión infinita y prolongada. Recuerdo, entonces, una frase de FV: "Estoy cansado de las inmensidades" En la radio sólo localizo una emisora en la que hay una tertulia y otra en la que ponen, en bucle, éxitos de los ochenta. Sólo algunos kilómetros después, veo una desviación que indica gasolinera. Salgo. La gasolinera no está cerca de la autovía. La carretera avanza, estrecha, por mitad de la inmensidad, finalmente, en una hondonada, veo la gasolinera. Giro y detengo el coche. Me bajo y no veo movimiento. Lleno el depósito y voy a pagar. Dentro no hay nadie. Cojo una bebida energética y ojeo unas revistas con portadas deliradas. Me quedo viendo una iultsrada con una foto de un tipo extremadamente musculado, levantando unas pesas: "Alcanza el cielo con el biceps" reza el titular. En ese momento aparece un chico muy joven con el uniforme de la compañía de la red de gasolineras. Pago sin dirigirnos la palabra. El chico me pregunta que si quiero algo más. Le pregunto que si sabe si hay algún sitio para comer cerca:

.- Cerca de aquí no hay nada. Estamos lejos de todo.

.- Muy bien, volveré a la autovía.

El chico me da el resto del dinero y me comenta algo sobre una oferta de galletas o de algún producto que desconozco. Le contesto que no estoy interesado. El chico me mira y me dice que si le puedo llevar hasta algún sitio.

.- ¿Y la gasolinera?- le pregunto

.- Me da igual la gasolinera. En la última semana sólo ha pasado usted por aquí. Lléveme hasta la autovía.

 Salimos, se monta en el asiento de copiloto y arranco. Mientras deshago el camino para volver a la autovía miro por el retrovisor y voy viendo la gasolinera quedándose atrás, en la hondonada. Miro al chico y la inmensidad y acelero. En la autovía no freno. Hago todo el viaje con el chico al lado. CUando llego a mi destino, freno, miro al chico que se baja y sin despedirse se va por una calle. Jamás le vuelvo a ver.

lunes, diciembre 26, 2011

Historia de Claudio y Linda

 Linda Delgada tenía algo perverso en mitad de tanta pulcritud. No era perversa en lo evidente, ni siquiera en lo oculto. Era perversa en lo que no había, en lo que no tenía. Todas las ausencias, todos los silencios, toda esa ingenuidad estaban proyectando un mundo atroz y retorcido en Claudio C. Claudio C. de ese modo, no podía encontrar el sosiego, porque el mundo se revolvía a cada instante. Todo lo que circundaba a Linda Delgada se volvía terrible, por qué formaban una telaraña de amenaza, de lejanía. Lo ideal para Claudio C. hubiera sido encerrase, como hacían tantas tardes, en su habitación a dejar pasar el tiempo mientras, esporádicamente y movidos por impulsos o latidos iban haciendo el amor. Linda Delgada asumía sin interrogaciones trascendentes aquellas tardes lentas, algo aburridas, dispersas. A Linda Delgada le gustaba hacer el amor con Claudio C. y el tiempo intermedio pensaba en las palabras desperdigadas de Claudio C. Monólogos extensos sobre un Dios en el que no creía o sobre una bruma metafísica en que sentía que ambos flotaban. Muy pocas veces y con cierto pudor, Claudio C. le leía algún poema escrito la noche anterior.

 Linda Delgada viajó con su familia un mes. Claudio C. conoció el peso de la imaginación. Sumaba días para restar tiempo. Cuando volvió Linda Delgada le pareció irrealmente hermosa. Como si en un mes hubiera vivido una vida. Claudio C había proyectado imágenes desoladoras o terribles en su habitación. Había esperado su llegada y cuando se encontraron vio que Linda Delgada era otra Linda Delgada por la que había transcurrido un mar de sucesos. Sucesos lejanos, incomprensibles, estrechos, o que se iban estrechando en su cabeza. Claudio C. cambió el modo de hablar con Linda Delgada se volvió más nervioso. Linda Delgada le despertaba desasosiego. Ella se mostraba más cercana. Lo había pasado bien, pero se había acordado mucho de Claudio C. Para Claudio C, no obstante, la duda permanente era saber la cantidad exacta y precisa de tiempo que había pensando en él durante aquel mes. Ella no sabía responder porque todas las preguntas al respecto de Claudio C. contenían varias opciones de respuesta encriptadas. Para Claudio C, en el fondo sólo había una respuesta, ella tendría que decir que había pensado dos meses en total. El mes entero había pensado dos meses o tres. Claudio sostenía sin decirlo verbalmente, que él había pensado medio año en ella mientras había transcurrido ese mes fuera. Esas formas improbables de conceptos temporales fueron aniquilando las conversaciones entre los dos. Para Claudio C. el mundo se convirtió en una cerradura, un lugar al otro lado de la puerta. Para Linda Delgada Claudi C se convirtió en la puerta irremediablemente oxidada que la alejaba de otro tiempo que se quedaría brumoso en su memoria.

 Con los años, no se volvieron a ver.

domingo, diciembre 25, 2011

Día festivo

 En la puerta un rumano me pide que le compre comida. Hago un desesperanzador gesto de hombros y cruzo la puerta eléctrica. No hay nadie en la tienda. La cadena ofrece pasillos veloces y cortos con productos de todo tipo, comida, bebida, prensa. Abren fines de semana y festivos. A mi me parece que hay algo inexplicablemente triste en todo ello. Los chicos que trabajan en la tienda son básicamente jóvenes y extranjeros. No hay nadie y no tienen mucho que hacer, pero es día festivo y sus caras muestran cierta amargura. De repente, como salidas de la nada o de un silencio sospechoso, en el pasillo de las bebidas, veo a unas chicas cogiendo latas de refresco y alcohol barato. Calculan gastos y escogen. Hablan con crueldad de un chico que está en la casa donde, después de comprar la bebida, van a ir. Una de ellas va incomprensiblemente poco abrigada para la temperatura que hay en el exterior. Podría ser atractiva, pero sin embargo hay en su belleza algo desolador. Hay seres que parece que no habitan este mundo, y esa chica parece no existir más allá de ese pasillo de un supermercado de una ciudad dormitorio de las afueras de una capital. Cojo dos cervezas, un periódico y un plato de comida prefabricada. Me despisto viendo unas estanterías con libros. Todos los libros morirán en el olvido de lo perecedero, todos son terribles y prescindibles, sus títulos son desoladores e invitan a un optimismo robótico. Camino hasta las cajas algunos minutos después entre esos pasillos vacíos. En la caja coincido nuevamente con las dos chicas. Están delante de mi. No hablan. La chica desoladora saca un dinero que acumula de un fondo común y paga, la otra mira algo que trato de descubrir. Al rato veo que mira al rumano que está en la puerta, le mira con temor y con ternura. Hay una mezcla emocional explosiva en esa mirada. Recogen las bolsas y salen caminando. Pasan al lado del rumano que las mira sin esperar nada. Pago y salgo, el rumano me mira con una sonrisa que viene de muy lejos, de un tiempo ancestral y siento que hay algo que me une al rumano. Le doy una de las latas de cerveza y ríe. Camino hasta el coche y veo que un poco más allá las dos chicas guardan las bolsas en el maletero de un coche caro. En ese momento y sin comprender el motivo, decido seguirlas. Arrancan y suben boulevard arriba. El boulevard siempre está vacío, en día festivo parece un planeta deshabitado, a los lados se van viendo chalets nostálgicos de épocas de esplendor. Algunos están vacíos, otros se han ido deteriorando, los menos aún están ocupados y sueltan humo por la chimenea. Suben cinco o seis manzanas y se desvían a la izquierda. Esa es la zona más apartada de la carretera del pueblo. Nunca pasa nadie por las calles. Las calles son más estrechas. Aparcan delante de una pista de tenis abandonada. Yo sigo un poco para disimular. Por el retrovisor veo que abren el portón de una de las casas de la derecha. Doy una vuelta a la manzana y aparco algo apartado de allí. Camino y observo desde lejos la casa. Es un chalet de piedra en semiabandono, desde dentro viene el sonido de una música disonante y distorsionada. Hay algo de luz y se escuchan unas cuantas voces. Esporádicamente vienen risas. Salto la reja. El jardín es inmenso y está cubierto de encinas. Las hojas gotean el vaho. Me acerco a una de las ventanas apagadas. Calculo el número de habitaciones, el chalet me resulta desorbitado. Podría ser una residencia o un lugar de retiro colectivo. Doy la vuelta y alcanzo la parte de atrás de la casa. Hay una especie de huerta abandonada, unas bicicletas muy viejas y unas carretillas. Veo luz en una de las ventanas y sigo escuchando las voces, la música distorsionada y las risas esporadicas. Durante unos segundos todos los sonidos me parecen pregrabados, las risas, el murmullo constante de voces. Sin embargo sé que no es así. Trato de encontrar una ventana abierta o algo que me permita ver dentro sin ser descubierto, pero todo está cerrado. Vuelvo a la puerta de entrada. La música se para. Oigo el murmullo más cerca y me escondo entre unos matorrales por si sale alguien. Espero unos minutos pero no sale nadie. Vuelvo a acercarme a una de las ventanas. En ese momento, veo a mi lado, a una de las dos chicas. Es la que miraba al rumano desde la caja. Me mira con temor. Yo dudo entre salir corriendo hacia el coche o justificarme. Nos quedamos callados mirandonos. Ella no reacciona. Simplemente me mira. Yo la miro, porque el modo en el que me mira me resulta hipnótico. No sé cuanto tiempo pasa. Se da la vuelta y vuelve dentro. Yo vuelvo al portón de la entrada, salto y voy hasta el coche. Enciendo la radio. Suena una guitarra. El locutor, con voz pausada, cuenta algunas anécdotas que rodean la grabación de la canción. Conduzco hasta casa.

sábado, diciembre 24, 2011

Inmortal

 Tengo la espalda apoyada contra el muro. En cierto modo dejo caer el cuerpo. No podría hablar exactamente de placer, pero dentro de todo, me gusta ese frío suave que da trasmite sobre mi espalda el muro. Hay cierta humedad que imagino traspasando a velocidades inimaginables a través de mi camisa. Procesos invisibles, procesos que marcan todo. Veo poco, estoy deslumbrado. Lucho entre permanecer con los ojos abiertos y adivinar o cerrarlos y dejarme llevar definitvamente. Estoy cansado. Estoy rendido. Sin embargo no siento que mi derrota sea algo cruel, inmerecido. Si miro velozmente mi pasado, merezco estar ahí y aunque no sea un final heroico, si es un final hermoso. La hermosura de lo irremediable. es curioso pero por mi cabeza circulan algunas imágenes peculiares, ambiguas, placenteras: algunos prados, algunas plantas, algunos árboles, luces abstractas de atardeceres de verano. Evoco voces, sonidos, olores. La cara de una chica que conocí a los catorce años. Asuntos dispersos de mi vida. Mi vida. En esos fragmentos de cosas, pienso de repente, está mi vida. Eso ha sido mi vida. Horas que han pasado, silencios, tardes, cafés, algunos sueños permanentes, idealizaciones. La piel blanca y dulce de ella. Su olor. Algunas ideas vagas sobre política, algunos disgustos universales. Los errores, pequeños logros, algunos textos simpáticos, una acumulación infinita de borradores que jamás corregí. Me vienen imagenes de ciudades, playas. Un balón de futbol  rodando por la arena de la playa, mi padre me devuelve el balón con precisión. Me veo corriendo por la orilla. Junto a mis dos pies, al mismo ritmo, veo otros dos pies, son los de mi hermano. Me vienen borracheras, amigos jóvenes, euforias nocturnas, la idea permanente de buscar una música que, ya lo sé, jamás encontré. Me vienen melodías a toda velocidad, un resumen veloz de unas ocho mil canciones importantes, autobiográficas en el sentido de que cada una me traslada, con precisión a un instante o una sensación muy concreta. Finalmente me viene la cara sublime de una niña. Esa niña contiene en su expresión el secreto preciso de mi existencia. En ese rostro veo la luz, veo el sentido. Ahora abro los ojos, sigo viendo sombras que me apuntan. Me apuntan y me tienen a tiro. Pueden disparar, pueden hacer desvanecer este cuerpo, pero por esos instantes que he recordado a velocidad inconcebible, sé que soy inmortal.

viernes, diciembre 23, 2011

El metro

¿Cuál es la medida? El punto exacto. Si mides pierdes la frescura, si no mides se te va de las manos. ¿Hasta donde mides para encontrar la medida justa?¿Cuando dejas de medir? El problema es encontrar la medida, tu medida, la medida exacta de lo que sale y de lo que ha ido entrando. El problema está en medir y encontrar la no medida. La esencia no se mide. No se puede sólo arrastrar porque es el maremoto. No se puede sólo medir porque entonces está el cadáver. Entonces hay que encontrar la medida en esa no medida. El punto exacto de arrebato y control

jueves, diciembre 22, 2011

Fueron las dudas

  .- El tipo vivía detrás de sus gafas. Como si sus gafas fueran un muro, una frontera, una barrera infranqueable entre el mundo y él. Era todo gafas. Le recuerdo siempre con las mismas. Unas gafas negras, de aspecto antiguo. Esas gafas parecían de otra época, lo que aumentaba la distancia, porque además de la distancia física que implicaban entre el mundo y él, había una distancia sideral, una distancia basada en el tiempo, como si él se hubiese quedado anclado en una época remota, lejana. Uno hablaba con él y parecía estar hablando con un espectro, con alguien del que se dudaba su verdadera presencia. Te miraba detrás de esas gafas y uno no sabía muy bien con quien hablaba o si realmente se hablaba con alguien. Hablabas y le mirabas y dudabas. Como si la conversación se estuviera cayendo por un agujero o como si tu fueras el que cayera por el agujero y la conversación se quedara allí, arriba, donde fuera que todo estuviera sucediendo. Entonces te girabas y siempre pensabas en ese momento en el que él llegaría a casa, solo, lejano. Cruzara el pasillo, se quitara los zapatos, los calcetines y pusiera momentaneamente las gafas sobre la mesilla. ¿Qué sucedía ahí, en ese momento imposible? ¿Qué pasaba cuando dormía sin las gafas? ¿Qué pasaba en la ducha, cuando las gafas estaban situadas en esa otra época y él no tuviera el muro? No había respuestas y todo eran dudas detrás de sus gafas, ninguna respuesta. No había posibilidades de imaginarse que pasaba cuando en su cara no estuvieran colgando las gafas, sobrevolando ese tiempo inaccesible. Por eso, Señor Director, se las rompimos. Por eso. Ese fue el motivo. Por las dudas. Por la falta de respuestas. Por la curiosidad, Señor Director, por la curiosidad.

domingo, diciembre 18, 2011

La ventana

 Desde abajo se veía la ventana de su habitación. Cuando llegaba la noche había, evidentemente, más facilidad de control. La luz, la simple luz, indicaba su presencia. Si aquella luz se apagaba anunciaba que salía de la habitación al universo. Si aquello sucedía se barajaban mil opciones, pero sobre todo la vista permanecía, entonces, atenta al portal donde la podía ver aparecer para, ya sí, perder su rastro entre calles y calles. El laberinto desquiciado de la ciudad. Pasé muchas horas mirando. Muchas. La cortina lisa, que dejaba intuir algo de movimiento, era mi punto de atención. La luz encendida daba para prefigurar mil comportamientos. Quizá estudiaba, quizá leía, quizá ordenaba su armario o escuchaba música. Yo que sé. Imaginé mil cosas e incluso fantaseé con la reciprocidad: ella pensando en mi abajo, en la calle. Aquella luz era un epicentro emocional. Mi vida giraba alrededor de aquello. Llegaba la tarde y miraba el reloj. Calculaba el tiempo que faltaba para que comenzara el atardecer y ese momento en el que las luces de las casas empiezan a mitigar la oscuridad de afuera. Me sentaba allí, debajo de aquel árbol con posición privilegiada hacia aquella ventana y comenzaba la observación minuciosa de la luz y de todo aquello que a mi cabeza podía traer la luz. Me sentaba, era la época en la que empezaba a fumar, me encendía un cigarro y miraba. Y allí, como un milagro, como una salvación del hastío y de la desesperanza, aparecía la luz. Un fogonazo invisible para el universo y vital para mi. Poco más sucedería las dos o tres horas siguientes. La luz sumada a las luces de los vecinos, de los otros edificios, de los faros de los coches. Una luz más que permanecía estática. Había unas pocas tardes que sucedía lo terrible. Las luces del vecindario se iban encendiendo. Una a una, desacompasadamente, menos la de ella. Aquella ventana se quedaba intacta, a oscuras. Allí me quedaba esperando el milagro, pasaba el tiempo y aquel arrítmico universo de bombillas que se apagaban y se encendian del vecindario, no marcaba la nota que yo esperaba para completar la melodía. La metáfora no es casual. Aquello me parecía una forma peculiar de partitura, una partitura inmensa, caótica que escondía una sola nota que era la que yo buscaba. La oscuridad de aquella ventana desmoronaba una tarde noche de mi vida y me dejaba con la impaciencia y el temor de que aquello se prologara al día siguiente, toda la semana, un mes entero, el resto de mi vida. No sucedía, la catástrofe al día siguiente. Volvía y el milagro volvía a suceder, la luz aparecía y con ella mi imaginación reconstruía hipotéticas situaciones. Una tarde se apagó la luz, como cada vez que la luz se apagaba, comenzaba mi ebullición de posibildades. ¿Había ido a cenar? ¿Estaba en la ducha?¿Estaba en el salón? ¿En la cocina?¿hablando por teléfono? ¿Había salido y debía mirar al portal? Apareció, efectivamente, por el portal. Caminando en mi dirección, jamás la vi venir tan de cerca. Caminaba pausada, casi con temor. Como si estuviera siendo dirigida por un control remoto. Me quedé quieto, encendí otro cigarro y la vi detenerse enfrente de mi, casi debajo del árbol.

.- Hola

.- Hola- contesté fatigado, exhausto ya, antes de la batalla. Jamás había imaginado esa posibilidad.

.- Dice mi padre que por favor dejes de mirar hacia mi ventana, que no lo vuelvas a hacer, que ya está harto. Que si vuelves pondrá otros remedios.

 Se giro y se fue. No volví, jamás, a mirar a la ventana.

G de Ego

 Siempre me ha sorprendido ese chico. Más allá de lo puramente emocional que pueda despertar en mi su modo de actuar. Es inevitable sentir algo ante sus formas. Inicialmente podría resultar hasta repulsivo, y así fue. Recuerdo escribir algo sobre él cuando le descubrí. Su ego es demoledor, pero ese ego demoledor se va volviendo algo entrañable. Si tiene algo, si hay algo en él, es su abismal sinceridad, coherencia, honestidad. No debe ser fácil desnudarse sin tapujos, sin temores, sin verguenza. No hay pudor en mirarse sin caretas. Al principio su ausencia de pudor ante su ego te dan asco, luego te va seduciendo. Ojalá todos los egos tuvieran esa honestidad.

 Recuerdo un texto que leí de alguien muy cercano en el que hablaba de los egos, del temor a comprender o a asumir el ego. La conclusión era algo así como que el ego también tiene su derecho y querer cohibirlo es casi peor que asomarlo sin tapujos. Mi experiencia vital me ha llevado a creer en ello. Prefiero un ego de frente que los egos con recovecos, disfrazados, deshonestos. Conozco casos de los dos. No sé en cual estará clasificado el mío. Mi propio ego. Pero creo que mis problemas a la hora de relacionarme están marcados por querer esconderlo. Este chico del que empecé hablando es honesto con su ego, vive marcado por él, pero no lo disimula. Su ego le hace exhibirse demasiado, pero le lleva a tener talento. Desconozco su grado de paciencia, si la tiene, llegará a hacer eso que persigue. Lo estaré esperando, desde esta invisibilidad y anonimato donde le espío. Quizá, quien sabe, un azar enloquecido me lleve dentro de años, a enseñarle este texto que no sospecharía jamás que he escrito.

sábado, diciembre 17, 2011

Instante

 Me quedé cerca de veinte minutos viendo desde las escaleras el transito de coches por aquella autopista en estado decadente. Detrás de la autopista una prolongadísima extensión de tierra cubierta de palmeras  estaba como inerte. No pensaba en nada concreto o pensaba en el anonimato. En esa sensación peculiar y trascedente de saberte anónimo, silencioso, casi invisible. Sólo se escuchaba esa masa sonora del tráfico en la autopista. Durante algunos minutos, estoy convencido, no estuve en un tiempo preciso. Todo lo que sucedió en aquel rato, no sucedió en un año concreto, en una fecha. Era mi vida abarcando un abanico de fechas improbables. Era mi vida en años anteriores y en años por venir. Nunca he vuelto a ocupar un lugar semejante, el del no tiempo. Ahora lo recuerdo y o lo imagino. No se si sucedió o estará por suceder.

viernes, diciembre 16, 2011

Media hora de espera

1.- Un grupo de cinco chicos se han parado justo a mi lado. Cuatro chicos y una chica recién salidos de la adolescencia.  Sus tonos de voz, sus frases, su humor, su indecisión y una forma de aburrimiento que transpiraba más allá de sus abrigos, todo era inapetente. Han estado cerca de diez minutos esperando la nada. Charlaban en tono de permanente burla de unos a otros mientras decidían que hacer esta noche. Al rato he descubierto que el más bajito, de pelo largo y con un leve bigote absolutamente antiestético, estaba liado con la chica. La chica vestía de ese modo pop predeterminado: entre alegre y oscuro, casual y trágico, tan carente de espiritu. No obstante, al rato, sin explicación aparente, me ha resultado atractiva. Se han ido.

2.- Ha cruzado velozmente desde la otra acera, la dueña del café de enfrente. Iba en manga corta, caminando decidida. Quizá enfrentándose al frío con los brazos descubiertos. La camiseta era muy estrecha y marcaba potentemente sus pechos. Jamás me había fijado, no la suelo ver con frecuencia. Algunos pensamientos veloces e imágenes orgánicas han inundado mi imaginación. Ha entrado en el local de Kebabs y ha vuelto a su café. Todo ha sucedido en segundos.

3.- Ha aparecido una furgoneta del tipo 4 por 4. Se han frenado justo enfrente de mi. Conducía una chica rubia, a su lado iba un tipo que ha bajado la ventanilla y ha mirado a la puerta del restaurant. El aparcacoches ha salido y le ha dicho que el llevaba el coche. La pareja se ha bajado. El tipo me ha mirado con desprecio, incluso desafiante. No he entendido muy bien su actitud. Han entrado al restaurante. En ese momento, en el café de enfrente, ha salido un tipo. Hablaba muy alto por teléfono. Le decía a alguien que dejara el coche en un parking, el otro ha debido contestar que era imposible, que había mucho tráfico y que estaba todo ocupado. Mientras hablaba bebía de una copa de vino y fumaba. Ha colgado y ha vuelto a entrar.

4.- Ha pasado una pareja. Ella era morena, muy atractiva. La he mirado, luego he mirado al chico. Por bastantes detalles fugaces, me ha dado por pensar que era la primera vez que salían juntos. Ella, al pasaro justo delante de mi, le ha dicho: "Eso siempre me pasaba. De pequeña siempre fue así". He querido seguir oyendo pero se han ido perdiendo a lo largo de la calle.

5.- Del restaurante han salido unos tipos a fumar. Vestían de ese modo que siempre me resulta triste. Esa forma clásica, aburrida, monótona de la clase media alta de esta ciudad.  Esa forma de vestir que además se vuelve obscena cuando, llegado el viernes, pretende ser sport. Hablaban de la siesta. El más gordo decía que había comido y que se había quedado dormido. "Una siesta de campeonato". Luego, y por ello he intuido que era una cena navideña de trabajo, han empezado a hablar de los compañeros de mesa. El gordo ha empezado a hablar de uno y le llamaba el rojo. "Ese hijo de la gran puta vota a Izquierda Unida". Me ha sorprendido que, en política, ambos lados, se expresan con idéntico lenguaje sobre el otro. Luego, evidentemente, han hablado de mujeres. El gordo hablaba con desprecio de una que, según él, sólo servía para chuparla. El otro ha dicho que la conocía desde hacía veinte años.

6.- Ha pasado un grupo de siete tipos. Todos llevaban zapatillas de tela. Los siete hablaban, anárquicamente, de mujeres.

7.- Por la acera de enfrente ha pasado una chica que sólo he visto de espaldas. La he seguido con la mirada. Me ha parecido muy cinematográfica. Caminaba si prisa, como si saber muy bien donde iba, como si no hubiera un dirección exacta. Ha girado a la izquierda.

8.- LA tipa del videoclub ha salido rápido. Se ha montado en un coche. En ese momento un coche de policía ha atravesao la calle con la sirena y las luces encendidas.

9.- El dueño del restaurant ha salido. Me ha saludado.

.- Hola N.

.- Hola- he contestado- ¿Mucho lío hoy?

.- Ya sabes. Es navidad.

10.- Ha salido un chico y una chica a fumar. Hablaban de proyectos, de asuntos diversos. Él vestía muy moderno y hablaba acelerado. Ella le miraba pero claramente no escuchaba. Ella parecía algo nerviosa. Esa gente que tiene problemas con sus nervios. La mirada, el modo en que fumaba, el movimiento de píes. Desde luego ese no era su sitio. La duda es saber si hay algún sitio.

11.- Ha sonado mi teléfono.

sábado, diciembre 10, 2011

Ellos

.- Son ellos. ¿Me entiendes? Ellos, siempre, todo el rato. Ya eran ellos ayer. Lo fueron, con su manía de desmoronarlo todo, de joderlo.  Lo fueron con su inutilidad que lo infecta todo, lo salpica todo. Lo son hoy, lo serán siempre. Su constante es arruinarlo todo. Cuando todo coge la ebullición correcta, cuando todo está pulcro, cuando todo está detenido con exactitud, ellos lo mueven, lo ensucian, lo enfrían. Siempre tienen la culpa de todo. Siempre. Si no fuera por ellos, todo iría tan bien. Están siempre entrometiéndose, siempre distorsionando la paz. Si no fuera por ellos, todo estaría bien, todo sería perfecto, todo sería como yo quiero. Siempre. No habría distorsión, porque yo sé lo que soy capaz de hacer, conozco mi valor, mi capacidad. Yo sé hacerlo bien, pero ellos, como una presencia terrible, siempre vienen a interponerse en mi camino, a marcar las cosas con su infinita presencia, con su absoluta inutilidad. y ¿Qué puedo hacer? No puedo hacer nada. No puedo contar con ellos, con nadie. Todos, absolutamente todos, son un muro que me separa de todo lo que voy a conseguir. Ellos, todos, los siete mil millones de habitantes de la tierra lo hacen mal, no lo entienden. Me separan de mi fin.  Ellos, todos, son mediocres. Lo son. Y no lo pueden entender, no entienden nada. No entienden que no existen, que soy sólo yo. No entienden. Son un muro que no me deja verme. Ellos

jueves, diciembre 08, 2011

La gripe del cuento corto

  Un cuento corto debería ser tan contundente, repentino y liberador como un estornudo. Esa fracción de tiempo tan breve en el que arranca, se desarrolla a gran velocidad y concluye explosivamente una historia Un estornudo es el paradigma del cuento corto. Todo cuento corto aspira a ser un estornudo. Ese picor en la nariz que crece, crece, crece hasta ese momento en el que casi resulta insportable, viene un parón, un instante en el que todo se detiene, es una fracción de tiempo en la que empeiza la resolución y de repente, los pulmones se hinchan, se agrandan los orificios nasales y sucede la explosión. Todo se expande sonoramente. Se va el picor y el cuerpo se queda agitado. Devastado después de la batalla. Se acabó.

miércoles, diciembre 07, 2011

La soledad es un robo

 Los amigos de lo ajeno me han robado a mis amigos.

lunes, diciembre 05, 2011

Lectura inmortal

 El protagonista de esta historia empezó a leer este texto, lo cual le produjo una autentico confusión, pues se leía leyéndose. Llegados a este punto el protagonista quiso dejar de leer esto, que a su vez significaba dejar de leerse leyendo, pero un giro maquiavélico o una neurosis repentina le hizo dudar de que si dejaba de leerse, a su vez dejaba de existir. Así que decidió seguir leyendo, infinitamente este texto. cada vez que veía la cercanía del punto final lanzaba la vista de nuevo hacia la primera línea. Aquí, justo, aquí, el protagonista de esta historia empezaba a leerla de nuevo.

Fin (o principio)

domingo, diciembre 04, 2011

Segunda B

   .- Llegué a jugar algunos partidos en primera. Pocos. Jugué en segunda un año y medio. Es más duro segunda que primera. El asunto en la vida son los términos medios. Segunda es un termino medio. En el medio está la selva. Pero generalmente fui jugador de segunda B. Segunda B es indescriptible. Si en primera los empresarios mueven dinero y poder nacional, en segunda son pequeños empresarios y en segunda B son  tipejos que lo quieren ser. La ética de los tres grupos es la misma: la miseria es su base. El empresario de primera es cruel y dictatorial, el de segunda es cruel, dictatorial y mediocre, el de segunda B es cruel, dictatorial, bruto y no piensa. Es un animal. En primera pagan bien, hay mafias, pero vives bien de jugar. En segunda cobras un sueldo, te pagan con retraso y los jugadores de los otros equipos no son contrincantes, son enemigos. En segunda B te pagan mal, a veces ni te pagan, juegas amenazado y los jugadores de los otros equipos te odian. Quieren devorarse tus huesos. Sin embargo, sin comprenderse, sigues jugando. Lo sensato sería salir del vestuario de cualquier partido en un barrizal en mitad del invierno y salir corriendo, no volver, olvidarte del futbol. Pero sigues. Sigues porque habitamos en entramados invisibles, en laberintos. Es como en el futbol. En segunda B no hay tácticas, nadie conoce tu nombre, nadie vio un video para preparar el partido. Un medio defensivo terrorífico del otro equipo te dice al inicio de partido: "Hoy no la hueles y si la hueles te quedas sin rodilla" Te quedas paralizado y los primeros balones que te llegan te dan ganas de patearlos fuertemente más allá del campo, a algún río y que jamás vuelva. Sin embargo lo vas olvidando. Juegas los noventa minutos con la presión de la violencia, con un miedo que termina siendo subterráneo, está ahí, pero sigues. Así, igualmente, aguantas en segunda B. Crees en el futbol. Al final siempre crees en el futbol. Cuando te llega un balón hay placer en detenerlo, en bajarlo, en mirar y pensar en la jugada prolongada. Yo fui jugador barroco. De toque. Me gustaban las jugadas prolongadas, pacientes. Prefiero perder en goles y ganar a pases. Me gustaba pensar en el siguiente pase, el pase que podría hacer el tipo al que se la paso. Esa prolongación casi musical de jugar en equipo. Si paso a la izquierda ese jugador podrá prolongar hacia la delantera, hay dos pases en tu pase. Cuando piensas así hay arte. A mi me gusta la parte artística del fútbol. La parte instrumental del arte. Pero en los campos de segunda B había poco de eso. Llegabas a vestuarios que huelen a moho. Siempre huelen a moho los vestuarios de segunda. A calcetines sudados. Te cambiabas la ropa  con bromas y chistes masculinos con tus compañeros de equipo. Chistes tristes. Los jugadores de segunda B, también los de segunda y los de primera, los entrenadores, los asistentes y los árbitros, hacen chistes tristes y bromas fracasadas sobre el sexo y los culos de las mujeres. Nos cambiábamos así. El entrenador llegaba y soltaba una charla caótica sobre táctica. Siempre terminaban su charla con la misma frase "este partido es importante". Luego nos abrazábamos y entrábamos a la cancha. Uno es capaz de aguantar una carrera por ese instante en el que se sale y empieza a correr el balón. Los partidos de segunda B son otro tipo de futbol. Se basan en el sueño de veintidós tipos que corren pensando que algún día serán jugadores de primera, grandes jugadores de primera y que ese partido es otro paso más para una carrera que termina en un estadio popular, grande, hermoso. Los partidos de segunda B son proyecciones, hologramas corriendo tras un balón que se va desinflando, un planeta enano, perdido. Pero juegas, te sientes futbolista o también eres futbolista o sobre todas las cosas eres futbolista. Pierdes o ganas, siempre ganas porque fui un partido más, te sientes más futbolista, más experto; más sabio, si cabe. Juegas domingo a domingo. Ganas. Tienes bajas por lesion y te buscas un trabajo para mantenerte. El esfuerzo es descomunal. Crees en tu futbol. Aguanté. Yo fui de los que aguanté. Aguanté mi retirada. Los últimos años en segunda B fueron los mejores. Ser veterano en segunda B es el placer del futbol. Aguantas las amenazas de los presidentes del club. Olvidas la miseria de los campos. No sólo te acostumbras, también  te atrae. Jugar en esos campos es futbol. Los de primera no son futbol. Son films. Están guionizados. En segunda B está la realidad. La realidad total, objetiva y fiel del futbol. No te retiras. Te retiran. Luego sales del campo, un buen día y no vuelves. No has hecho otra cosa en tu vida. No tienes otro oficio. Tampoco sabes como son las cosas más allá de un campo de segunda B. Te sientes como que naces. Como si el campo fuese una nave, un planeta, una vagina que te lanza a la tierra. Naces.

viernes, diciembre 02, 2011

Viaje

  Viajamos dieciséis horas en autobús. Llegamos a mediodía a un terminal pequeño, una construcción de paredes debiles a las afueras de una población en mitad de una carretera de doble sentido. El conductor fue el que nos avisó que el viaje terminaba ahí. Bajamos, cogimos las maletas y nos quedamos un par de minutos en el asfalto sin saber exactamente que hacer. Con el temor de haber cogido el autobús equivocado y estar perdidos y lejos de nuestro destino. Entramos al edificio, en una caseta preguntamos a un tipo desganado por como podíamos llegar hasta el pueblo de costa del que sólo conocíamos el nombre y al que nos dirigíamos por pura intuición. Sospechábamos un lugar especial . El tipo nos miró y nos dijo que el siguiente autobús salía la mañana siguiente, que lo otro que podíamos hacer era pagar a un taxista que nos llevaría, que el viaje duraría una hora. Contamos nuestro dinero en efectivo y nos acercamos a uno de los taxistas de coches destartalados. Le preguntamos y contestó que el no viajaba hasta allí, que no compensaba, el segundo dijo que sí. Nos montamos y creo que apenas hablamos en la hora que duró el viaje. La carretera era estrecha y generalmente avanzaba paralela a la costa. No nos cruzábamos con nadie, de vez en cuando algún camión viejo en dirección contraria. La carretera avanzaba en medio de palmeras. Ella miraba por la ventanilla, la costa era soberbia, inmensa, una forma descomunal de vegetación. El sol reventaba en el agua. La marea era fuerte. Era mediodía y hacía un calor tremendo. El silencio era una forma de sueño, llevábamos muchas horas sin dormir. Creo que es la primera vez que siento que estoy en mitad del planeta, una sensación rara, porque siempre se está en mitad del planeta, pero me sentía allí, con ella, lejos, sin posibilidad de ser encontrados en siglos. Nadie nos hubiera encontrado jamás en aquella carretera. El conductor de aquel coche a trozos abrió la ventanilla. Entró la ráfaga pertinente de viento. Pensé en el pasado, en otra playa, en otra carretera que corría paralela al mar. Esos recuerdos que se parecen al presente o que no se parecen o que se parecen en algo y se mezclan durante medio segundo y al final no sabes si lo que percibes es lo que recuerdas o si lo que recuerdas está empantanado con la humedad que estás percibiendo. Por decir algo pregunté al conductor si quedaba mucho, si creía que sería fácil encontrar un sitio donde dormir allí donde íbamos, si era bonito. Poco después giró a la izquierda, descendió por una carretera muy estrecha, un camión con gente encima nos obligó a pararnos a un lado y dejarle pasar. El tipo bajó con prisa por la carretera. Al píe de playa vimos unas cuantas construcciones ubicadas por laderas de acantilados que daban al mar. Detuvo el coche y dijo que ahí era donde íbamos. Pagamos y nos despedimos, el tipo parecía ansioso por salir de allí se fue a toda prisa. De repente nos vimos los dos en mitad de un pueblo del que sólo conocíamos el nombre. "¿Qué hacemos ahora?" me preguntó ella. Nos quitamos los zapatos y caminamos por la playa. A lo lejos vimos a dos tipos caminando por la playa. Fuimos caminando como el que hace un reconocimiento de la zona. Sentí ganas de bañarme  y salí corriendo al agua. Una ola bestial me empujo durante algunos segundos, sin embargo me resultó agradable. Salí ella estaba sentada mirando a los lados. Me acerqué. Encontramos un sitio para dormir en la otra punta  de la playa. Una casa donde había habitaciones. Comimos en esa casa.  Ella de repente se fue caminando. La estuve mirando y me tumbé, luego, en la arena. Unos tipos hablaban cerca de mi. No lograba entender lo que decían. Me puse de píe y encontré un sitio para beber cerveza. Me senté y me bebí la primera extremadamente rápido. Una mujer en la barra miraba al mar. En una mesa que ya estaba casi sobre la arena de la playa, dos tipos bebían un licor amarillo: callados, serios, ausentes. Miré a lo lejos. Vi una casa en uno de los acantilidos en el otro extremo de la playa. Era una casa que parecía que colgaba. Bebí tres cervezas, hice dibujos en unas servilletas de papel, anoté unas frases sin mucho sentido. Pretendía anotar reflexiones sobre el viaje, pero me di cuenta que no tenía reflexiones sobre el viaje. Que el viaje, en cierto sentido estaba sucediendo de un modo poroso o en el tuétano, no a nivel cerebral o sobre todo a nivel cerebral y en el pancreas y en el hígado, en los intestinos. Como si determinadas partes de mi cuerpo estuvieran muy lejos de otras. Como si la mayoría de las cosas estuvieran allí, en ese pueblo y otras se hubieran esparcido por distintos lugares en los que había estado previamente en mi vida. Pedí una cuarta cerveza. Un tipo con una guitarra empezó a tocar canciones con cierto cansancio, como por rutina, como eso fuera lo que tocaba hacer. Fue anocheciendo y pensé que había pasado demasiado tiempo desde que ella se había ido. Estaba algo borracho y me puse en píe. Miré la playa, el atardecer violento y sobrecogedor sobre el pacífico. Aguanté la preocupación, en una extraña lucha por permanecer calmado y no dejarme llevar por la angustia. Pedí otra cerveza y en el bar entraron algunos extranjeros. Un grupo de francesas se sentó en la mesa de al lado. Una de ellas me pareció preciosa y a ratos la miraba. Cada dos o tres minutos miraba a la playa. Algún tiempo después la vi a aparecer, caminando pausada, con enorme tranquilidad. salí hasta la playa para hacerme ver y que se acercara hasta el bar. Me saludó a lo lejos y se dirigió hacia el bar. Me volví a sentar, miré a la francesa. Jugaban a las cartas, un tipo del pueblo se había sentado con ellas, hablaban en inglés. Ella entró en el bar, se sentó en la mesa. Sonreía. Le dije que estaba algo borracho. Me cogió la mano y se pidió una cerveza.

jueves, diciembre 01, 2011

Anónimos en autobús

 Me gusta esa viaje corto en autobús. Las grandes ciudades ofrecen eso, retornos prolongados de poblaciones que están a treinta o cuarenta kilómetros de casa. A veces voy a ese lugar a trabajar, un edificio caduco insertado en esa población poco habitada, de espacios abiertos, ese edificio que pareció con proyección en sus primeros años y que ahora envejece de un modo extraño; aún es prometedor para haber envejecido, sin embargo ya habita en una forma rara de jubilación o prejubilación. El ambiente en estos años se ha ido entristeciendo. De ser un lugar prometedor a ir quedando anclado en una rutina vacía. No hay trabajadores suficientes para un edificio tan grande y sus pasillos y un porcentaje excesivo de sus mesas y espacios están inhabilitados. Me gusta volver de allí en autobús ahora que se hace de noche tan pronto y ver la ciudad como se va acercando y el autobús prácticamente vacío y el ruido del motor que te recuerda a algo que has olvidado y no acude a la memoria. Me gusta porque me siento anónimo, fugaz. No hay un pensamiento localizable, hay una sensación que va por debajo, acompañando al ruido del motor, mientras la carretera avanza medio vacía ya de noche. Me gusta ese momento que se ve esa estación de tren peculiar en medio de la nada. Unos tipos caminando hacia ella con urgencia porque siempre es terrible ver el anden a lo lejos, ver el tren llegar a lo lejos y que se te escape.  Luego hay trozos sin nada o cosas que no se recuerdan cuando lo describes. Me gusta porque soy anónimo todo el rato, no soy. Soy un cuerpo avanzando en la parte de atrás de un autobús hacia una ciudad por una carretera con poco transito. El autobús lo conduce un tipo que mira al frente y escucha música de lata, música que no se escucha que tapona el ruido o se suma al ruido del motor y se entremezclan en ese inmenso anonimato. Soy anónimo, pero también imaginario. Me da por pensar que soy yo en un recuerdo, que ese viaje no está sucediendo sino que ha sucedido y lo voy recordando o que yo ya no existo y queda ese reflejo deambulando por la 607. Fantasmas, fantasmas en la 607. El conductor, la tipa sudamericana que va delante de mi, el tipo lejano más adelante, yo. Fantasmas . Suena trascendental, pero es más bien ligero cuando se percibe.  Una forma peculiar de hipnosis. La hipnosis urbana, la hipnosis del anónimo. Luego va apareciendo la ciudad y parece que el motor suena distinto y los pasajeros nos vamos acomodando para bajar, los abrigos, las mochilas, los libros que se guardan. El autobús entra en la ciudad y recorre el último tramo con urgencia. Y nos bajamos y hacemos, cada uno, el camino para volver a casa, donde dejamos de ser anónimos.

Las revoluciones rabiosas

 Las revolución que nace de la rabia muere, porque la rabia o mata o desvanece, pero no se sostiene constante. La rabia produce espasmos, ansiedad o parálisis. Todo pensamiento nacido de esa rabia tiende a morir en su propia intensidad. La rabia viene por contagio y se termina volviendo, por su propia naturaleza furiosa, en contra del contagiado. Nunca creer en los delirios del rabioso, sus pensamientos  vienen contaminados por esa hiperactividad de su cerebro afectado.

 Aún no se ha encontrado un tratamiento específico para los infectados por la rabia.

miércoles, noviembre 30, 2011

Conversación 8

  .- Lo idóneo- dice A- sería eliminar todo pensamiento preconcebido. Pensar de cero, por tu propio camino. Eso es lo idóneo, pero sabemos que lo idóneo no existe. Siempre hay una mosca alrededor, alterando, inevitable, el curso del sosiego en una sala silenciosa. No puedes eliminar lo que piensas porque lo que piensas está ahí, tan contundente y bestial como todo lo abstracto. No te lo fulmines, B. No te lo fulmines. No juegues contra ti mismo. Lo que piensas lo piensas. Puedes arreglarlo, modificarlo, sustraerlo, ignorarlo, pero está ahí. Por más que corras, B, por más que corras. Cada uno de tus pensamientos, los tuyos, los que llegaron por conductos internos propios, son y están. No escapes, B. No escapes de ellos. Míralos. Entiéndelos y ya, luego, comenzará, de nuevo, otro pensamiento que se superpondrá a estos otros. Piensa en tus pensamientos y pensarás de nuevo. Se abrirá la nueva vía, y si lo logras será la vía que tu quieras.

 .- Eso, A, sería lo idóneo.


Otra ciudad

 Me desvelé. No conseguía enganchar el sueño. Vi una película extranjera. El ritmo era extraño, como si no pasara nada pero hubiera sucedido algo terrible que nadie, ni siquiera el director, se atreviera a contar. Salían calles muy poco transitadas, desgastadas. Calles a las que al asfalto le va saliendo césped, colándose entre la masa bestial de cemento, aceras y calles. La película pasaba y no recuerdo mucho del argumento. Recuerdo una forma de tristeza total inapreciable a primera vista. Es decir, todo era triste pero no por lo que sucedía en pantalla sino por lo que uno intuía. Era una película mala, o a mi me parecía mala, no entiendo de cine, pero todo era débil, de poca calidad, cutre. Esas películas que ponen en esos canales esparcidos por el mando a distancia, de madrugada. Como si en esos canales supieran de antemano que esa película no la va a ver nadie y como si hubiera un tipo de películas creadas para eso, para ocupar espacios en mitad de la madrugada. Como si hubiera toda una industria para producir películas que serán emitidas en horas invisibles, para espectadores que miran sin mirar, que ven la pantalla de su televisión, a esa hora en la que los que están despiertos o sufren insomnio o están borrachos. La vi entera. Duró cerca de hora y media. Las calles raras de esa ciudad que no identifiqué. Una ciudad fría, con habitantes que parecen saber de antemano que van a salir en una película que nadie verá jamás. Como si fueran ciudades inventadas para esa industria de películas que nadie ve. Recuerdo a la protagonista, una tipa rubia que en los planos de perfil era atractiva pero que parecía otra cuando la cámara la enfocaba de frente, como si esa actriz fueran dos actrices. La imaginé rodando la película, tomando café entre toma y toma, en mitad de un equipo que sabe que está en ese trabajo transitoriamente con la idea permanente de conseguir cuanto antes un trabajo mejor. Me pregunté si prepararía el personaje como dicen siempre los actores en las entrevistas o si por el contrario esa actriz no tuviera método ninguno y su forma de actuar finalmente no fuera más que ella, su personalidad de verdad a la que le imponen unas cuantas frases. Luego imaginé un equipo estrafalario de guionistas escribiendo a toda prisa esa película extraña. Pero generalmente sólo observaba las imágenes de esa ciudad, la cara de la protagonista en las calles de esa ciudad. Cuando terminó, sin saber muy bien que había sucedido, apagué la televisión y se quedó la casa a oscuras. Me tapé con la manta en el sofá y pensé en esas calles. Me imaginé andando por esas calles, traté de imaginar ciudades con esas calles. Hice un recorrido prolongado por calles que se parecían a las calles de la película. Giré aleatoriamente con mi imaginación de un lado a otro en esa ciudad que iba proyectando. Al final de una calle imaginé una farola que daba una luz blanquecina y caminé hasta ella. En ese instante pensé que quizá me estaba durmiendo y me volví a desvelar. Abrí los ojos a oscuras. Escuché el motor de la nevera reverberando por toda la casa. Pensé en la actriz. Pensé:"¿Qué hará en este preciso instante esa actriz? Pensé en opciones, pero sobre todo la imaginaba durmiendo.

martes, noviembre 29, 2011

Intuiciones

 Estos días cerca de las seis es ya casi de noche, lo que adelanta determinadas sensaciones imprecisas, pero con una contundente presencia en la percepción. El reloj del coche funciona mal y despista. Noche temprana y reloj acumulan desconcierto temporal. El semáforo de la Quinta con Diecinueve es raro, el tiempo ahí juega al despiste. Parece que el tiempo se prolonga indefinidamente, como si jamás se fuera a poner rojo. Da tiempo a pensar en muchas cosas: en la hora, en el clima, en asuntos dispersos del pasado, en mirar por el retrovisor y ver con imprecisiones, sin nitidez, a la tipa que está en el coche de atrás. Da tiempo, incluso, a imaginar determinados aspectos de su vida, que vienen de un modo abstracto. Una vida fugaz en esos ojos que se cruzan en el retrovisor. Luego pasa un tiempo que parecen horas, años y se pone en verde el semáforo y arranco. Hay un trozo a partir de ahí que no parece una ciudad, siempre me despista. Hay terrenos vacíos, manzanas enteras de terrenos llenos de matorrales, como si en medio de la ciudad, se hubiera colado un trozo de una carretera, una carretera de otro lugar. Conduzco automáticamente y miro de nuevo por el retorvisor. Detrás de mi viene la tipa del semáforo. Me da por tratar de adivinar que música irá escuchando o si realmente va escuchando música. También trato de pensar que camino vital la ha llevado hasta este instante preciso en que su coche va detrás del mío. ¿Qué vida será su vida? Cruzo por la sexta a la derecha. Bajo hasta el bar que hace esquina, de madera, con un neón que parece una nave espacial y aparco lo más cerca posible. Subo los tres escalones que llevan al bar y cruzo la puerta. Suena música vieja, una pantalla gigante ofrece imágenes en cámara super lenta de una jugada de un partido de futbol americano. La jugada avanza extraña, hay un remolino de brazos y un vuelo peculiar de la pelota. Me siento en un taburete en la barra, pido un bocadillo mediano y una cerveza para hacer tiempo. En una mesa una pareja joven charla y ríe cálidamente. Miro la hora. El camarero envuelve el bocadillo con torpeza, le pago y me bebo la cerveza. Salgo al coche. La noche es fría. Siento olor a humo. Miro a los lados y todo está muy vacío. Me fijo en el neón del bar, hay dos letras que no se encienden, la J y la K. Enciendo el coche y salta la música. Conduzco por la sexta hasta la cuarta. Pienso en la tipa del semaforo. Perdida para siempre entre avenidas, entre todos esos edificios de la ciudad. Intuyo que jamás la volveré a ver y me da por pensar que conocerla hubiera merecido la pena y le invento un nombre pensando que los nombres inventados no son inventados, sino que pertenecen a alguien. Una vida imaginada que en finalmente es real.

lunes, noviembre 28, 2011

La señora L

  La señora L se dio cuenta que estaba en la sala de espera a las 13:35. Miró la hora y durante algunos minutos trató de rehacer el camino que la había llevado hasta esa sala de espera. Volvió a mirar el reloj: 13:36. La puerta de la consulta se abrió, una mujer mayor dijo su nombre y sonrió. La señora L se levantó y entró. Saludó y la Doctora la invitó a sentarse. Se sentó con extremo cuidado y con desconcierto. Miró alrededor y siguió callada. La doctora, una mujer elegante y que inspiraba sosiego y seriedad la miró de nuevo con una sonrisa afable y le preguntó cual era el motivo de la visita.

.- Sospecho que el motivo es no recordar el motivo por el que estoy aquí. ¿Qué hago aquí doctora?- La señora L hizo la pregunta con un tono tranquilo que revelaba cierto desamparo lejano.

 .- Bueno, al menos en el no recordar el motivo sabemos que ya hay un motivo. Lo cual nos ayuda para empezar a buscar un diagnóstico y para ayudar a su memoria. Su aspecto es formidable y no hay evidencias visuales de contunsiones ni nada alarmante. Las cosas no están tan mal, señora L.

 La señora L sintió ese alivio que sólo saben dar muy pocos médicos del mundo, poquísimos de la historia de la medicina. "Uno de los mejores regalos del azar es dar con un médico no alarmista, pausado y sosegado. Un médico que relativiza" pensó la Señora L conteniendo esa preocupación y esa sensación emergente de angustia. Miró el reloj. 13:38. Seguí sin recordar.

 .- Bien, lo más sensato sería hacerle un electrocardiograma y algunas pruebas. Creo que lo mejor será mandarla a urgencias del hospital, no porque me parezca que esté en una situación de urgencia ahora mismo, pero si para descartar algunos factores que si podrían serlo. La amnesia puede ser pasajera pero hay que descartar si es más profunda. ¿Recuerda que le haya pasado esto más veces?

 .- Doctora, ahora mismo todos los recuerdos cuelgan de un modo peculiar. Todo lo vivido está de un modo etéreo por ahí dentro. No recuerdo que me haya pasado esto antes, pero no recuerdo que nada haya sucedido de un modo concreto. Mi vida, mi memoria, en este instante, no parece mía.

 .- Ok. ¿Podemos llamar a algún familiar? Lo idóneo ahora mismo es que no vaya sola al hospital. Sería bueno que fuera acompañada.

.- Debo tener el teléfono aquí, en el bolso. Llamaré a mi sobrina.

 .- Perfecto, llamé.

 Las manos recorren ese túnel temporal que es su bolso. Busca entre objetos prescindibles y previsores el teléfono. Lo encuentra. Sin agilidad busca el número. Encuentra entre todos esos caracteres el nombre de su sobrina y marca. Al otro lado nadie contesta. Se queda pensando y se lo comunica a la doctora. La doctora le dice que llame a otra persona. Llamaré a mi hermana, contesta la señora L. Busca en el listín electrónico de su teléfono móvil. Marca. Ve el nombre de su hermana en la pantalla, la señal de un teléfono parpadeando que indica que está llamando a ese número. Espera paciente. Al rato se corta con un tono rotundo la llamada, lo vuelve a intentar y sucede lo mismo. Sin comunicarselo a la doctora decide llamar a su sobrino. No contesta. Llama a su vecina. Llama a su otra vecina. Al marido de su sobrina. Va encadenando llamadas con extrañeza, con vacío, con desconcierto. No mira a la doctora. Vuelve a llamar a su sobrina. Se desplaza por la agenda del teléfono viendo los nombres, poniéndole caras a esos nombres. Va llamando y nadie contesta. Duda un instante de la fiabilidad de su teléfono. Como si estuviera funcionando mal. Llama por orden alfabético y al rato no llama, se queda pensando. Piensa en los nombres y duda de ellos. AL se le entremezcla con BL, CD con CL y L con D. Como si todos entremezclaran su personalidad y estuvieran dejando de ser para ser otro. Conjuntos y subcojuntos de personalidades con fronteras difusas. En eso va. En eso. En letras que se mezclan. En una D que se convierte en C y esa C que va a una O, en marcas que van. Luces que se entremezclan, cuando mira la hora: 13:35 y durante algunos minutos trata de rehacer el camino que la ha llevado hasta esa sala de espera. La puerta de la consulta se abre y una mujer mayor dice su nombre.

sábado, noviembre 26, 2011

V en el río

 Frío intenso. V no está acostumbrado al frío, a los ritos del frío. Tampoco está acostumbrado a la ropa del frío y no se abriga bien. Las tardes se hacen largas, porque son frías y grises. El invierno, a V, le parece un invento mal desarrollado, un fracaso climatológico. Piensa V que lo ideal es el calor, que es el estado natural de las cosas es el calor. Que las cosas van bien cuando se va en manga corta, que lo que signifique abrigos, bufandas y llevar la cara enterrada entre prendas es síntoma de dolor, de tristeza, de vacío. Para V el invierno es existencialista, porque invita a plantearse, inevitable, el sentido de las cosas: el sentido de la tarde que se prolonga, el sentido de la noche en la que uno sólo se puede esconder.  El sentido de las cosas porque para V el invierno bloquea y no permite hacer. En invierno no se puede pasear, piensa V: ¿Para qué entonces las calles? ¿Para qué esto?

 V lleva toda esa tarde que cae fría y oscura sobre la ciudad sentado en un banco. Entra la noche. Se ha sentado al lado del río. La calle que lo bordea, s ese río sucio y desganado, es oscura y silenciosa. V está congelado y recuerda el trópico, los días de playa. Come pipas para permanecer en movimiento. Saca una libreta escribe algo, son unas diez o doce frases impulsivas, no por escribir, no por trascender sino por buscar un calor que tarda en encontrar. Al otro lado del río, hay un edificio. Le da por pensar que ahí hay alguien, no sabe quien, pero alguien, una persona, solo una. Imagina que habla con ese ser, que hablan incansablemente como si fueran los dos últimos habitantes en la tierra. Luego se levanta y camina. La noche es densa, cae algo de niebla. Se monta en un autobús casi vacío. Se sienta casi atrás. Dos chicas de su edad van hablando. Sonríen y hablan animadas. En ese instante a V el invierno le parece un castillo de cristal donde habitan seres frágiles, lejanos. Reflejos.

miércoles, noviembre 23, 2011

Encontrado

 Se llega en barca. Una de estas barcas que avanzan lento, con motor antiguo y ruidoso. Anunciando que después uno se puede encontrar con algo que luego no es. El ruido de ese motor será lo último bullicioso que suceda en el viaje. Al bajar de la barca y despedirte del hombre pausado que te ha traído hasta ahí, algo te hace intuir que las tierras lejanas existen y que acabas de entrar en una. Hay un camino muy vegetado que te lleva por entre una montaña de la que eres incapaz de distinguir perfiles. Tratas de adivinar algunas plantas que ves por el camino. Cada rato te sobrecoge el sonido de aves. Hay un momento que dudas de tu ubicación, pero sigues adelante. La ropa que llevas no te pertenece y cuando miras hacia tus pies te parece el cuerpo de otro. Sudas, pero no es un sudor violento, es una capa de humedad sobre tu piel, sudor invisible. Tienes sed pero aguantas sin beber porque no sabes cuanto camino queda. Tienes pocas referencias. La sensación de desorientación y de duda te atrae y la rechazas a partes iguales. No obstante sigues adelante. El camino, sin duda, te parece el mejor viaje de tu vida. Casi dos horas después llegas, finalmente, a la playa que buscabas. El lugar te sobrecoge. LA colocación natural de las cosas te conmueven. Es el primer paisaje que te lleva a un terreno tan emocional en tu vida, puesto que mirándolo tienes ganas de llorar. Te quitas los pantalones de tela fina y los zapatos duros. Te quitas la camisa y caminas hasta el agua. Te metes lentamente. Te sumerges y buceas con los ojos abiertos, bajo el agua todo parece cobrar un sentido nuevo. Piensas en que la música es una ordenación distinta y novedosa del tiempo. La metáfora absoluta de la fugacidad y la inexistencia del pasado. Emerges y braceas. Miras al horizonte. El mar se tambalea y respira. Nadas a la orilla. Sales y miras a los lados. Corres. Estás a salvo y lo sabes. Sonríes.

martes, noviembre 22, 2011

Huidizo

 En el instante en el que comenzaba este cuento corto se acabó.

La servilleta de tela

 Las servilletas tienen treinta años. Los sofás seguramente más de treinta y cinco. Las alfombras cuarenta. El reloj del salón veinte, el anterior, casi exacto, se detuvo de repente y jamás se pudo arreglar. Muchas tazas y vasos siguen ahí, desde hace mas de veinticinco años. Las cortinas son más recientes, quizá nueve o diez años. También es reciente la televisión, es un regalo. No obstante el equipo de sonido, que cada vez falla más, tiene diecinueve. Las mismas sábanas y mantas de toda la vida. La impoluta cortina de la ducha parece eterna. La jarra del agua no es eterna es absoluta. Lo congrega todo. Han pasado tantos litros de agua por ahí como por algunos riachuelos. Esa jarra ha contenido agua eterna, agua que ha pasado por la jarra más de una vez. Las cucharillas del azúcar, los cuchillos, las cucharas, los tenedores son de la prehistoria. El tiempo, básicamente está colgando y todo está en un estado casi inalterable. No hay deterioro ni decadencia en esos objetos. La casa sigue en orden y sigue siendo absolutamente cálida y acogedora. Todo parece congelado en un tiempo único y muy preciso, un tiempo que solo pertenece a esa casa. Es el tiempo inabarcable de la casa de mi abuela. Un tiempo inexistente y real entre el año cuarenta y cinco y el año ochenta y seis. Una fecha precisa y que se estira interminablemente en el tiempo. Allí sigue todo. La servilleta de tela con la que me limpié tantas veces siendo muy pequeño. La reconozco, la cojo. No hay deterioro, no hay agujeros ni resto de suciedades, está limpia, impoluta. Está viviendo allí, no aquí, en un tiempo que no pasa. La cojo, me la paso por los labios, el tacto es el mismo. Todo está colgado indefinidamente. Y es una lección. Una lección contra mi forma de vida en la que todo caduca cada treinta minutos. No tengo servilleta asignada en casa. La jarra de agua no tiene más que dos años y está vieja, lejana, ya casi no me pertenece. Esta semana pensé en ir cambiando los sofás. El tiempo, mi tiempo se desvanece, desaparece a cada minuto. En cierto modo, mis colegas de generación y yo, no existimos. Nos han ido desgastando nuestros caducos objetos. Nos han devorado.

lunes, noviembre 21, 2011

Inversamente proporcional

 Es muy poco creíble como para ser mentira.

viernes, noviembre 18, 2011

La armónica

  Bajamos hasta el puerto. Hay un bar que cierra tarde o que no cierra nunca, que empalma borrachos con desayunos de los astilleros. En los soportales hay un viejo vagabundo que toca la armónica con virtuosismo y delicadeza. Sopla la armónica y casi no suena, sale un hilillo que es casi inaudible. Si te acercas te quedas idiotizado escuchándolo. Sin darte cuenta cierras los ojos y escuchas las melodías que toca, son de un caracter notablemente marino. A veces he imaginado que el tipo fue marinero, o eso lo imaginaba antes, luego imaginé que era el diablo porque eso decían en el bar de madrugada; y la noche que bajé con ella, primero lo estuvimos escuchando bajo los soportales, hacía mucho frío y la noche estaba tan húmeda que parecía que los huesos se habían petrificado o habían capacidades. Ella escuchaba y le miraba, jamás cerró los ojos o los cerró a la vez que yo, porque nunca la vi con los ojos cerrados. Ella le dio todas las monedas que le quedaban. Entramos al bar y le conté que todo el mundo decía que ese tipo era el diablo, Satán, el demonio. Ella me miró incredula o asustada y bebió rápido el licor. Se quedó callada, en el bar sonaba una música que me resultó hermosa y que me daban ganas de llorar, porque era suave y prologada. Bebí mucho y sali muy borracho, abrazado a ella. En la calle aparecía esa luz que recuerda al gas del principio absoluto de la mañana, cuando aún, realmente, es de noche. Caminamos sin destino, nos sentamos en un banco y ella me preguntó triste, preocupada si creía que el vagabundo de la armónica era realmente Satán. Contesté que a veces creía que sí, pero que generalmente pensaba que no era nadie, que me lo había inventado yo. Se quedó callada y empezó a llorar. Lejos, como el silbido de la brisa, sonaba el hilo inaudible de la armónica.

La factura

 Me debes mucho dinero. Mucho. Me debes todo aquello que pactamos, me debes muchas horas, muchos fines de semana, muchas vacaciones. Kilómetros. Muchos litros de gasolina de todos los viajes. Me debes muchísimo dinero. Comidas, dietas, hoteles, aviones. Me lo debes y me lo vas a pagar, porque de aquí no me voy sin cobrarme todas las deudas. Me debes ropa, regalos. Me debes horas extra, todas las horas extra. Me debes mucho esfuerzo, un esfuerzo que vale mucho. Me debes cenas, muchas cenas, invitaciones en reuniones. Me debes trajes que compré para ir arreglado para la ocasión. ¡Paga! ¡págame ya lo que me debes! Estoy en la ruina. Me debes tanto, tanto esfuerzo, tanto trabajo. Todo ese trabajo descomunal por entenderte. Me debes los diálogos, lo que me inventé. Me debes lo que me he dejado. Todo eso que he dejado. Lo he perdido todo. Me he quedado sin nada. Las facturas del teléfono. Los taxis. Devuélveme que no soporto más. Damelo de vuelta y quítame esta presión. No puedo ni respirar. Págame una explicación. Dame algo. Explícamelo. Necesito que me lo des. Una razón. Un solo motivo. ¿Por qué te largaste? ¿En que momento me dejaste de querer? Págame. Por dios. Págame.

jueves, noviembre 17, 2011

Biografía breve de D

 Con veintisiete años se montó en un autobús que le llevo al norte,volvía después de cinco años a casa. Al llegar reconoció sin ningún problema cada uno de los rincones de ese pueblo del norte. Los árboles, eso no lo percibió pero lo imaginó, quizá estaban un poco más altos. Cruzó el jardín de la casa de piedra y en ese instante en el que rehacía de nuevo el camino de su casa, le pareció que el tiempo era algo vago y bastante improbable. Tocó la puerta, su madre saludó con solemnidad,se abrazaron y tuvo ganas de llorar. La madre le dio algo de comida y le acarició la cara varias veces, no comentó nada de sus años fuera, que había abandonado los estudios cuatro años antes era conocido en la casa. La madre en ningún momento se planteó recriminarle su ausencia, su silencio absoluto. Caminó hasta su habitación. Se lanzó al colchón y le dio la sensación de tener diez años menos"La felicidad se percibe después" pensó con nostalgia.

 Los siguientes tres años habitó en esa casa silenciosamente. Los padres aceptaron sin problemas, era un tipo que molestaba poco, apenas se le notaba. Pasaba las horas leyendo autores antiguos y escribiendo en una libreta frases sueltas. Por la tarde caminaba por el bosque verde, volvía con los zapatos llenos de barro. En la noche salía al jardín. No obstante no logró deshacerse del peso, de esa carga imbatible.

 Dejó una enorme herencia de canciones bien hechas, honestas, desconocidas. Con los años un anuncio de coches le popularizó. Se mitificó su historia, también al personaje. A su madre, envejecida y con poca memoria, le parecía que cuando hablaban de él hablaban de otro. Su padre escuchaba las canciones una y otra vez tratando de leer, como si las canciones escondieran un mensaje a punto de descifrarse.

lunes, noviembre 14, 2011

El momento preciso de la decisión

 Dos de la madrugada:

  Parece un tópico, y lo pienso según lo veo, pero por la ventana se cuela la luz del neón con el nombre del Hostal. Me asomo y sonrío porque la imagen completa el arquetipo de escena decadente. Por la calle pasan dos chicas hablando aceleradas, se van contando algo con cierta euforia, el resto de la calle, como debe ser, está vacía y mal iluminada. Vuelvo a la cama, retomo la lectura.  Visualizo con cierta precisión los paisajes descritos en el libro. Me gusta ese ambiente descrito y lo que anuncia, hay ciertos libros que tienen algo elevado, no se sabe que es, pero mientras se leen, se sabe que hay algo que ya no será igual. Oigo un coche pasando y pienso en el motivo que me ha traído hasta esa habitación de hostal, pienso en ese hostal y pienso en los motivos. Imagino a mi hija en ese instante, dormida, tapada con la manta, imagino la luz de mi casa. La casa, mi casa, el hostal, la luz, el libro, la colcha que me cubre, me parecen proyecciones. La ciudad en la que estoy me resulta algo fea, un error. Sin darme cuenta me he desconcentrado de la lectura, dejo el libro en la mesilla y decido apagar la luz, antes saco de mi mochila el iPod y me pongo música, un ambiente sonoro prolongado, profundo, intenso me conducen hasta el sueño. En ese momento aún no lo sé, lo sabré días más tarde, pero he tomado una decisión rotunda, sin vuelta atrás.

jueves, noviembre 10, 2011

Los recuerdos de Julio

 No es extraño que vinieran imágenes difusas de unas rocas superpuestas, formas orgánicas que no logro descifrar. A veces son olas, unas olas que amenazan, que aterran, que angustian. Son olas que vienen hacia a mi y en el momento menos preciso se desvanecen; pero son olas que en su crecida, en esa prolongada formación, amenazan con no romper jamás y llevárselo todo por delante. Las olas son algo más precisas, las otras imágenes no. Una especie de laberinto arquitectónico, piedras talladas que emulan piedras no talladas que parecen una costa, edificios que se meten en el mar o que salen del mar y crecen en las orillas. Todas esas imágenes venían en los momentos menos esperados. En mitad de una clase de matemáticas o en el trayecto en bus del colegio hasta mi casa. Las imagenes de esas olas también vinieron, claro, en el primer beso a S y confundí aquel beso, aquel primer beso con mares, con océanos y sus mareas.  También se crece con eso, con esas imágenes escondidas, incrustadas de un pasado remoto que da la sensación de no pertenecer a nadie. A veces creía que eran imágenes de mis primeros sueños en vida, a veces fantaseaba con que eran recuerdos trasmitidos a través de la genética, a veces, delirado, sospechaba que esas imágenes me habían sido introducidas por una tribu de habitantes de un planeta invisible. El caso es que el tiempo, lo que es absolutamente irrefutable, fue pasando y por pura lógica, fui creciendo. Crecí. Aquellas imágenes estaban insertadas de un modo regular en mi vida diaria. Trabajando veía las formas rocosas y casi orgánicas, veía las olas. Olas y rocas. El asunto se resolvió de un modo sencillo la noche en que mi madre murió en mi casa biológica. Los recuerdos de mis tías, las frases de mi padre, la memoria colectiva describió unas vacaciones en mi primer año de vida. La playa lejana, la marea descrita, el edificio a pie de playa donde pasamos aquel verano coincidían con las imágenes que, entonces supe, simplemente recordaba.


martes, noviembre 08, 2011

Un viaje de ida y vuelta

 La carretera corre paralela al cerro. El cerro tiene algo imprevisible, da la sensación, constantemente, de que no está, que es una superposición, un efecto óptico, una deformación visual producida por el cansancio del viaje. La carretera es estrecha y está deteriorada, pero el vacío o esa sensación parecida al vacío, producen algo parecido al placer. Es un vacío amable, un vacío acogedor, un vacío lejano. No recuerdo cuanto dura el viaje hasta llegar al pueblo de la costa más al norte, recuerdo el camino, un camino que trasciende y se implanta en la memoria y se queda durante años deambulando. Luego llegas a ese pueblo vacío, con algunos síntomas de abandono profundo. Las casas, la mayoría de alquiler, están vacías y afectadas por las humedades marinas, el asfalto de la carretera carcomido por la arena de la playa. En general es difícil cruzarse con alguien en esa época del año. Al final de la carretera, que coincide con las últimas casas del pueblo, y casi se podría decir que las últimas casas del país, está el lugar donde duermo y pasaré los siguientes días. Si la memoria no falla estamos a seis días del final del año y del principio de una década. Paso los días deambulando por el pueblo vacío y tocando la guitarra encima de una piedra desde la que se ve el mar y esas formas extrañas que hace la marea, el agua es muy espesa. Desconozco, evidentemente, mi futuro. La guitarra en ese momento, no es un instrumento, es un órgano. Este trato, esta relación con ese instrumento popular es básicamente siempre esa. Un asunto biológico, más que una forma de expresión. Evidentemente hay una necesidad invisible de imágenes grandilocuentes, pero en general el trato con el instrumento es de salvación. Recuero ahora ese viaje, porque creo que ahí se marca el principio inevitable con el instrumento. Llevo un par de años tocando, pero en ese viaje descubro que el asunto va para largo. Nunca fui guitarrista, tampoco lo he sido después. Nunca he tenido problemas con aceptar mi interés menor por la parte técnica del instrumento, porque nunca me he proyectado como músico. La guitarra desde esa época en la que éramos emigrantes, era un refugio, un escudo. Hoy lo sigue siendo. Es inevitable caer en ciertas trampas cuando tocas algo tan popular como la guitarra, pero la relación más real nació en aquella piedra. Pocas veces he sentido corporalmente tanta fluidez como cuando toco a solas arpegios sin un sentido final. Podría decir mil cosas, analizar el resto de mi vida, pero si toco la guitarra es por esa sensación huidiza, esa leve irrealidad que se genera cuando la madera de la guitarra vibra por encima de tu camiseta. No cogí una guitarra eléctrica hasta pasados algunos años. Al principio siempre toqué la guitarra clásica. Me inventé grupos, tocaba con dos amigos del colegio, luego con tres amigos del edificio, quizá la parte más feliz de mi vida musical. Nos reuníamos los sábados, intentábamos tocar canciones inventadas y que eran terribles y finalmente tocábamos larguísimas improvisaciones. En esas improvisaciones desproporcionadas y gigantes tocadas con una batería, una guitarra clásica que hacía de bajo y mi guitarra han sido, sin ninguna duda, mis momentos más enormes y disfrutables como pseudo músico.

 Una crisis existencial del demonio y la desesperanza me hicieron viajar de vuelta algunos años después, al país en el que había nacido, y empezar una vida nueva. En el aeropuerto, un amigo del que no volví a saber me regaló mi primera guitarra eléctrica. Sin saberlo, empezaba una nueva relación con el instrumento. Los primeros meses en la nueva vida, la guitarra seguía funcionando como escudo, pero el instrumento me serviría, eso lo sabía, para adaptarme y relacionarme con el nuevo entorno. Busqué grupos. Entré en uno. El azar había repartido cartas. Conocí una nueva relación con la música. Las estructuras preestablecidas, las intenciones de trascender, las ganas de profesionalizar, el orden, las formas, las relaciones basadas en el interés por crear algo que fuera admirable. Lo vi con recelo, pero me sentía solo y quería adaptarme rápido al país. Fueron dos años peculiares. Recuerdo escribir sobre aquello: nunca me sentí dentro, pero el esfuerzo mío por adaptarme, como el de aquellos chicos por adaptarse a mi, me hicieron aguantar. Conocí nuevas formas de relacionarse, formas de amistad que me desconcertaban, porque nunca he estado ligado a pandillas, pero debía adaptarme. No era fácil estar siempre fuera de juego y había que hacer concesiones para sentirse dentro.

 Aquello no era real. Lo peor que puede hacer un grupo de pop es obsesionarse con trascender. Obsesionarse con ser contado, con proyectar. La pseudomúsica, así la entiendo desde aquella piedra al norte de aquel país, es un asunto biológico. El flujo tiene que ir contigo. El debate es antiguo, pero es es el debate. Aquello desmorono aquel grupo pop.  Seguí a mi ritmo, pero en intervalos he ido volviendo a aquellos intentos que siempre han terminado muriendo por lo mismo, por falta de realidad, por falta de honestidad hacia uno mismo. Por una extraña necesidad de trascender.

 Hoy he recordado la piedra, la piedra donde pasé aquellos días de final de año, soltando notas sin mucho cuidado, por el puro placer de encontrar una vibración. Un asunto curioso y placentero. pura biología. Hoy he rehecho el camino hasta allí, la larga carretera que corría paralela al cerro. La agradable sensación de vacío. La hermosa libertad de la soledad elegida.

sábado, noviembre 05, 2011

Asteroide

 .- ... como los asteroides que andan por ahí, deambulando enloquecidos por la nada, por el absoluto. Llevaran una fuerza, una dirección, un desplazamiento físicamente explicable, pero ¿dónde coño van? No van. Van, claro que van, hay desplazamiento espacial, temporal, pero no van. Se van encontrando con elementos en su camino frenético. Pasan entre planetas, con el peligro permanente de una colisión bestial. Vistos desde un planeta son polvo que se pierde y pasa. A veces me da por pensar que uno va cabalgando  encima de uno de ellos, como un surfista desquiciado, enorme, salvaje total, primitivo absoluto. Deslizado por ese mar invisible, ese mar de la nada. Y visto desde cierta perspectiva, a eso se parece: los coches, la gente en las aceras, las parejas en la cama, las naciones, los escritores, los locos, los dibujantes, las fronteras, los solitarios, los enfermos, los corredores, el patio del colegio, las familias, los bosques, los mismos surfistas que se deslizan por las olas de ese otro mar que es reflejo del mar total, del mar absoluto, del mar que es todo el mar, uno y todo. Así visto así eso es. Surfistas fugaces sobre las olas del tiempo. Asteroides.

viernes, noviembre 04, 2011

Una vida anterior

 Me casé a los veintinueve años. Me sorprende siempre recordar los siguientes dos años. Ahora lo miro y con aquella mujer no tenía nada en común, pero el ser humano logra proyectar mentalmente lo que le da la gana. Aquellos dos años fueron peculiares porque de algún modo en ningún momento fui yo, no sé quien era, pero no fui yo. Viajé con ella a menudo, salíamos a cenar, compramos una casa agradable en un barrio elegante. Nos iba bien. Nos separamos por mutuo acuerdo. Ambos sabíamos que vivíamos en un acuerdo peculiar, un acuerdo invisible pero caduco. El tramite de separación no fue muy largo, tampoco doloroso. Ambos conocíamos ese final de antemano. Recuerdo un café de despedida en un lugar que me agrada y al que no he vuelto. Ella dijo que ambos recordaríamos como un parentesis nuestra vida en común. Me gustó su conclusión: "Lo que nadie nos quitará es que lo hemos pasado bien". Nos abrazamos y nos fuimos caminando. Es curioso lo que te une a alguien es tan inapreciable, tan abstracto que a veces es difícil saber qué es una imposición y qué es cierto, qué es una proyección y qué es lo que realmente se vive. No volví a saber en mucho tiempo nada de ella. Una noche me encontré con su hermano en un bar de copas. El tipo estaba absolutamente ebrio y se me acercó cariñoso. Me abrazó durante unos segundos de un modo solemne y algo trágico. Me miró a los ojos y en medio del bullicio me dijo que su hermana se había muerto la semana anterior. Hay noticias que dejan todo como colgado en de un hilo, como si la realidad fueran luces móviles, luces que se desplazan velozmente y cambian permanentemente de color. Creo que respiré lentamente, creo que recordé algo que no parecía cierto, la memoria tiñe la vida. Me vino la imagen de una mañana precisa: un domingo, la luz entraba por la ventana de aquel apartamento hermoso que tuvimos. Ella se levantó de la cama en ropa interior, yo la miré de espaldas, desde el colchón. Caminó por la habitación y se asomó. Me habló de una idea, de asuntos imprecisos, de las calles, de como cada calle era única pero que se confundían entre si. Me habló de ciudades, de la noche anterior y yo la escuchaba desde la cama mirando su cuerpo casi desnudo y pensando y reconociéndome que yo no la deseaba. Esa imagen me vino cuando el hermano me volvió a abrazar y se le empaparon los ojos. Le dije algo ambiguo, un par de frases huidizas, pregunté por sus padres, por la familia. El narró algunos episodios de la muerte, un asunto algo trágico y repentino. Salí de aquel bar poco después. Volví caminando a casa y en el camino me desvié para ver aquel apartamento donde vivimos. Me quedé en la acera de enfrente mirando las ventanas. En una de ellas había una luz suave como de lamparilla de mesa de noche. Imaginé a alguien leyendo. Miré el portal por el que durante dos años había salido. Por más que esperé nunca me llegó una tristeza profunda, sino más bien una forma de desconcierto o incomprensión vital. Como si esa vida, eso que recordaba no fuera sino algo que había sucedido novecientos años antes a otro, a otros, en otro lugar.

jueves, noviembre 03, 2011

El valle

 A las siete y media solemos salir a la terraza. Desde allí se contempla el valle. Los camareros colocan mesas y alguien pone música. Son melodías remotas que recuerdo de la infancia, canciones que cantaba mi abuela. No hay mucho ruido. Algunos charlan entre sí, otros nos quedamos callados mirando la vista que por más que la veamos todos los días, constantemente, no deja de imponerse como una forma silenciosa de espectáculo. Va anocheciendo y se va oscureciendo todo lo que se ve. Aparecen en la lejanía las primeras luces en los pueblos lejanos, esparcidos por el valle. Sacan algo de comida, pero siempre sobra, en general todo el mundo está cansado del sabor monótono de la comida de aquí. Los cocineros se esfuerzan, hay que reconocerlo, pero es inevitable un sabor constante y subterraneo en todo lo que comemos.  Cuando cae la noche del todo, los camareros van recogiendo y nosotros, escalonadamente, vamos retirándonos a las habitaciones. Mi habitación es amplia, es donde más me gusta estar. Saco los cuadernos de Loria, los he ido leyendo todos estos años, algunos los he releído varias veces. Me voy deteniendo en la lectura. Me gusta ver su letra, leer cada uno de los días de su vida. Cosas que me contó al conocernos, cosas que fui viviendo a su lado, cosas que desconocía. Me desconcierta leer narraciones sobre cosas que hicimos, es como recordar en el otro, también es raro leerme. Leer lo escrito sobre mi. Paso horas así, releyendo su vida. Me da la madrugada. Antes de apagar, me asomo a la ventana, está todo a oscuras. El valle es la tiniebla interrumpida por pequeñas luces esparcidas que son casas lejanas, poblaciones en el valle. Luego apago y me tumbo. Sueño muchas cosas, generalmente las olvido. Otrasvecesrecuerdo: sueño continuaciones del día, sueño cosas incomprensibles, sueño con que ya no soy yo, sueño con Loria, sueño con el tiempo, con formas distintas del tiempo, con que volvemos atrás y recuperamos esa imaginaria perpetuidad que creímos constante, sueño con manos, sueño con otros cuerpos, sueño con melodías, sueño con animales, sueño que soy lobo o león o pájaro, sueño luces y gente que aparece, sueño con el valle. Despierto pronto, cuando la primera luz tenue entra por la ventana. Me asomo, el valle sigue ahí, extendiéndose indescifrable. Bajo al comedor, me siento siempre en la misma mesa, me tomo el desayuno con sosiego, es el rato más agradable del día: hay una forma de esperanza renacida. Al terminar paseo por la montaña, hay caminos cerca que son preciosos. Alcanzo una piedra donde desde hace años con otra piedra, tallo el nombre Loria: despacio, sin prisa, en una esquina en la que apenas se aprecia. Es un juego, algo casi infantil, pero la tarea diaria me anima. Luego me siento y recuerdo las lecturas de los cuadernos de Loria. Luego, antes de bajar, miro el valle.

miércoles, noviembre 02, 2011

Turquía

  Conduzco por una carretera de Turquía. Evidentemente no sé que hago en Turquía, pero me esfuerzo en mantener la concentración en la conducción. He tratado de sintonizar alguna emisora, pero la tarea es imposible y sólo oigo locutores interrumpidos por interferencias. Apago la radio. Miro la velocidad a la que conduzco, voy excedido. La carretera atraviesa un paisaje común, nada reseñable, pero me recuerda a otras carreteras, a otros viajes. Mis manos sujetan con cierta tensión el volante. Tengo una molestia constante en la encía y temo un dolor de muelas nocturno. Llegaré en unas horas a mi destino y de antemano sé que esta noche dormiré en un lugar difícil, el dolor de muelas sería absolutamente inoportuno. No tengo medicinas para paliar el dolor y sé que no las conseguiría. Una bandada de pájaros viene de frente, me suben el ánimo y acelero. Los veo perderse por el retrovisor, pienso en su ruta, en su destino y durante unos minutos me comparo con un pájaro, mi vuelo es por carretera, por Turquía. Miro el móvil, sé que sigue descargado, pero es un gesto, un tic. Lo lanzo al asiento del copiloto. Veo una especie de restaurante de carretera. Freno el coche y aparco sobre la arena. En la puerta un chico joven fuma y me mira. Paso a su lado y dice algo que no entiendo. Entro pido un té. Busco el baño. En el baño veo una pintada en inglés, es un fragmento de un poema que recuerdo de Allen Ginsberg y me sobrecoge. El baño está bastante sucio, me veo reflejado en el espejo, me sigue costando reconocerme sin barba, con el pelo corto y con tantos kilos de menos, pero soy yo. Mi mirada, no obstante está algo más encendida. Descubro que mi aspecto, mi forma de mirar, tienen algo de tipo perdido. Salgo del baño. El lugar está algo más vacío. Bebo el té velozmente y cuando voy a pagar, veo en la televisión imágenes de un país donde se están produciendo unas tormentas terribles. Veo objetos, coches, gente arrastrada por la lluvia. Me pregunto donde está ocurriendo eso, pero nada me hace descubrirlo. Salgo al coche, veo al chico, me vuelve a decir algo y le contesto en inglés que no entiendo. El chico me mira desafiante y en un inglés extraño me dice:

 .- Ahora no comprendes, pero en unos cuantos días comprenderás.

 La frase, extrañamente, me altera. Me acerco y le digo que repita. Lo vuelve a decir. Le pregunto que cual es el sentido de su frase. Sonríe irónico. Le pregunto con cierta violencia y tratando de ofender que si es un brujo para saber lo que sucederá en el futuro. Contesta que no, pero que todo el mundo sabe lo que hay en esa zona del país. Me dan ganas de darle un tortazo, pero me contengo. Al montarme en el coche, le miro por última vez. Se ríe y entra al bar. Arranco y levanto polvo. Vuelvo a la carretera y conduzco algunas horas más. Siento que nada de lo que estoy haciendo tiene sentido, pero sin embargo hago todo el viaje, cumplo los plazos y llego a tiempo a Londres, una semana después, con el encargo. Me pagan bien y me despido del ministro:

.- Se cauteloso- me exige.

 Cuando voy saliendo y lanzo la mano para cerrar la puerta de su despacho me dice:

.- Ni una palabra. Ya lo sabes. Las consecuencias ya las conoces, ¿verdad?

.-Sí- respondo.

martes, noviembre 01, 2011

El hombre y el baile

  A los cincuenta y cinco tuvo una especie de ilumiación. No fue exactamente una iluminación, porque nadie, jamás, las tiene, pero durante un tiempo masticó opciones vitales y llegó a la conclusión filosófica de que la vida y la manera de existir sólo merecen la pena si se baila, si uno libera los músculos con soltura absoluta, lanza las vértebras a posiciones complejas y dirige la posición de los huesos a posturas imposibles. Fue así como empezó a bailar muchas horas al día. Su única misión vital. Fuera donde fuera, pasara por donde pasara se lanzó a la calle, a la vida, a su existencia, a golpe de baile. Bailó hasta el delirio y  murió, evidentemente, en una pista de baile. Su vida, de más esta decirlo, fue asombrosa.

viernes, octubre 28, 2011

El olvido

 En la maleta llevaba dos revistas pornográficas del año ochenta y siete, meses mayo y julio, de una publicación especializada en mostrar un porno fantasioso basado en películas de ciencia ficción. Además llevaba algo de ropa, artículos de higiene, un par de libros de poemas de autores checos, una biblia resumida e ilustrada por un dibujante de estética postmoderna y unos bocetos de un artista plástico con el que mantenía una profundísima relación de amistad. Cuando bajó del avión pensó, no obstante, que había algo que había olvidado y todo el camino desde el aeropuerto hasta el hotel donde tenía reservada una habitación doble fue haciendo memoria. La ciudad, a la que iba por primera vez, le parecía salvaje y caótica, anclada en un tiempo irreal, en un futuro desmembrado o un reflejo de otro tiempo que corrió paralelo a este. Se bajó del taxi, pagó y sintió el calor húmedo. En la acera un tipo vendía vinilos, los ojeó y le pareció haber descubierto un tesoro. El tipo de los vinilos le dijo que se parecía a un actor, a un tipo popular del que no recordaba el nombre. El trató de adivinar sin suerte. Compró un disco de una orquesta de salsa que el tipo le recomendó: "hay una canción sobre un tipo en la cárcel. Es una obra maestra". Subió al hotel. Allí vio, después de veinticinco años, a su amigo CC. Le abrazó y le dijo algo. CC le miró a los ojos y se puso a llorar. Segundos después le comunicó que IC había muerto horas antes. No entendió nada, miró a los lados esperando algo que jamás llegaría. Sintió una punzada irreversible en el pulmón izquierdo, era la forma más física que había experimentado en su vida de tristeza. Cerró los ojos, abrió la maleta y recordó, por fin, lo que había dejado en casa.

lunes, octubre 24, 2011

Gota

Los días de lluvia me agotan

domingo, octubre 23, 2011

Perdido

  Palacios había perdido la esperanza, cualquier tipo de esperanza, pero sobre todo la esperanza en sí mismo, que es la forma de desesperanza más absoluta. No quedaba un resquicio de espera, y cuando se espera siempre es por algo lumínico, algo que transforme con delicadeza el ritmo decadente de los días consecutivos. Conducía durante horas por la región cualquier día de semana, como el que se ha convertido en un autómata. El coche y conducir eran la única dinámica sostenible, como si pasar horas y horas haciendo kilómetros sin destino concreto le otorgaran una falsa dirección a su vida. Por eso fue a Bobare, por eso terminó allí. Por que llegó sin más, desviándose, avanzando hacia la nada más absoluta. Bobare le resultaba remoto, por eso cuando llegó a Bobare le pareció estar en un lugar inexistente o un lugar prefigurado en su cabeza. Se desplazó por las calles, observó con curiosidad las casas y detuvo el automóvil frente a la iglesia. Palacios no era creyente, nunca lo fue, pero entró por buscar algo fresco, algo que detuviera esa forma imparable de tiempo subterraneo. En el interior de la iglesia un joven arrodillado rezaba con devoción, una mujer sentada y algo encogida miraba al suelo y suspiraba. Palacios caminó, escuchó el eco solemne de sus pasos, recordó algo que no tradujo del todo en recuerdo tangible, narrable y salió. En Bobare, en ese instante, hacia un calor tremendo. Caminó. Las calles estaban vacías, el paisaje árido le pareció revelador. En la puerta de una licorería tres tipos silenciosos bebían cerveza con desgana. Palacios bebía poco, pero se detuvo y pidió una cerveza, estaba absolutamente fría y la bebió con ganas. Pagó y sacó un cigarro, lo encendió y se quedó cerca de los tres tipos, sin ganas de hablar. Uno de ellos le habló. Palacios, a pesar de los años en el país, tenía problemas con los acentos muy cerrados y no comprendió lo que el individuo le dijo. El tipo insistió, le preguntaba que si era extranjero. Palacios contestó que sí. Con voz arrastrada, casi de desconfianza y con profunda desgana y casi desinterés le preguntó que qué buscaba en Bobare. Palacios, que era profundamente reservado, contestó que nada, que estaba de paseo. El tipo le miró, bebió y le dijo que si andaba buscando a la señora Flora. Palacios le dijo que no tenía ni idea de quien era la señora Flora. Otro de los tipos le contestó, con mayor desgana aún, que sería conveniente que la fuera a ver. "Yo le llevo". No supo oponerse o le produjo cierto temor oponerse. Caminaros bajo el Sol bastantes metros, casi a las afueras, donde ya concluían las construcciones, se desviaron por un camino de tierra. Palacios respiraba de mala manera y la caminata le ocasionó una profunda fatiga. No dudó, casi quinientos metros después pensó que iba a ser atracado o maltratado por ese individuo extaño, pero no, vio una construcción prodigiosamente pobre que se sostenía milagrosamente. El tipo grito el nombre de la Señora Flora. Un perro ladró y apareció una mujer muy mayor, extremadamente arrugada. Palacios comprendió que estaba ante una situación extraña, novedosa, particular. LA señora Flora le miró con algo de desdén.

.- Un Europeo- dijo la mujer con desconfianza

 Palacios no habló. Miró a los lados y pensó que no tenía sentido haber llegado hasta ahí.

.- Pase- dijo la mujer.

Palacios regido por ese automatismo en el que estaba sumida su vida, cruzó la puerta y entró en la casa más pobre que había entrado en su vida.

.- Quítese esos zapatos, hijo

 A Palacios la palabra hijo le sonó como un eco, de alguna manera la palabra hijo le desmenuzaba. Ser llamado con sesenta años "hijo", le generó una ternura rotunda, contundente, triste.

 .- Palacios ¿Por qué ha venido?

 .-Yo no he venido, me trajo ese tipo. No sé que hago aquí. No se quién es usted

 .- No le pregunto eso, carajo. Le pregunto por qué terminó aquí, en Bobare, en este país. ¿Quién le trajo?

.- No fue una decisión única. Terminé aquí por un hilo de cosas. No sé muy bien en qué momento lo decidí.

.-  Lo que pasa es que ha perdido las coordenadas. ¿Me entiende? A cada uno le corresponden coordenadas, habita dentro de ellas. Cuando se vive en esas coordenadas que le corresponden, las cosas avanzan, siguen. Puede haber problemas, sí, pero son sostenibles. Cuando uno se sale de sus coordenadas, de las que le corresponden, uno pierde su ubicación en la tierra, se está siempre fuera de la linea temporal. Usted lleva años sin habitar en su tiempo. Usted se ha perdido. Está aquí, pero no está, deambula, habita en un limbo. No significa que las coordenadas de uno correspondan con el lugar donde nació. Los nómadas, por ejemplo, tienen coordenadas móviles, por eso se desplazan, para ubicarse siempre en su momento. Hay quien debe recorrer miles de kilómetros, trasladarse una y otra vez para encontrarlas. Usted se salió de ellas. Y ¿sabe qué? Es realmente difícil volver a entrar en ellas. Complejo, muy complejo y requiere de sacrificios a los que usted, sospecho, ya no está preparado para asumir, paraa soportar. Usted está perdido, muy perdido de su tiempo. Su cuerpo pierdo la ubicación. Por eso deambula, por eso esa mirada de profunda desesperanza. Coja el coche, vuelva a casa y aprenda a vivir fuera de coordenadas. Si aprende, si lo asume, si entiende que ya no hay lugar para usted, podrá empezar a entender.

sábado, octubre 22, 2011

Las cuerdas

 Hay que dejarse  de imposturas. Por ese camino no se llega. Despójate de  lo aparente. Llega hasta dentro y que empiece lo que tenga que empezar, pero que sea sincero. Que seas tú de una vez por todas. Que esto seas tú. Ya te toca. Pierde, pero no peques de temeroso. Rompe los invisibles celofanes de lo que no eres. Mata al otro que se interpone entre lo autentico y tú y se disfraza de ti mismo. Esas caretas llevan al abismo de lo anodino. El miedo imperceptible a los juicios, el bloqueo no evidente de la corrección. Eso sí, no dejes jamás de disfrutar. Tampoco esperes glorias y elogios. Todo lo que venga del otro lado sólo sirve para marear y olvidar la esencia. Imágenes superpuestas.

jueves, octubre 20, 2011

Los fantasmas de Demi Moore

 Conocí a Demi Moore de un modo casual, en un vuelo trasatlántico. Ella iba a mi lado en primera clase. Ese viaje, entre otras cosas, era mi primer vuelo en primera clase, así que ver a Demi Moore a mi lado, descubrirla y entablar una larguísima conversación con ella me pareció parte de esos privilegios que suceden al otro lado de la cortina de la clase turista. Nos caímos bien si no no me hubiera hablado de tantas cosas, de tantas confesiones, de tanta intimidad. Debo reconocer que poco conocía de la carrera cinematográfica de la atractivísima actriz. Recordaba Algunos hombres buenos; una película infumable donde se mostraban desaforadamente los pechos que ahora tenía tan cerca y de la que no recordaba el título y, mientras charlábamos, evoqué constantemente aquel laberinto perverso que proponía una película desconcertante en la que Robert Redford ofrecía un dineral a su novio por acostarse con ella Una proposición indecente. El caso es que no hablamos de cine, sino de Descartes, de los filósofos griegos y algunos jóvenes poetas latinoamericanos por los que Demi mostraba un enorme interés. "Esos muchachos tienen el orden del mundo en sus manos. Esos poetas escriben con el delirio como bandera y ahí esta nuestra propia salvación, en lo que ellos proponen, en lo que ellos escriben, está el destino invisible del hombre, la esperanza de lo que podremos llegar a ser si finalmente el hombre obedece a sus sentidos estéticos más puros" decía Demi mientras sobrevolabamos ese desierto azul que es el atlántico en mitad del vuelo. Me confesó la profunda distancia que sentía entre su carrera y su forma de entender el mundo, la volatilidad diaria del tiempo y esa pretendida inmensidad y perpetuidad a la que tenía que ofrecerse como estrella hollywoodiense, esa farsa que era Demi la actriz, esa celebridad irreal y su forma distante y fugaz de entender la existencia. Eso me dijo hasta un punto en el que descendió a mínimos el tono de voz. Supe que una confesión profunda venía sobrevolando desde lo más profundo de ese oceano profundo que era Demi:

 .- ¿Te acuerdas de Patrick. De Patrick Swayze? Lo recordarás. Se murió el año pasado. Llevó una vida terrible. Era buen tipo. Nos llevábamos bien. Era un tipo oscuro. A veces, los últimos años, le daba por caminar descalzo por carreteras, de noche. Iba a lugares lejanos. Entraba en bares inmundos donde no le reconocían. Bebía mucho. Una bebida rara, una bebida que yo no he visto que bebieria más gente. Patrick sufrió mucho. Creía en cosas raras, estaba apegado a todas esas historias de lo paranormal. Leia revistas, se reunía con tipos fanáticos de esos asuntos. A veces me llamaba, siempre terminábamos hablando de Ghost, la película que protagonizamos juntos. Lo quería, pero era tortuoso oirle hablar siempre de aquel guión, de las situaciones vividas en el rodaje. Yo no siento apego por los rodajes, los olvido. Bien: murió. Todos saben que murió. Fuimos al entierro. Allí, en la celebración, todo fue oscuro. Como si todo estuviera impregnado de miseria, pero una miseria extraña, una miseria que sólo hay en mi país, es una miseria difícil porque es la miseria de la miseria. La miseria de la inmundicia, la miseria de este sistema mal comprendido, la miseria y el error del fanatismo, un fanatismo de la nada, la miseria del vacío, la miseria total, porque es una miseria irreversible. Todo aquel ambiente decadente, triste, donde unas tipas que parecían muñecas hinchables  berreaban y una mujer algo deformada por las operaciones rezaba oraciones terroríficas, eran católicas, rezos típicos, pero en su boca sonaban desquiciados, angustiosos, terribles. Todo aquello me afectó. Me puse terriblemente triste y sentí un dolor que jamás había experimentado recordando a Patrick. Me fui a beber sola a un sitio cerca de Pasadena. Era un sitio muy amplio y casi vacío, con muy pocas mesas como si su dueño hubiera decidido hace años cerrarlo y por pereza nunca lo hubiera hecho. Bebí, bebí muchísimo. Nunca bebo y me afectó muchísimo. Salí de allí conduje temerariamente por la autopista de Pasadena. Atardecía. Me metí en un motel. Me encerré en la habitación, me puse a leer a un poeta colombiano que acaba de descubrir, uno de sus poemas me hizo llorar desconsoladamente. En ese instante sucedió lo que lleva sucediendo desde entonces. Apareció, exáctamente igual que en Ghost, Patrick. Rodeado de esa aureola cutre, de ese glow mal integrado. Era él. Me habló. Yo creí que estaba muy borracha. Él me contó muchas cosas, sus últimos meses, confesiones que no puedo desvelarte. Luego me dormí. No sé cuando, me quedé dormida. Salí de allí ala amenecer. Viajé a casa. Desde entonces diariamente me encuentro con Patrick. Igual que en Ghost. Y ahora, de verdad, lamento tanto haber hecho aquella película, aquel drama edulcorado. Estoy tan marcada por esa visita diaria de Patrick. Este viaje es un intento de huida. Pensé que viajando a Europa, a otro lado, lograría no volverle a ver aparecer.

 .- Quizás lo logres. Quién sabe- dije yo tratando de darle apoyo

.-  No. Ya sé que no lo lograré. Sé que tampoco esto funcionara.

.- ¿Por qué crees que no funcionara?

.- Porque ahora mismo está detrás de tí


miércoles, octubre 19, 2011

El tipo del traje de todas las mañanas

 El tipo del traje que no parecía suyo entraba en el metro a las ocho y treinta y cinco cada mañana. Generalmente se ubicaba en el mismo vagón, el primero, el que va surcando el túnel, el que anuncia la entrada en la siguiente estación. Por la hora pocas veces encontraba sitio libre y se apoyaba en el fondo, en el cristal que contenía la puerta por la que entra en conductor. A veces iba con sus audífonos escuchando música terrible, a veces miraba, observaba a los otros pasajeros y contaba las estaciones (siete) hasta llegar a la suya, donde se bajaba para terminar alcanzo, setecientos pasos después, la oficina donde pasaría la jornada laboral. Sentado en la mesa, repetía no exactamente, pero sin con enorme similitud, las distintas actividades diarias. Sin ser brillante, cumplía con precisión su trabajo. No sobresaltaba y seguramente no ascendería grandes posiciones en la empresa, pero no era un tipo que pasara del todo desapercibido. El tipo del traje que no parecía suyo salía por la tarde y bajaba de nuevo al metro. Generalmente no lo pensaba, pero algunas tardes sueltas, le daba por pensar que el metro no era el mismo sitio por la mañana que por la tarde, como si la evolución del día modificara algo que no era perceptible y descompusiera y ordenara de otro modo ese universo subterraneo. Al bajarse en su estación caminaba pausado por el andén, por las escaleras mecánicas, salía a la acera y recorría su barrio con contención, con la agradable nostalgia de ver morir el día. Llegaba al portal y subía a píe, por las escaleras. Al entrar en casa lo primero que hacía era quitarse el traje y colgarlo. Evidentemente él no tenía conciencia de que el traje cuando lo llevaba puesto no parecía suyo. El, en cierta manera, sentía apego por ese traje. Se ponía ropa de sport y zapatillas de tela. A veces iba al salón y se sentaba, a veces se quedaba sentado en el borde de la cama, a veces salía a pasear hasta la hora de la cena. En cualquiera de los casos, una vez cenado volvía a la habitación y se quitaba la ropa para ponerse el pijama, se acostaba en la cama y leía fragmentos de un libro sobre determinados misterios irresolubles que esconde la naturaleza de la tierra, preguntas a las que la ciencia aún no ha sabido contestar. Luego apagaba la luz y soñaba. Cada noche soñaba algo distinto o muy pocas veces algún sueño era recurrente:

  Soñaba por ejemplo, con un lugar donde a nadie le correspondía su cara o soñaba con un tipo que hacía magia y que no siempre lograba hacer el truco, soñaba a veces con un sótano con una luz agradable donde gente diversa se sentaba a hablar de sus sueños y entonces durante toda la noche el soñaba los sueños que contaban en ese sótano. Soñaba con números que no significaban nada, ni siquiera eran traducibles a cantidades, números que perdían la esencia de ser números. Soñaba con compañeros de trabajo. Soñaba con celebridades atormentadas que le pedían ayuda en el último momento. Soñaba con calles que no conocía y que le parecían calles tristes. Soñaba con ciudades que se mezclaban con otras ciudades, era invierno y todo le parecía pesado y silencioso. Soñaba con comics. Soñaba con alguna mujer con la que hablaba de paisajes inventados. Soñaba que se quedaba dormido y llegaba tarde a todo. Soñaba que estaba despertandose. Soñaba que se meaba. Soñaba con un tigre dando vueltas en círculo. Soñaba con una mujer rubia. Soñaba con su padre, en el sueño aún estaba vivo y el le preguntaba porque había fingido su muerte y que donde había estado todos esos años. Soñaba con un hombre silencioso que vivía en un lugar remoto. Soñaba con una familia en mitad de una carretera. Soñaba con viejos coches americanos detenidos en gasolineras europeas donde no había nadie. Soñaba con un paisaje Danés. Soñaba que la nieve se derretía. Y soñaba, y este era el único sueño recurrente, con un mudo sentado en un banco al que le contaba todos los sueños.

 Luego despertaba. Diariamente anotaba los sueños en un cuaderno que tenía en la mesilla. Se levantaba. Tomaba café. Finalmente se ponía el traje que no parecía suyo.

Mi lista de blogs

Afuera