martes, diciembre 11, 2012

Recuerdo de una paliza

 Los primeros golpes son los malos. El primero es el que marea, el que te desubica, los siguientes van viniendo uno detrás de otro hasta que caes. Cuando ya estás en el suelo, empiezan las patadas y las patadas ya abren otra cosa, otro dolor, otro camino. Hay un momento que parece que va a ser eterno, que estarás ahí, con la cara pegada al asfalto, hasta la eternidad, recibiendo la tormenta de violencia. Luego hay una transición borrosa, olvidas lo externo y te concentras en lo interno. En cierta manera chequeas las partes del cuerpo que están recibiendo los golpes. Tratas de descubrir el estado de las cosas. Evidentemente llevas un buen rato con los ojos cerrados, porque las palizas que te dan no se miran; se reciben, pero no se miran. Luego hay un regreso paulatino al instante, ahí sigue el energúmeno en estado obsesivo, centrado en algún punto concreto cerca del hígado, es siempre el mismo píe, no le aburre lanzar una y otra vez el derecho contra la vesícula. De repente se va. Los siguientes segundos todo está quieto. Escuchas tu propia voz emitiendo ruidos que vienen desde más allá del diafragma, como si la voz  del dolor viniera del último escondite de tu cuerpo. Son gemidos que empujan o que tratan de empujar esa suma de dolores hacia afuera. Te han dado una paliza, te han pegado. Lo peor de la violencia no es sólo el dolor, es también el nerviosismo que deja. Estás asustado, estás encogido. Tardas en ponerte en pié, una señora mayor se acerca a ayudarte, está nerviosa, porque la violencia también altera y aterra al espectador. La mujer pasaba por allí y se encontró en la acera a un tipo pateando al otro como si la vida sólo tuviera ese sentido. Te ayuda y te pregunta si estás bien. No te has visto reflejado, pero sabes que tienes uno de los ojos morados, tienes ganas de vomitar y la última de las costillas debe estar fracturada y ese dolor te impide respirar sin dolor. Agradeces a la mujer la ayuda, te dan ganas de justificarte, decirle que tú no eres de esos, de los que se pegan o de los que hacen cosas para ser pegados. Te han dado y no sabes muy bien a que ha venido todo eso. Sabes que no vas a vengarte, sólo sabes algo: la violencia te bloquea y durante mucho rato sigues pensando en eso. Qué no estás preparado para defenderte, porque no sabes pegar, y no hay otro motivo más allá de un miedo físico a la violencia. La sola imagen de lanzar tu puño contra una mejilla te hace daño y tratas de entender que mecanismo biológico o psicológico te bloquea ante la violencia, que mecanismo te frena los músculos incluso en el acto instintivo de supervivencia. Tuviste la mejilla del tipo cerca, pudiste lanzar el puño y quizá frenar la catarata de golpes antes de que empezara, quizá si no hubieras tuvieras ese bloqueo, un puño de ataque te hubiera defendido de toda esa cadena de puños y patadas. No puedes, lo sabes. Pegar es un muro para ti. Los músculos se acartonan. No eres fuerte, pero tampoco eras débil. Un puñetazo tuyo tendría cierta contundencia sobre un rostro. Lo más que puedes hacer es empujar, y ni siquiera lo hiciste con fuerza, porque ya el mecanismo de bloqueo corporal se activo nada más empezó la discordia. Puedes gritar, sabes insultar, llevar el dialogo violento, pero la violencia física no la tienes, tu cuerpo te envenena los músculos para detenerte antes de los golpes, incluso en el caso extremo de defensa personal. Esto, moralmente, es bueno. Hasta tu cuerpo, y no sólo tu pensamiento, rechaza la violencia; pero en la practica, en una calle de ciudad triste, donde un tipo te pega sin motivo esto te confunde e incluso te aterra. La violencia te agarrota, la temes hasta un punto muscular y no te ayuda para al menos defenderte. Vas lleno de  moratones, cansado y con la visión alterada por culpa del ojo morado. Aún tu cuerpo tirita, no sólo por los golpes sino porque la violencia te maltrata. Llegas a casa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tóxica. La violencia es tóxica. Y lo peor es que después del shock, viene la impotencia de no haber actuado y la violencia oprimida que quiere salir. Es una semilla podrida.

CL

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