viernes, abril 27, 2012

Sobrenatural

 Vino de sustituta de un profesor que llamábamos Superman, porque un día entro en clase antes que nosotros y cuando, minutos después, entramos todos una de las ventanas estaba abierta y el hombre había desaparecido. A los meses se dio de baja por depresión, una depresión terrible: era de los profesores más sometidos a burlas por parte del alumnado de todo el colegio. La sustituta era joven, nos parecía joven ya entonces, cuando nosotros éramos niños a punto de entrar en la adolescencia. Era alta o más alta que la media de estatura de los profesores de aquel colegio. Era esbelta, era elegante y era ligera. Sonreía de ese modo específicamente agradable que saben sonreír unos pocos elegidos; una sonrisa elevada, una sonrisa descomunalmente natural pero cargada de una muy precisa inteligencia, una sonrisa escultural, una sonrisa sobrenatural. Hablaba cercana, parecía más de los nuestros que de los profesores, como si aún anduviera por pupitres en vez de en ese frente de órdenes y programas. Fue una iluminación en mitad de aquel curso. Transformó los días de colegio en un curioso frenesí, en una euforia que sólo conocíamos cuando sonaba el timbre del recreo o el del final del día, ese timbre liberador y esperanzador. Dejó de lado la tediosa manía de dictados y apuntes de Superman y nos dejaba hablar y nos proponía emociones. Creo que no fui el único que se enamoró, recuerdo a Antonio Sanchez y a Vicente Garrido desbordados por el mismo empujón. Recuerdo que ellos también despreciaban a Oscar, ese rubio que parecía alemán, cuando nos sacaba un punto y medio o dos en los trabajos y era felicitado por aquella sonrisa, pero Oscar no aumentó el ritmo, el promedio de Oscar era descomunal, nosotros veníamos de dos años en los que a duras penas superábamos el aprobado y no teníamos la capacidad y el fondo de Oscar, por más que , de repente, quisiéramos ser, irónicamente, parte de los estudiosos, de los responsables, de los cumplidores. Nos faltaba eso que en Oscar era ya natural. No obstante subimos en el escalafón del promedio de notas de clase, ya no éramos ese grupo que merodeaba los suspensos con frecuencia. Ahora éramos de la zona media, los que aprueban con facilidad pero no llegan a los niños brillantes, los repelentes y detestables niños brillantes. El caso es que la sustituta convirtió los días de clase en una especie de vacaciones en medio del curso o una especie de nube o vapor, una condensación húmeda y agradable, una sauna emocional. A cada rato levantaba la mano para particpar, mostraba interés sobre aquellos nuevos asuntos, apoyaba la dinámica de clase y permanecía atento a las explicaciones. Los primeros trabajos me entregue con devoción religiosa y fui consiguiendo una cercanía amable con ella. Me quedaba a charlar después de clase y le preguntaba por distintos asuntos.

 Era reacia a los exámenes y trataba de evitarlos. A cambio pedía esfuerzo en los trabajos: no valoraba la pulcritud o la precisión, valoraba lo profundo que cada uno llegara a meterse en la investigación del trabajo realizado. Finalmente pidió un trabajo de tema libre pero que rondara, en cierta manera, la literatura. No sé por qué decidí lo sobrenatural. A mi me daba igual lo sobrenatural, pero quería ir más allá de donde fueran los demás, quizá mi apuesta era competitiva y no de placer. Oscar, el rubio, no se metería tan lejos, en el más allá. Yo no temía los enredos de leyendas e historias no comprobadas. Yo quería cruzar cualquier límite con tal de hacer un trabajo soberbio: el mejor trabajo de la clase. Me metí como un poseso en la biblioteca, como si en cierta medida yo ya fuera víctima de un fenómeno sobrenatural. Salía del colegio y me largaba corriendo a la biblioteca, no salía hasta que el vigilante me decía que ya era tarde y que iban a cerrar. Salía a la calle de noche. Volvía a casa por las calles del barrio vecino a mi barrio. Afectado por las lecturas de la tarde: reencarnados, la santa compaña, las leyendas retorcidas y llenas de la paranoia colectiva, la sangre que domina mentes, las mentes que dominan otras mentes, individuos que gobiernan el tiempo y el destino de los otros, animales humanizados y terribles, el horror de la transformación, la aparición de cuerpos en mitad de espacios imposibles, voces de ultratumba en mitad de lugares imposibles, revelaciones en espejos o la piel de seres débiles, ríos que cambian de color sus aguas y dominan la naturaleza, vientos que traen desdichas, armarios que esconden luces, manos que sangran, tatuajes que aparecen en la noche, símbolos que trasmutan en otros símbolos, seres inmortales y desdichados, seres que traspasan siglos y siglos habitando en la tierra alimentados de sangre y deseo. Todas aquellas lecturas encendidas y profundas convirtieron los días en un frenesí. Por las noches miraba por la ventana, en las montañas cercanas imaginaba esas vidas secretas, esos seres huidizos, desde la ventana veía las calles vacías de mi barrio, miraba horas en la madrugada esperando ver abajo a uno de esos seres corriendo tras algo, tras una luz, tras un deseo, tras una celebración negra. Por las mañanas llegaba al colegio, sin ánimo o con el ánimo del que ya está sumido en un vicio: esperaba con ansiedad el timbre de salida para volver a la biblioteca.

 A las semanas preguntó en voz alta como llevábamos nuestras investigaciones. Todos contestaron con desgana, salvo Oscar, no se mostraba un ánimo tan incendiado como el mío. Al sonar el timbre me acerqué a su mesa. Noté que Antonio Sanchez y Vicente Garrido me miraban con recelo, casi amenazantes, pero rompí ese pacto silencioso y me acerqué cuando ya no había nadie. Me escuchó con atención y sólo al final de mi velocísimo discurso advertí preocupación:

 .- Quizá no es el mejor tema.

 .- ¿Eso crees?- le dije

 .- ¿Me dejas acompañarte a la biblioteca?

 La metáfora precisa sería la de una explosión. Una explosión descomunal, inabarcable, una explosión tan bestia que te traslada a un tiempo ajeno al tiempo, que ensordece lo demás, todo lo demás, todo lo que no importa que es todo: tu madre, tu padre, tu hermano, Antonio Sanchez, Vicente Garrido, Oscar, el colegio, cualquier evento sobrenatural sobre la faz de la tierra. Todo queda sumido en una sordera, en un silencio que vuelve todo, casi, inexistente.

 Fuimos en su coche. Me gustaba verla conducir. Me sentí adulto en el asiento de copiloto y quise parecerlo en la conversación. LLegamos a la biblioteca. Busque la bibliografía más destacada que tenía seleccionada desde algunos días atrás. Recuperé los acontecimientos más importantes. Me habló de Lovecraft, de Bram Stoker, de Edgar Allan Poe. Relacionamos algunos fragmentos que yo había leído con cuentos. Fui descubriendo una forma de literatura sobrecogedora. Se fue haciendo de noche. Me dijo que había que irse. Salimos de la biblioteca, el barrio estaba vacío. Le conté que cuando volvía ansiaba vivir uno de esos momentos que narraban esas leyendas, encontrarme con un acontecimiento inexplicable en el camino a casa.  Sonrió y esa sonrisa, entonces, fue sólo para mi, no para treinta y cuatro alumnos más, la sonrisa fue exclusivamente para mi. Nos montamos en su coche y me acercó a casa. Juro que las calles, la ciudad ya de noche, no me pareció la ciudad de siempre, las calles de siempre. Juro que todo sucedía de otra forma, como si el coche fuera un objeto sometido a unas de esas leyes fuera de toda racionalidad que había leído en aquellas narraciones paranoicas y deliradas. Se detuvo cerca de casa y abrí la puerta. Me dio un beso en la mejilla, cálido, amistoso, simpático. Bajé y vi el coche perderse. Esa noche me masturbé por primera vez.

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