jueves, julio 25, 2013

El parking

 Ese parking era un sitio frío. Algún espabilado había heredado un terreno triste cerca de la clínica y en vez de meterse en líos de obras, levantó una valla y cobraba caro por aparcar coches allí, en medio de la nada, donde jamás hubiera vendido apartamentos. El tipo que abría y cerraba las puertas del solar, el encargado del parking, era un tipo rozando la obesidad mórbida y poco hablador. Un día me ayudó a arrancar el coche. Había nevado en todo el estado y anunciaban tornado para el fin de semana. El coche no encendía y el encargado del parking, con ese gesto intrascendente del que siempre está aburrido, encendió el motor con un gesto que pareció magia. Algunos días más tarde quise ser amable con él y le lleve un pastel de manzana que compraba a la entrada de la ciudad, en un local triste pero que tenía el mejor pastel de manzana de ese estado y de los colindantes. El tipo me contestó que no le gustaba el dulce, fue cuando vi, en la mesita de su caseta, unas hojas dispersas, amontonadas, sin orden aparente, llenas de frases escritas a mano: el tipo era escritor. Me interesé por esa faceta, quise indagar, pero no se dejó ver. Fue más bien arisco. A partir de entonces mi curiosiodad fue creciendo obsesivamente. ¿Qué escribía el encargado del parking? ¿De qué hablaba en esos textos que había sobre la mesa? ¿Qué carajo motivaba su escritura? 

 Traté de ser cada vez más cercano, intentar una forma de amistad. Daludaba con esmero, midiendo cada palabra. No me podía permitir la torpeza de ser excesivo, más con un tipo con agudo recelo a todo ser vivo. Con el tiempo sí noté una evolución en el saludo, pero los avances eran tan lentos que a esa velocidad, llegar a acceder a su literatura, me llevaría sieto u ocho siglos. Probé otros métodos: un día llegué mucho más tarde, había anochecido, el parking estaba practicamente vacío, sólo ocupado por esos autos que jamás se movían. Fingí estar borracho. Me acerwué, en tono confesional, me inventé varias mentiras y dramas sobre mi vida. Él escuchaba sin demasiada atención. Le hablé de hijos que no tengo, de tragedias que no me sucedieron. El acercamiento fue tan inapreciable que quizá ni existió. Luego, habló. Habló de figuras de barro, de hombres tatuados, de chicas bsilarinas. Todo muy deshilachado, sin unión. No sabía si me consolaba o si deliraba. No logré entender su mensaje, si es que en aquel discurso carente de gestos había mensaje. Fui hasta el coche fingiendo un poco menos la borrachera. Arranqué sintiendome un poco imbecil. Al pasar por la caseta, justo antes de  que me abriera la puerta, me mitó sonriendo, una sonrisa casi de burla,de cierto  desprecio. En la carretera encendí la radio, había un programa dedicado a ls música surf más underground y psicodélica.

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