lunes, abril 09, 2012

Extremo derecho

 Prefería jugar de mediocampista; de medio centro, que es el centro del centro, pero muchas veces por la composición aleatoria del equipo, llena de jugadores malos, muy malos o detestables, le tocaba en el extremo derecho, por donde él tenía la sensación que nunca pasaba el balón y que el partido era más largo y menos ligero, menos trabajado, menos hermoso. Cuando le tocaba el centro, cada cinco pases, por obligación, aunque fuera la opción más difícil, se obligaba a lanzar al balón al extremo derecho, conocedor de las soledades en las que se habitaba en su equipo cuando uno era alineado allí. Muchas veces se lo preguntó y seguía sin entenderlo: ¿qué llevaba a su equipo a obviar de ese modo las ventajas de los extremos, las aperturas, el juego horizontal? Todos aquellos pésimos diestros que por manía sólo pasaban a la izquierda, donde el empeine desplazaba el esférico sin dolor, sin esfuerzo. Tantas veces barajó posibilidades sin respuesta, suposiciones sin demostración. Miraba con atención los partidos de primera en televisión para ver sin a nivel profesional sucedía lo mismo: el extremo derecho era menos transitado. Lo que veía, no obstante, era una forma equilibrada de juego: el balón, en profesionales, corría por igual toda la cancha. Sin embargo volvía a aquella cancha de tierra, desigual y con las líneas mal marcadas y en el reparto terminaba por escuchar la frase terrible: "Gallego, ¿Cubrís tú el lado derecho, el extremo? Se te da bien, fenómeno" y el gallego prefería el sacrificio a la discusión descomunal que supondría batallar el medio centro, en un país donde hasta los porteros quieren ser medio centros y allí se colocaba, veloz, moviéndose y desplazándose con picardía, abriendo desmarques en cada contraataque y ofreciendo un hueco amplio para el pasador abotargado. Pero el balón, el balón se le negaba una y otra vez, como si hubiera un acuerdo previo, una táctica irracional e inexplicable que negaba el ataque por la derecha o un acuerdo de negarle el balón al gallego. Allí levantaba la mano una y otra vez: "Marino ¿no me viste? tenía toda la banda abierta" y Marino no contestaba o argumentaba presión de los medios defensivos:"Gallego, no te vi. Esos tipos aprietan duro y agarran las camisetas y no dejan respirar" A veces el gallego, desesperado, abandonaba su posición y ambicioso, como libre, se desplazaba al centro, pero siempre, algún aspirante a técnico de barrio le recriminaba el abandono desde la banda, a gritos:"Gallego, ¿dónde vas? No dejés sola la banda, la puta que te parió" y el gallego volvía a posición sabiendo que pasarían muchos minutos, muchas jugadas, hasta que tuviera el privilegio de tocar el cuero. Cuando el balón llegaba, tenía que aprovechar el momento, debía sacar partido a ese instante de leve gloria, debía ser eficaz y efectivo. Que se notara que utilizar el lado derecho era un privilegio, pero el gallego, comido por la ansiedad de aprovechar esos segundos de balón, sufría por no encontrar el momento de brillantez justo cuando lo requería y centraba sin gloria, sin lograr nada bello ni nada práctico. Un pase sin historia dentro de un partido repleto de pases fallados y algún que otro pase sin historia. Así vivía el gallego, desolado, casi ansioso, por jugar de verdad, por disfrutar. Y así esperaba el final de la maldición, una maldición desconcertante e insólita. La maldición de ese balón que no circulaba por la parte de arriba de la banda derecha, por el cuadrado amplio de la derecha de arriba del rectángulo de tierra, donde un tipo habilidoso o muy técnico podría ir penetrando, en oblicuo, hacia el área. En cierta manera su concepción central de la jugada, de corazón hacia arriba, ampliando el campo casi como si se bifurcara en varios campos en el momento de cada pase, le hacía ser un nostálgico, además de un rechazado, en esa zona periférica de la jugada: La vida(el fútbol) siempre sucedía en otro lado; y aquello se metió tan dentro, tan el tuétano, tan en la víscera, que se fue hasta su vida, hasta los extremos de su vida, donde lentamente, como en un partido de fútbol absoluto, también se empezó a sentir el olvidado extremo derecho en los márgenes de la realidad. Dejó su vida. Dejó de acudir a los partidos en los campos de tierra, dejó de aperecer y muchos días se escuchaba: ¿Alguien sabe algo del Gallego? y la respuesta flotaba y nadie contestaba o se escuchaba, mientras los jugadores se subían las medias y estiraban o alguna voz, autoerigida en director táctico de la escuadra de futuros barrigones, daba ordenes y mandaba a una nueva víctima al destierro del extremo derecho. Nadie sabía del gallego, nadie le volvió a ver, el gallego se fue diluyendo en conversaciones previas al partido:"¿Quien va al extremo?" y nadie contestaba y alguien decía: "Allí el gallego era bueno. ¿Alguien sabe por qué no volvió?" y nadie supo nada, porque nadie más lo vio porque el gallego se perdió en el extremo derecho, donde fue dejando de ser, incluso de existir, como si en aquella zona del campo, todo desapareciera, lo que explicaría el por qué de que el balón nunca rodara por allí.

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