martes, noviembre 22, 2011

La servilleta de tela

 Las servilletas tienen treinta años. Los sofás seguramente más de treinta y cinco. Las alfombras cuarenta. El reloj del salón veinte, el anterior, casi exacto, se detuvo de repente y jamás se pudo arreglar. Muchas tazas y vasos siguen ahí, desde hace mas de veinticinco años. Las cortinas son más recientes, quizá nueve o diez años. También es reciente la televisión, es un regalo. No obstante el equipo de sonido, que cada vez falla más, tiene diecinueve. Las mismas sábanas y mantas de toda la vida. La impoluta cortina de la ducha parece eterna. La jarra del agua no es eterna es absoluta. Lo congrega todo. Han pasado tantos litros de agua por ahí como por algunos riachuelos. Esa jarra ha contenido agua eterna, agua que ha pasado por la jarra más de una vez. Las cucharillas del azúcar, los cuchillos, las cucharas, los tenedores son de la prehistoria. El tiempo, básicamente está colgando y todo está en un estado casi inalterable. No hay deterioro ni decadencia en esos objetos. La casa sigue en orden y sigue siendo absolutamente cálida y acogedora. Todo parece congelado en un tiempo único y muy preciso, un tiempo que solo pertenece a esa casa. Es el tiempo inabarcable de la casa de mi abuela. Un tiempo inexistente y real entre el año cuarenta y cinco y el año ochenta y seis. Una fecha precisa y que se estira interminablemente en el tiempo. Allí sigue todo. La servilleta de tela con la que me limpié tantas veces siendo muy pequeño. La reconozco, la cojo. No hay deterioro, no hay agujeros ni resto de suciedades, está limpia, impoluta. Está viviendo allí, no aquí, en un tiempo que no pasa. La cojo, me la paso por los labios, el tacto es el mismo. Todo está colgado indefinidamente. Y es una lección. Una lección contra mi forma de vida en la que todo caduca cada treinta minutos. No tengo servilleta asignada en casa. La jarra de agua no tiene más que dos años y está vieja, lejana, ya casi no me pertenece. Esta semana pensé en ir cambiando los sofás. El tiempo, mi tiempo se desvanece, desaparece a cada minuto. En cierto modo, mis colegas de generación y yo, no existimos. Nos han ido desgastando nuestros caducos objetos. Nos han devorado.

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