domingo, octubre 28, 2012

Poetas subterráneos I. Ernesto Valle.

  El tipo trabajaba arreglando electrodomésticos en una tienda  q parecía la metáfora de la neurosis. Todo estaba repleto de viejos aparatos abiertos y desmenuzados, mostrando ese interior despiadado de la eléctrónica. El dueño era un tipo q había perdido considerablemente la vista, le pagaba poco, pero era amable y considerado, cada vez que podía le daba un extra, lo que sucedía muy pocas veces, porque un negocio de reparación de electrodomésticos era un negocio venido a menos. Cuando salía, solía caminar hasta su habitación, un cuarto pequeño, pero agradable en el centro de la ciudad. Allí solía escribir poesía en una máquina de escribir  eléctrica, reparada en la tienda y que el dueño jamás fue a buscar. Su poesía era extraña y triste, pero sobre todo extraña. Sus figuras poéticas eran desconcertantes. Su ritmo interno era novedoso, peculiar original. Quizá, era la conclusión, escribí con una mano. La otra estaba lesionada de por vida, en un accidente laboral en el pequeño taller de la tienda. El poema donde narra el accidente es posiblemente el paradigma de estilo, donde describe a los aparatos como cocodrilos de entrañas de alambre y de una docilidad cruel y maquiavélica.

martes, octubre 23, 2012

El niño

 Ese niño se medicaba con una frecuencia terrorífica. Físicamente era ligero y hermoso. Anunciaba un posible atleta de medio fondo. Internamente habitaba en un no lugar, o en un lugar desterrado y solemnemente vacío. Ese niño sufría de tristeza, una tristeza milenaria, una tristeza pozo. Su tristeza  venía del interior de la tierra. No siempre iba a clase, porque la escuela quedaba lejos y porque el transporte era caprichoso en la periferia del desierto. ¿Quién regula el horario de esos autobuses inconstantes? Y esa irregularidad aniquilaban la constancia escolar del muchacho. Así que muchas mañanas terminaba deambulando por los matorrales de detrás de las caravanas. "Cazando osos" decía él. Batallando con los leves remolinos del viento si se le veía desde lejos. Asustaba hablar con él, asustaba porque no parecía real. Hablaba como si fuera un reencarnado. Como si hubiera vivido cien mil vidas. Como si en verdad su tristeza viniera enquistada de haber visto el horror siglo tras siglo. Fantaseaba con vidas lejanas que ya había vivido y a veces abrumaba que se imaginara las cosas que imaginaba

.- Antes de vivir aquí, fui jardinero en un palacio gigante. Lleno de oro y reflejos. Siempre estaba vacío y medio abandonado.

 Su voz era siempre suave, como si temiera ser escuchado. Sus frases eran cortas y el diálogo breve. COmo si cada vez que hablara se arrepintiera inmediatamente de haberse confesado. Porque realmente cada frase parecía una confesión aunque provenieran todas de ese mundo de fantasía en el que parecía instalado. Pero no un mundo de fantasía ameno y rosa. Su fantasía estaba llena de recovecos y era retorcida.

.- A veces soy un pastor. Llevo mis ovejas por los montes. Las ovejas están porque arriba, en la montaña, las cosas se han puesto feas.

Sus frases contenían una forma de amenaza. Quizá aquellas frases venían de la fuerte medicación recetada por el psiquiatra. La madre soportaba unos gastos terribles en médicos y medicinas. La mujer sólo quería "salvar" a su hijo, decía llena de angustia y temor: "No quiero que se vuelve loco. No quiero que padezca del mal mental"

  EL chico era ágil se movía con rapidez, a veces se iba corriendo por el lado de la carretera. Como si buscara batir una marca. Yo le preguntaba si le gustaba el atletismo y él decía que no. QUe sólo corría por costumbre. Porque en la guerra siempre corría. Una guerra atroz que se inventaba, una guerra cruel y tremenda.

 Un par de años después se fueron de la zona de las caravanas. No siguieron por la periferia del desierto. Alguien comentó que se habían ido a la ciudad. A veces, algunas tardes, recordaba al chico y me daba por pensar que en realidad todo eso si le había sucedido, aunque fuera mentira, aunque fuera fantasía.

martes, octubre 16, 2012

La noche del trapecio

 Esa noche el error fue beberse una botella de ron en menos de diez minutos entre tres individuos. Evidentemente a partir de ahí los errores se confunden entre la ebriedad y los errores de la causalidad: ese laberinto indescifrable. Es decir, desde ese minuto diez en el que la botella cae al suelo entre gritos y bailes eufóricos de los tres, no se sabe qué es error de borracho o error natural o si ambos se combinan de un modo volcánico. ER decide conducir su Volkswagen rojo. EM y yo nos montamos con torpeza. El radiocasette del auto suena terrible, saturado, como si fuera una conexión recibida desde un lugar remoto; sin embargo, escuchamos la música a volumen atronador. Tarareando como si la vida, toda nuestra vida, la biografía pasada y lo que aún tenemos por vivir, dependiera de nuestro canto: suena Interstellar overdrive. ER desmenuza el riff de guitarra a gritos, mientras conduce por la veinte hacia arriba. Nadie, ninguno de los tres, sabe donde vamos. Cantamos y percibimos las calles del centro  como acontecimientos aleatorios, como accidentes cósmicos, fugacidades galácticas. En verdad el Volkswagen rojo, esa lata de motor anciano, avanza despacio porque ER descubrió años atrás que si subía de determinada velocidad el auto, como humano envejecido, se negaba a continuar; pero la percepción de velocidad a partir de la Avenida Vargas hacia arriba, mientras el bajo de Interstellar overdrive planea, es la de un tren de alta velocidad, o quizá la de un proyectil desenfrenado. En la Avenida Pedro León Torres ER acelera más de la cuenta, sumido en un frenesí automovilístico excesivo: el Volkswagen rojo en ese momento va a unos sesenta o sesenta y cinco kilómetros por hora. El motor tose, como si fuera víctima de una neumonía incurable  y amenaza con detenerse. Cuando miro a los lados veo que por la acera desolada de la Pedro León, que es posiblemente una de las avenidas más tristes del planeta, pasan dos tipos que parecen compañeros de satán, pero los compañeros malos, los que le llevaron por el mal camino, los que le arrastraron a la perdición y el vicio y al dolor que produce la felicidad sosegada, nos miran y parecen deleitarse con el banquete. Evidentemente la opción no es acelerar porque el Volkswagen rojo amenaza con detenerse por completo, así que ER decide avanzar a quince o veinte kilómetros hora, los tipos amenazan con perseguirnos corriendo, el más pequeño de ellos se lleva la mano a la bragueta y en ese momento EM grita, pero sin gritar, porque EM no sabe gritar, habla susurrando incluso en el pánico:"marico, ese guevón está sacando una pistola" y ahí la orden aterrorizada de EM y mía a ER no es la obvia, la fácil, el grito de guerra: ¡Acelera!. No. En este caso, conociendo las debilidades del Volkswagen rojo, la orden para huir es opuesta a los cánones de la buena huida. El grito, al unísono, casi como si lleváramos una vida ensáyandolo, de EM y mío es: "¡Decelera, mamagüevo!" y así, pausados, viendo a los dos tipos quedándose en slow motion atrás logramos huir. En el radiocasette sigue sonando Pink Floyd, la cinta ha avanzando, seguramente más lento de lo normal de Interstellar overdrive a The Gnome. Estamos pasando por debajo del Obelisco. ER cuenta algo inverosímil o algo que a mi me suena inverosímil sobre el Obelisco, pero no le escucho, porque estoy borracho y le digo que frene en la licorería que vemos a un lado. Compramos cerveza y anis. A mi el anís no me gusta, pero en realidad, a esas alturas de mi vida he aprendido a conciliar realidad y gustos, porque en verdad, nada de esa ciudad me gusta. Mi relación con esas calles, con ese ambiente, es distante y cercano, como si asumiera que la única manera de sobrevivir es lanzarte al fango y embadurnarte y olvidar que alguna vez no hubo barro. En realidad todo se sujeta a ellos dos, a ER y EM que me salvan la vida, pero no de tiroteos o en huidas, me salvan la vida en una forma de comprensión silenciosa, en un flujo trascendetal y sin aspavientos. Por eso avanzamos hacia la nada. En la licorería nos timan o no nos devuelven todo lo que nos tienen que devolver y yo, asumiendo una personalidad que no me pertenece, discuto y me encaro con los dos tipos tras las rejas de metal que entregan el alcohol con desgana mientras del interior suena una música imposible, indescifrable, terrible. Uno de ellos se acerca hasta mi, me mira mientras le insulto y le llamo ladrón y algo terriblemente ofensivo con todas las mujeres de su familia y el tipo, sin inmutarse, me suelta un golpe sólido, contundente y seco en la mejilla. Me mareo, pero sin perder la dignidad vuelvo hacia el coche ordenando a mis amigos que nos larguemos de ese lugar ya. Cuando subimos al Volkswagen rojo, sigue sonando Pink Floyd y ER decide que es momento de otras cosas, de otros ruidos.  Suena una canción increíble que se llama House of mirrors. Atravesamos la carretera más fea y terrible del continente, al fondo hay fuego, un fuego bajo, suave, que se prolonga linealmente. La oscuridad, salvo ese fuego lejano, es absoluta. Las luces del Volkswagen rojo apenas alumbran el asfalto. Un asfalto lleno de huecos. Frenamos en la puerta de un club de putas feo que aparece en un cambio de rasante. En la puerta me detienen por ir sin papeles. Hablamos con los tipos. Pagamos a los tipos.Nos humillamos con los tipos y al final me dejan en paz. Argumento que soy extranjero, que necesitaría llamar a mi consulado,  a los tipos, ignorantes y corruptos, todo ese asunto de consulados y embajadas los abruma y se dan la vuelta. Entramos en el bar de putas. Llevo un ojo morado y una lata de cerevza. Un tipo, aparenetemente encargado de al seguridad, me frena en seco: EM y ER ya están en la barra, hablan con la puta más gorda del mundo, pero hablan de música y de novelas de misterio. Yo hablo con el seguridad y le digo que es mi despedida del país, que al día siguiente me voy a volver, el tipo me pregunta que a dónde me voy y le contesto que a Argentina, que soy el primer argentino del mundo que perdió el acento, y el tipo me cree sin saber, mientras le veo que cambia el gesto, porque le he dicho que soy argentino y no español. Me acerco a EM y ER, la tipa les habla de un escritor sueco de novelas, dice que es adicta a sus libros. EM le cuenta anécdotas de otro escritor sueco que no existe, pero ella le cree. La puta me mira y me pregunta por el ojo morado, le digo que nos han robado y la puta me dice que tengo cara de niño y que es normal que me roben. En ese momento aparece un tipo bajito con bigote, un bigote objetivamente feo. El tipo está indignado porque el se había ido al baño y que le habíamos robado su puta, la puta dice que ella no es la puta de nadie, que ella es puta de ella y de nadie más, que el que quiera coger que pague. Yo me doy la vuelta, miro a la pista donde un tipo con un sombrero incomprensiblemente grande baila una ranchera lenta con la puta más joven de todo el local. EL tipo del bigote me empuja, le miro y le digo que por qué me empuja y me dice que por qué yo le quería robar su puta. Me vuelve a empujar y EM y ER se bajan de las butacas como para tratar de defenderme. Finalmente nos separamos de la barra. Yo vuelvo a mirar a la pareja que baila en la pista de baile, una pista demasiado amplia para el lugar, iluminada con importancia, como si fuera el rincón preferido del dueño, el punto fuerte del local. En realidad miro a la joven que baila con el tipo del sombrero. Estoy muy borracho, pero siento que me he enamorado, no sé por qué, pero no siento deseo o ganas de pagar por acostarme con ella, lo que siento es arrasador, quiero abrazarla y llevármela de allí. La miro, la miro hasta la imprudencia por qué el tipo del sombrero me mira mirándola y temo otro conflicto. Conflictos de los que, a pesar de mi borrachera, empiezo a estar harto. EM y ER están hablando de ciencia, de un artículo de ciencia que ha leído EM en el que se plantea la inexistencia de la materia. La música en ese momento se detiene, todo se detiene y se encienden las luces. Entra la policía. Las putas se sientan, como si se hubiera acabado un show o como si hubiera terminado la jornada. No le pierdo vista a la joven que ya no baila, está sentada fumando. La policía, y estos son distintos de los que había en la puerta, me pide los papeles. De nuevo problemas. Esta vez nada me salva y me montan en la furgoneta junto al tipo del bigote. EM y ER me miran desde abajo con tristeza, con pánico y con los ojos semicerrados de la borrachera. Sin embargo la furgoneta no arranca. Jamás arranca no porque no funcione, sino porque los dos policías han vuelto al local. Esperamos muchos minutos y el tipo del bigote me mira y me dice: "Esos coño e´madre están cogiendo con las putas. Siempre hacen lo mismo". Nos bajamos, corriendo nos montamos en el Volkswagen rojo y arrancamos. ER conduce concentrado; borracho, pero concentrado. Ya no suena música. Ninguno de los tres habla. El Volkswagen rojo aguanta sereno esa huida sosegada y lenta de la ley. Cuando volvemos a entrar en la ciudad, cuando vamos bajando la Pedro León Torres pienso en la joven, pienso en los dos policías y me voy quedando dormido. Esa noche sueño con una mujer trapecista. Una mujer trapecista que amo y con la que vivo en una Roulette y a la que por las tardes acompaño a ensayar su número y la veo desde abajo y en el sueño suena una música que al despertar he olvidado.

lunes, octubre 15, 2012

Neptuno

 A mi me gusta Neptuno. Me gusta por su nombre, por su ubicación, por ser gaseoso, tremendo. Ahí, entre Urano y Plutón, como si estuviera mediando. No sé por qué, pero Neptuno tiene personalidad. Lo fácil sería fascinarte con Marte o Jupiter, que es tan bestia, pero Neptuno, tiene esa cosa periférica. Y luego sus vientos, sus tornados salvajes, inconcebibles. Me imagino vivir una tormenta en Neptuno. Me lo imagino sin poder imaginarlo. Proyecto que habito como buenamente puedo en medio de esa violencia absoluta. Arrastrado por el mayor de los vientos. También su frío. Esas temperaturas inconcebibles. Sus horas, sus ciclos. Es tan radicalmente distinto que es atractivo de imaginar, de proyectarse. A veces cierro los ojos y me imagino en Neptuno. Las trece lunas. Entonces con estos ojos me imagino que veo las trece lunas, que las voy contando, que las comparo de tamaño y de intensidad de luz. Puntos luminosos tremendos o novedosos a mis ojos. Y allí Tritón. Las texturas de Tritón.

 No es que no me guste o no me atraiga el resto del sistema solar. Por supuesto que me atrae y por supuesto que se producen interrogantes y fantasías visuales con nuestro sistema. Incluso fantaseo con ver la tierra desde otra perspectiva no tan humana, pero Neptuno, ya sólo su nombre, me parecen esconder una forma emocionante de misterio o de sensualidad. Neptuno reverbera, como si algo de mi estuviera ligado de un modo astral con semejante piedra. A veces sueño que camino por un trozo reducido de Neptuno, hay gases, como en esas discotecas que sale humo del suelo, hay elementos disparatados, y un olor que asfixia. Apenas respito, voy cubierto con un traje gigante, que suena o que yo sé que suena pero no suena porque la gravedad en Neptuno aniquila y transforma el sonido. Hay una forma de silencio que parece un ruido. En realidad en mi sueño lo más desorbitado e incomprensible es la percepción del sonido. No es y es a la vez. Suena y no suena. Cae y sube. Es una música que produce un efecto casi en el tacto. El olor, ese olor tremendo y asfixiante en mi sueño, no sé si viene del exterior o de los plásticos industriales y la química inevitable de mi traje. A veces creo que mis sueños son reales, que si camino por esa parcela pequeña de Neptuno, que en realidad esa caminata neptuniana si está sucediendo y cuando despierto pienso que en realidad he sido empujado aquí, de repente, desde un año remoto, porque los años, claro está no coinciden con los años terrestres y en esa atemporalidad aún estoy allí, en Neptuno. En cierta forma vivo viviendo a su vez en Neptuno. Quizá soy gas o parte de un tornado brutal atravesando estepas hostiles de Neptuno. Quizá soy eso. Luego salgo la calle y conduzco el taxi o lo olvido, o no siempre lo olvido. Se montan clientes, los traslado or la ciudad, direcciones inconexas. Rutas entre calles y pienso que quizá eso es una imagen superpuesta de esto en aquello. Que quizá mi taxi es un gas en Neptuno. Y el cliente se baja y paga y todo, a veces, me parece absurdo.

jueves, octubre 11, 2012

Tipo

 Salí por B)0. Esa zona es compleja e intransitable, pero debía cargar y seguir a C(7. Quizá fue ahí o quizá fue después o quizá antes. No sé en que momento la ruta sufrió la variación inadecuada.  En 9)0 no estuve mucho tiempo. Cargué en un cubiculo de montaje de los almacenes Arbeit y proseguí por la 1 hasta el desvío a la circuvalación para alcanzar a C(7. Allí había quedado con Eu para una sesión de Metanfetamina diluida en un café antiguo. En la circunvalación ya noté que me marcaban, pero pensé que se trataba de una aceleración inapropiada o del modo en el que había  tomado la desviación en la circunvalación. No soy aeronauta precavido y tiendo a mirar al suelo. Seguí sin preocupación. Pensé que la marca llegaría en forma de multa o con descuento de luz diaria, pero en seguida recibí la señal dura de infracción aguda. Miré a los lados y no vi en la cercanía a ningún sujeto de orden. Reduje la velocidad y pensé que había un error o que la señal por equivocación me había llegado a mi. En ese instante se frenó el móvil y quedé suspendido. Se habían bloqueado los mandos y la dirección. Desde ese instante en adelante ya no conduje yo. Fui llevado por control remoto a una zona elevada por la parte de O0, la zona de justicia. Allí me hiceron descender y fui esposado. Evidentemente no comprendía porque estaba siendo víctima de semejante control legal. Entré, acompañado de dos agentes, en el edificio blanco. Caminamos por pasillos estrechos e iluminados por ultravioletas. Soy consciente que fui examinado físicamente. Me sentaron en una butaca gris y me hicieron esperar media hora. Me dieron agua tibia con cápsulas, iba a ser interrogado. Sufrí un leve ataque de ansiedad, pero lo disimulé. Apareció una mujer joven, dura, pero de tono amable. Me preguntó por mi ruta. Describí el camino que había realizado desde por la mañana y me dijo:"al menos no mientes". Le dije que no entendía que hacía allí y cual había sido mi infracción. Aparentemente mi ruta había infracciones estadisticas. Repetía la ruta que habían realizado, hace un par de años, dos delicuentes. Le dije que acataba la ley, pero que jamás había comprendido la ley de estadistica. Que repetir una ruta no me convertía en delicuente. A partir de ahí los interrogatorios eran sobre mi perfil psicológico o tratando de crearme un perfil tipo. Cumplía con algunos requisitos del outsider o de los asociales, de ciertos grupos ajenos al orden que algunas veces aparecían en las pantallas y en los circuitos de información. Explique mi situación vital: soltero, trabajador de transporte de cédulas de alimento, habitante de C(2, sin ideología, del grupo amarillo de electores y de cornubia en el plano ocioso. Jamás imaginé que mi perfil coincidiera con el de los grupusculos outsiders.

 Pasé una noche en una sala de ambientación difusa. Un lugar ambiguo, agradable pero molesto. Dormí, creo que soñé con unas abejas, unas abejas que sobrevolaban unas flores fluorescentes, hermosas. El sueño era laxo, lento, congelado. Al despertar me quedé recreando imágenes del sueño y llegué a la conclusión de que habían sido producto de las cápsulas del interrogatorio. Me recogió un seguridad de avance. Un tipo amable que con voz pausada me animo y me dijo que seguramente la confusión terminaría pronto, que la ley de estadística y prevención no era muy implacable. Me llevó hasta otro edificio. Me atendieron unos doctores, me examinaron y me hicieron algunos análisis. De ahí fui trasladado a zona central, donde se me haría un juicio comprimido. Salí culpable. Me desmayé. Al despertar estaba en la que sería mi habitación de reserva los siguientes meses. Allí leía libros de conducta y reordenamiento psicológico. Me proyectaban capítulos de personajes recuperados. La luz de estos vídeos era hermosa y las voces de los recuperados sonaba reverberada, como si hablaran desde la felicidad absoluta, una felicidad total, una felicidad ligera. Recuperé peso, llevaba algunos años pesando por debajo del peso tipo. Me dejé el pelo largo y dormía muchas horas. Al cabo del tiempo, me llevaron a  casa. Las primeras semanas todo me parecía pausado. Recuperé mi trabajo. A las semanas sin embargo todo me pareció sin atributos, sin color. Dejé de ir a trabajar, dejé de salir. Poco después me detuvieron de nuevo. A partir de ahí todo lo recuerdo en bloques gigantes, sin matices. Los recuerdos vienen como un bloque de años, a lo sumo de meses, de semanas, pero no hay detalles precisos. Habitáculos uniformes, amplios, ligeros. Sueños como un solo sueño. Dejé de percibirme.

 Poco más

miércoles, octubre 10, 2012

La literatura necesaria

 La descripción del personaje casi siempre era un asunto secundario. Por no decir prescindible. Generalmente todo sucedía en una nebulosa imprecisa o situaciones poco claras. Nada paranormal, pero rozando lo anormal. Descripciones de momentos descolgados en la inmensidad de los momentos o del momento único, el momento total que es la suma de todos los momentos. No era literatura extrema, era externa, periférica. Nadie la leía, sin embargo en su construcción, en su insaciable creación, había una obstinada constancia, una responsabilidad y una frecuencia digna y abrumadora. Su gran virtud era su exagerada frecuencia, su volumen. El número de textos era gordo, tremendo, el número de lectores era nulo. Ni siquiera su creador se leía. Esos textos nacían agónicos para no ser leídos, pero con la constancia y la frecuencia de textos leídos e importantes. El autor acudía responsable a una cita donde no había más citados. El autor cabalgaba por una inmensa llanura, desolada y tremenda, porque para él la literatura o esa forma imprecisa de literatura era una guerra silenciosa e invisible, una lucha desesperada contra la paralización y el bloqueo. Sólo entendía una manera de no quedarse seco, no parar. Creía en el flujo como fuente del flujo. Si se empuja, aunque no haya nada, algo se desplaza. Su única misión literaria era personal. No esperaba un abrazo colectivo, un reconocimiento miserable. Lo que esperaba era sacar, como buenamente pudiera, otro texto. No ser leído, no era un impedimento, o al contrario, era un gran motor. La literatura de la soledad y el destierro. Literatura como mecanismo biológico de supervivencia. Textos como proceso físico, producto de la maquinaria casi perfecta del cuerpo humano. Literatura como salvación. Lo demás era todo secundario. La batalla era sacar diariamente producción. Avanzar con textos de los que no importaba tanto su calidad como su trascendencia interior, física, liberadora. Textos como solución, como dinámica existencial. Eso era, es y será la razón de esa literatura, si es que es literatura, cuya totalidad está contenida en este blog.

lunes, octubre 08, 2012

Fin de semana

 Las niñas se lo pasarían bien. Por eso decidimos ir, por qué el plan parecía apropiado para ellas: un lugar en mitad del monte, una casa antigua, unos días apartados entre árboles y hojas. En las fotos era un lugar idóneo, lo que la realidad confirmó: cuando llegamos nos pareció, posiblemente, más bonito que en las fotos de la web donde habíamos reservado. Recorrimos los últimos kilómetros por una vía de tierra que nos anunciaba un fin de semana relajado y retirados de todo. El trayecto era complejo y en la web no estaba bien especificado algunos desvíos con lo que cuando llegamos masticábamos esa doble sensación de felicidad de llegar a un lugar idílico y llegar sin haberte perdido en el camino. Juntamos los tres coches en una zona de aparcado junto a la casa. Nos saludamos con nuestros amigos, los otros dos coches, con los que nos habíamos citado en una gasolinera en mitad del camino, pero que aun no nos habíamos visto. Alguien bromeó con el parecido de la casa a una famosa película de terror o con algún hotel terrible o Norman Bates. Bajamos las maletas y caminamos todos hasta la puerta, una chica simpática y guapa nos atendió con esmero, nos enseñó la casa y nos dio algunos planos para hacer caminatas bucólicas. En la cocina nos había dejado unas verduras de la huerta para que probáramos los beneficios de esa tierra y nos recomendó un restaurante no muy lejano por si en algún momento preferíamos comer. Se despidió, vimos su coche perderse por el camino de tierra y supimos que empezaba, por fin, nuestro aislamiento elegido para ese fin de semana otoñal.

 Lo confuso empezó rápido. Estábamos organizando la casa: los niños juntos por un lado, los adultos repartidos por habitaciones distantes. En la tercera planta crujió una madera de un modo exagerado, mi hija señaló con precisión el lugar donde creía que había sonado y subí con ella. En esa planta sólo había un baño y una agradabilísima sala de estar con una chimenea. Miramos, revisamos, pero no vimos nada. Por la ventana mi hija señaló a alguien que venía por el camino, pensé que sería alguien de la administración del hotel que pasaba a ver cómo iba todo. Bajamos y comunicamos que el crujido vendría de las vigas o incluso del interior de la chimenea. A los veinte minutos recordé al hombre que vimos venir mi hija y yo y caí en cuenta que nunca había entrado. Bajé a la planta baja a preguntar y todos dijeron que nadie había pasado por allí. Comenzaba a caer la tarde y los niños salieron afuera a jugar al escondite o una modalidad de escondite desconcertante y llena de trampas. Yo acompañé a J a fumar y charlamos de asuntos laborales y cotidianos con despreocupación en el porche. Fue en ese momento cuando vimos un ciervo venir por el camino y detenerse a pocos metros de nosotros. J hizo un gesto para espantarle, pero el ciervo actúo como animal que se siente amenzado. El ciervo estaba nervioso, agitado. Más atrás un caballo apareció al trote. El caballo se detuvo un poco más atrás. J y yo miramos con cierta perplejidad la escena, no por que hubiera dos animales rondando la casa sino por la actitud amenazante y nerviosa de los dos. J apagó el cigarro y me dijo que entráramos: "Ya se irán".  Dentro, en la casa, las cosas tampoco caminaban en la normalidad. La pareja de J mostraba preocupación porque ya iban dos habitaciones y un baño que repentinamente se habían quedado sin luz. En ese instante M apareció con mis dos hijas comentando pausada que se había ido el agua y que en uno de los retretes había una perdida algo exagerada de agua y que el baño corría riesgo de inundarse. La sensación de enfado fue creciente y G propuso llamar a la chica de contacto inmediatamente. Llamó varias veces y no hubo respuesta. Entonces, sin señal previa, sin intro, la casa tembló de un modo violento, como si estuviéramos en el epicentro de un movimiento sísmico considerable. El terror apareció, hubo algunos gritos y los niños se abrazaron a sus madres, la mujer de G contribuyó a la histeria y a la paranoia hablando de actividad paranormal y de presencias. Comprendí que el terror y la locura son contagiosas y que la irracionalidad es un virus de contagio excesivo. G propuso recoger rápido y largarnos de allí. Yo sonreí, no iba a caer en la infantilidad de creer en fantasmas. Desde ese instante la confusión y los acontecimientos desquiciados se sucedieron sin freno. Cuando J abrió la puerta la entrada a la casa estaba llena de animales recelosos, cerró asustado. Subimos a la última planta para estar juntos y pensar que hacer. En ese momento parecía imposible traer el sosiego al grupo e incluso M y mis hijas parecían contagiadas del pánico. Pensé que llegados a ese punto quizá era mejor irse que pasar un fin de semana en ese estado de neurosis colectiva. Y propuse largarnos. Un ruido atronador, entonces, vino de la chimenea. Como si una placa de hierro gigante hubiera caído. La mujer de G estaba fuera de si. Los niños gritaban sin posibilidad de consuelo. Sonreí y traté de traer el sosiego gastando una broma, pero los resultados de mi broma jugaron en mi contra: J me recriminó mi falta de gusto e inmadurez. Salí de la sala de estar y bajé las escaleras solo. Arriba se quedaban todos sumidos en la paranoia. Descendí la escalera tratando de descifrar que era lo que estaba sucediendo. Un cúmulo de casualidades, una broma de recibimiento por parte de la gerencia del hotel. Todo menos la tontería de la actividad paranormal. En la primera planta me encontré con un señor, un anciano cansado y con bastón. Me miró con descofianza y yo le pregunté que hacía allí:

.- No- contestó- ¿Qué hacen ustedes aquí?

.- Hemos alquilado la casa para este fin de semana y las cosas no están empezando muy bien.

.- Esta casa no se alquila. Llamaré ala policía- Me dijo- Váyanse, por favor- Me pidió en tono suplicante y con un halo de terror.

 Le miré con desprecio. En ese instante ya sólo me sonaba coherente la explicación de la broma. Una broma cruel con la que eras recibido en ese aislamiento vacacional. Seguí bajando ignorando al anciano. Según bajaba me empezó a gritar sin fuerza, con fatiga:

.- Por favor, lárguense. ¿Qué les hemos hecho?

 Enfurecido llegué a la planta baja. Abrí la puerta, allí seguían los animales. Salí, pasé entre ellos. El perro ladró los demás comenzaron a desplazarse. Seguí caminando hacia el camino de tierra. Estaba furioso, realmente nunca había estado tan furioso. Empecé a recorrer el camino. Era ya de noche y no se veía nada. Cuando miré detrás de mi todos los animales me perseguían. Como si me protegieran, como si me secundaran.

 Caminé muchas horas, toda la madrugada. En los primeros ecos del amanecer regresé a la casa. Sin respuestas, agotado. Aún rodeado de animales. Abrí la puerta. La casa estaba en silencio total. Subí ala segunda planta, donde habíamos decidido que estaría nuestra habitación. Las niñas y M estaban dormidas. Me tumbé y cerré los ojos.

 A la mañana nadie quiso recordar lo sucedido. En realidad todo el mundo actuó como si jamás,  nada de aquello hubiera pasado. El resto del fin de semana fue divertido y sin problemas. Sólo cuando nos fuimos, por el retrovisor, vi algunos animales viéndonos ir.

lunes, octubre 01, 2012

Clara

 Los aeropuertos de ciudad pequeña tienen un ambiente más desconcertante aún que cualquier aeropuerto. Tienen poco transito y sus pasillos están más vacíos. En general hay menos sensación de prisa y se multiplica la sensación de estar en una atemporalidad absurda. Todo aeropuerto vive bajo la atemporalidad extrema, los de ciudad pequeña aún más, porque en cierta forma los aeropuertos de ciudad pequeña se han quedado anclados en un no tiempo confuso. Me senté en la cafetería, ya era de noche y éramos pocos, cuatro o cinco. los que estábamos haciendo tiempo. Pensé que mi vuelo sería el último vuelo en horas y que ese débil tránsito de gente quedaría en el vacío absoluto una vez que mi vuelo despegara. Imaginé, entonces, por un rato, el aeropuerto vacío, la pista vacía, la cafetería vacía y al camarero en la misma postura que en ese mismo instante, inmóvil, apagado, lejano y triste. Luego miré a los otros, a los que presumiblemente serían mis compañeros de vuelo. Esa fue el instante en el que vi por primera vez a Clara. A los demás no los detallé en ese instante. Sólo en aquella vista rápida se me quedó impreso el rostro de ella. Lo que vino a partir de ahí es confuso o atemporal.

 El vuelo anunció retraso. Nos quejáramos entre nosotros en el aeropuerto vacío. Como si uno sospechara que las cámaras recogían nuestra leve indignación. Cada uno expuso los problemas que le proporcionaba el retraso. Clara fue contundente: "Siempre llego tarde a todo. Se ve que también lo haré al entierro de mi madre". Su sentencia produjo un silencio lento, un silencio que se sumó a la delirada sensación de atemporalidad que ya existía en el aeropuerto. En su tono no había melodrama, ni siquiera victimismo. Lo dijo con resignación y sin aspavientos. Como el que asume que la vida es un tablero, un tablero gigante y desquiciado en el que tampoco hay demasiadas opciones. Al cabo del rato una azafata se acercó al punto donde estábamos los pocos que viajaríamos en ese vuelo:

.- El avión está averiado, pero estamos buscando opciones. Habrá una solución. Contamos con un piloto arriesgado.

 Y la chica se dio la vuelta. Desapareció en ese vació que reverberaba del aeropuerto pequeño. Alguien, no Clara, desde luego, quiso hacer un análisis de la frase: "¿piloto arriesgado?", pero nadie siguió la corriente pesimista de ese discurso. Yo quería volar y llegar a tiempo al destino. Clara recibió como un beneficio la frase y los demás no dejaron traslucir lo que les despertaba. A esa hora, cuando la madrugada parecía inevitable en los bancos cercanos a la puerta de embarque, todo parecía detenido o colgando, como si el aeropuerto fuera un péndulo. Clara me miró y me dijo: ¿Quieres un café? y contesté que sí con un movimiento de cabeza. Me puse en píe y la acompañé a la máquina que había un poco más allá. Al lado de una cinta transportadora que estaba apagada. No nos presentamos, Clara me habló de uno de los pasajeros con los que compartiríamos vuelo:

.- Ese tipo me preocupa- dijo

 Yo no me había fijado. En realidad hasta ese momento sólo me había fijado en Clara y en dos tipos que hablaban todo el rato como si no estuvieran allí. Dos tipos con iPads que se mostraban gráficos indescifrables y que parecían ajenos a esa realidad y que hablaban respetándose admirablemente el turno de palabra el uno al otro. Tipos que posiblemente se dedicarían a las finanzas.  Bebimos el café junto a la máquina, como si fuéramos viejos conocidos. Ella mostró varias veces preocupación con aquel tipo y luego mostró esperanza porque el asunto del retraso no la retrasase a su vez demasiado en el entierro de su madre. Cuando regresamos a la zona de embarque había movimiento, todos estaban rodeando a la azafata que esta vez se mostraba menos amable y más contundente. Fue en ese momento que me fije en el hombre que a Clara le preocupaba. A partir de ahí todo fue rápido, hubo discusiones, incluso gritos, amenazas, pero hicimos lo que proponía la azafata: embarcar en otro avión que inicialmente se dirigía a otro destino, pero que se había adaptado para el nuestro. Caminamos hacia otra puerta de embarque. Despegamos con prisa. El piloto parecía querer recuperar minutos como fuera. El despegue no pareció un despegue. En realidad nunca me había sentido así en un avión, pero aquel despegue me pareció irreal. Cuando estábamos en vuelo, me acerqué a Clara, le pregunté como estaba y me presenté. Le dije que me había fijado en el tipo y que efectivamente parecía un tipo extraño:"lejano" sin saber muy bien a que me refería cuando decía lejano. Ella sonrió y me dijo que nunca había viajado en un avión tan vacío. La azafata, entonces, se acercó a nosotros y nos ofreció un refresco, pero no bebimos nada. Afuera la oscuridad parecía absoluta, definitiva. Clara entonces me habló de su madre: de la distancia sideral que había entre ellas, del destierro, de la enfermedad, del rencor. Pensé, por el modo de hablar, que Clara estaba afectada, pero no afectada de un modo normal, Clara parecía sumida en una mezcla de reposo y culpa. Me cogió la mano y me miró con una ternura hiriente, cruel. Se quedó dormida o cerró los ojos. Pasaron unos minutos lentos, el avión temblaba suavemente. El tipo que preocupaba a Clara se acercó por el pasillo y me hizo una seña para que le siguiera a la parte de atrás. Miré a Clara, respiraba profundamente. Traté de ver una imagen del sueño, como si estas se proyectaran en algún gesto. Me puse de píe. Atrás el tipo se presentó, me dijo que se llamaba Antoine. Hablaba rapidísimo, pero susurrando. Soltaba frases en hileras larguísimas, nerviosas:

.- En cierto modo este avión está secuestrado, pero no es un secuestro al uso. No es un secuestro normal, un secuestro de unos terroristas extremos. Estamos secuestrados por el tiempo. Este avión ha ido hacia atrás y hacía delante. En realidad todo empezó en el aeropuerto. ¿No te parecía raro el aeropuerto, ese vacío, ese retraso, el cambio de avión? Nos han movido el huso horario, las horas, no estamos en nuestra franja horaria cósmica. Estamos desplazados.

 Le escuchaba mientras pensaba que Clara se había quedado corta con su preocupación, ese tipo estaba loco y nervioso, lo cual era una mezcla explosiva en un avión prácticamente vacío.  Pensé en los sistemas de seguridad del aeropuerto y oré para que hubieran detectado cualquier utensilio peligroso que tuviera ese individuo. Sin embargo el tipo siguió hablando del secuestro, de las horas, de las señales raras. Sólo al final nombró a los que, para él, eran los culpables: los dos tipos de los iPads: "esos tipos son preocupantes. Extraños" No supe que decirle, le propuse que volviéramos a nuestros asientos y esperáramos ver como se seguía desarrollando el vuelo. "¿No me crees, verdad?" contesté que "al menos me deje un margen de duda. Ser secuestrados por el tiempo no es una cosa que se asuma con facilidad". Volví junto a Clara que estaba con los ojos abiertos. Le conté en voz baja lo que había sucedido. Suspiró con una sonrisa suave y dijo: "Bueno, es otra explicación"

 Aterrizamos con brusquedad. Descendimos del avión y acompañé a Clara hasta un taxi. Me propuso que lo compartieramos. Cuando salimos a la zona de taxis, vimos a Antoine corriendo, sudando, nos robó el taxi que nos correspondía y le vimos perderse por la autopista.  En el taxi Clara y yo apenas hablamos. En realidad con ella desde entonces, desde el primer momento, parecía como si nos conociéramos de antes.

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