martes, julio 26, 2011

Turista

A media mañana bajo a las bicicletas estáticas que hay en una de las salas cercanas a la piscina del hotel. A esa hora no hay gente o como mucho algún tipo sin ganas de hablar y que emite sensaciones invisibles. Pedaleo aumentando la presión hasta alcanzan una energía que durante minutos me estimula. Paro en seco y camino hasta la piscina. Allí me baño un rato, sosegado, pausado, tranquilo. A veces oigo las otras conversaciones de los grupos minúsculos de la piscina. Noticias del día comentadas con banalidad, rumores de otras habitaciones o conversaciones sobre gente lejana, desconocida, inalcanzable. Luego buceo a trozos y siento el cloro en los ojos e imagino todas las motas de polvo quemándose en el agua. Salgo y me seco al sol, curioseo los cuerpos, las formas y por segundos me atrae alguna parte de algún cuerpo. Subo a la habitación y me ducho, siempre, con la idea de salir a recorrer la ciudad, esa ciudad imposible, inexistente, desconcertante. Cuando salgo siempre siento mucho calor, se acerca el mediodía y lo mejor es pensar en buscar una terraza y sentarse a tomar una cerveza. Termino en el paseo marítimo, donde confluye una masa inexplicable de gente, patinadores sin camiseta, tipos con barriga que llevan barcas de plástico en la espalda, mujeres con bañadores mojados caminando hacia adelante a trompicones, ancianos en camiseta, niños gritando y chicas jóvenes sin conciencia de la caducidad de su cuerpo. Bebo la cerveza y respiro despacio, miro el mar, los brillos enloquecidos del sol en el mar, la cadencia indescifrable de las olas. Luego observo al camarero, sale, entra, limpia, toma nota y finalmente me trae la segunda cerveza. A veces escucho a las otras mesas, otras miro a un tipo que toca con habilidad pero sin sentimiento, el acordeón. El tipo toca siempre las tres mismas melodías. Tristes pero que pretenden ser alegres. La segunda noche le vi caminando solo y le seguí. Subió hasta la parte alta de la ciudad, se desvió cerca de la estación de autobús y dejé de seguirle. Desde entonces le veo todos los días con la falsa ilusión de escucharle tocar algo distinto, una nueva pieza, pero nunca lo hace. Finalmente pido una tercera cerveza y me voy a comer con esa extraña desubicación que da la cerveza y el sol. Como en el mismo sitio siempre. Un lugar tradicional con un camarero frenético que sirve las mesas desorbitádamente rápido. Como distintos platos, siempre suficientes pero algo insípidos. Pago y camino. Evito la playa a esa hora, demasiado calor. Hago tiempo hasta la media tarde, cuando hay menos gente y menos sol y la playa se convierte en un lugar amable. Me dejo pasar hasta la noche, por la noche camino y evito, evito encontrar luces, sombras, destellos, el recuerdo imborrable. Esas calles tantos años después, iguales, distintas, las mismas. Al final duermo, o no duermo, creo que duermo, pero nunca lo hago del todo. Por la ventana abierta de la habitación entra una brisa agradable y me imagino cosas que luego me da vergüenza haber imaginado. Miro la montaña que crece donde termina la ciudad. Las imágenes se entremezclan y confunden. A veces proyecto. No se ve nada, pero proyecto.

sábado, julio 16, 2011

Sonido ilocalizable

Por la rendija de la puerta o por la ventana del patio, se colaba un sonido permanente. Una repetición de un sonido agudo, algo parecido a una gota cayendo y chocando contra cuero, un sonido entre opaco y brillante. Concentré, sin decisión aparente, toda mi atención en ese sonido; lo demás se quedó aislado, a los lados de ese sonido repetitivo. Algunos minutos después, la curiosidad ejerció todo su poder y me levanté en busca del origen. En los primeros instantes de la búsqueda estaba desorientado, el sonido aún siendo estático, parecía desplazarse de un modo físicamente inexplicable, como si sabiendo de mi búsqueda, como si la acústica fuera un juego de escondite. Finalmente, tras muchas dudas, concluí que aquel sonido repetitivo venía de la ventana que da al patio interior. Abrí la ventana de mi habitación y miré, miré hacia arriba, miré hacia abajo. Luego estuve analizando la disposición de luces de otras habitaciones encendidas en el patio interior. No había orden aparente, tampoco lo busqué en exceso. El sonido, curiosamente, parecía venir de arriba, de un par de pisos o tres más arriba. Un arrebato extraño, una especie de viaje mental, me hizo recordar o imaginar invasiones extraterrestres, pero en seguida me pareció infantil el pensamiento. Miré hacía arriba, vi luz en una de las habitaciones del séptimo, el sonido parecía provenir de ahí. Me quedé mirando pero no encontraba nada que me diera una respuesta concluyente, definitiva. En la ventana con luz hubo sombras, también movimiento y se abrió. Se asomó un chico, un adolescente. Le miré, el me miró desde arriba, le pregunté si sabía que era aquel sonido:

.- No sé, lo llevo escuchando desde ayer. Es raro, porque a mi me parece que viene de tu casa.

.- ¿En serio? Yo me he asomado porque a mi me viene dirigido desde la tuya. La acústica juega al engaño, también a la manipulación.

.- Ayer lo busqué. pensé en bajar a tu casa y preguntarte, pero no me atreví.

.- ¿Lo escuchas ahora?- pregunté buscando nuevas soluciones

.- Espera- El muchacho hizo un gesto excesivo de escucha, cerró los ojos, permaneció callado unos segundos y concluyó- sí, si que lo escucho. Te juro que parece venir de ahí, desde tu ventana.

.- Lo idoneo sería que saliera algún vecino más y contrastara.

.- Si, pero este patio es raro, nadie se asoma. A veces la chica del sexto, la que está justo encima de ti, pero los demás parece que nunca se asoman al patio. A mi me gusta. Las ventanas del otro lado, las que dan a la calle, son más luminosas, seguramente mejores vistas, pero es más entrañable esto, también más enigmático. El patio nunca se entiende o se entiende demasiado. Lo otro es evidente, esto no. Yo me asomo mucho. ¿Tú?

La pregunta era desconcertante, pero había algo de cierto en la reflexión del muchacho. El patio estrecho y húmedo tenía mucho de íntimo, también de secreto.

.- Creo que prefiero esto, aunque no hay porque elegir no. También me asomo en las otras ventanas, las frontales.

.- Mira, se ha encendido la luz de la chica que vive encima de ti. Hablemos más alto para ver si se asoma y le preguntamos por el sonido- toda esa frase la dijo a un volumen muy alto, con voz muy grave. La ventana, milagrosamente, se abrió.

La chica miró primero arriba, al chico, luego abajo, a mi, desde una perspectiva realmente extraña, ella tenía la cabeza colgando yo la elevaba como una jirafa que mantuviera la costumbre de sus movimientos pero que se hubiera quedado sin cuello. Como yo era el adulto, fui el que pregunté:

.- ¿Tú escuchas ese sonido?

.- Sí- contestó a la defensiva, como si estuviéramos preguntando algo más íntimo, más terrible.

.- ¿De dónde crees que proviene?

.- Todos sabemos que viene de tu casa- me dijo con un tono aún algo agresivo.

.-¿Todos?

.- Sí, se habló de ello en la última reunión de vecinos.

Un golpe de desconcierto bajó a una velocidad irreal por el hueco del patio. Cerré los ojos concentrado buscando el origen imposible de ese sonido permanente y agotadoramente constante.

.- No entiendo- argumenté o creí argumentar algo diciendo que no entendía, pero realmente no entendía. Mi vida, durante unos segundos, me pareció inaccesible, incluso a mi mismo.

.-Sí, viene de ahí, de tu ventana- esto lo dijo en un tono nuevo, amable, casi comprensivo. Como al que le revelan que tiene un tumor y se lo quieren hacer más sencillo, más ligero. LA ternura repentina de la chica me hizo bien.

.- Pero no sé que puede ser. A mi me parece venir de casa del chico- El chico miraba desde lo alto hacia nosotros dos con curiosidad, también con distancia.

.- Créenos, viene de tu ventana- El chico cerro la suya y desapareció. Apagó la luz, pero yo sospeché que miraba entre la oscuridad, porque él había intuido, había percibido mi profundo enamoramiento, mi repentina atracción por mi vecina de arriba.

La volví a mirar, con el cuello totalmente desplegado, ella miraba desde arriba y el pelo caía hacia abajo, la cara se amontonaba y le hacían un gesto gracioso, casi como de globo.

.- Es raro, porque está en tu casa, pero no se que puede ser. ¿Me dejas bajar a ver desde allí mismo?

.- Si, por favor- le contesté.

Desapareció, yo estiré la colcha y ordené absurda y velozmente el leve caos. Sonó el timbré, abrí. Me pareció, si cabe, más hermosa.




viernes, julio 15, 2011

Autogol

Cuando daban la noticia de que habían matado al jugador Andrés Escobar yo estaba metiendo, por primera vez en mi vida, la mano en la mini falda de I. Fue curioso porque la narración de la noticia, desde el pequeño televisor en la habitación de I me conmovió y durante unos segundos desvié absolutamente la atención de las suavísimas piernas de I para recordar la cara de aquel muchacho tímido. Recordé el autogol que le llevó a la muerte y la sensación trágica que flotaba en el ambiente los minutos después de aquel autogol extraño, inoportuno, terriblemente cruel. De alguna manera todo el mundo iba por Colombia en aquel mundial, yo iba por España, a pesar de Salinas, pero también por Colombia y por Rumanía, pero iba por más equipos: por Brasil, por Bolivia, por Argentina que ya tenía a Redondo, iba por cualquiera que moviera la pelota y me hiciera olvidar que mi vida empezaba a no tener mucho sentido. Entonces apareció I y yo empecé a jugar mi propio mundial. Había una copa del mundo, dorada y alucinante, por conquistar en el epicentro de I y mientras metía la mano por aquella minifalda, jugando al ataque la final de mi propio mundial, entrando en esa minifalda que ahora recuerdo como si la estuviera viendo, como el área férrea de la selección de Italia; todo se quebró de un modo extraño con la cara de aquel tipo amable, aquella cara descompuesta en el segundo exacto que aquel balón empujado por su píe entró en la portería de su equipo. I me dijo algo tremendo, algo excitante, pero yo, inoportunamente, como el autogol de Andrés Escobar, me puse a pensar en la humanidad, en el sentido absoluto de la humanidad, en el futbol y en el significado absoluto del autogol: un gol contra ti mismo. Como si la vida no fuera eso, un gol permanente contra uno mismo. Un propio píe, un píe tuyo inoportuno, que empuja el balón contra tu portería, contra tu vida, contra tu destino. Imaginé el cuerpo desmoronado de aquel defensa matado a tiros y volví a la minifalda de I. Muchas veces pensé en aquel tipo, muchas. La aberración total de matar a un tipo por haber metido un autogol. Y pensé en los tipos que dispararon como si fueran balones anárquicos en áreas de equipos invisibles y pensé que el destino era el césped del campo y pensé en la piel de I y subí la banda y lancé balones y el portero salía a despejar. Aquello terminó sin goles. Llegué a casa y me marqué un autogol, un autogol más, otro. Pensé en los tipos que matan a un defensa que marca un autogol y durante años la vida fue rara e incomprensible. Rara, extraña. Incomprensible. Un prologado e infinito autogol.

lunes, julio 11, 2011

Los laberintos

A está en la parte donde no aparece camino y el laberinto somete al encierro, a la obligación, a la unidireccionalidad y eso, si cabe, es la parte más terrible del laberinto. B está ubicada en el centro exacto, donde cada camino a tomar parece la peor y la mejor opción, pero todo es una opción y una posibilidad y el laberinto, si cabe, se bifurca en los caminos de las decisiones que a su vez se multiplican y pueden ser infinitos. Visto aereamente A y B podrían estar cerca de encontrarse o sin embargo en el punto más alejado, donde sería casi imposible el cruce, el encuentro. Desde esa privilegiada vista aerea las cosas serían fáciles de dirigir, un par de consejos, las decisiones a tomar, pero al problema del laberinto en sí mismo, se le une su poder de aislar todo sonido externo al laberinto. Por pura experiencia y casi probabilidad, A y B jamás se encontrarán o si lo harán y a su vez se abrirá nuevos laberintos donde siempre están ellos, donde habitan por obstinación.


domingo, julio 10, 2011

Caracas aquí

¿Qué carajo hago yo ahora mismo en Caracas? ¿Qué hago yo allí, sí estoy aquí? ¿Por qué estoy en un edificio donde, desde una ventana, se ve el Ávila si estoy en casa? ¿Por qué esta tarde es una tarde en Caracas, una tarde de domingo en Caracas? ¿Por qué todo se ha convertido en esa ciudad? Oigo el ruido de un aire acondicionado ahí afuera y la masa sonora, esa masa sonora que percibí hace años en Caracas y ahora está aquí en esta Caracas mental. Se ha desmoronado de repente mi casa, se ha convertido en un apartamento en una urbanización rodeada de árboles, oigo chicharras en esta hora de la tarde y el sonido de un bus pasando abajo, sin un destino concreto. Entra la luz distinta de Caracas por la ventana y una pausa, una pausa inexplicable, inalcanzable, incomprensible, que a veces vi en Caracas. Veo edificios subiendo laderas y el Sol reventando en esas zonas inaccesibles que miran a otra ciudad que no es Caracas, que es Caracas, pero no es Caracas. No me muevo, casi ni respiro porque no quiero que se vaya ahora mismo Caracas que se ha metido aquí y nadie lo sabe, es Caracas de lleno en este espacio a miles de Kilómetros. Huelo lo que olí en Caracas y bajo la piel está entera una ciudad que parece un invento visual. Hay un sosiego, una ralentización que percibí algunos domingos por la tarde en una ciudad bestial y desquiciada como Caracas. Es un sosiego que se ha metido aquí. La pausa de la tensión, el nervio tenso y en espera. De adolescente creí que me había inventado Caracas, que no estaba, que habíamos llegado allí y que aquello era un invento, un viaje mental de mi viejo en el que nos habíamos colado todos y ahora se mete Caracas en casa. Había una luz que está aquí. La sensación de los edificios, el tráfico de un domingo por la tarde, una cortina corrida en un edificio de enfrente, un coche gigante atravesando la calle, un árbol que huele, que está ahí, emitiendo el olor en mitad del salón. ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo se cuenta que tengo Caracas en casa? ¿Quién te cree si le dices que estás en Caracas, que estas oyendo Caracas, que estas metido ahí, metido, metido de lleno? Juro que estoy en Caracas y nadie me va a creer. Nadie sabrá jamás que tuve, esta tarde, ahora mismo, Caracas en casa.

Asunto generacional

Quiero un capricho ya, pero se me acaban de quitar las ganas.

sábado, julio 09, 2011

Yanomamis

Salimos de aquel edificio a las dos de la mañana. No tenía trato más allá del profesional con ella. Decidimos coger un taxi a medias para volver hasta la ciudad. Caminamos por las calles de esa zona industrial con el temor de no encontrar, jamás, como volver a casa. El destino, si es que hay un destino, si es que hay sentido, hizo que pasara un taxi por la mitad de ese silencio y ese vacío inhumano. Nos montamos y ella dijo la dirección de su casa. El conductor llevaba puesta una cinta de una música que me pareció dolorosamente triste. Nadie, ninguno de los tres, hablábamos. Ella miraba por la ventanilla y me pareció ver que suspiraba. Había algo desolador en todo aquello y pensé que seguir trabajando con esa gente, con esos ritmos, no me pertenecían y estuve a punto de comunicárselo, pero su mirada por la ventanilla, su mirada de dolor, su apariencia momentáneamente triste, vulnerable, me llevaron a no hacerlo. En el silencio me vino la palabra Yanomami y tuve ganas de decirla en alto. Yanomami, me resultaba, de repente, muy sonora; una canción breve, brevísima. Una canción que se baila un segundo. Yanomami. Entonces le pregunté a ella si conocía Brasil o Venezuela y ella contestó que no, distante, lejana, inaccesible, pero levemente desconcertada con mi pregunta y ese desconcierto, esa forma extraña de emoción, me llevaron a insistir en ese diálogo. Entonces hablé de los Yanomamis, lo poco que sabía de los yanomamis, su vida alrededor del río, su estructura social, sus conflictos y sus luchas, el prepucio atado de los Yanomamis y ella me miraba sosteniendo la sorpresa, el desconcierto de mi charla. Vi, entonces, que el taxista atendía a mi discurso mirando de reojo por el retrovisor. Quiso participar, pero en el último momento, sostuvo su frase. Me hubiera gustado que el taxista participara en esa conversación sobre los Yanomamis, pero no dijo nada y siguió sonando la música. Una música que jamás había escuchado y que marcaba considerablemente el ambiente dentro del taxi. Empezaron a aparecer los extremos de la ciudad. Ella, aprovechando el silencio, siguió mirando por la ventanilla, como quien mira el planeta desde una nave de lata, a miles de kilómetros, insertado en la noche eterna. Seguimos callados cuando el taxi empezó a desenredar el laberinto de calles para llegar hasta su casa. Finalmente apareció su calle o eso dijo ella, frenamos en un portal normal, un edificio normal en una calle silenciosa y vacía de madrugada. Fue a sacar dinero y le dije que no, que yo pagaba. En el instante antes de despedirse distantemente, le dije que no volvería a trabajar. Ella me miró y me dijo algo como que era de esperar o como que yo era una persona no preparada para asumir el reto de un puesto así. La miré y le dije rítmicamente, con una cadencia marcada, intensa pero sutil: Yanomamis. Bajó y cerró la puerta. Al taxista le dije mi dirección y me quedé escuchando aquella música hermosa y terrible.

viernes, julio 08, 2011

El otro, el mismo.

Fui más joven. Fui más inseguro y algo más incauto. Fui menos feliz y más eufórico. Fui igual de emocional. Fui menos experto y menos modesto. Fui más salvaje y más primitivo. Fui más libre y estaba igual de atado a los sentimientos. No había sosiego. Había menos indecisiones. Había más empatía y menos distancia. Fui menos misántropo y más asocial. Fui más irreflexivo y más valiente. Fui más egocéntrico y me importaba menos yo mismo. Fui fumador. Bebía más. Había menos reglas. Fui algo más idealista, pero igual de melancólico. Fui hijo, ahora soy padre. Fui menos huraño. Había visto menos horrores, menos dolores, menos muertes, pero jamás había visto a mi hija, lo que significa que no había visto o no había comprendido el sentido absoluto y total del amor, tampoco de la vida.


jueves, julio 07, 2011

La esquina de la barra

Las cosas rutinarias no te las planteas. Me sentaba en esa esquina de la barra porque, sin saberlo, se había convertido en el punto central de mi vida. Cogía el periódico que deambulaba por el bar sin un destino concreto y me pedía un café. Me gustaba esa esquina de la barra sin saber que me gustaba; me sentaba ahí como el que entiende que es ahí donde debe ir, sin más discusión, sin otro argumento. Las rutinas son incontables. Se repiten los actos un día y otro, posiblemente sin saberse que se están repitiendo. El bar me gustaba por la cercanía y porque no ponían música de fondo, el gran terrorismo del siglo 21. Había silencio roto cada poco por los platos chocando, por el murmullo de alguna conversación. No había televisión emitiendo luces anárquicas, ni altavoces soltando música salchicha. Era un bar cualquiera para tomar café, por eso repetía diariamente. La primera vez que me fijé en ella estaba algunos metros más allá, donde empezaba la curva incomprensible de la barra, esa curva que no terminaba de formarse, ese giro apreciable pero indiferente de la barra que no aportaba nada ni al diseño ni a la totalidad del local. Ella tomaba café y cogió el periódico antes que yo. La segunda vez la vi porque, cuando entré, estaba sentada en mi esquina. Me senté donde ella había estado la vez anterior y pedí mi café con una sensación desconcertante de incomodidad y desubicación. La tercera vez pasó lo mismo y comprendí que había sido destronado de la esquina. Asumí que mi nuevo lugar en la barra era ese giro absurdo donde empezaba la curva y pedí café. La rutina dio su giró. Cada día, ahora, era nuevamente distinto. Ella en mi vieja esquina, yo en la curva, los dos pidiendo café, la batalla no declarada por el periódico. La rutina, de repente, fue esta. Desde mi curva, no obstante, la miraba. Fui comprendiendo la rutina de su ropa. Fui conociendo sus vestidos, sus faldas, las distintas y sutiles formas de maquillarse. Desde la curva, la curva rara, pensaba en cuantas tazas de café iban a hacer falta para hablar con ella, para cambiar, de nuevo la rutina a otra cosa por descubrir. Fueron pasando tazas, luchas desconocidas, titánicas, maquiavélicas por el periódico y sin apreciarse, yo fui girando la curva, deshaciéndola y un día finalmente terminé realmente cerca de la vieja esquina y desde ahí conocí su portal, su calle, conocí su casa, conocimos países juntos, conocí lunares, conocí a su hermana, conocí otras calles, conocí su lavabo, la forma de sus dientes, conocí sus ollas, su cubertería, la alfombra guardada en el armario que quitó y jamás volvió a poner, conocí sus rutinas que se terminaron pareciendo a mis rutinas, conocí su coche, conocí todos sus olores, conocí otras formas de su carácter, un día conocí su voz más aguda, más alta, mas tremenda, conocí su resentimiento, conocí el vacío, un vacío que parecía que no se acababa, por donde caía una piedra que no tocaba suelo, conocí que no la conocía y la fui dejando de conocer y finalmente, reconocí la esquina de la barra, donde, de nuevo, cada mañana me sentaba, a solas, a tomar café.

martes, julio 05, 2011

Cuatro por cuatro.

Sería increíble meter ritmo al texto, pero no un ritmo marcado en comas, pausas, puntos, prolongaciones. No el ritmo de lo que se va contando, sino meter ritmo, percusión, esto que escucho y que no logra trasladarse al texto. Esta contundencia que te hace caminar más enérgico, esa visceralidad que viene de la sangre. Si este texto tuviera ritmo cabalgaría de otro modo y seguramente lo que se va escribiendo tendría otro sentido, otra intensidad, otra claridad. No hay posibilidad de hacerlo, de saltar a ese lado. Este texto es arrítmico.

lunes, julio 04, 2011

El beneficio de la invención

Tu sabes como es Gregorio Marañón por arriba. Yo de momento sólo he pasado en metro. Un día voy a salir fuera, porque llevo cuatro semanas pasando en Metro por Gregorio Marañón y quiero ver el exterior. Es lo extraño de llegar a vivir a una ciudad nueva, que no sabes como es esa ciudad, que desconoces la mayoría del terreno. También paso por Nuevos ministerios. Un día de estos, esta misma semana voy a ir por fuera, verle la cara a las estaciones. Nuevos ministerios me imagino edificios altos, de cristal, superpuestos unos con los otros, calles largas y muy lineales. ¿Es así? Gregorio Marañón me lo imagino como Avenida Figueroa Alcorta, como si en Madrid hubieran puesto Avenida Figueroa Alcorta entera, una calle sobre otra, pegada. Hay una esquina de allá que recuerdo, hace muchos años, que caminé con un amigo, Lucio. Lucio quería ser poeta y terminó siendo comercial de una marca de agua mineral. Recuerdo caminar con Lucio por esa esquina donde había un edificio blanco, elegante y Lucio me decía incendiado que un día terminaría un libro de poemas sobre la basura. Yo no sé que obsesión tenía Lucio con la basura. Decía que la basura, tu basura, la basura de cada uno, nos describía, nos definía porque la basura era nuestra frontera, lo que marcaba nuestra identidad hacia adentro. Los límites de tu moral, de tu ética, los límites de tu higiene. Lucio caminaba por Figueroa Alcorta y se arrimaba a los contenedores de basura y la miraba y anotaba cosas en un cuaderno. Estudio de campo, lo llamaba. Yo le decía que la poesía no requería, quizá, de estudios de campo, que la poesía tenía que ver más con guerras invisibles, con batallas campales inexistentes, pero Lucio consideraba que yo era lo más alejado del mundo a la poesía y no me escuchaba. Ahora paso por las mañanas por Gregorio Marañón y baja mucha gente del metro y yo me les imagino saliendo del metro y entrando en Figueroa Alcorta. Tengo ganas de ver esas calles por arriba, lo extraño de llegar a una ciudad nueva es que no entiendes su forma y caen nombres sin imagen y tú le pones imagenes y se mezclan calles y nombres. Paso por Gregorio Marañón y no sé como es Gregorio Marañón y tengo ganas de saber como es, pero por otro lado y ¿si nunca lo veo? ¿si me quedo con mi imagen de Figueroa Alcorta proyectada sobre Gregorio Marañón? Es extraño, retorcido, pero de algún modo me da el beneficio de la invención.

domingo, julio 03, 2011

Charla

.- Tampoco soy de allí. Nunca de aquí, pero de allí también se deja de ser. Eres esto, eres de esto, o demás es accesorio. Somos de esto: de esta madrugada pausada, de estos tragos, del silencio que hay en este pueblo a esta hora. Cuando se sale, no entras. Es mentira que entras, que vuelves. El abismal vértigo de salir es que todo eso se desvanece, deja de existir. Uno se enquista a una realidad, la asume, se la inventa, le rellena totalmente, pero si la dejas ya no vuelvas nunca a buscarla, se acabo. No vuelvas, porque siempre estarás fuera, pero un afuera extremadamente confuso, desolador. Si sales y no vuelves asumes que esto es un absoluto invento. Hace dos meses desconocía este pueblo, pisé las calles por primera vez, no sabía donde estaba el norte, donde estaba el sur, no sabía que esta calle terminaba en la avenida por donde pasa el bus que agarro para ir a trabajar a la ciudad, no sabía que esto existía hace un año ya hora mírame, estoy contigo aquí, justo aquí, dentro de esto, por más que vuelva ya no volveré; porque allí ya estará, sumado, esto también y ya no será volver a aquello, será salir de aquí, salir de allí, salir. Siempre estamos saliendo, eso es lo que descubres cuando sales por primera vez. Jamás entras ya. Uno piensa que esto es lo que hay, no es así. Es esto más todo lo demás y todo lo demás es inabarcable. ¿Quieres que paseemos? Es agradable el pueblo a esta hora. Me gusta la calma de este pueblo y de noche se queda detenido. Vayamos. Desde que llegué salgo todas las noches. Me gusta esta primera esquina. Esa casa con el jardín bonito. Este camino baja hasta la estación de tren, todo tiene su pequeño sentido. Estas calles tranquilas, el sosiego absoluto. Paseo todas estas noches por aquí. Espero una forma de inspiración. Una inspiración vital. Nunca la consigo, da igual. Lo que me gusta es pasear despacio y esperarla. Notar el olor de los jardines arreglados de las casas más caras. Ese gato que pasa. Son curiosos los gatos. Yo soy de perros. El mío es amable, tranquilo. Nos respetamos. Tienen un carácter que si bien es distante al del humano, mantienen la cordialidad o lo que el ser humano entiende por cordialidad. Los gatos no me disgustan, pero prefiero a los perros. Asumo, es cierto, que la relación con el perro no es de igual a igual. Es importante asumir eso, hay quien lo confunde y proyecta. Todas las noches, casi se ha hecho costumbre, paseo a esta hora, tan tarde. Yo soy de dormir poco y de pensar mucho y de madrugada este pueblo parece un escenario abandonado, pero eso, contrario a lo que pueda parecer, es enormemente cálido. Por eso me gusta notar la enorme pausa y pensar. Y pienso en locuras, esas cosas que un piensa y cree que son reflexiones importantes y luego olvida, inmediatamente o a las horas. Se olvidan. Son pensamientos cigarro. Se disfrutan, son adictivos, pero se deshacen en humo. Y aquí es donde uno concluye, paseando después de llevar dos meses viviendo aquí que ya nunca entraré, que las puertas cruzadas no se abren de regreso. Es como los libros, no vuelves atrás buscando leer con la inocencia y el desconocimiento primero, vuelves sabiendo que ya después sucede otra cosa y si vas es por comprender algo, que sé yo. ¿Volvemos? Podemos tomarnos la última.

viernes, julio 01, 2011

Lluvia

Es como cuando no llueve pero tú sientes que está lloviendo. Anochece y es verano y te parece que está cayendo un tormentón, que revienta con salvajismo el agua contra el asfalto y se cuela la humedad, huele a humedad, hay humedad en los cristales, en las nucas, en los pasillos de los edificios. Sientes que está cayendo una masa incalculable de agua y sin embargo no llueve. Anochece y no llueve a pesar de lo que tú te creas. Como cuando hueles algo que te recuerda a otro lugar y de repente ese lugar te parece el otro lugar, se superponen y te desubican las capas de lugares y épocas superpuestas, porque el olor te ha trasladado brutalmente al otro lugar, a la otra época. Y no sabes muy bien que está sucediendo, como cuando llueve pero no llueve. Es como cuando besas a alguien pero inevitablemente viene otra cara y cuando te separas unos milímeteros las caras se entremezclan, como un cristal que refleja una cara sobre otra cara. Durante dos, tres o medio segundo, esa persona es la otra persona. Hay un gesto de esta que es la otra y ¿quién sabe? ¿quién no duda? Llueve, no llueve, pero está lloviendo y hace tanto calor y la nuca está empapada. Huele a tormenta de verano, huele a esa humedad que aún no viene pero que va a venir, ese delirio de olores cuando todo se empapa después del calor. Sube un vaho invisible desde las aceras, desde el suelo, desde las calles, es la humedad de la lluvia que está cayendo. Ya es de noche o quizá, ni siquiera es de noche. Hay una luz al principio de la mañana que parece la luz del final de la tarde, es exacta pero distinta y si te soltaran de repente ahí, en medio de la esa luz, sin saber en que posición estas, ni en que hora, no sabrías si amanece o anochece. Está lloviendo. Anochece. Era ella, lo juro que por segundos fue ella.

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