martes, noviembre 06, 2012

Urbanizaciones

 Ella tenía un novio. Un tipo que andaba en coche con sus amigos por el pueblo y que no debía ser extremadamente amable con ella. Ella pasaba las tardes sola. Vivía en una casa preciosa a las afueras, donde comenzaba el camino de pinos. Todo quedaba apartado y ella parecía disfrutar de ese sensación periférica, de frontera entre pueblo y el sendero de pinos. Hablaba poco y parecía sumida en una especie de permanente post siesta, como si siempre hiciera poco que se acabara de levantar de la siesta. A mi, es cierto, jamás me prometió nada, y y tampoco me hice ilusiones. Tampoco fue una etapa prolongada, yo iba mucho por el camino de pinos porque en esa época sacaba fotografías de setas y de hojas en el suelo y me gustaba estar allí, ella salía a pasear cerca de su casa porque decía que la tarde se le hacía larga. Hablábamos poco, le mostraba las fotos que hacía y nos contábamos anécdotas de la infancia, como si fuera más lejana aún de lo que realmente era. El día que le di el primer beso, fue el día que le confesé que su novio me parecía un imbécil. Mi frecuencia por la zona quedó marcada por aquel beso y empecé a pasar todas las tardes por allí. Un día saltamos un viejo muro de piedra de una finca abandonada, me enseño una casa destrozada en mitad del inmenso terreno. La casa estaba totalmente destrozada, pero conservaba algo hermoso. Allí dentro, en el salón vacío, lleno de bloques de ladrillos desmoronándose y olores húmedos y tristes, hicimos el amor por primera vez. En mi cabeza, en cierta forma, la casa era un lugar absoluto, un lugar remoto e inaccesible donde iba a hacer el amor con ella. Me sentía lejos, lejos del pueblo, de casa, de compañeros, del asfalto, de todo. Allí, el tiempo, se me comprimía. Aún en invierno, en los días mas duros del invierno saltábamos y recorríamos la inmensa finca para alcanzar la casa y colarnos en las ruinas para hacer el amor. A veces era en los restos de la cocina, a veces en la parte de arriba, donde sólo se intuían habitaciones, a veces en el salón o en la estructura de las escaleras en la que ya casi no había escalones. Luego nos quedábamos quietos, como si pudiéramos recuperar la forma original de la casa, como si después de hacer el amor viniera el esplendor pasado de esa mansión triste. A veces oíamos llover y veíamos como algunas gotas se colaban por todos los huecos que las ruinas y el tiempo había ido abriendo. Era hermoso ver lluvia cayendo dentro de la casa, el agua entrando por huecos del tiempo y el abandono.

 La última vez que fuimos fue en otro día de lluvia. EL tipo del tiempo había anunciado temporal y recuerdo a mi madre preguntandome al salir de casa dónde iba con la que estaba cayendo. Subí en bici hasta las afueras del pueblo, ella me esperaba en casa, donde siempre estaba sola. Salió corriendo con sus botas de agua y un chubasquero. Saltamos la valla, corrimos entre loas árboles de la finca y alcanzamos la casa. Ni siquiera hablamos, nos arrinconamos en la esquina del salón, junto al hueco de la chimenea. Ella dijo algo susurrado, algo que no comprendí, pero que sonaba preocupada. Seguí, seguí con los ojos medio cerrados, y confesé casi a la vez que me arrepentí de confesarlo, que la quería. Decirlo me sonó a drama o película mala o a pomposidad o a pretensión de poeta. Decirla te quiero no sólo me pareció cursi sino impreciso. Y me avergoncé en el acto, cuando noté varias gotas cayendo de lleno sobre nuestros cuerpos, las goteras y las ruinas se agrietaban velozmente con el temporal. Ella, casi inaudible por el ruido de gotas contra la casa y el sonido disparado del viento, me dijo que también me quería, pero lo dijo suave, sin tono, sin modulación y me pareció tremendo; y en ese momento noté algo, arena cayendome en el pelo, su cara llena de polvo, entonces entre gemidos y suspiros un ruido atronador. La casa, inevitablemente, se estaba viniendo abajo. El temporal y la lluvia eran despiadados, nosotros nos íbamos quedando enterrados entre escombros.

 No nos vimos más. Salimos como pudimos. Se hizo de noche, paró la lluvia y un buen día llegó la primavera, luego el verano.A veces la veía pasar con el imbécil de su novio, como si nada de aquello hubiera pasado. Por algún tiempo, los escombros estuvieron allí. Un día unas máquinas levantaron y movieron la tierra, con los años aquello se convirtió en la urbanización donde hoy vivo con mi esposa.

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