martes, julio 16, 2013

Hemisferios

 Los días previos a irme apenas pude dormir. Él se instaló en el silencio, en un silencio desagradable, lánguido y aquello reforzaba mi idea de largarme. Ni siquiera tenía el atractivo de la manipulación, ni siquiera fue hábil en eso. También la bondad puede ser un defecto. Simplemente, sin mala intención, se había sumido en la tristeza, una tristeza que no hacía falta ser muy hábil para saber que se prolongaría meses, años, quizá se iría enterrando por ahí, enquistándose por alguna esquina remota de ese cuerpo larguirucho, fibroso y delgado hasta el día de su muerte. En ese silencio había una resignación casi insoportable, repugnante. No batalló un minuto porque no me fuera, y no esperaba eso, juro que no esperaba eso, pero me abrumaba ver que alguien no busca destruir una tristeza tan cruel, tan paralizante.

 La casa era pequeña, la casa más pequeña del mundo, o al menos esa fue mi percepción aquellos meses allí. El Sol, el poco Sol que brilló aquellos meses, entraba pronto por la única ventana. Los días de lluvia, que fueron casi todos, la cristalera se empapaba y yo sacaba fotos de las gotas deslizándose por el cristal. Aquellos días finales, nos tocó seguir durmiendo juntos. El tamaño de la casa era casi el tamaño de la cama. Apenas dormíamos, pero simulábamos dormir. Lo más aterrador de aquellos días es que en las horas del sueño, en los que ambos disimulábamos dormir, comprendí de un modo casi nauseabundo, que aquel tipo era una absoluto desconocido, un tipo raro que ni siquiera reparas en él cuando vas en el vagón del metro, y de repente, de madrugada, sentía el aliento de ese extraño y me daban ganas de llorar, pero no por tristeza o por dolor, me daban ganas de llorar porque todo me parecía exageradamente extraño e indescifrable. Me llevó al aeropuerto, nos despedimos como si nos acabaran de presentar, el se abrazó con cierto desgarro, pero si fuerza, como si la tristeza le hubiera dinamitado la energía en los músculos. Cuando crucé la puerta de embarque me pareció ocupar, después de cuatro meses, por fin mi cuerpo. Todo había sido ajeno en aquella ciudad. Como si jamás hubiera estado. Un día, la ciencia explicará estos acontecimientos y viviremos con ellos sin esa permanente sensación de misterio que hoy llevan. No era poesía, no era tontería, en cierta manera yo no había habitado mi cuerpo aquella época, tampoco había estado a pleno en esa ciudad. Así que lo confieso, aquel avión más que un viaje, era una huida. Me hubiera dado igual el destino de aquel vuelo:  la preocupación primaria era correr, salir de ahí como fuera, reubicarme en mi cuerpo.

 Los siguientes meses fueron de reajuste. No fue fácil reubicarme. Cambié varias veces de ciudad, en todas, todo, fue transitorio, como si mi verdadero cuerpo anduviera ya en algún sitio y yo todavía no hubiera llegado. En algún momento de lucidez, que suelen ser esos momentos en los que se ve lo obvio y lo obvio es esa cosa que está delante de tus narices, tapada con no se qué cosa que parece un manto eléctrico, comprendí que debía volar al hemisferio Sur. Le di la vuelta a todo sin radicalismo. A veces darle la vuelta es tan sencillo como cambiar de hemisferio. De él no supe mucho más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bufff sin palabras. Brutal.

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