jueves, julio 07, 2011

La esquina de la barra

Las cosas rutinarias no te las planteas. Me sentaba en esa esquina de la barra porque, sin saberlo, se había convertido en el punto central de mi vida. Cogía el periódico que deambulaba por el bar sin un destino concreto y me pedía un café. Me gustaba esa esquina de la barra sin saber que me gustaba; me sentaba ahí como el que entiende que es ahí donde debe ir, sin más discusión, sin otro argumento. Las rutinas son incontables. Se repiten los actos un día y otro, posiblemente sin saberse que se están repitiendo. El bar me gustaba por la cercanía y porque no ponían música de fondo, el gran terrorismo del siglo 21. Había silencio roto cada poco por los platos chocando, por el murmullo de alguna conversación. No había televisión emitiendo luces anárquicas, ni altavoces soltando música salchicha. Era un bar cualquiera para tomar café, por eso repetía diariamente. La primera vez que me fijé en ella estaba algunos metros más allá, donde empezaba la curva incomprensible de la barra, esa curva que no terminaba de formarse, ese giro apreciable pero indiferente de la barra que no aportaba nada ni al diseño ni a la totalidad del local. Ella tomaba café y cogió el periódico antes que yo. La segunda vez la vi porque, cuando entré, estaba sentada en mi esquina. Me senté donde ella había estado la vez anterior y pedí mi café con una sensación desconcertante de incomodidad y desubicación. La tercera vez pasó lo mismo y comprendí que había sido destronado de la esquina. Asumí que mi nuevo lugar en la barra era ese giro absurdo donde empezaba la curva y pedí café. La rutina dio su giró. Cada día, ahora, era nuevamente distinto. Ella en mi vieja esquina, yo en la curva, los dos pidiendo café, la batalla no declarada por el periódico. La rutina, de repente, fue esta. Desde mi curva, no obstante, la miraba. Fui comprendiendo la rutina de su ropa. Fui conociendo sus vestidos, sus faldas, las distintas y sutiles formas de maquillarse. Desde la curva, la curva rara, pensaba en cuantas tazas de café iban a hacer falta para hablar con ella, para cambiar, de nuevo la rutina a otra cosa por descubrir. Fueron pasando tazas, luchas desconocidas, titánicas, maquiavélicas por el periódico y sin apreciarse, yo fui girando la curva, deshaciéndola y un día finalmente terminé realmente cerca de la vieja esquina y desde ahí conocí su portal, su calle, conocí su casa, conocimos países juntos, conocí lunares, conocí a su hermana, conocí otras calles, conocí su lavabo, la forma de sus dientes, conocí sus ollas, su cubertería, la alfombra guardada en el armario que quitó y jamás volvió a poner, conocí sus rutinas que se terminaron pareciendo a mis rutinas, conocí su coche, conocí todos sus olores, conocí otras formas de su carácter, un día conocí su voz más aguda, más alta, mas tremenda, conocí su resentimiento, conocí el vacío, un vacío que parecía que no se acababa, por donde caía una piedra que no tocaba suelo, conocí que no la conocía y la fui dejando de conocer y finalmente, reconocí la esquina de la barra, donde, de nuevo, cada mañana me sentaba, a solas, a tomar café.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Maravilloso. Sencillamente brillante. El ciclo de las rutinas y desrutinas. Finalmente, el lugar común para darle la vuelta al círculo.

Me encantó.


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