domingo, abril 15, 2012

Elefantes

 Soñé con elefantes. No eran elefantes normales. En el sueño, realmente, los elefantes eran más bien pequeños, incluso eran extremadamente pequeños. Elefantes diminutos. No soñé nada preciso con ellos. Los veía pasar uno detrás de otro, en una hilera delirada, que avanzaba a una velocidad extremadamente lenta, preocupantemente lenta. Yo estaba sentado en una piedra, rodeado de un paisaje semejante al desierto sin llegar a ser un desierto. El clima del lugar era impredecible, cada poco cambiaba la sensación térmica. Al final de la hilera de elefantes minúsculos pasó uno grande y detrás de ese venía Lucía. Lucía vestida como nunca la he visto vestida. En realidad, en el sueño, Lucía me parecía más agresiva, su sensualidad era distinta, más violenta. Desperté y vi a Lucía a mi lado y repentinamente tuve ganas de hacer el amor, pero ella dormía. Me levanté, miré por la ventana, empezaba a amanecer. Había mucha humedad esa mañana. La luz azulada anunciaba algo que jamás sucedería. Fui a la cocina, me hice un café. Mientras el café se hacía pensé en los elefantes y no encontré sentido a lo que había soñado. El café salió y me puse una taza. Escuché los pasos de Lucía por el pasillo, entró en la cocina bostezando. Me dio un beso y recordé el paisaje, las ropas que Lucía llevaba en el sueño, su erotismo violento del sueño. Iba a contarle el sueño, pero no lo hice, no sabía como contarlo. Ella me contó, curiosamente, su sueño, un sueño en el que viajaba con una profesora del colegio. Se fue de la cocina. Terminé el café y pensé que algo había cambiado con los elefantes. No sabía qué, pero los elefantes me parecían indicar algo, algo subterraneo, algo invisible, pero los elefantes me parecieron una señal. Lucía volvió a entrar en la cocina vestida. Me dijo que se iba. Me besó y salió rápido. Yo no me vestí. No fui a trabajar.  Pensé mucho tiempo en el sueño, en los elefantes.

 Ese día caminé por la calle buscando algo que diera sentido a los elefantes diminutos. Fui al zoológico. Vi mucho rato a dos elefantes, tanto que llegué a creer que me miraban y me percibían como una amenaza. Noté o creí notar una forma de tristeza infinita en la mirada de los elefantes, como si tuvieran conciencia de que vivir en un zoológico fuera una pesadilla, la pesadilla total de un elefante. Miré la trompa, quise creer que quizá la trompa tenía una metáfora sexual, pero luego me pareció una imbecilidad. En realidad me fui encariñando con los elefantes, no sólo con los del zoológico, sino con todos los elefantes del mundo. Les miré y me pregunté cuanto era el promedio de vida de un elefante. Se acercó un tipo que trabajaba en el zoológico. Me miró con ternura o una mirada que inspiraba ternura, en realidad aquel tipo parecía mirar como un niño. Le pregunté cuanto tiempo llevaban ahí los elefantes. Me contestó que los dos habían nacido en el zoológico. "Son hermosos" le dije. "Son inmensos y tremendamente melancólicos" Le pregunté por el tamaño promedio, por la vida promedio, por la altura promedio. Entonces me habló de una especie de elefantes pequeños, muy pequeños, que habitaron en el mar Egeo. Me quedé callado unos segundos y le miré: "Anoche soñé con ese tipo de elefantes". No dijo nada. Miró el reloj y me dijo que se tenía que ir. Le vi irse por el camino que llevaba a los leones. Miré un rato más a los elefantes y salí del zoológico. En el parking de fuera no había ningún coche aparcado. Entré y me quedé un rato sentado, sin arrancar el coche. Sonó el teléfono, era Lucía, pero no contesté, no sabría explicarle el por qué de no haber ido a trabajar. Arranqué. Recorrí el parque buscando la salida a la carretera para volver a casa. Había nubes desperdigadas por el cielo. Miré con la esperanza de encontrar alguna con forma de elefante, sólo vi una con forma de labio, un labio gigante. Entré a la ciudad desconcertado, seguí sin entender la magnitud y trascendencia del sueño, pero ahora me obsesionaba la idea del mar Egeo, de conocer las islas griegas, Creta. Esa noche se lo propuse a Lucía. Viajar a Grecia.

 En Atenas pasamos una noche. Hacía un calor terrible en Atenas aquella noche. Subí a la azotea del hotel. Un tipo sin ningún gusto tocaba el piano. El piano era malo, sonaba a plástico. Desde la azotea se veía, al fondo, la acrópolis iluminada con misterio, con un halo que volvía todo ciertamente raro, como si la acrópolis no existiera o en realidad todo hubiera sido una inmensa mentira. Una pareja bebía frente a mi. Ella reía con volumen, tenía una risa agradable, contagiosa. Lucía dormía abajo. Bebí dos copas de ron y bajé. Al entrar Lucía me dijo que a veces parecía un tipo raro. No dije nada. La habitación estaba oscura y entraba una poquísima luz por la ventana, la luz de la calle, a veces se escuchaban coches pasando abajo. Pensé en los elefantes, pensé en el vestido de Lucía en aquel sueño que empezaba a parecer un enigma y del que a ratos dudaba haber soñado. A primera hora fuimos en taxi hasta el Pireo, cogimos un Ferry hasta Creta. El viaje me pareció raro, como si toda la gente que viajaba en el ferry no fueran sino empleados. Una niña jugaba con unos animales diminutos, evidentemente, entre ellos también había un pequeño elefante. Me acerqué, jugué con ella y se lo robé. Salí a la terraza del ferry y lo lancé al Egeo. De repente el acto me pareció de una terrible irresponsabilidad y pensé que habría consecuencias de aquella infantilidad. Volví a entrar, Lucía leía, la niña estaba sentada con su padre, me di cuenta que el padre buscaba con extrañeza alrededor el animal que faltaba entre todos los animales.

 En Creta las cosas no fueron bien. Al llegar a la habitación del hotel, Lucía me dijo que estaba muy raro, que llevaba un tiempo raro, pero que en el viaje estaba comportándome como un maniático. Argumenté el exceso de trabajo. La acaricié, la besé y ella pareció realajarse. Hicimos el amor y bajamos a una playa. En la playa hablé con un tipo que bebía bebidas frías, le pregunté por los elefantes. Me dijo que había varias teorías, que incluso habían quien creía que no era cierto, pero que parecía que se habían encontrado restos fósiles. El tipo dijo, en un inglés terrible: ¿a quién le interesa en realidad un elefante enano? Me di la vuelta. Lucía tomaba el sol. Estaba esplendida. Realmente me pareció que en ese momento Lucía era extremadamente hermosa, y recordé la violenta sensualidad del sueño. Me acerqué, acaricié sus piernas y sonrió :¿Estás volviendo en ti?" me preguntó: "Creo que no" le contesté. Quiso saber que pasaba. Le dije que desde hacía algún tiempo  buscaba un sentido, un nuevo sentido. Se preocupó. Entonces, por primera vez, le hablé de los elefantes

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