sábado, febrero 26, 2011

Fiesta

Había un grupo de gente cerca de la ventana, otros estaban instalados en medio del salón. En cualquier caso, la formación de todo la gente en aquella fiesta, recordaba a islas, islas en medio de un océano extraño e impenetrable. El apartamento recordaba a algo, espacioso, todo abierto, sin paredes. Había un tipo en una esquina leyendo. Aquello era desconcertante porque había mucho ruido y mucho humo y el tipo parecía ajeno a la fiesta, a las islas. El tipo en sí, era una isla, la isla lejana y de formación peculiar en aquel archipiélago. Yo estaba en otra isla, la conversación se movía como hilos de agua, como corrientes submarinas. Las conversaciones van en direcciones peculiares, pero en cualquier caso jamás llevan un camino lineal. Me acerqué con curiosidad hacia aquel tipo, estaba leyendo a Ernesto Sábato. Quise interrumpirle, pero no me atreví. Cambié de isla, llegué a otra. Miré por la ventana, abajo hacia menos frío que los meses anteriores. Miré la hora y pensé en Ernesto Sábato, pero en Ernesto Sábato en ese instante, en ese presente ¿Qué carajo hacía Sábato en ese momento, mientras un tipo inconcebible leía "el túnel" en una fiesta lejana, en una isla? Estaría despierto Sábato, mirando el reloj, ajeno. Viejo, muy viejo, silencioso. Mirando ahora el lomo de un libro, o no mirándolo porque ya no queda casi vista, palpándolo. Alguien me habló de otras cosas y me fui de esas otras islas. Pensé un segundo más en Sábato y lo olvidé. Hablé de otras cosas. Bebí un poco más, hay momentos en que el alcohol se disuelve y entra en otro estado, se está evaporado, se confluye en algo, en ríos, en corrientes. Miré de nuevo hacia el tipo que leía y ya no estaba. Había desaparecido. Estuve tentado de preguntar por él, pero lo olvidé o preferí olvidarlo, como si nada de todo eso hubiera pasado. Finalmente me quedé atento a una canción que sonaba. Música en la isla.

miércoles, febrero 23, 2011

Volcánico

A Volcánico le gustaba la euforia como la primera forma de locura. Cuando bebía soltaba enormes monólogos que parecían no llegar o llegar a demasiados sitios. Bebedor compulsivo de ron, se sentaba en la mesa de atrás, donde no entraban los de las chabolas y contaba sus reflexiones a un público generalmente no atento, pendiente de sus vasos y sus conversaciones terrenales, alejadas de las desviaciones indefinidas de la cabeza en erupción de Volcánico:

.- Hay subidas, hay ascensiones de montaña rusa o de montañas verdaderas, de las de rocas y milenios. Subidas en las que se anticipa, en las que se empieza a ver una extensión desbordada e inabarcable. Ahí viene todo, ahí nos da el golpe en el pecho esa ascensión veloz. Se ve con claridad la alucinación. Entonces arrancamos con esa mezcla confusa de emociones y pajas mentales. En el subidón todo es tremendo: El sexo, la música, el dolor, la literatura, el silencio, las reflexiones, la memoria, las flores, la luz, los reflejos, el tiempo. Arriba desde esa montaña todo cambia de perspectiva y es hermoso. Uno está dentro de si mismo y ese que uno es se transforma en espectro, en una proyección brutal. Ahí arriba se experimenta con la sensación de alcance, como si todo estuviera algo más cerca. En la subida todo se vuelve poder, una forma como de pulpo, como de cangrejo. Ahí arriba todo se detiene como en los mares y se pasa lento a lo otro porque se está a mayor velocidad. Cuando se sube no se empieza a parar hasta que se empieza a bajar. Cuando se baja es otra cosa, es el inverso, todo se detiene y duele, pero ahora estamos subiendo, no paremos, no perdamos el empujón.


Finales

Se puede acabar con una muerte de cualquier tipo o de repente, sin aviso previo. Exterminar los finales, acabar con ellos de una vez. La vida o acaba de golpe o continúa con extrañas y poco claras transiciones. Acaba el verano, acaba el viaje, acaba el amor, acaba el sexo, acaban los libros, pero el tiempo, la continuidad, la secuencia invisible de las cosas, nunca acaban. Rebelión violenta contra los finales cerrados. Hay que terminar de un puñetazo pero sin terminar. Lo sensato, lo correcto sería dejar el final con palabras a medias o finalizar, siempre, con puntos suspensivos. Porque cuando termine de teclear este texto, después de todo, habrá una continuidad invisible, un hilo de agua evaporada que todo lo va tejiendo y enredando y haciendo inaccesible su comprensión. No hay final salvo la muerte, siempre tan radical, siempre tan inesperada e inoportuna, pero la muerte es otra cosa. Sigamos, sigamos. No hay final. No hay un arbitro que pita, una sirena que dice que todo se acabó. Las desdichas o felicidades, las experiencias van y vienen y se va pasando, siempre, a otra cosa. No terminemos siempre con finales, dejémoslo ahí, en medio de la nada, que es donde empiezan a acabar las cosas antes de acabar y empezar otras. La otra es terminar con una muerte, pero ese final es terriblemente evidente. Hay que terminar sin dar pistas de que se está terminando. En cualquier lado, en cualquier punto donde todo se va abriendo, se va bifurcando. Una calle que confluye en una rotonda y salen varias avenidas y de las avenidas a las carreteras nacionales y la historia se va perdiendo y desmenuzando en trozos y , a lo mejor, ya terminó, pero no nos hemos dado cuenta que la historia ya es otra, que estamos contando finales que son ya principios, o principios que son mitad de otras historias, que estás hablando ya de nubes o lluvia o coches que van y un niño cruza una calle detrás de un balón y el balón cae por una cuesta, y rueda el balón veloz, y el niño entre rabioso y triste corre detrás viéndole irse, viéndole atravesar calles y un coche pasa por encima y casi lo aplasta pero el balón sigue, sigue cuesta abajo y el niño no llega y lo empieza a dar por perdido porque el balón parece que ya ha empezado otra vida, otro destino alejado de ese partido de fútbol en mitad de la calle que se ha quedado a medias y se va el balón y el niño se detiene y se da cuenta que ha empezado a anochecer y que debería volver a casa y cenar y todo se va a otra cosa y ¿quién se acuerda, ya, del balón, de las calles, de las carreteras, de aquella vieja historia de finales? y el niño se da la vuelta...

lunes, febrero 21, 2011

Los conejos desde la ventana

Los conejos no distinguen los días de semana y los fines de semana. Les da igual. Creo que son tres, al principio yo creo que veía siempre al mismo, pero luego han ido creciendo como familia. Hacen movimientos aparentemente caóticos, pero básicamente repetidos. Al mínimo ruido se esconden en los matorrales y permanecen ocultos durante un tiempo indefinido. Los días de Sol están muy activos, hay movimiento constante en los matorrales. Sale uno, sale otro, sale el que sospecho que es un tercero. Van, vuelven. Velozmente se esconden cuando cerca del portal pasa alguien. Los miro desde la ventana, a mi no me ven, lo que me da una perspectiva curiosa de su existencia. Al principio descubrí a uno, durante meses, o un tiempo indefinido que parecieron meses, ese conejo solitario hacía sus actividades, sobre todo matutinas, con un sosiego extraño para ser conejo. Como si se supiera al margen de los peligros en ese matorral metido en los jardines de la urbanización. Luego vi al segundo conejo, tiempo después al tercero. Alguna vez temí una excesiva proliferación de conejos, pero lleva un tiempo amplio que se ha quedado en tres. Los conejos llevan su existencia. Yo me entretengo mucho cada mañana, generalmente bebiendo café. Me gusta cuando se olvidan del acecho, el acecho de lo que no se ve. Un acecho que está, invisible, agotador. Se entretienen en leves movimientos por el césped, sin urgencias. Entonces se vuelven hermosos, y de algún modo vuelven también hermosa mi mañana. Están pausados y lo pausan todo, el clima, el movimiento del sol, el mundo, el ansia acumulado, en cubos, del mundo, esa masa invisible que viaja como un agujero de gusano. Respiro. Hay veces que siento una especie de comunión con esos conejos. Como si pudieran comprender algo que yo no comprendo y me indicaran lo que se esconde tras el movimiento de nubes. Hay veces que están tremendamente inquietos, como si fueran nubes cargadas antes de la lluvia. Otras veces sólo son conejos y simplemente divierte contarlos. Dudar si siguen siendo tres o hay alguno más o por el contrario son dos o uno. Sólo uno. Un conejo total. El conejo absoluto.

domingo, febrero 20, 2011

Biografías. La de F.V.

Hay individuos a los que te une algo más que una pura cuestión de amistad. Hay tipos con los que has visto el lado más amargo de la vida y con los que has ido en coche por una carretera callados, viendo un paisaje bestial que anuncia, de algún modo, que el mundo, en algún momento, se acabará. Tipos con los que te une un silencio milenario y la invisibilidad. Hay tipos con los que has descubierto, sin saberlo, formas de felicidad basadas en una profunda tristeza. Tipos con los que has estado en total desacuerdo y sin embargo estás en lo mismo, en un viaje en el que no hay encuentros, nada de todo ese asunto de estaciones de llegada, ni paradas en las que bajarse. Son tipos con los que has fumado un cigarrillo a medias a las tres de la mañana sin saberse muy bien porque no te has ido ya a la cama porque llevas un rato sin hablar. Hay tipos que les has visto venir desde el desconsuelo, pero un desconsuelo inanimado, sin tragedias. Desconsuelo como forma de existencia. Luego han reflotado, han emergido sin grandes aspavientos y han seguido mar adentro, que es donde vamos, ineludiblemente todos. Son las grandes biografías que no se contarán, pero que son las ciertas. Tipos que pasan horas en una habitación a vueltas con un libro, enfrentándose como a un tigre salvaje e iracundo. Tipos que ven un paisaje que todo lo devora al otro lado de la ventana y ven pasar las horas con el sosiego del que sabe de antemano que todo está acabado. No son cobardes, son los más valientes. Cuando la cosa se pone fea ponen la mejilla los primeros para salvar al resto. Asumen el riesgo y saben que la revolución es invisible y sobre todo se hace en la propia cabeza. Que la verdadera lucha está con uno mismo, de ahí en adelante. Conocedores de la insignificancia radical de cada ser humano, asumen esa batalla silenciosa en la que asumiendo la derrota salen vencedores. Al otro lado de la ventana ven las máquinas que chupan el suelo, fuman cuando la ocasión lo merece y cada pocos minutos tienen reflexiones al alcance de muy pocos. Son los tipos que silenciosamente cambian el mundo a mejor, siendo honestos a una cosa, a si mismos y a los otros.

sábado, febrero 19, 2011

Biografías. La primera

Venía de pueblo, de un pueblo bastante feo. Llegó joven a la ciudad. Primero estudió una carrera en la que más que aprender, le sirvió de huida, de carrera hacia adelante, hacia un horizonte invisible, invisible por inexistente. Se relacionó de un modo ambiguo con gente. No tenía amigos, tenía conocidos. Con los conocidos mantenía relaciones difusas, trataba de esconder algo que ni él sabía que era. Se enamoró de un chico de otra ciudad e hicieron varios viajes, pero jamás se acostaron. Un día de larga borrachera y de amanecer extraño le confesó un sentimiento que no quiso llamar amor, el otro se rió de él y se abrazaron. Terminó la carrera, buscó trabajos que no le satisfacían y que iba abandonando cada cierto tiempo. Mientras tanto se interesó por movimientos culturales alternativos. Empezó a visitar casas de cultura alternativas que organizaba eventos disparatados. Empezó a creer en un compromiso basado en la desidia y en la crítica del estado social reinante. Cada veinte o treinta días retiraba de la cuenta el dinero que seguían enviando sus padres. Cada tres o cuatro meses viajaba al pueblo, comía bien, descansaba y recordaba algunas escenas prescindibles de la infancia. En el autobús de vuelta siempre pensaba que el pueblo era un error y aplaudía la suerte de vivir en la ciudad. No obstante seguía anotado a las corrientes más radicales de cultura alternativa, aquellas que invitaban a quemar la forma social reinante. Mientras tanto nunca quemó nada. Se enamoró de un escocés y con el escocés mantuvo una relación larga y terrible. Discutían cada nueve o diez horas, hacían el amor cada dos o tres días. Viajó al extranjero y sintió que la vida se expandía, también su cultura. Una noche en Bogotá pensó que no tenía amigos y mirándose al espejo reconoció el gesto inmenso de su cinismo, una cara de imbécil que jamás podría quitarse, lo que se ocultó conscientemente fue su falsedad. En Colombia sacó fotos de calles, de barrios, de carreteras. Al llegar a la ciudad las mostró con desdén. Hizo una exposición con esas fotos y pensó en otras exposiciones. Había un concepto sólido tras sus ideas. Las exposiciones debían ser creativas, imaginativas pero cargadas de concepto, también de ironía y crítica. Se fue a vivir con su pareja más sólida, un chico más joven que él. Discutían cada tres o cuatro horas, se acostaban cada veinticuatro o cuarenta y ocho. A su nueva pareja le gustaba hacer el amor, siempre, a la misma hora. En las discusiones el otro era más violento, llegó a lanzarle objetos. Consiguió un trabajo, buen sueldo, buena posición, no obstante, y eso él lo sabía, se enfrentaba con su condición de extremo crítico. Viajó más. Conoció Honduras, Guatemala y El Salvador. Sacó fotos, fotos de niños, de militares y de carreteras. No organizó más exposiciones. Fue cambiando de conocidos. Jamás tuvo amigos. Ni uno. Una noche le confesó a su pareja que le odiaba, pero que lo más terrible o lo más hermoso, es que a él mismo se odiaba más. Su pareja se fue. Esta vez no se miró al espejo.

Tontos.

Llegué a la inmensa planicie repleta de tontos. Llegué en avión. Desde la ventanilla vi los caminos, los coches de todos los tontos avanzando hacia la nada, las casas amontonadas de los tontos, la pista de aeropuerto en medio de la inmensa planicie repleta de tontos. Me bajé del avión, los tontos saludan con desdén y con escasez de educación. Los tontos de la planicie viven con el temor de ser agredidos y agreden como modo de defensa. Los tontos hablan alto y generalmente no te dejan hablar y tienden a creer, como buenos tontos, que saben bastante de todo. Así que de primeras, y sin yo imaginarlo, los tontos, por ejemplo, tenían un sólido criterio del lugar de donde yo venía y a ellos les da igual no haber estado, pero con dos o tres titulares de periódicos se montan un criterio sólido y bien formado. Si de algo abusan los tontos es de su intuición distorsionada que confunden con su inexistente inteligencia. Así que a veces, por pura supervivencia me fui emborrachando con tontos, me fui mezclando con ellos, trabajé con ellos y claro, pasó algo terrible, que sigilósamente me convertí en tonto de la inmensa planicie. El asunto es evidente, habitaba en la planicie de los tontos, por lo tanto eres otro tonto más, no hay barrera, no hay distinción. En la planicie nadie escapa, tontos somos tontos. Los hay algunos un poco menos, pero casi nadie escapa a la tontería ilimitada. Los tontos dirigen su planicie de un modo tonto, evidentemente. Se relacionan de un modo tonto. Trabajan en la absoluta tontería. Sus médicos son tontos, sus televisiones son idiotas, sus abogados, sus políticos, sus periódicos, su música, su gente, sus modernos, sus rojos, sus amarillos, sus verdes, sus plantas, sus calles. Lo terrible de los tontos de la planicie es que debido a su imbecilidad, confunden todos esos términos. Trabajo y tontuna, relaciones y tontería, tontos y profesionales, imbéciles, charlatanería y odio. Porque odian. Como son tontos odian a los otros tontos: odian al tonto que ríe, odian al tonto atormentado, odian al tonto que baila, odian al tonto que está atontado, al tonto poeta, al tonto marica, al tonto camionero, al tonto extranjero, al tonto que asume su tontería y camina sin más, al tonto cursi, al tonto moderno, al tonto que se hace el tonto, al tonto envidioso, al tonto fantasma, al tonto rico y al tonto pobre, al tonto campesino y al tonto urbano. Los tontos odian a los tontos de la planicie por lo tanto se odian hasta si mismos porque puestos a ser tontos, los tontos de la planicie son tontos de los buenos, sin límites. Con los tontos de la planicie ocurre algo tremendo, cuando crees que has empezado a comprender su tontería resulta que su tontería te ha adelantado, seguramente porque uno mismo está absolutamente atontado. Tontos. Los tontos de la planicie son muy tontos, pero que muy tontos y para la tontería, para semejante tontería, no hay solución.

viernes, febrero 18, 2011

Amancio

Amancio era un hombre de su tiempo, aunque no le gustaban los relojes, nada que indicara la hora. Decía que aquello "es un intento bastante inocente de querer atrapar el presente". Amancio no creía en muchas cosas, pero si tenía ciertas ideas fijas. Por ejemplo que el futuro era un asunto que había que ir olvidando ya y que del pasado ya nos encargaríamos más adelante. Era escurridizo, cuando creías haberlo visto ya andaba por otro lado y nunca sabías muy bien cuando carajo te lo ibas a encontrar. No tenía una profesión conocida, no se sabía de que vivía Amancio. No era pobre, no parecía pasar hambre, pero tampoco parecía un tipo viviendo de las rentas. Alguna vez apareció en alguna fiesta, siempre se instalaba en la cocina, con un grupo de gente que le escuchaba atentamente. Hablaba de poetas, también de viajes. A mi alguna vez me daba la sensación que todo lo que decía se lo inventaba. Que no existían tales poetas, movimientos artísticos de nombres estrambóticos de los que jamás nadie había oído hablar. Los viajes eran pura ficción: viajes en barco a través del atlántico, travesías por el desierto en busca de algo invisible, África de arriba abajo tras una foto que jamás se publicó. Amancio decía creer sobre todas las cosas en el arte, o más que en el arte en la literatura. Que había escrito varios textos que inauguraban una forma memorable de nueva literatura, pero que lo más honesto, decía, era guardarselo para él mismo. Yo no creía las historias de Amancio, pero es que tampoco estaba muy seguro de si era real su existencia.

jueves, febrero 17, 2011

El camino a casa

Siempre vuelvo en el último metro. El que sale a última hora, a eso de la una y media de la madrugada de la primera, o última, estación. Atravieso toda la línea, de punta a punta. Me entretengo con los reflejos, con la gente que sale y entra en distintas estaciones. A veces cierro los ojos varias paradas. A veces me quedo un poco dormido, pero no sueño. Tiendo a pensar que por algún motivo la cabeza no sueña bajo tierra, como si no quisiera enredarse con ese mundo enterrado, alejado y terminar enredando ambos mundos, el subterráneo y el onírico. Una pura cuestión de seguridad. Cuando me quedo dormido abro los ojos de repente, siempre con un pequeño sobresalto que dura algo menos de un par de segundos o como mucho hasta la siguiente estación. Hay un temor siempre en ese despertar de haberme quedado profundo y perderme en las cocheras, ser olvidado en los submundos del metro, pero aparece la siguiente estación y me doy cuenta que el sueño ha durado poco más de cuarenta segundos. A veces duermo más de un sueño por viaje, cierro los ojos sin darme cuenta en varios tramos, a veces despierto y dudo de si realmente despierto o no es más que un sueño en el que el sueño es el metro. Hay veces que temo despertar y aparecer en una estación que ya creía pasada y caer en cuenta que lo que creí cierto no era un sueño anticipándose en el viaje. Soñar que el metro se detiene en la estación en la que rato después despertarás cuando el metro se detenga. A veces pienso que todo el viaje es sueño y que en realidad ya estoy en casa, que es madrugada y que el viaje en metro es el viaje que me lleva de la realidad al sueño y que voy soñando que avanzo en metro a casa y que cuando llegué ya estaré plenamente dormido. Esas cosas pienso para no quedarme dormido en el último metro que pasa y que me lleva a la última estación que es donde me bajo, en un andén del que siempre dudo porque me da por pensar que no es un andén sino que es un sueño y que el metro se mete, ya solo, a las cocheras y es el día que se va, el día y yo duermo. Pienso en eso, también pienso que no, que es todo cierto, que recorro el camino desde la estación a casa y abro la puerta y , eso si, siempre imaginando que hoy si, que hoy si estará en casa.

Los muros

Todas las palabras son pequeñas cárceles, a todas las palabras se les escapa algo de libertad, todas encierran algo injustamente pues no abarcan el sentido absoluto de lo que deben significar. Todas las palabras nos hacen presos. No es exactamente eso lo que queríamos decir, no es esto lo que yo quería decir. Siempre hay un hueco donde se desvanece y empieza algo invisible. Así que ahí estás, rodeado de significados imprecisos. Muros que te separan de los otros, de los demás. Ahí estás envuelto en las pequeñas cárceles de lo que quisiste decir y los demás escucharon de otro modo, distorsionado por la reverberación al otro lado de tus muros. Así que no les culpes, no te culpes, no culpes a los muros, no culpes al lenguaje. No hay culpables. Estabas condenado de antemano, desde la primera palabra, desde la primera cárcel. Estás encerrado y no hay fuga. Son los muros de las letras. Hermosos, gigantes. No culpes a las letras tampoco, ellas cumplen su función, ellas levantan muros pero también los derrumban. Sigue escribiendo, que por lejos que estén los otros, siempre podrás derrumbar este muro con otro muro.

miércoles, febrero 16, 2011

Inmenso mecanismo

Es un mecanismo gigante, armado por minúsculas piezas empujadas por unas precisas ruedas dentadas. Es un mecanismo bien armado, diseñado y perfeccionado a cada instante por unos tipos que trabajan en ello con fe ciega. El mecanismo no tiene hora de inicio por las mañanas, tampoco hora de fin. Giran las ruedas, giran las piezas y van, a un ritmo invariable, cumpliendo su cadena perfecta. El mecanismo requiere un equilibrio casi imposible y admirable, está sostenido milimétricamente. Todas sus piezas dependen unas de otras, nada salta la cadena. Falta eso si, la esencia, que es lo que se va carcomiendo en su ritmo pesado, maquinal. Eso extermina el hermoso mecanismo, la esencia. Va triturando, a cada giro, el enigma que sin embargo persigue construir. En esa estructura sublime, total, el fallo está en lo que pretende construir.

martes, febrero 08, 2011

Comisiones

Fundamos la sociedad de los libros detestables. Nos reuniamos dos o tres veces al mes, nos emborrachábamos fervientemente y debatiamos, sin más razón que la pasión, que libros eliminar de las librerías. Nuestra idea era hacer un comite de censura underground. Decidir y crear una lista de libros nocivos para el intelecto. Al principio todo era fácil, todos estábamos de acuerdo. Íbamos anotado libros y emborrachandonos con la misma intensidad. Todos acordábamos sin demasiada discusión los títulos a anotar, pero la lista de best sellers, por grande que sea, no es infinita. El problema surgió cuando los títulos fáciles se fueron agotando y entramos en terrenos ambiguos, difusos. Además no todos teníamos la misma línea de radicalidad en la censura. Había quien consideraba determinados libros malos, pero no censurables, sino simplemente libros menores, que podrían leer las mentes menos elevadas, pero había quienes radicalmente pretendían anotar en la lista cualquier libro de calidad menor. La idea de ese sector rádical era dejar las librerias sólo con obras maestras. Aparecieron nombres complicados, debates encendidos, las primeras discusiones ardientes. Hubo quien enseguida sacó a Cela, quien proponía quemar la obra entera de Umbral, hubo los que hablaban de escritores de editorial, apoyados por grupos de poder y proponian anotar cada uno de sus libros. Antonio Gala fue la primera gran víctima. Hubo quien quiso defenderlo, argumentando que ocupaba un lugar y que no era tonto. No hubo remedio, todos sus libros aparecieron en la lista. El problema llegó más adelante. Había quien proponía a escritores con cierto renombre, pero "engañifas editoriales" como argumentaba el sector mas extremo del grupo: Cercas, Millás, Elvira Lindo, Ray Loriga. la lista iba creciendo en cada reunión. Los debates pasaban al tono de la pelea. Hubo quien levantó la mano ofreciendo un puñetazo. Había quien defendía a escritores que jamás había leido argumentando que la lista se estaba convirtiendo en la salvación exclusivamente de los grandes clásicos. La censura es un vicio, se parece al capital, cuanto más tienes más quieres. Censurar es como comer y rascar. No es tan dificil lanzar títulos con el simple argumento de "porque es una puta mierda" y así llegamos a las manos y de las manos a las grandes decisiones y de las grandes decisiones a la disolución y fue cuando comprendí que nos habíamos censurado hasta a nostros mismos. Fue por eso que dejé de escribir.

Bartleby.

jueves, febrero 03, 2011

Pulpos

Las cosas ya no estaban nada bien entonces, pero creo que los dos aceptamos viajar como una forma de esperanza. Esperando que el viaje nos diera lo que lo cotidiano había exterminado. No soy capaz de determinar que era lo que sucedía. Él seguía siendo el mismo, yo era más o menos la misma, pero lo que al principio fue ebullición se había ido convirtiendo en algo bastante insulso. Yo estaba triste, pero metida en una forma de tristeza indefinida, una tristeza aceptada. Creo que la comparación con el agua es buena. Al principio todo era como ese agua que rompe a hervir y, siendo los mismos, nos habíamos convertido en agua dentro de una olla olvidada, agua estática. No era ni siquiera una botella dentro de una nevera. No, era como esos vasos de agua que te dejas en la mesa del salón antes de irte a dormir y cuando te levantas ves el vaso con el agua estática, tan poco apetecible. Así que el viaje tenía algo de remover las aguas, ver si había posibilidades de arrancarnos de ese estancamiento. En el avión nos llegamos a coger la mano, yo me puse los auriculares para ver una película que proyectaban y que me resultó muy mala y muy terrible, una comedia romántica con un argumento delirado sobre una pareja que es obligada a vivir juntos para cobrar un premio de lotería que, sin embargo, me hizo llorar. Esas películas reflejan las miserias de una forma terrible, porque las da por aceptadas, casi como bondades, sin esperanza. Las comedias románticas son claustrofóbicas, nos robotizan, nos aniquilan como especie. Antes de aterrizar miré por la ventanilla, el mar sacaba esos brillos deslumbrantes. Llevábamos tres años sin volver al país y los dos sentimos la emoción inocente de la vuelta a casa. En el aeropuerto nos recogió su hermana. Todo el camino fue hablando de lo trágico de la situación del país, de lo desolador y desgarrado del asunto. Su hermana siempre me pareció una cínica, pero había algo en su cara que se había vuelto más cálido, mas amable. Llegamos a su casa, un chalet muy amplio, donde tendríamos una habitación amplia y separada para nosotros. Saludamos a los niños, a su marido y estuvimos charlando agradablemente. Yo creo que el cambio horario me afectó y me sentí muy mareada y me subí a la habitación. Altumbarme en la cama me vino un olor de otra época y esa sensación agradable y desconcertante de estar descansando en un lugar ajeno. Me quedé dormida y soñé con una compañera de trabajo que andaba sumida en un problema que jamás me explicó. Al despertar él estaba a mi lado dormido. Le miré un rato. Me levanté y miré por la ventana que daba al jardín, había una luz tremenda y me agradó estar fuera del invierno tremendo del que veníamos. Bajé y vi a los dos niños viendo la televisión, me sonreí con el doblaje de los dibujos animados. Pasamos un par de días allí y nos fuimos a la playa. La primera noche en la playa nos acostamos tarde, habíamos estado bebiendo en un lugar muy agradable rodeado de palmeras y sintiendo la humedad del trópico. El lugar era un bar algo decadente pero tranquilo cerca del hotel donde estábamos, había poca gente y sonaba música muy suave. Hablamos del libro que él estaba leyendo y me confesó que quizá no lo terminaría, que le estaba produciendo algo de desasosiego, como si la historia estuviera sucediendo todo el rato en la habitación de al lado. Yo quise hablar de nuestra situación pero el dueño del bar se sentó a preguntarnos de donde veníamos y a dar conversación. Nos contó que llevaba años viviendo ahí, que estaba contento y que jamás podría volver a vivir a una ciudad, que esa vida de playa era como vivir sin tiempo. Luego nos contó algo sobre un tipo del pueblo que había trabajado en el hotel donde estábamos nosotros. Que esos días se hablaba mucho de él porque había dicho que en una de las habitaciones había visto a un ministro importante del gobierno haciendo el amor con un chico menor de edad y esnifando pegamento, nadie le creía pero a los pocos días, sin motivo, la policía se lo llevó a la capital de la provincia y no se sabía nada de él. De madrugada volvimos a al hotel, al entrar en la habitación y quitarnos la ropa él hizo un intento de tocarme, pero le vi borracho y me pareció inconveniente, se acostó y se quedó dormido. Me asomé al balcón, se escuchaba música de baile a lo lejos, las percusiones reverberaban de un modo curioso, como repitiéndose por detrás del hotel, de resto se veía poca luz y nada de tráfico, como si el pueblo se hubiera quedado vacío con música sonando para engañar a alguien. Me senté en el suelo del balcón y me quedé dormida, antes del amanecer me desperté y me cambié a la cama, al acostarme noté el olor del alcohol en su piel. El se despertó primero, cuando yo abrí los ojos ya no estaba. Me puse el traje de baño, un vestido y bajé. Le vi en la terraza del hotel con una cerveza y el libro, leía con un gesto extraño, al acercarme me dio un beso y siguió leyendo, pero el beso me pareció enormemente emotivo, el beso más bonito de los últimos tiempos. De repente paró de leer y me dijo que ese libro era terrible, que sentía que lo había escrito alguien que le hubiera estado vigilando toda su vida, y de repente se puso a llorar. Le abracé, le cogí del pelo y sollozaba como un niño pequeño. Por primera vez en meses sentí un deseo tremendo de hacer el amor y se lo dije, me puso una mano en la pierna, pero siguió llorando con la cabeza metida en mi cuello. Llegó el camarero y le pedí un café. Nos miró contrariado. Le di un beso en la frente y le confesé que todo se arreglaría. Al rato cogimos el coche alquilado por una carretera muy estrecha y repleta de curvas buscando un lugar que nos había recomendado su cuñado. El camino era muy incómodo, muchos baches, muchas curvas, la vegetación reventaba en el asfalto y era difícil avanzar. Hora y media después llegamos a un acantilado que se abría desgarradamente al mar. Detuvimos el coche y leyendo la hoja que había escrito su cuñado bajamos el camino indicado. Llegamos a una pequeña playa que no parecía del todo real. Nos pusimos bajo una palmera, el sol era muy fuerte. Sacamos algo de bebida y nos sentamos mirando el agua y la vegetación exagerada alrededor. Apenas nos hablamos en las horas que estuvimos allí. Él se metió al agua y empezó a nadar hasta convertirse en una cabeza a punto de desaparecer, nadaba como si no fuera a volver y en algún momento me pareció preocupante. Durante algunos minutos me desagradó sentirme tan sola en esa playa lejana. El agua llegaba hasta la orilla con desgana, las olas eran casi inapreciables y la quietud a ratos desconcertaba. Nadó mar adentro mucho rato, mucho. Creo que menos del que a mi me pareció. Estaba allí, casi como parte de ese mar increíble, casi como si nunca fuera a volver. Salí de la sombra, me daba miedo el sol tropical en la piel pero pensé que llevaba mucha crema protectora y que un rato no me haría daño. Camine sin orden por la playa rodeada de paredes de piedra y vegetación, de una de las esquinas apareció una pareja joven que por el aspecto parecían extranjeros, ella sonreía y tenía la piel preocupantemente roja, él avanzaba como buscando el camino para volver. Me miraron analíticamente y siguieron por el camino que habíamos bajado nosotros. En ese momento me di cuenta que empezaba a atardecer y miré al mar, me costó unos segundos encontrar su cabeza pero cuando la encontré vi que nadaba, ya, hacia la playa. salió del agua respirando fuerte, cansado y se tumbo en la arena empapado en la orilla, las olas casi invisibles le daban en la pierna. Me acerqué. Jamás había actuado así, pero me puse encima de él para hacerle el amor. El sonrió, estaba empapado, le bajé el traje de baño y le acaricié. Al terminar me metí en el agua, cogí aire y buceé. Abrí los ojos y vi corales, algunos bancos de peces. Aguanté mucho la respiración y salí a coger aire. Lo hice cinco o seis veces. Salí del agua y nos fuimos al coche. Esa noche, en la terraza del hotel, bebiendo decidimos divorciarnos. A los días volvimos donde su hermana. No le comunicamos nada. El día que nos llevó al aeropuerto, dijo que estaba preocupada con el niño pequeño, que hacía dibujos de pulpos y que apenas hablaba, él la miró y le dijo que quizá fuera artista, a ella el análisis le molestó. Nos despedimos y nos montamos en el avión. En el despegue puse la cabeza contra el cristal, me quedé dormida viendo el mar y los reflejos del sol contra el agua.

miércoles, febrero 02, 2011

Lejos

Si estamos lejos, ¿los demás donde están? Porque no están cerca, pero lejos tampoco puesto que los que estamos lejos somos nosotros y no ellos, pero tampoco están cerca porque si no nosotros no estaríamos lejos. El caso es que ahora estamos lejos. Lejos de lo que debe considerarse cerca y cerca están las cosas que no deben ser esto porque todo esto que nos rodea está cerca, pero debe ser otro tipo de cercanía, lo que está cerca ahora está lejos de nosotros. Estamos lejos. Aquí las cosas suceden fugazmente, van pasando y se alejan, se van yendo a lo que está cerca de ellos, pero lejos de nosotros. Aquí todo pasa rápido, se va perdiendo, quedando en otro lado y nosotros permanentemente estamos alejándonos de las cosas que van pasando: árboles, perfiles montañosos, extensiones, luces, piedras, pueblos, ciudades, sonidos. Sospecho que nos alejamos hasta de nosotros mismos que de algún modo debemos quedarnos en el lado cercano. Todo va quedando lejos, seguimos avanzando. Hay una puerta que separa la lejanía, la hemos cruzado. Si algo es constante es que cada vez estamos más allá. Más allá del día que nacimos, más allá de ayer, más allá de hace diez minutos y se va trasparentando eso, lo que queda allí, cerca del instante.

martes, febrero 01, 2011

Manuscrito

Escondió el manuscrito en una maleta vieja, la cerró y salió a la calle. En la primera esquina paró un taxi y con pronunciación correcta indicó su destino. El taxista tenía una enorme barba y un sombrero pequeño que no se acomodaba a su cabeza. Vio el paso de calles, vio gente caminando, vio más coches, más taxis. El taxista le empezó a hablar mirándole por el retrovisor, algo que le incomodaba. El hombre hizo una análisis delirado de un acontecimiento que sucedía por aquellos días en algún lugar del mundo, el contestó con desgana. En ese momento una moto cruzó de izquierda a derecha saltándose un semáforo y casi se accidentan. El taxista frenó en seco evitando milimétricamente el choque, no obstante, al taxista, el acontecimiento le resulta terrible, esclarecedor y le da un brote extraño de llanto. Habla de su familia, de sus hijos, de la levedad del ser, de lo liviano que es el destino y se baja del taxi en un estado casi de histeria. El coge la maleta y se baja, le pregunta al taxista si no piensa seguir con su trabajo, el taxista le llama insensible, ser terrible y alguna que otra cosa trascendental y solemne. El coge su maleta y se va por la acera paralela a un parque donde un perro corre tras una pelota de goma. Levanta la mano para parar otro taxi pero van todos ocupados. Camina acelerado, pero no mira el reloj, en el fondo no hay prisa. Toda su atención van centrada en el manuscrito. Se siente responsable de él, no ya sólo como autor, sino por la trascendencia que el considera que tendrá ese texto. Paralelo al parque, avanza sólido, firme. EN la primera para de autobús se detiene y se monta en un 124. Sube a la planta de arriba del autobús. Arriba un hombre trajeado va sentado solo, salvo ese hombre, el autobús va vacío. De repente siente que está siendo perseguido. Ese hombre trama algo, sospecha que va detrás de su maleta, de su manuscrito. Se sienta disimulando y mantiene la maleta en sus piernas. Mira a la calle, el sol está abriendo como si estuviera llegando repentinamente la primavera. Diez minutos después empieza a llover. El hombre del traje se baja del autobús y se queda absolutamente solo. Un pensamiento terrible le acecha, el conductor del bus le conduce a algún sitio para arrebatarle el manuscrito. Baja a la planta baja. Mira al conductor y pulsa el botón de siguiente parada. El autobús se detiene y baja acelerado, se siente a salvo, pero ya en la acera levanta la vista y ve gente, coches, edificios, una maraña terrible de amenazas. Abre la maleta y saca el texto. El texto es este texto, este que leemos y, sensatamente, considera que tampoco merece la pena vivir en la paranoia por esto, por estas frases, por este argumento, por esta historia. Así que aquí el hombre decide acabarlo.

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