viernes, enero 03, 2014

Tristán

 Viví trece meses en aquella residencia. Mi habitación la compartía con otros cinco tipos a cada cual menos aseado. La habitación, por las noches, antes de dormir, se convertía en una competición extrema y de altísimo nivel de eructos. Nunca participé y aquello, además, motivó que cada noche llegara más tarde y más borracho. Uno de los ventanucos de la cocina daba a un patio desde el que se veía la parte de atrás de un restaurante de menús baratos, por ese ventanuco transitaban las ratas más largas y delgadas que he visto en mi vida. Creo que casi siempre eran las mismas, lo que me llevó a ponerles nombre, sobre todo a una que tenía un aspecto especialmente triste: La rata Tristán. En verdad la Rata Tristán me trasmitía cierta ternura, porque pasaba por el borde del ventanuco con aire de mártir. Esa rata, era indudable, no llevaba buena vida. Aquel patio no tenía luz, y en realidad apenas era un patio. El ventanuco de la cocina de la residencia casi rozaba con el ventanuco de la cocina de aquel restaurante en el que muchas veces bebí, pero en el que jamás probé nada de comida. El patio era casi un tubo que salía hacia el techo de Caracas, allí arriba, donde terminaba nuestro edificio y el edificio del restaurante. Aguanté trece meses, pero los últimos apenas dormía allí, fui distanciando mis apariciones por mi habitación, mis compañeros me llamaban el fantasma gallego, creo que por eso aprovecharon para robarme algo de ropa que a su vez yo había robado a Ernesto y a otros amigos de universidad con los que me unía una amistad extrema, desigual y posiblemente interesada. Creo que fui olvidando mi relación con la Rata Tristán, porque yo a Tristán le había cogido cariño, pero Tristán no levantaba cabeza, su cuerpo se fue haciendo miserable con los meses, cada vez más escueto, cada vez más deshuaciado. Hasta el destino de las ratas es desequilibrado y de reparto terriblemente desigual. Tristán vivía en la indigencia, con todo lo que eso significa para esa clase de roedores. Fantaseaba con que Tristán me reconocía, a pesar de nuestra distancia, a pesar de nuestro resquemor inevitable entre ambas especies . A Tristán yo le hablaba de mis cosas, de las cosas que fueran mis cosas en aquella época. Mis cosas en aquella época debían ser muy poco concretas y con cierto aire de frenesí. Creo que fantaseaba con mi profesión, creo que también fantaseaba con dar un concierto para una multitud enardecida, a veces fantaseaba con olas de seis o siete metros que cabalgaba con precisión, a veces le hablaba de aquella chica de padres canadienses con la que salí algunos meses y a la que jamás me unió nada. Creo que alguna noche, en la cocina de iluminación evidentemente pésima, le dije a Tristán que algún día le sacaría de ahí: de ese patio miserable y apartado del que no se podía salir; que le llevaría a la alcantarilla de alguna avenida buena, que le liberaría en mitad de la Libertador o de la Venezuela. Soltarlo en algún acceso y dejarlo correr y disfrutar los privilegios de esas alcantarillas tremendas, gigantes, inexorables. Creo que fue a Tristán al único que le conté lo de aquel motorizado que casi me atropella de madrugada y que cayó rodando y deslizándose por el asfalto como si él mismo y la moto fueran algún tipo de aceite carburante. Creo que le conté a Tristán que salí corriendo en la madrugada, impulsado por esa tensión que tiene la noche de Caracas, una tensión extraña, como de inmensidad o de algo que se prolonga. Esa tensión rara que da algo cuando escuchas un grito muy a lo lejos y no sabes si es una fiesta o un delirio.  Yo corrí hacia la residencia como si me fuera la vida en ello, porque en realidad creo que la vida me iba en ello. El tipo iba borracho y con toda probabilidad armado. Entré en la residencia y estaba todo apagado y encendí la cocina juntando los dos cables y parpadeó el fluorescente y olía a mantequilla quemada y en ese momento pasó Tristan por el ventanuco y le conté a susurros, porque hay veces que uno tiene que contar, aunque sea a las ratas.

 Con los meses fui yendo menos a esa residencia y un día no volví. Ni siquiera busqué la ropa que tenía en aquel armario compartido. Me fui a casa de una señora de padres gallegos que me hablaba con distancia y con cierta severidad me contó las normas de aquella casa. Creo que con los meses me fui saltando una a una, pero también ella me fue cogiendo cariño y las cosas jamás fueron graves. Mi habitación era estrecha y daba a la cocina. Antes del amanecer escuchaba a la señora preparando café y suspirando. Cuando sonaba el despertador  me ponía en pié y miraba por la ventana: Caracas puede ser a veces terriblemente bella. Desde mi ventana veía otros edificios y parte de una avenida con tráfico imponente. Cuando salía a la cocina, la señora me saludaba y me regalaba una taza de su café. Apenas hablábamos. Yo luego llegaba tarde. Cuando entraba, la casa estaba oscura, sólo se veía la luz intermitente de un botón de la televisión y un reloj digital que siempre estaba adelantado o terriblemente atrasado, porque la otra opción no es que fuera una hora por delante, sino veintitrés por detrás. No recuerdo cuanto estuve allí ni por qué me fui. Luego compartí casas y fui transitando mi vida de un modo que a veces no recuerdo bien. Aquellos años se me amontonan, como si en cierta manera no fueran del todo una vida que me perteneciese, si es que en realidad, en algún momento, nos pertenece nuestra vida.

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