lunes, diciembre 16, 2013

Primavera

 Lo que peor llevé los primeros meses era el frío de esas horas. Conseguí el trabajo a finales de diciembre y antes del amanecer, en esa época, el frío no es sólo un asunto físico, va más allá. Parece una dimensión, un absoluto. Todo es frío, lo demás es un accesorio. Gobernado por el frío trabajaba como buenamente podía. Yo no estaba acostumbrado a esas temperaturas y las manos se me quedaban casi estáticas, como si se negaran a la realidad. Me costaba trabajar con los músculos tan entumecidos. El trabajo era muy físico. Entraba al mercado por la calle de carga y descarga. Ayudaba en la descarga de los camiones. Al cabo del rato habíamos vaciado entre quince y veinte camiones. No sólo el frío me dejaba sumido en ese estado vacío de emociones, también el olor de las carnes, de los pescados, se me metía en la sangre. Como si en esa zona del mercado no hubiera sino un estado atemporal. Como si las cosas no pasaran o pasaran sin más.  Las primeras horas eran las más duras del trabajo. Requerían mucho físico y a mi el frío me parecía un batallón indescriptiblemente fuerte, como esos partidos de futbol en los que juegas contra un equipo exageradamente superior al tuyo y te vapulean sin consideración dejando un resultado que de abultado no parece sino un chiste, una caricatura. El frío me golpeaba sin consideración y además como había que meter toda la carga en las cámaras frigoríficas, el frío se sumaba al frío artificial y había un dialogo entre los dos fríos que te dejaba la piel acartonada, seca. Apenas se hablaba. Yo padecía especialmente el frío, pero en general era una molestia para todos. El silencio parecía resguardar vestigios de calor y  hablar expulsara el poco que uno pudiera retener.

 Al terminar la descarga el mercado cambiaba de estado. Los locales empezaban a abrir y se organizaba con precisión la apertura. Rara vez aparecía clientela en el arranque, pero pronto estaba ya todo activo. Listo para el día. A esas horas el trabajo se hacía liviano. Hacía algunos recados para la gerencia y ayudaba con las cosas de los locales. A veces me daba para hablar con los Sánchez, los dueños de la carnicería con más clientela de todo el mercado: la Carnicería Hermanos Sánchez. Hablábamos de futbol. Ellos sólo seguían a su equipo, yo seguía casi todo el fútbol mundial y me gustaba su épica futbolera. Para ellos ganar el domingo iba más allá de una victoria, en realidad para ellos ganar era una derrota de menos, y en su radicalismo odiaban los empates: el resultado de la mediocridad, como decían. Otras veces bajaba a administración y ayudaba con los bancos. A media mañana el hambre emergía y me iba a almorzar donde Sara, un cafecito pequeño donde daban buenos bocadillos y un café  antológico.  La forma de las horas, la forma en general del día, era distinta desde que empecé a trabajar. En cierta forma, con las tardes libres, pero con sueño, las cinco de la tarde me parecían una nueva forma de noche y en la noche me espabilaba y no me entraba sueño hasta horas que le entra el sueño a los que trabajan en horarios más convencionales. Por las noches el mercado me parecía irreal. Veía partidos de fútbol en la pantalla y miraba por el ventanuco de mi habitación la forma de la ciudad que alcanzaba a ver. A veces trataba de recordar las playas, las playas de mi país. Otras veces miraba sin atención los partidos. En realidad, ver el fútbol en este continente me daba la sensación de estar viendo el fútbol en diferido. Nunca me gustó ver el fútbol si no era en directo. La imagen de unos jugadores que en el presente, mientras yo lo estoy viendo, ya saben en sus casas o en sus vestuarios, el resultado del acto que están realizando en la pantalla, le quita, para mi, cierta tensión, el dramatismo necesario que da el desconocer el futuro. Los partidos que veía en la habitación los veía en directo, en esas horas de la noche, de tarde allá, en mi país, que parece imposible que nadie juegue al fútbol; sin embargo a mi todo aquello me parecía diferido, la luz de la tarde sobre el estadio, las gradas coreando esos cánticos indescifrables para los micrófonos de la televisión. Me costaba conciliar el sueño y a veces las horas pasaban espesas, y veía el reloj y casi ya me tenía que poner en pié y cruzar la ciudad para ir hasta el mercado. El día daba una vuelta extraña, porque como muchas veces había dormido por la tarde, no sabía si ya era ayer u hoy. A veces me parecía que iba dos veces en el mismo día al mercado, a veces, que sin darme cuenta, me había pasado un día por medio sin ir. A veces tomaba el café antes de salir, me hacía una cafetera en un pequeño fuego eléctrico que tenía al pié de la cama. Me lavaba en el grifo que tenía pegado a la cama y trataba de no hacer ruido, porque los de las otras habitaciones eran gente con cierto mal humor. Cuando salía a la calle me daban ganas de insultar bajito al frío. Insultarlo susurrando, como se insulta a un mal jefe cuando se da la vuelta y sabes que no te escucha. Un día llegué al mercado sin frio. Marquez, un buen muchacho que hacía casi el mismo trabajo que yo, en vez de darme los buenos días con esa voz amable con la que me saludaba cada día, me dijo: "ya se viene la primavera. Ya se viene, Gauchito"

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