viernes, noviembre 18, 2011

La armónica

  Bajamos hasta el puerto. Hay un bar que cierra tarde o que no cierra nunca, que empalma borrachos con desayunos de los astilleros. En los soportales hay un viejo vagabundo que toca la armónica con virtuosismo y delicadeza. Sopla la armónica y casi no suena, sale un hilillo que es casi inaudible. Si te acercas te quedas idiotizado escuchándolo. Sin darte cuenta cierras los ojos y escuchas las melodías que toca, son de un caracter notablemente marino. A veces he imaginado que el tipo fue marinero, o eso lo imaginaba antes, luego imaginé que era el diablo porque eso decían en el bar de madrugada; y la noche que bajé con ella, primero lo estuvimos escuchando bajo los soportales, hacía mucho frío y la noche estaba tan húmeda que parecía que los huesos se habían petrificado o habían capacidades. Ella escuchaba y le miraba, jamás cerró los ojos o los cerró a la vez que yo, porque nunca la vi con los ojos cerrados. Ella le dio todas las monedas que le quedaban. Entramos al bar y le conté que todo el mundo decía que ese tipo era el diablo, Satán, el demonio. Ella me miró incredula o asustada y bebió rápido el licor. Se quedó callada, en el bar sonaba una música que me resultó hermosa y que me daban ganas de llorar, porque era suave y prologada. Bebí mucho y sali muy borracho, abrazado a ella. En la calle aparecía esa luz que recuerda al gas del principio absoluto de la mañana, cuando aún, realmente, es de noche. Caminamos sin destino, nos sentamos en un banco y ella me preguntó triste, preocupada si creía que el vagabundo de la armónica era realmente Satán. Contesté que a veces creía que sí, pero que generalmente pensaba que no era nadie, que me lo había inventado yo. Se quedó callada y empezó a llorar. Lejos, como el silbido de la brisa, sonaba el hilo inaudible de la armónica.

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