lunes, abril 30, 2012

Los ciclos

 6 de la mañana: La luz suave apareciendo por la curva por donde el río crece y baja veloz, la zona de corrientes. La humedad entre las hojas de los árboles, la calma inevitable del planeta en el momento que arranca el día. El amanecer da sosiego. Respiro, respiro y el movimiento que se activa en todo mi cuerpo cada vez que inspiro y expiro me hace comprender que sigo vivo. Soy un dinosaurio, en un futuro remoto, terrible, no estaré. Habré muerto, conmigo, lentamente, el resto de los dinosaurios que habitan este planeta despiadado y cruel.

 6 de la mañana: Al fondo la luz. Un avión atraviesa el cielo, parece que con el se abre la mañana, como si el avión fuera rasurando el telón oscuro de la noche y abriera la luz, la mañana. Mi respiración es más lenta hoy: congestión, las vías respiratorias siempre sufren en la primavera. La quietud del paisaje que, a su modo, parece que también despierta. Soy un hombre, de mediana edad, unido en un pacto silencioso a los ciclos de la tierra. A veces olvido que también moriré, que dejaré de ver estos acontecimientos diarios por las que cada mañana, inevitable e inconscientemente, siento ya nostalgia. En el futuro no estaré, a veces creo que ni yo, ni el resto de los hombres que habitan este planeta indescifrable y tremendo.

viernes, abril 27, 2012

Sobrenatural

 Vino de sustituta de un profesor que llamábamos Superman, porque un día entro en clase antes que nosotros y cuando, minutos después, entramos todos una de las ventanas estaba abierta y el hombre había desaparecido. A los meses se dio de baja por depresión, una depresión terrible: era de los profesores más sometidos a burlas por parte del alumnado de todo el colegio. La sustituta era joven, nos parecía joven ya entonces, cuando nosotros éramos niños a punto de entrar en la adolescencia. Era alta o más alta que la media de estatura de los profesores de aquel colegio. Era esbelta, era elegante y era ligera. Sonreía de ese modo específicamente agradable que saben sonreír unos pocos elegidos; una sonrisa elevada, una sonrisa descomunalmente natural pero cargada de una muy precisa inteligencia, una sonrisa escultural, una sonrisa sobrenatural. Hablaba cercana, parecía más de los nuestros que de los profesores, como si aún anduviera por pupitres en vez de en ese frente de órdenes y programas. Fue una iluminación en mitad de aquel curso. Transformó los días de colegio en un curioso frenesí, en una euforia que sólo conocíamos cuando sonaba el timbre del recreo o el del final del día, ese timbre liberador y esperanzador. Dejó de lado la tediosa manía de dictados y apuntes de Superman y nos dejaba hablar y nos proponía emociones. Creo que no fui el único que se enamoró, recuerdo a Antonio Sanchez y a Vicente Garrido desbordados por el mismo empujón. Recuerdo que ellos también despreciaban a Oscar, ese rubio que parecía alemán, cuando nos sacaba un punto y medio o dos en los trabajos y era felicitado por aquella sonrisa, pero Oscar no aumentó el ritmo, el promedio de Oscar era descomunal, nosotros veníamos de dos años en los que a duras penas superábamos el aprobado y no teníamos la capacidad y el fondo de Oscar, por más que , de repente, quisiéramos ser, irónicamente, parte de los estudiosos, de los responsables, de los cumplidores. Nos faltaba eso que en Oscar era ya natural. No obstante subimos en el escalafón del promedio de notas de clase, ya no éramos ese grupo que merodeaba los suspensos con frecuencia. Ahora éramos de la zona media, los que aprueban con facilidad pero no llegan a los niños brillantes, los repelentes y detestables niños brillantes. El caso es que la sustituta convirtió los días de clase en una especie de vacaciones en medio del curso o una especie de nube o vapor, una condensación húmeda y agradable, una sauna emocional. A cada rato levantaba la mano para particpar, mostraba interés sobre aquellos nuevos asuntos, apoyaba la dinámica de clase y permanecía atento a las explicaciones. Los primeros trabajos me entregue con devoción religiosa y fui consiguiendo una cercanía amable con ella. Me quedaba a charlar después de clase y le preguntaba por distintos asuntos.

 Era reacia a los exámenes y trataba de evitarlos. A cambio pedía esfuerzo en los trabajos: no valoraba la pulcritud o la precisión, valoraba lo profundo que cada uno llegara a meterse en la investigación del trabajo realizado. Finalmente pidió un trabajo de tema libre pero que rondara, en cierta manera, la literatura. No sé por qué decidí lo sobrenatural. A mi me daba igual lo sobrenatural, pero quería ir más allá de donde fueran los demás, quizá mi apuesta era competitiva y no de placer. Oscar, el rubio, no se metería tan lejos, en el más allá. Yo no temía los enredos de leyendas e historias no comprobadas. Yo quería cruzar cualquier límite con tal de hacer un trabajo soberbio: el mejor trabajo de la clase. Me metí como un poseso en la biblioteca, como si en cierta medida yo ya fuera víctima de un fenómeno sobrenatural. Salía del colegio y me largaba corriendo a la biblioteca, no salía hasta que el vigilante me decía que ya era tarde y que iban a cerrar. Salía a la calle de noche. Volvía a casa por las calles del barrio vecino a mi barrio. Afectado por las lecturas de la tarde: reencarnados, la santa compaña, las leyendas retorcidas y llenas de la paranoia colectiva, la sangre que domina mentes, las mentes que dominan otras mentes, individuos que gobiernan el tiempo y el destino de los otros, animales humanizados y terribles, el horror de la transformación, la aparición de cuerpos en mitad de espacios imposibles, voces de ultratumba en mitad de lugares imposibles, revelaciones en espejos o la piel de seres débiles, ríos que cambian de color sus aguas y dominan la naturaleza, vientos que traen desdichas, armarios que esconden luces, manos que sangran, tatuajes que aparecen en la noche, símbolos que trasmutan en otros símbolos, seres inmortales y desdichados, seres que traspasan siglos y siglos habitando en la tierra alimentados de sangre y deseo. Todas aquellas lecturas encendidas y profundas convirtieron los días en un frenesí. Por las noches miraba por la ventana, en las montañas cercanas imaginaba esas vidas secretas, esos seres huidizos, desde la ventana veía las calles vacías de mi barrio, miraba horas en la madrugada esperando ver abajo a uno de esos seres corriendo tras algo, tras una luz, tras un deseo, tras una celebración negra. Por las mañanas llegaba al colegio, sin ánimo o con el ánimo del que ya está sumido en un vicio: esperaba con ansiedad el timbre de salida para volver a la biblioteca.

 A las semanas preguntó en voz alta como llevábamos nuestras investigaciones. Todos contestaron con desgana, salvo Oscar, no se mostraba un ánimo tan incendiado como el mío. Al sonar el timbre me acerqué a su mesa. Noté que Antonio Sanchez y Vicente Garrido me miraban con recelo, casi amenazantes, pero rompí ese pacto silencioso y me acerqué cuando ya no había nadie. Me escuchó con atención y sólo al final de mi velocísimo discurso advertí preocupación:

 .- Quizá no es el mejor tema.

 .- ¿Eso crees?- le dije

 .- ¿Me dejas acompañarte a la biblioteca?

 La metáfora precisa sería la de una explosión. Una explosión descomunal, inabarcable, una explosión tan bestia que te traslada a un tiempo ajeno al tiempo, que ensordece lo demás, todo lo demás, todo lo que no importa que es todo: tu madre, tu padre, tu hermano, Antonio Sanchez, Vicente Garrido, Oscar, el colegio, cualquier evento sobrenatural sobre la faz de la tierra. Todo queda sumido en una sordera, en un silencio que vuelve todo, casi, inexistente.

 Fuimos en su coche. Me gustaba verla conducir. Me sentí adulto en el asiento de copiloto y quise parecerlo en la conversación. LLegamos a la biblioteca. Busque la bibliografía más destacada que tenía seleccionada desde algunos días atrás. Recuperé los acontecimientos más importantes. Me habló de Lovecraft, de Bram Stoker, de Edgar Allan Poe. Relacionamos algunos fragmentos que yo había leído con cuentos. Fui descubriendo una forma de literatura sobrecogedora. Se fue haciendo de noche. Me dijo que había que irse. Salimos de la biblioteca, el barrio estaba vacío. Le conté que cuando volvía ansiaba vivir uno de esos momentos que narraban esas leyendas, encontrarme con un acontecimiento inexplicable en el camino a casa.  Sonrió y esa sonrisa, entonces, fue sólo para mi, no para treinta y cuatro alumnos más, la sonrisa fue exclusivamente para mi. Nos montamos en su coche y me acercó a casa. Juro que las calles, la ciudad ya de noche, no me pareció la ciudad de siempre, las calles de siempre. Juro que todo sucedía de otra forma, como si el coche fuera un objeto sometido a unas de esas leyes fuera de toda racionalidad que había leído en aquellas narraciones paranoicas y deliradas. Se detuvo cerca de casa y abrí la puerta. Me dio un beso en la mejilla, cálido, amistoso, simpático. Bajé y vi el coche perderse. Esa noche me masturbé por primera vez.

jueves, abril 26, 2012

La plaza

 El barrendero no parece tener horario. Lo mismo aparece por la plaza a las ocho de la mañana que a las once. No sé que rige su turno. El cartero, por ejemplo, siempre aparece a la misma hora; hay una pequeña variación como mucho de un cuarto de hora, pero el barrendero varía hasta el desconcierto su llegada a la plaza. Tampoco aparece siempre por la misma esquina. No hay, absolutamente, ninguna regularidad, ninguna forma de ciclo, ninguna cadencia. El barrendero bien podría ser el principio de un caos, el principio donde cualquier atisbo de engranaje cósmico se desmorona. Me gusta verle trabajar. Llega con su carro de dos ruedas, sus escobas. Se detiene y analiza por donde empezar. En esto también es indescifrable. No siempre barre y limpia la plaza del mismo modo, tampoco aquí tiene estructura. A su manera, el barrendero asume su trabajo cada día de nuevo, como si siempre fuera la primera vez. Como si no hubiera experiencia o como si su experiencia le hubiera llevado a la conclusión elevadísima de que cada día es distinto y que cada día la plaza necesita ser analizada previamente para ser barrida. El barrendero ve la plaza diariamente distinta, entiende su variación constante.  Barre y mira. Recoge y lanza con el recogedor de metal y enorme lo barrido a los cubos de su carro y sigue. Deja la plaza impoluta o todo lo impoluta que puede quedar una plaza, una calle, las aceras, el asfalto. Desaparece, evidentemente, nunca por el mismo lado, nunca siguiendo ningún tipo de repetición.


 El resto del día tiene algunas marcas evidentes. Los dos bares abren más o menos a la misma hora. Los repartidores llegan los mismos días de la semana, a las mismas horas. Bajan los pedidos que suelen ser repetidos: las mismas cajas de refrescos para los bares, las mismas cajas de aceite para el pequeño ultramarino. Hay individuos que pasan diariamente a la misma hora y desaparecen los fines de semana, trabajadores que para ir a su trabajo deben pasar por la plaza: la plaza es parte de su ruta. A muchos los reconozco, también sus ropas: los abrigos de colores opacos en invierno, la ropa ligera del verano. Luego están las fugacidades, esos que pasan sin más y no volverán o si vuelven, mucho tiempo después, no recordaremos su cara, porque son casi ya de otra era. Luego están los vecinos de los cuatro portales que dan a la plaza: la constante. Salen, entran, se mezclan, se saludan, sale uno, llega otro. Se abre una ventana, se enciende una luz, se apaga otra, se quedan días unas persianas cerradas, se cuelga un letrero de "se alquila", crecen las niñas de ese que sale a las ocho y cuarto, se deshacen parejas. Los días le dan sentido a sus ciclos. Y finalmente ella, que sale tarde, cuando ya el ritmo de arranque del día ha descendido y se instalan los ciclos bajos en la plaza, la media mañana. Ella que tarda en arrancar la moto, que se coloca el casco con esmero, evitando alterar ese peinado que de por si ya parece alterado y se monta en la moto como el que se monta en un caballo y enciende con cuidado como si no encendiese una moto sino que encendiese su vida, con tanto cuidado que a veces no arranca a la primera, como si el primer y segundo intento fueran bostezos de la moto y finalmente suena el motor y se termina de acomodar, como si hasta ese momento no se pudiera sentar del todo, como si sólo una vez arrancada le fuera permitido buscar la posición idónea, definitiva. Entonces levanta los pies del suelo y se desplaza tan despacio por la plaza hasta alcanzar el asfalto de la calle norte que parece que no quisiera salir. Baja el bordillo de la acera con esmero, con tanta delicadeza que no parece una chica en moto bajando el bordillo de una plaza en mitad del planeta. Parece una metáfora o algo intraducible, algo aún por averiguar, algo que no se sabe que es y entonces sale al asfalto y en un instante que a mi resulta atroz, desaparece todo el día. Se oye unos segundos el motor cuando ya no se la ve. El motor decayendo hasta lo inaudible, hasta mezclarse con otros motores más allá de la plaza, donde girará y se perderá por calles que repiten otros ciclos que terminaran enganchando con los ciclos de la plaza. Y la plaza se suspende, la plaza se queda colgada y pasan cosas menores o cosas que para los otros serán trascendentales: otra vez el cartero y su incontrolable cadencia, otra vez los carteros puntuales, rígidos en su aparición, colando cartas que abren y cierran otros ciclos, otras posibilidades. Los camiones de reparto, los chicos a la salida del colegio, los bares dando comidas, los primeros que vuelven, la tarde. Todo ese ciclo de ciclos para ver que ella vuelve cuando ya todos han vuelto. Primero el ruido del motor, apareciendo cuando ya es de noche. Allí vuelve, como si viniera, exclusivamente, del silencio, después de haber ido al silencio. Como si no hubiera tiempo de donde viene. Desapareció como ruido de motor y vuelve como ruido de motor y deshace el camino. Sube el bordillo con menos esmero, con la prisa del que quiere llegar ya. Avanza el trozo de plaza y detiene la moto, detiene el motor, se quita el casco y lanza el pelo, coloca candados y cadenas y camina hasta el portal. Luego siempre es esperar una cantidad de segundos casi exacta al día anterior y la luz del quinto izquierda se enciende y entonces no me queda más que imaginar los ciclos ahí dentro, los ciclos que terminarán al día siguiente en la moto, en el motor, en esa hora indescifrable en que volverá el barrendero.

martes, abril 24, 2012

Un tipo normal

 Parecía sumido en una especie de silencio. Un silencio incomodo, pero está vez consigo mismo. En cierta manera la gente a veces también sufre de esos silencios a solas, cuando se está sin nadie más. Esos silencios de ascensor o de situación prolongada hasta el absurdo, pero en la intimidad. ¿Qué se dice uno? También con nosotros se nos acaban las frases, también hay momentos vacíos: "¿Qué me digo yo?" y no había nada. Recurría a frases hechas, incluso pensamientos recurrentes con la idea de rellenar el vacío. A menudo recordaba o pensaba en asuntos diarios, a  veces pensaba en los otros con la puntería y facilidad con la que se piensa en los otros, con lo sencillo que es pensar en los otros. A veces buscaba recovecos, escondites. Otras veces desesperaba: "Algo me tendré aún que decir. Algo quedará". A veces salía a correr por parques, a veces viajaba sin destino en el metro, buscando casi que el azar le diera una sorpresa, un susto, algo de lo que hablar a solas.

  Había pasado una época previa de cierta euforia. Había viajado a la costa de  Oaxaca, había conocido a unos franceses que tenían una cabaña para turistas al borde del mar y había probado el peyote. Había conocido a un español adicto a la cocaína con el que había viajado a Guatemala. Había estado metido en asuntos de literatura y había intentado vivir de dos libros publicados. Había conocido a un par de escritores de renombre y con dinero. Había vivido dos meses con una argentina con la que experimentaba  sexo tántrico. Había viajado a Bogotá con dos venezolanos que planeaban matar a un político. Había viajado a Lisboa y había creído encontrar una cúspide en Lisboa.  En Lisboa conoció en exceso la madrugada y tuvo un accidente de coche. Volvió a casa. Cuando volvió intentó volver a escribir, pero había adquirido vicios y también miedos. Tuvo una crisis existencialista y pensó que la literatura estaba colmada de imbéciles y de tipos que perseguían a los otros escritores. Lentamente fue concluyendo que no estaba preparado para la batalla, para la carrera de escritores detrás de escritores detrás de editores. Vendió su coche. Vendió algunos muebles y se cambió de casa. Se mudo a una pensión. En la pensión pasó días enteros sin salir. En cierta manera quería convertirse en un tipo normal.

sábado, abril 21, 2012

La nueva legislación

 La primera medida prohibía volver a silbar salvo motivo de llamada urgente. Por ejemplo, en el caso de evitar un accidente o llamar a un policía a cien metros cuando se está presenciando cualquier acto delictivo.

La segunda medida prohibía a los peatones caminar a más de dos kilómetros por hora, también negaba detenerse ante los escaparates o a contemplar el paso de pájaros o cualquier otro asunto: nubes, coches, las hojas empujadas por el viento, la nada.

 La tercera medida prohibía el uso de las gaitas y de las armónicas, las melódicas y la flauta dulce.

 La cuarta prohibición era para el uso de globos.

 La quita medida prohibía el uso de chanclas y bermudas en verano.

 La sexta prohibición impedía el uso de balones de goma y libros de tapa dura, algunos sistemas de video antuguos: Betamax y VHS.

 La séptima medida prohibía las zapatillas de goma y la filosofía barata.

 La octava medida prohibía las drogas.

 La novena medida prohibía el alcohol.

 La decima medida prohibía opinar en foros, noticias y redes sociales de internet.

 La onceava medida prohibía masturbarse: inicialmente la medida era para aquellos que se masturbaban dos veces al día, pero al tiempo la medida negaba la masturbación.

 La doceava medida prohibía bailar música lenta, prohibía las canciones de más de seis minutos y las canciones sin estribillos.

 La treceava medida impedía mirar chicas en la calle, verlas pasar con sus vestidos de verano, con las piernas bronceadas, con las caras hermosas, con los pies cubiertos por sandalias coquetas, con las melenas liberadas.

 La catorceava prohibición impedía hablar con desconocidos.

 La quinceava prohibición impedia el desasosiego y las dudas metafísicas. También las conversaciones existencialistas.

 La dieciseisava medida prohibía enfermarse.

 La diecisieteava medida impedía caerse y romperse los huesos. Prohibía las lesiones musculares y los sangrados recurrentes.

 La decimo octava medida prohibía la psicodelia, los estados oniricos y hablar de sueños recurrentes.

 La decimo novena medida prohibía la laxitud.

 La vigesima medida prohibía hablar.

 La vigesimo primera prohibía salir de casa.

 ...

viernes, abril 20, 2012

El manifiesto de Leo

 Leo se obsesionó con la idea de formar un movimiento. Se fijaba en movimientos underground, en movimientos desconocidos de cultura, en poetas del submundo, en músicos miserables y se terminó fijando en las grullas, en el movimiento de las grullas, en la danza de apareamiento de las grullas. Le fascinaba la idea de creación colectiva, sentía devoción por esos colectivos que terminaban formando algo admirable. Para Leo aquellas obras estaban llenas de recovecos, llenas de indescifrables simplicidades. Las creaciones colectivas creaban personalidades imposibles, extremas, inabarcables y eso le producía una fascinación desorbitada. Nos trató de convencer, nos pasaba libros, música; nos llevaba a lugares del centro, sótanos donde tipos desnudos hacían actividades extremas, algunas dolorosas, con sus cuerpos. A veces nos hacía realizar actividades deliradas: viajes caminando por los túneles del metro, noches en la red de alcantarillas de la ciudad, noches que se hacían eternas y terribles. A Leo le obsesionaba el subsuelo, el silencio, la nocturnidad, la periferia, el ruido indescifrable, las reverberaciones, la poesía inconsciente, la muerte. Nosotros preferíamos el futbol y otros juegos: la masturbación, los parques, los coches; nos unía a Leo la marihuana, el olor remoto y brutal de la marihuana, el olor ancestral de la marihuana, la cadencia de fumar marihuana, el rito tribal de fumar marihuana y por eso, a veces, le seguiamos su juego. Leo escribía cosas, llegaba con hojas repletas de frases que sólo nos gustaba leer después de fumar marihuana, frases que se enredaban entre ellas, como si su incoherencia fuera un baile, un baile divertido e incluso sensual, como si las frases juguetearan, se excitaran entre ellas. Luego Leo fue desapareciendo, cada vez aparecía menos y le perdimos la pista. Le perdimos y nosotros nos quedamos fumando marihuana, y en cierta manera, Leo parecía una nube, algo incrustado en ese humo espeso e hiperfumado de la marihuana.

 Al tiempo supimos que viajaba buscando Grullas, que se había convertido en una especie de trotamundos raro, persiguiendo grullas, viéndolas bailar, en una especie de concierto pop alrededor de la creación más radical, la creación de otras grullas. También supimos que al final fundó un movimiento, lo que no supimos quienes se sumaban y si en realidad el movimiento no era su mayor fracaso, puesto que su ideal era la creación colectiva, y allí, bajo ese nombre colectivo, no había sino un sólo nombre: Leo. Supimos lo de las grullas y supimos lo del manifiesto y leimos el manifiesto y nos quedamos extrañados de sus frases, de sus ideas, una colección de visiones al menos novedosas:

Sólo el sexo es comida. 


Las ciudades son agujeros tapados. Los pájaros no vuelan, pisan suelo cristalino.


El sexo es tenis. El tenis es ajedrez. El ajedrez es Dios.


Dios no juega al ajedrez, porque Dios no existe. 


El único gobierno posible es el del horror. Lo demás no son más que caretas del horror, el horro disfrazado. sólo un hombre horrible aspira a dirigir una nación. Sólo un hombre horrible es capaz de creer en eso.


El sudor es el principio del fin. El fin no existe, es el paso a otra cosa.


La poesia la poseía. 


El cine es un engaño, el engaño asumido, el engaño total. La demostración absoluta de que cada uno hace lo que quiere con la mente. 


El reloj es la mayor de las locuras. Visto como poesia es hermoso, visto como ejercicio elevado de metáfora, de paradigma literario, es excelso. Asumirlo como algo real es una enfermedad.


Un niño juega al balón. Ese balón es el universo. Ese balón rueda sobre la arena de un parque. Ese parque está lleno de niños. Esos otros niños juegan con balones. Esos balones, ineludiblemente, se están desinflando.


No es la orilla de la playa, es la ola arena entrando al mar. 


Hay un tipo en cada espejo, repitiendo, hasta la nausea, este acto, el acto de escribir esta frase. Está frase, es por tanto, prácticamente infinita.. También tú, que la lees.


El momento preciso del orgasmo no existe: se va llegando y ya pasó, pero nunca se está en el del todo. 
En realidad cada ser humano es ese instante: un orgasmo.


Las manos prolongan los brazos, los brazos prolongan el tronco, el tronco prolonga las piernas. en realidad todo prolonga el órgano sexual




La única manera, pues, de sobrevivir es unirse a un colectivo, cualquiera, donde las identidades se suman y desaparece la unidad, para hacer una unidad de unidades, lo cual es matemáticamente muy complejo. 


¿Te unes?

Y así acababa aquel manifiesto de Leo y así nos quedamos durante muchas tardes leyendo, pensando en el paradero de Leo tras las grullas.

jueves, abril 19, 2012

La época frente al proyector

  Había perdido la costumbre de los horarios y, en cierta forma, había perdido la costumbre del tiempo. El tiempo, esa maraña incalculable, se había vuelto un asunto menor o había dejado de existir. Las mañanas se confundían todavía con la noche y cuando caía la tarde ya estaba de nuevo en la noche y los días eran un día o un mes y no tenía excesiva conciencia de lo que había pasado; porque, en realidad, parecía como si todo fuera a suceder después, en unos dos mil o tres mil años o que había sucedido antes, siglos antes de la extinción del dinosaurio. Mientras tanto se acumulaba el insomnio y la laxitud, la desgana y la falta de apetito y la pared blanca del salón parecía emitir imágenes dispares. Imágenes inconexas de viajes y sábanas y los gestos de M; y en las imágenes irreales M parecía vivir en blanco y negro, con mucha textura, habitando una época de esplendor. Secuencias aleatorias, personajes secundarios que parecían cobrar un sentido nuevo justo al final: la hermana de M, la amiga pelirroja de M, la sobrina de M, los compañeros de M.  Como si sólo se entendiera su papel una vez que concluye todo y salen los créditos.

 La memoria juega sus cartas, lanza los dados. No había elección previa en las imágenes a proyectar. Si ahí aparecía una carretera no era porque él lo hubiera escogido, no había elección en escoger esa carretera pasando y M conduciendo. ¿Qué hacía una imagen seleccionable? ¿Cuántas fases había superado la imagen para salir adelante y pasar por ahí, por delante de las narices toda una tarde, en mil y una perspectiva? ¿Recordaría M esa imagen? ¿Recordaría las calles de Oporto, aquellas gaviotas y la amenaza de lluvia a última hora? ¿Aquel hostal con cortinas de tela áspera desde donde veían una pareja cenando en el edificio de enfrente? ¿Recordaría M aquella calle de Praga donde vieron un niño sentado a media mañana: el niño más melancólico de la historia de la humanidad. El niño que M  aseguraba que se había escapado de casa? Ahí estaba el niño, en la pared blanca, en esa época atemporal. El niño tendría ahora once años más, ya no sería niño: ¿recordaría el niño aquella mañana húmeda en Praga? ¿Recordaría que estuvo sentado mucho rato en aquel parque, mirando con una tristeza desorbitada los contornos de las zonas más decadentes de la ciudad? ¿recordaría a aquella pareja que a ratos le miraba con la curiosidad del que produce posibilidades tratando de acertar algo que jamás será respondido? Igual el niño sólo esperaba ver un ovni pasar o estaba fantaseando con jugar la final de la UEFA vistiendo la camiseta del Sparta de Praga contra el CSKA de Moscow. Igual el niño ahora era taxista o funcionario o un joven en paro, sin mucha claridad de futuro o quizá era ludópata, metido en los sótanos de la periferia de Praga, metiendo monedas en la máquina, esperando que el azar esta vez si juegue a favor. ¿Quién recordaba ahora aquello? ¿sólo él?  A su vez él había metido monedas en su cabeza y giraban las figuras, se encendían las luces y salía un recuerdo y había salido aquella carretera, las gaviotas sobre Oporto, el niño del parque de Praga; y el niño de Praga que cabía la posibilidad de que hubiera terminado siendo un triste ludópata de sótanos de recreativos y de máquinas tragaperras estuviera metiendo monedas y jugando con las imágenes y M ajena, ajena a todo eso. M que igual, por recordar, no recordaba nada o recordaba otras cosas: frases que él ya no recordaba que había dicho o imágenes que él ahora no recordaba. M ajena a ese festival de proyecciones, M en blanco y negro conduciendo por carreteras en verano, por carreteras en las que llueve, por carreteras por las que se hace de noche y por las que hace frío o por las que revienta el sol, carreteras que parecen de mentira, carreteras de todo tipo, pero la imagen es recurrente: M conduciendo por carreteras. Como si en realidad el nunca hubiera ido en ese coche, como si el viaje no hubiera pasado y por ahí anduviera M, por carreteras al azar, carreteras que terminan en caminos sin asfalto y que siguen y llevan al fin del mundo a un lugar que podría ser el fin del mundo y en el que él, sin ninguna duda, ya no estará.

domingo, abril 15, 2012

Elefantes

 Soñé con elefantes. No eran elefantes normales. En el sueño, realmente, los elefantes eran más bien pequeños, incluso eran extremadamente pequeños. Elefantes diminutos. No soñé nada preciso con ellos. Los veía pasar uno detrás de otro, en una hilera delirada, que avanzaba a una velocidad extremadamente lenta, preocupantemente lenta. Yo estaba sentado en una piedra, rodeado de un paisaje semejante al desierto sin llegar a ser un desierto. El clima del lugar era impredecible, cada poco cambiaba la sensación térmica. Al final de la hilera de elefantes minúsculos pasó uno grande y detrás de ese venía Lucía. Lucía vestida como nunca la he visto vestida. En realidad, en el sueño, Lucía me parecía más agresiva, su sensualidad era distinta, más violenta. Desperté y vi a Lucía a mi lado y repentinamente tuve ganas de hacer el amor, pero ella dormía. Me levanté, miré por la ventana, empezaba a amanecer. Había mucha humedad esa mañana. La luz azulada anunciaba algo que jamás sucedería. Fui a la cocina, me hice un café. Mientras el café se hacía pensé en los elefantes y no encontré sentido a lo que había soñado. El café salió y me puse una taza. Escuché los pasos de Lucía por el pasillo, entró en la cocina bostezando. Me dio un beso y recordé el paisaje, las ropas que Lucía llevaba en el sueño, su erotismo violento del sueño. Iba a contarle el sueño, pero no lo hice, no sabía como contarlo. Ella me contó, curiosamente, su sueño, un sueño en el que viajaba con una profesora del colegio. Se fue de la cocina. Terminé el café y pensé que algo había cambiado con los elefantes. No sabía qué, pero los elefantes me parecían indicar algo, algo subterraneo, algo invisible, pero los elefantes me parecieron una señal. Lucía volvió a entrar en la cocina vestida. Me dijo que se iba. Me besó y salió rápido. Yo no me vestí. No fui a trabajar.  Pensé mucho tiempo en el sueño, en los elefantes.

 Ese día caminé por la calle buscando algo que diera sentido a los elefantes diminutos. Fui al zoológico. Vi mucho rato a dos elefantes, tanto que llegué a creer que me miraban y me percibían como una amenaza. Noté o creí notar una forma de tristeza infinita en la mirada de los elefantes, como si tuvieran conciencia de que vivir en un zoológico fuera una pesadilla, la pesadilla total de un elefante. Miré la trompa, quise creer que quizá la trompa tenía una metáfora sexual, pero luego me pareció una imbecilidad. En realidad me fui encariñando con los elefantes, no sólo con los del zoológico, sino con todos los elefantes del mundo. Les miré y me pregunté cuanto era el promedio de vida de un elefante. Se acercó un tipo que trabajaba en el zoológico. Me miró con ternura o una mirada que inspiraba ternura, en realidad aquel tipo parecía mirar como un niño. Le pregunté cuanto tiempo llevaban ahí los elefantes. Me contestó que los dos habían nacido en el zoológico. "Son hermosos" le dije. "Son inmensos y tremendamente melancólicos" Le pregunté por el tamaño promedio, por la vida promedio, por la altura promedio. Entonces me habló de una especie de elefantes pequeños, muy pequeños, que habitaron en el mar Egeo. Me quedé callado unos segundos y le miré: "Anoche soñé con ese tipo de elefantes". No dijo nada. Miró el reloj y me dijo que se tenía que ir. Le vi irse por el camino que llevaba a los leones. Miré un rato más a los elefantes y salí del zoológico. En el parking de fuera no había ningún coche aparcado. Entré y me quedé un rato sentado, sin arrancar el coche. Sonó el teléfono, era Lucía, pero no contesté, no sabría explicarle el por qué de no haber ido a trabajar. Arranqué. Recorrí el parque buscando la salida a la carretera para volver a casa. Había nubes desperdigadas por el cielo. Miré con la esperanza de encontrar alguna con forma de elefante, sólo vi una con forma de labio, un labio gigante. Entré a la ciudad desconcertado, seguí sin entender la magnitud y trascendencia del sueño, pero ahora me obsesionaba la idea del mar Egeo, de conocer las islas griegas, Creta. Esa noche se lo propuse a Lucía. Viajar a Grecia.

 En Atenas pasamos una noche. Hacía un calor terrible en Atenas aquella noche. Subí a la azotea del hotel. Un tipo sin ningún gusto tocaba el piano. El piano era malo, sonaba a plástico. Desde la azotea se veía, al fondo, la acrópolis iluminada con misterio, con un halo que volvía todo ciertamente raro, como si la acrópolis no existiera o en realidad todo hubiera sido una inmensa mentira. Una pareja bebía frente a mi. Ella reía con volumen, tenía una risa agradable, contagiosa. Lucía dormía abajo. Bebí dos copas de ron y bajé. Al entrar Lucía me dijo que a veces parecía un tipo raro. No dije nada. La habitación estaba oscura y entraba una poquísima luz por la ventana, la luz de la calle, a veces se escuchaban coches pasando abajo. Pensé en los elefantes, pensé en el vestido de Lucía en aquel sueño que empezaba a parecer un enigma y del que a ratos dudaba haber soñado. A primera hora fuimos en taxi hasta el Pireo, cogimos un Ferry hasta Creta. El viaje me pareció raro, como si toda la gente que viajaba en el ferry no fueran sino empleados. Una niña jugaba con unos animales diminutos, evidentemente, entre ellos también había un pequeño elefante. Me acerqué, jugué con ella y se lo robé. Salí a la terraza del ferry y lo lancé al Egeo. De repente el acto me pareció de una terrible irresponsabilidad y pensé que habría consecuencias de aquella infantilidad. Volví a entrar, Lucía leía, la niña estaba sentada con su padre, me di cuenta que el padre buscaba con extrañeza alrededor el animal que faltaba entre todos los animales.

 En Creta las cosas no fueron bien. Al llegar a la habitación del hotel, Lucía me dijo que estaba muy raro, que llevaba un tiempo raro, pero que en el viaje estaba comportándome como un maniático. Argumenté el exceso de trabajo. La acaricié, la besé y ella pareció realajarse. Hicimos el amor y bajamos a una playa. En la playa hablé con un tipo que bebía bebidas frías, le pregunté por los elefantes. Me dijo que había varias teorías, que incluso habían quien creía que no era cierto, pero que parecía que se habían encontrado restos fósiles. El tipo dijo, en un inglés terrible: ¿a quién le interesa en realidad un elefante enano? Me di la vuelta. Lucía tomaba el sol. Estaba esplendida. Realmente me pareció que en ese momento Lucía era extremadamente hermosa, y recordé la violenta sensualidad del sueño. Me acerqué, acaricié sus piernas y sonrió :¿Estás volviendo en ti?" me preguntó: "Creo que no" le contesté. Quiso saber que pasaba. Le dije que desde hacía algún tiempo  buscaba un sentido, un nuevo sentido. Se preocupó. Entonces, por primera vez, le hablé de los elefantes

sábado, abril 14, 2012

La batalla

 Su principal problema siempre era la primera frase. En cierta manera más que un problema era un temor. La primera frase era terrorífica, y ahí estaba el destino de su carrera literaria. Ese peso, esa carga de tener que poner una primera frase, marcaba todo lo demás. Pensaba, quién sabe si con razón, que de no necesitar la primera frase o de ser un buen primerfrasecista, su universo literario hubiera cogido, inevitablemente, otra dirección; seguramente más acertada, pero cada primera frase que escribía, sentía que ya todo quedaba enquistado, atravesado por esa superfluidad, por esa languidez forzando intensidad, por esa falta de honestidad. Para él, en la primera frase, no había posibilidad de ser honesto, ese era el problema, no sabía ser honesto en el arranque. Ya luego sí, ya luego todo daba igual, pero el aroma nauseabundo de lo escrito de arranque, marcaba el olor de todo lo que vendría después. Trató de huir una y mil veces de aquel temor y nunca logró deshacerse de tener que arrancar, de tener que enfrentar ese animal, de tener que disparar la primera bala. El temor del que tiene un rifle y dispara con los ojos cerrados: la ventaja inevitable que tiene el otro ya a partir de ese disparo dubitativo. La agonía desde el primer segundo.

miércoles, abril 11, 2012

La tipa del edificio nacional

     Compré un cigarro detallado a una tipa en la puerta del edificio Nacional. El cielo anunciaba tormenta y lo que hubo, minutos más tarde, fue un pequeño movimiento sísmico que no afectó demasiado a la ciudad salvo las zonas del oeste donde luego alguien dijo que se habían venido abajo algunos ranchos. Al terminar el movimiento sísmico me senté y encendí el cigarrillo. El humo del cigarro me olía a caucho, aunque en realidad, en aquella época todo me olía a caucho. Me quedé esperando un tiempo a la tipa que trabajaba en la tercera planta, quizá saldría a comer o quizá saldría asustada por el movimiento sísmico o quizá huiría, pero quería verla, verla fuera de contexto, fuera del escritorio y la máquina de escribir eléctrica. Fumé y apagué el cigarrillo, lo pisé con la suela sobre la acera y miré la cristalera del edificio nacional, la miré un buen rato, un rato incalculable, un rato que se alargó y donde los cristales me parecían cambiar de color, como si alguien estuviera jugando con las luces, aún no encendidas, desde dentro para potenciar la sensación de no estar ahí del todo. Mucho rato después vi a la tipa aparecer por la puerta de la izquierda. Caminó dirección este y la seguí. En cierta manera las cosas que me habían llamado la atención arriba, mientras me sellaba los papeles para largarme de ese país, ya no se veían mientras caminaba, sin embargo ahora la veía de un modo más concreto, más real. Sin embargo me seguía pareciendo desconcertante que trabajara allí, en aquel sitio tan demoledor y rutinario, tan ajeno a ese pelo ligero, a ese rostro irreal. Le seguí por la calle 24 hasta la carrera 19. En la 19 se detuvo y esperó un rato donde no pasó nada. La luz caía, el tráfico era espeso, pero de un modo que no parecía espeso sino imposible. Viendo el tráfico uno se sentía habitando una forma desorbitada de soledad, como si todos esos individuos vivieran lejos. De repente ella empezó a caminar de nuevo, como si llegara tarde a algo. Los edificios tenían poca luz, la carrera 19 tenía poca luz y todo parecía iluminado por los faros de los coches. En la 19 con Vargas se montó repentinamente en un Ruta 5 que estaba parado en el semáforo. Salí corriendo peor no me dio tiempo, así qye crucé la Vargas como si fuera un velocista. Casi me atropellan, pero no frené. Seguí corriendo detrás del autobús con la esperanza de que el tráfico me diera la posibilidad de alcanzar el Ruta 5. En la esquina con la calle 15 se frenó y subí. El Ruta 5 iba atestado de gente y me quedé colgando de una pierna en la puerta y la otra al vuelo, sobre el asfalto. En la UCLA se bajó muchísima gente, pero no ella. Me metí en el pasillo y la vi al fondo, iba leyendo unas hojas sueltas. Me acerqué pero no dije nada, sabía que no tendría valor, en ningún momento, para decirle nada. El autobús entró en el barrio 23 de enero, ella se bajó en una esquina donde había una licorería. La seguí con toda la precaución posible. Se desvió por unas calles en cuesta y entró en un rancho. Era de noche y no supe muy bien que hacer: estaba lejos de casa y sin dinero. Llevaba la carpeta con mis papeles sellados. Entonces ella salió de nuevo del rancho, sola. Me miró fugazmente, sin ningún resquicio de sospecha o amenaza, lo que me hizo pensar que no me veía como amenaza, no se había percatado de que la seguía. En ese momento, justo en ese momento pensé: ¿Que coño hago siguiendo a esta tipa? Me senté en una acera, había latas de polar aplastadas y chapitas, unos tipos forzudos pasaron pateando un balón y me miraron con desprecio. Ella estaba parada en una esquina, esperando algo. Llegó una pick up vieja, muy vieja, lamentable, triste, nauseabunda. Un tipo con franela sin mangas conducía, una señora mayor, iba de copiloto. El tipo le pasó una bolsa de plástico envolviendo un paquete o algo que parecía sólido dentro de la bolsa. Ella lo cogió y se dio la vuelta sin hablar. Me volvió a mirar y cruzó para acercarse. Yo estaba sentado en el suelo y la vi desde abajo. El pelo le caía y le tapaba un poco la cara. Me fijé que se había quitado los zapatos que llevaba y que ahora iba en chanclas. No sé por qué motivo fue lo primero que dije:

 .- ¿Te has quitado los zapatos?

 Ella me miró como el que ve una marea desde la orilla de la playa, una marea confusa y con poca fuerza, una marea que ni siquiera agita olas. En ese momento pensé, absurdamente, que quizá me había enamorado. Desconocía, hasta ese instante, que era exactamente estar enamorado, pero me pareció que verla así, con esa perspectiva, mirándome con cierto desprecio, era amor, porque a pesar de todos los condimentos de la situación, me sentía poderosamente atraído por algo inexplicable.  Ella dijo algo, una amenaza que parecía casi cariñosa. Le contesté que me iría en breve, pero que al menos me dejara mirarla un poco más, que eso era todo lo que quería. Se sonrió y dijo que se acordaba de mi, de mis papeles, de que había estado en las oficinas del edificio nacional y que ella había sellado mis papeles: "Te vas a España". Le dije que sí. Me invitó a pasar a su casa. Me invitó a comer una arepa. Me invitó a una cerveza. Me invitó a irme. Salí de allí y volví andando a casa.

lunes, abril 09, 2012

Extremo derecho

 Prefería jugar de mediocampista; de medio centro, que es el centro del centro, pero muchas veces por la composición aleatoria del equipo, llena de jugadores malos, muy malos o detestables, le tocaba en el extremo derecho, por donde él tenía la sensación que nunca pasaba el balón y que el partido era más largo y menos ligero, menos trabajado, menos hermoso. Cuando le tocaba el centro, cada cinco pases, por obligación, aunque fuera la opción más difícil, se obligaba a lanzar al balón al extremo derecho, conocedor de las soledades en las que se habitaba en su equipo cuando uno era alineado allí. Muchas veces se lo preguntó y seguía sin entenderlo: ¿qué llevaba a su equipo a obviar de ese modo las ventajas de los extremos, las aperturas, el juego horizontal? Todos aquellos pésimos diestros que por manía sólo pasaban a la izquierda, donde el empeine desplazaba el esférico sin dolor, sin esfuerzo. Tantas veces barajó posibilidades sin respuesta, suposiciones sin demostración. Miraba con atención los partidos de primera en televisión para ver sin a nivel profesional sucedía lo mismo: el extremo derecho era menos transitado. Lo que veía, no obstante, era una forma equilibrada de juego: el balón, en profesionales, corría por igual toda la cancha. Sin embargo volvía a aquella cancha de tierra, desigual y con las líneas mal marcadas y en el reparto terminaba por escuchar la frase terrible: "Gallego, ¿Cubrís tú el lado derecho, el extremo? Se te da bien, fenómeno" y el gallego prefería el sacrificio a la discusión descomunal que supondría batallar el medio centro, en un país donde hasta los porteros quieren ser medio centros y allí se colocaba, veloz, moviéndose y desplazándose con picardía, abriendo desmarques en cada contraataque y ofreciendo un hueco amplio para el pasador abotargado. Pero el balón, el balón se le negaba una y otra vez, como si hubiera un acuerdo previo, una táctica irracional e inexplicable que negaba el ataque por la derecha o un acuerdo de negarle el balón al gallego. Allí levantaba la mano una y otra vez: "Marino ¿no me viste? tenía toda la banda abierta" y Marino no contestaba o argumentaba presión de los medios defensivos:"Gallego, no te vi. Esos tipos aprietan duro y agarran las camisetas y no dejan respirar" A veces el gallego, desesperado, abandonaba su posición y ambicioso, como libre, se desplazaba al centro, pero siempre, algún aspirante a técnico de barrio le recriminaba el abandono desde la banda, a gritos:"Gallego, ¿dónde vas? No dejés sola la banda, la puta que te parió" y el gallego volvía a posición sabiendo que pasarían muchos minutos, muchas jugadas, hasta que tuviera el privilegio de tocar el cuero. Cuando el balón llegaba, tenía que aprovechar el momento, debía sacar partido a ese instante de leve gloria, debía ser eficaz y efectivo. Que se notara que utilizar el lado derecho era un privilegio, pero el gallego, comido por la ansiedad de aprovechar esos segundos de balón, sufría por no encontrar el momento de brillantez justo cuando lo requería y centraba sin gloria, sin lograr nada bello ni nada práctico. Un pase sin historia dentro de un partido repleto de pases fallados y algún que otro pase sin historia. Así vivía el gallego, desolado, casi ansioso, por jugar de verdad, por disfrutar. Y así esperaba el final de la maldición, una maldición desconcertante e insólita. La maldición de ese balón que no circulaba por la parte de arriba de la banda derecha, por el cuadrado amplio de la derecha de arriba del rectángulo de tierra, donde un tipo habilidoso o muy técnico podría ir penetrando, en oblicuo, hacia el área. En cierta manera su concepción central de la jugada, de corazón hacia arriba, ampliando el campo casi como si se bifurcara en varios campos en el momento de cada pase, le hacía ser un nostálgico, además de un rechazado, en esa zona periférica de la jugada: La vida(el fútbol) siempre sucedía en otro lado; y aquello se metió tan dentro, tan el tuétano, tan en la víscera, que se fue hasta su vida, hasta los extremos de su vida, donde lentamente, como en un partido de fútbol absoluto, también se empezó a sentir el olvidado extremo derecho en los márgenes de la realidad. Dejó su vida. Dejó de acudir a los partidos en los campos de tierra, dejó de aperecer y muchos días se escuchaba: ¿Alguien sabe algo del Gallego? y la respuesta flotaba y nadie contestaba o se escuchaba, mientras los jugadores se subían las medias y estiraban o alguna voz, autoerigida en director táctico de la escuadra de futuros barrigones, daba ordenes y mandaba a una nueva víctima al destierro del extremo derecho. Nadie sabía del gallego, nadie le volvió a ver, el gallego se fue diluyendo en conversaciones previas al partido:"¿Quien va al extremo?" y nadie contestaba y alguien decía: "Allí el gallego era bueno. ¿Alguien sabe por qué no volvió?" y nadie supo nada, porque nadie más lo vio porque el gallego se perdió en el extremo derecho, donde fue dejando de ser, incluso de existir, como si en aquella zona del campo, todo desapareciera, lo que explicaría el por qué de que el balón nunca rodara por allí.

viernes, abril 06, 2012

El Flaco

 A los cuarenta años se interesó por la literatura. Su interés no era un mero interés cultural, intelectual o espiritual. Su interés era parecido al del más despiadado adicto a las drogas. Su pasión no era un pasión, era un terrible frenesí; como el que desea algo al margen de la ley, prohibido, perseguido por las multinacionales policiales y por gobiernos oscuros. Y en realidad casi así debía ser visto en un entorno donde lo menos ilegal era ser taxista sin licencia para viajes ilicitos y perseguidos. Si el Flaco se interesó por la literatura fue por aquel libro que el guardaespaldas de un narco de medio pelo se había dejado en el asiento de copiloto en un viaje más allá de la frontera que le había supuesto casi un mes de subsistencia.

 El flaco detuvo el coche en aquel desierto amarillo de sol cruel y viento enloquecido, se bajaron el narco y el guardaespaldas, soltaron un fajo de billetes sin despedirse; el Flaco giró el volante, avanzó por el camino sin asfalto y vio de repente, unos metros después "Crimén y Castigo" marcado por la página ciento noventa y ocho. Su primer impulso fue el de frenar, deshacer el poco tramo avanzado y devolver el libro al corpulento guardaespaldas, pero comprendió que el favor no sería agradecido y supondría saltarse el acuerdo verbal pactado: "Jamás mirar atrás. Como si nunca hubieras hecho ese trayecto"Avanzó, hizo la primera parte de ese largo viaje y se detuvo en un hostal de carretera. Un hostal limpio y bien ubicado. Al estacionarse en el parking en vez de coger su mochila sólo cogió el libro. Pidió habitación y pasó la noche sin dormir, sin comer, sin orinar. EL Flaco descubrió a Dostoeivski, el flaco navegó incendiado por Crimen y castigo, su viaje no fue mental, su viaje abarcó la moral, su propia ética, su propia vida. El Flaco ve algo de realidad absoluta, de realidad inamovible o total. El Flaco no lee, el flaco quema las páginas, los ojos le arden, el corazón se le encoge. Amanece en el hostal. Las primeras horas de la mañana sigue leyendo, pero en un resquicio de sensatez sabe que tiene que seguir conduciendo, al menos, hasta la frontera. Paga. Conduce con el libro abierto entre las piernas. En los tramos largos, en las largas rectas desciende la vista y va arrancando frases a la lectura. Pasada la frontera se detiene y no vuelve a conducir hasta que termina el libro. La lectura total en vez de saciarlo le hace adicto. El Flaco conduce veloz hasta la ciudad. En la ciudad consigue libros en la tienda de los Colombianos. Los colombianos le miran con desconfianza cuando le ven llevarse una caja llena de ediciones cansadas de grandes clásicos: Thomas Mann, Goethe, Joyce, Borges. El Flaco sigue atento a su negocio, pero en los entresijos del negocio alguien da la voz de alerta: El flaco, ese taxista sigiloso, discreto, ese transportador fiable anda en algo raro, no para de leer, se interesa por asuntos de la gran literatura universal. El no entiende la creciente desconfianza. Para mostrar que no anda en nada oculto, en nada prohibido, empieza a llevar los libros con él, en el taxi, en las horas de espera en las afueras de naves industriales en cuyo interior se mueven los presupuestos de paises, El Flaco lee y esa lectura obsesiva preocupa en cadena primero a las retaguardias bajas de la cadena del delito y el tráfico, después la paranoia va creciendo hasta los lideres ocultos del narcotráfico. "Ese taxista quizá ya no interesa", pero El Flaco ha emprendido una tarea salvaje: leer todo lo posible, leer hasta el fin, hasta que se caiga el mundo, hasta que no quede libro por leer. El Flaco nota cierta hostilidad hacia sus objetos de deseo: esos libros inocentes, pero la adicción es insaciable, más que el miedo a perder su forma de sustento. Lee y en los trayectos habla de lo que lee, mientras guardaespaldas y jefes le escuchan ojopláticos: "Este trayecto evoca los paisajes de Faulkner", "somos parte de esta trama enrevesada del destino y del juego. Nadie sabe quien dirige este terrible caos", "somos el vestigio de un coito". Y cada frase parece una amenaza y crece la desconfianza hacia el Flaco y la frase repetida en las reuniones de las organizaciones: "El Flaco no interesa", pero el Flaco es ajeno o no lo es, pero su empresa va más allá, su fin es literaturizar la vida. Sin embargo la frase ha crecido en todos los círculos: "El flaco no interesa" y el flaco aparece Ulises en mano, acribillado en la parte delantera de su taxi, en las afueras de la ciudad. Un detective de antidrogas recoge el libro como prueba y lo mira con deseo. El detective mira como el que cree encontrar la llave de una puerta.

martes, abril 03, 2012

Historia en la red

 Marquito era un fenómeno. Tenía el mejor drive de la ciudad y un revés de bailarina. Marquito no golpeaba la pelota, la hacía levitar a una velocidad de infierno. Rápido de piernas y consistente en la red. Su saque tenía mucho que mejorar, pero las habilidades de Marquito hacían prever mejoras, también, en el saque. Lucho y yo le acompañábamos a los torneos provinciales, donde Marquito ganaba casi sin esfuerzo. Nosotros le veíamos desde los laterales y animábamos cuando se mostraba algo desconcentrado. Al terminar los torneos recogíamos el dinero y nos íbamos de putas a celebrar. Eramos chicos, muy chicos, pero ya andábamos ansiosos de piernas y muslos. A veces teníamos problemas para encontrar tugurios donde nos dejaran entrar, pero el trofeo y la anécdota y narración del campeonato siempre abrían puertas en los locales más miserables y más necesitados de glorias, por menores que fueran las glorias. Nos emborrachábamos, nos acostábamos con chicas tristes y volvíamos en el primer bus a la ciudad.

 A veces Lucho y yo hacíamos de sparring para Marquito. Yo era terrible. El campo, las dimensiones de la pista, siempre me resultaron incomprensibles, como si la pelota y la raqueta, no tuvieran nada que ver en dimensiones y proporción con las líneas que regularizaban la pista. Todas mis bolas se iban lejos, a otros campos, a otros mundos. Lucho sin embargo se fue haciendo cada vez mejor. Lucho no tenía técnica, pero tenía pundonor y locura, dos características fundamentales de todo deportista de élite. Evidentemente la relación Lucho- Marquito se fue deteriorando a partir del primer entreno que Marquito perdió un set. Lucho, como todo deportista extremo, no vio en ese set ningún triunfo sino el primer signo del dolor de la derrota, para Lucho ya sólo quedaba ganar una y otra vez a Marquito, para Marquito aquello no se podía repetir. Lucho se inventó un plan de entreno paralelo, entrenaba cuando no le veíamos, también cuando le veíamos y se inscribió en un ranking. Mientras Marquito se estancaba en el liderato del top ten provincial, Lucho ascendía en rankings de club para colarse a dos o tres puestos de Marquito y ganarse el privilegio de poder jugar los torneos. Fue a partir de ahí que me tuve que replantear mi papel y me alcé como manager representante de los dos, tratando de evitar, con mi posición, la discordia  y el pique. Para Marquito era innegable que Lucho se había aprovechado de sus entrenos y sus clases gratuitas, para Lucho, Marquito era uno más, otro escalón en la escalera terrible por ascender a lo profesional. Se cruzaron en cuartos de aquel torneo sobre polvo de ladrillo. Marquito era exquisito, pero Lucho era un titán, el polvo de ladrillo fue formidable para él en aquella batalla física. Los peloteos que proponía Marquito se encontraban con una pared al otro lado. Lucho no lanzaba ganadores, devolvía todo y asfixiaba a Marquito que no encontraba en su talento el modo de derrotar a ese tigre. Lucho se llevó el partido. Igualado hasta el segundo set, en el tercero, Marquito agotado, perdió dos veces el saque. Digamos que el partido fue un punto de inflexión en Marquito. No en Lucho, que terminó ganando al día siguiente el campeonato. Con el trofeo y el dinero, nos fuimos de putas. Marquito se emborrachó y se acostó con una chilena que parecía deshilachada, hermosa, pero deshilachada. Lucho no bebió. Lucho no volvió a beber jamás. Lucho se acostó con una francesa a la que le preguntaba por Paris, por las calles de Paris, por los tenistas franceses, por Roland Garros. Una y otra vez le preguntaba Lucho si conocía las instalaciones, si estaban cerca de donde ella había nacido. Para Lucho, la puta francesa, era como la compuerta de algo, de algo inexplicable para los demás pero claro y conciso en su cerebro.

 Con el tiempo les inscribí en un torneo nacional. Aprendí del circuito, de las mafias del circuito, de los entresijios, de las barreras, del oscurantismo y logré hacerles llegar a circuitos nacionales. Marquito deslumbraba con su técnica, nadie reparaba en Lucho hasta que le veían semifinales. Con Marquito recibimos ofertas, muchas ofertas, por Lucho nadie preguntaba. Pensé en traspasar el contrato de Marquito, sacarme un dinero extra y desentenderme de su carrera. Yo sabía algo que nadie sabía: Marquito se quedaría en el camino. Marquito era vicioso y borracho y estaba cada vez más cerca del abismo. Lucho no, Lucho era obstinado y obsesivo. Después del tercer viaje nacional, Marquito volvió a ganar a Lucho. Le ganó en semifinal, en un partido raro de Lucho, en un partido que Lucho no parecía Lucho o lo que yo sabía que era Lucho. Un entrenador afamado vio el partido y me dijo que Marquito era abismal, pero que el otro daba miedo. No sé que pasó ese día, pero Lucho estaba fatigado, triste, como si hubiera visto algo o hubiera decido no ganar por no ver que habría después de aquella victoria. Bajé al vestuario. Les vi a los dos sentados. Marquito orgulloso, Lucho con los ojos cerrados. Les abracé y les pregunté como se sentían. Marquito sonrió y dijo con soberbia que Lucho parecía esconder su derrota en excusas, Lucho no dijo nada. Me miro y con los ojos coléricos me pidió perdón, se levantó y se fue al hostal donde estábamos alojados. Marquito perdió la final. Cuando bajé al vestuario me encontré a Marquito pegándose con el campeón. Recogimos el segundo premio y el dinero. Nos fuimos de putas. Esa noche Marquito y Lucho se acostaron, a la vez, con una portuguesa. Luego se pegaron durante un cuarto de hora. Marquito tuvo que ser ingresado con varias heridas graves en la cara, el labio partido en tres puntos y con problemas de visión en uno de sus ojos. Lucho quedó, prácticamente intacto. Tuve que elegir y elegí a Marquito. No por fe, no por convicción, no por intuición, sino por miedo. Yo sabía que Lucho era el hombre, pero todo profesional elogiaba las virtudes de Marquito. Y con Marquito no fue mal, pero MArquito era vicioso. Las putas llegaban cada vez más rápido, en mitad de campeonatos, después de cada partido. A Lucho le veíamos solo por las instalaciones, nos saludábamos con distancia, con frialdad. A veces le veía entrenando en las pistas olvidadas, esas que dan a los que no llegan a nada, a última hora, con compañeros tristes o tipos no profesionales, Liftando con vehemencia, soltando el revés y voleando.Luego, sólo a veces, me colaba en las gradas de sus partidos. Le veía ganar y avanzar. Cuando nos cruzábamos con él, en alguna ronda previa a la final, asumía la derrota de antemano, jamás volveríamos a ganar a Lucho. Marquito no podíá con él, y poco a poco dejó de poder con nadie. Fue perdiendo posiciones en el ranking, mientras que todos los juniors iban ascendiendo a rakings profesionales, Marquito iba ascendiendo en vicio y prostitución. Se conocía todos los clubs cerca de las pistas de tenis del país y yo fui olvidando mi carrera de manager. No sé que hubiera pasado de elegir a Lucho. No lo sé. Tampoco sé que fue de la vida de Marquito.

lunes, abril 02, 2012

Los espejos rotos

 Yo creo que era la pequeña, aunque nunca sea evidente quien es la pequeña en gemelas. Eran idénticas, espejos. No había un rasgo diferencial entre la una y la otra. No había un lunar delator o una marca de una caída de un columpio a los tres años. No había una huella que marcara a una la diferencia con la otra. Eran exactas, pero me enamoré de la pequeña. Podría haberme enamorado de la mayor y las cosas hubieran sido, seguramente, muy distintas, pero me enamoré de la pequeña. O no me enamoré, porque bien pensado no era amor o si era amor, no lo sé. Yo las vi a la vez, estaba borracho en aquella azotea, en aquella fiesta borrosa, y gasté la broma de la duplicidad en mi vista: a la mayor el chiste le pareció evidente; ella, la pequeña, no emitió juicio. Pero estaba borracho y las gemelas eran hermosas y no desperdicié mi estado dejándolas marchar. Pregunté sus nombres y contestaron con distancia, seguramente cansadas a esas horas de borrachos fantasiosos y preguntas monótonas sobre gemelos. No me agarré al tema de la duplicidad, simplemente pregunté quien de las dos conducía y si lo hacía siempre por la derecha. La que parecía la pequeña entonces cambió de tema y me preguntó de que conocía yo a los organizadores de la fiesta. Y trenzamos un mapa que nos unía: ellas eran amigas de un amigo de la infancia. Me puse otra copa y les pregunté si querían algo: la pequeña pidió ron, la mayor un refresco. Evité como pude el tema evidente, las preguntas dobles, pero evoqué los espejos con disimulo. Arranqué hablando de un espejo que había en casa de mi abuela, un espejo terrible que te reflejaba lejano, como a ti mismo pero en el siglo diecinueve, y el reflejo parecía darte, siempre, malas noticias o traía recuerdos enterrados en el subconsciente colectivo: el espejo era terrible. La que parecía la mayor habló de un espejo que había en su casa, un espejo que tenía una esquina rota y que a ella le gustaba peinarse en él porque su pelo parecía de otra. La que parecía la  pequeña dijo, entonces, que a ella los espejos le daban igual, porque por las mañanas se levantaba y veía a su hermana y sabía, inmediatamente, quien era ella. Yo callé y pensé que en el fondo a los gemelos les gusta hablar de ello porque su ego se divide y duplica y reciben algo que les está negado, la autenticidad, una autenticidad, por otro lado, que sólo ellos conocen: la esencia de lo autentico, lo que se esconde detrás de cada cosa igual, de lo que parece repetido.  Entonces, abierto el tema le pregunté si ella sentía que así sabía quien era, viendo a su hermana. Contestó que ella sabía quien era, precisamente, por ver en su hermana los límites que ella dejaba de ser. Que en el rostro de su hermana durmiendo veía lo que ella sería ese día que empezaba.  El asunto me pareció enredado, casi terrible, pero lancé más dados. La conversación fue creciente y yo me enredé en historias y complicaciones con la que parecía mayor y la que parecía menor se diluyó en la fiesta y fue otra, la misma pero otra y la que parecía mayor y yo hablamos de más espejos y de otros asuntos y a los días nos vimos y salimos a otras fiestas y nos emborrachamos juntos y olvidamos los espejos y nos acostamos en casa de sus padres donde vi el espejo con la esquina rota y me vi reflejado con ella y pensé que el otro podía ser otro con la gemela pero no lo dije, sólo lo pensé y estuve algún tiempo viéndome y creí que me estaba enamorando o definitivamente había algo contundentemente parecido al amor y entonces ella, que parecía la mayor me preguntó por la fiesta y que porque había terminado charlando con ella si en verdad de partida le parecíamos tan identicas, tan poco diferenciadas, tan espejo. Y le dije que no sabía, que si la intuición, que si lo invisible, pero que desde el primer minuto había sido así, la atracción no se había duplicado porque la parecía la mayor me parecía la parte que estaba en este lado del espejo y entonces ella me dijo que no, que la que parecía la mayor no era sino la que parecía la menor y que el primer día y el segundo los papeles se habían alterado y que ella, que era la que parecía la menor se había dado la vuelta en la fiesta por los espejos y yo la oía hablar y no entendía nada, pero argumenté que lo cierto es que ahí estábamos y que todo iba bien, pero ella no, ella dijo que para mi yo era su hermana y que los espejos, de ese modo, se revientan y los pedazos son terribles y nadie los recoge porque cortan y se dio la vuelta y dudé de quien era yo.

Vigilante

 En la caseta hace calor. También hace calor fuera, pero el calor de la caseta es distinto. El calor de la caseta da sueño; el de fuera coleriza. Hay poco que hacer y todo da sueño. A veces cuento entradas y salidas. Por aquí pasan los vecinos que caminan y los de los autos. Es decir, todos los accesos están junto a la caseta. La puerta al conjunto residencial es común, por eso no se necesita dos vigilantes. Los turnos son largos. Muy largos. A veces las doce horas parecen más de doce horas. Si tienes el turno de día, de seis a seis, el día se bifurca en días. Si tienes el de noche, la noche es inmensa, porque siempre es la misma noche y se juntan varias noches en la misma noche y sólo, cada espacios indeterminados, entra o sale algún vecino enigmático. De día ves la salida al trabajo, los chicos al colegio, el ajetreo matutino y la repentina quietud de la media mañana. Saludas amable y anotas alguna incidencia. Casi nunca hay, pero anotas algo en el cuaderno. Incluso un simple: "Sin incidencias" A media mañana como algo. Hay una chica que trabaja en el 4-D que viene y baja algo de almuerzo. Entra en la caseta y me da comida como si me diera droga y sonríe. Me dice que la señora para la que trabaja es estricta. Yo le pongo cara, sé quien es, nunca saluda al pasar por la caseta. La chica me da comida y conversa un rato. Me dice que la vida en el 4-D es aburrida. A veces, sólo a veces, sólo si el día y la tranquilidad de la residencia lo permiten, entramos en el baño de la caseta y hacemos el amor. Entonces ella, siempre, se arrepiente y sale corriendo. Entonces arranca otro tramo del día. A veces charlo y fumo con el jardinero. Habla y me cuenta anécdotas como si no hablara conmigo, en realidad el jardinero parece ausente.  De día el turno se hace largo, porque después de comer da sueño y en la caseta hay dos sillas y a veces me siento y lanzo los píes a la otra silla y se me cierran los ojos pero tengo que batallar para no quedarme dormido y entonces consumo unos minutos eternos en los que quiero dormir y no duermo. Hasta mediodía no sucede nada. A mediodía sale, siempre, el tipo que tiene la pick-up, sale incendiado pero siempre se detiene, de un frenazo, en la puerta y me mira, a veces se baja. Me dice que va a salir, pero que esté pendiente de la entrada, que hay unos tipos que le andan investigando y que se ponen a vigilar fuera, en la calle. Yo nunca los veo, y en realidad, creo que no existen, pero el tipo de la pick-up vive y actúa como si hubiera cientos de tipos persiguiéndole e investigándole. Luego se monta de nuevo y sale acelerado y se pierde. A veces llega un tipo, un tipo que de lejos parece joven y cuandos e acerca te das cuenta que es de plástico, como si su piel no fuera real, porque brilla y está pegada de un modo extraño al músculo. Me dice que avise en el 9-C y toco. "La buscan" digo siempre y ella siempre pregunta:"¿Quién? y entonces le miro y el siempre dice: "Tulio" y a mi el nombre de Tulio me resulta extraño, un error, pero digo"Tulio" y la mujer siempre cuelga sin decir nada y algunos minutos después aparece por el portal de la torre B y Tulio y yo la vemos venir. Y pienso en Tulio y en la mujer. Ella parece antigua, como si no viviera en nuestra era y creo que Tulio piensa eso mientras la ve venir. Ella nunca saluda. Nunca. Ni a mi ni a Tulio. Simplemente le mira y le dice que está loco: "No vengas más", pero al final Tulio sube a su casa. Y hora y media o dos después Tulio sale y al pasar por la caseta se despide y me dice: "Muere callado" Y yo moriré callado porque el marido llega, siempre a las seis, cuando cambiamos el turno y nunca saluda y pasa de largo.

 Por la noche es otra cosa. Por la noche sólo salen los mismos pero modificados. Los chicos del 6-A o la mujer del 9-C. Salen y horas después llegan. Algunos vuelven borrachos, otros no vuelven. Algunos van y vienen y salen varias veces en la misma noche. Algunos miran desde las ventanas y a veces me miran desde sus ventanas a la caseta y les miro allí, como sombra en la ventana y no parecen reales. Miro y pienso:"Esa es la chica del 7-C" y la veo mirar por la ventana como si mirara a otro mundo, como si no me mirara a mi, ni a la caseta sino a un lugar que existe en otro punto del planeta. Por la noche algunos se paran y se sientan en la caseta y charlan conmigo. Me cuentan lo que les ha pasado fuera, de donde sea que vienen, a veces beben un poco más, como si la caseta fuera la barrera de regreso. A veces pierdo la cuenta porque veo salir a algún visitante que vi entrar dos noches antes y se van como si apenas llevaran unas horas. A ratos, ratos largos, no pasa nadie. Nadie entra y nadie sale. Y se queda el conjunto residencial callado, como si en el fondo, todo el mundo, hubiera olvidado salir o hubiera olvidado entrar. A veces veo a la chica del 6-A que la traen y la dejan en la puerta y se besa en el coche con un tipo más mayor y ella entra y me saluda mirando al suelo y pienso en ese día que me cambien de sitio o los turnos y las noches sucedan en otra caseta y cuando lo pienso me enciendo un cigarro porque sé que jamás la volveré a ver.

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