lunes, enero 27, 2014

Un juego de niños

 Todo era un juego, nada más. Tampoco lo razoné mucho previamente, empecé como el que saluda al vecino o el que golpea un balón sin más. Hay miles de actos así al día, se empiezan por dinámica, porque la cabeza va despacio y ejecutas a veces sin más, como cuando abres la puerta del portal o miras el letrero de una calle. Con los niños es así. Arrancas con un juego no siempre con fines pedagógicos o con motivaciones psicológicas. Mi hija tenía una facilidad enorme para habitar en cierta fantasía. Con frecuencia te hablaba de sus amigos invisibles o la escuchabas en largas conversaciones con un numeroso grupo que jamás eran visibles para los demás, tampoco audibles sus respuestas. A veces miraba por la ventana y proyectaba o animaba cosas con facilidad. En general los niños se manejan con una facilidad pasmosa por los vericuetos de la fantasía y la imaginación. No es un cliché, es cierto. No gastan pereza en inventarse realidades alternas. A mi, que en verdad me quedé pasmado intelectualmente en algún momento de esa edad y no logré avanzar con frescura por el intransitable mundo adulto, me gustaba participar en esas fantasías de mi hija, en realidad comprendí que habitar con mi hija en sus submundos era de los asuntos más hermosos que había practicado en mi vida. Así que con facilidad conversábamos con otros amigos y me dejaba llevar por el laberíntico mundo de los amigos invisibles de mi hija. Quizá debí medir. Si soy culpable es por no ser responsable en medir que ese terreno era un terreno propio de mi relación con mi hija. No pensé que allí era difícil que habitara alguien más. Aquella amiguita ya había venido alguna vez a casa. Como todas esas relaciones tiernas definen con facilidad la esencia humana: se amaban y segundos después eran capaces de llegar a las manos o a los tirones de pelo por la lucha de la posesión de algún objeto que una vez ganado en la pelea perdía su valor y nadie interesaba ya; pero generalmente la relación era amable y dulce y jugaban, cosa que me sorprendía a recordar un pasado que solían, creo yo, inventar. Debí medir aquella vez en el parque. La niña ya había venido con frecuencia con nosotros, había confianza, había trato. No me sentía extraño con aquella pequeña, era ya asumida como amiguita, como parte ya del entramado familiar. No lo pensé. Yo jugaba con frecuencia así con mi hija. No lo pensé como no piensas todo el acto de encender la luz de casa cuando entras en casa de noche. Miré a mi hija y le lancé una pelota invisible, creo que le dije que era roja: "¡Ahí va!". La advertí con humor de lo pesada que era esa pelota invisible que ella recogió con gracia y teatralidad. Me la devolvió con exageración: "Uff, ¡qué alta la has lanzado" Recogí la pelota invisible y miré a la amiguita. Ella, sumándose al juego me lanzó una inventada por ella:"¡Toma! ¡Ahí va una de Hello Kitty!" e hice el gesto de recibirla con filigrana. Entonces yo no pensé, simplemente seguí, miré a mi hija y le dije: "Toma, ahí va la de hello Kitty" y la lancé casi en cámara lenta. Cuando la pelota se desplazaba por el aire, invisible, extraña, la niña me miró y me dijo:"¿Por qué se la pasas a ella? Esa era mi pelota" Mi hija, mientras tanto, capturaba la pelota con esmero, ajena a la recriminación con su amiguita me hacía. Sonreí y le dije:"No pasa nada, estamos jugando todos". La niña me miró enfurecido: "Sí, sí pasa. Era la mía". La situación me parecía hasta ese momento muy cómica, casi surreal e incluso hermosa. Ese discurso adulto de "Qué simpáticos los niños y su imaginación".

.- No pasa nada- le dije- ahora mismo te la devolvemos.

Y volviendo al tono simpaticón le dije a mi hija que nos la pasara. Mi hija, aún ajena al conflicto, hizo el gesto despreocupado de lanzármela a mi. Yo miré a la amiguita:

.- ¡Corre, salta a por ella!

 La niña entonces me miró con la intensidad que parece, a veces, que sólo puede mirar un niño. Una mirada entre indignación y desolación, esa mirada del que siente que el planeta entero es una oposición para ser comprendido.

.- ¿No ves que ya no está? ¿No ves que la habéis hecho desaparecer?

En el otro extremo mi hija estaba a otra cosa ya, quizá hablando con Mousen o Flink, esos individuos con nombres raros con los que hablaba. Pensé, intercambiando cobardemente los papeles, que sólo ella me podría salvar de la situación. Deseé casi con rabia que viniera a salvarme, a mediar en un conflicto que ya en ese punto se me había escapado de las manos.

.- Mira, pequeña- dije conciliador, argumentando con suavidad- es un juego. No pasa nada. Mira, aquí tengo otra- e hice el gesto de sacar una pelota- Ahhh. ¡Qué bueno! ¡Es de Hello Kitty también!

Comprendí que no había vuelta atrás. Como el que trata de firmar un acuerdo de paz cuando en la batalla suenan los primeros cañonazo, supe que aquello era ya irremediable.

Lo primero que sucedió es que empezó a llorar a grito desgarrado por segundo. En mitad de la calle no supe como frenar aquel maremoto de lágrimas. Mi hija vino y se contagió levemente, preguntando entre sollozos que qué le pasaba a su amiguita. Como buenamente pude y sufriendo incluso agresiones físicas, logré llevarlas a casa, donde en un rato sus padres vendrían a buscarla. Pensé que duraría lo que dura una rabieta, pero el rencor no disminuía y ganaba en grosor. Era un rencor que se iba fermentando. Quise apaciguar con bromas, con chistes, con ofrecimientos, pero no logré nada. En casa mi hija ya se había olvidado de todo y me había dejado con el enemigo a solas en el salón mientras ella jugaba a esos juegos indescifrables en mitad del pasillo, por el suelo, charlando con la nada. Sonó la puerta, abrí con una sonrisa forzada. Saludé a los padres y conté con ese tono entre simpaticón y tonto que ponemos los padres cuando tratamos de hablar a la altura de los hijos:

.- Pues está muy enfadadilla conmigo.

 Los padres primero sonrieron también, luego saludaron a la niña. La niña no habló. Se lanzó a los brazos de la madre y llorando con una pena atroz dijo:

.- Mamá, vámonos a casa, por favor. Ellos son malos.

Sonreí, pero el efecto se estaba volviendo cada vez más poderoso. La mirada del padre, su última mirada, justo antes de salir, dejó entrever un atisbo de duda, incluso de mala leche, de enfado.

 Cerré la puerta y suspiré. No había sido una buena tarde. Estaba agotado y traté de olvidar el incidente. Sin embargo, cuando ya había acostado a la niña y me hacía algo de cena sonó el teléfono. Era el padre de la niña. Ni saludó. Lo siguiente que escuché fue un montón de improperios y amenazas, permanentemente era tildado de mezquino, cruel e inmoral. Quise argumentar, defenderme, pero fui incapaz. Me colgó antes de poder hacerlo.

 A la mañana siguiente llegué pronto a llevar a la niña al colegio y les esperé. Les vi aparecer y me acerqué justo cuando vi la niña corriendo hacia la clase. Me acerqué y saludé.

.- Hola, quería que me escuchaseis alguna explicación. Creo que ha habido un mal entendido y es todo bastante tonto y no hay, creo, que sacar de quicio algo que tiene una explicación bastante infantil y muy tonta.

 El padre me miró retador, con rabia.

.- Nuestra hija jamás miente. Nos parece casi denunciable que usted le esconda la pelota a nuestra hija y te burles de ella con tu hija. No sabemos que tipo de educación puede ser esa. Pero insisto, mi hija está educada para no mentir. No sabemos si tú puedes decir lo mismo.

.- Lo primero: respeto- dije en un tono ya algo elevado- el que necesita algo de educación creo que eres tú. El que parece ser que necesita recibir esa educación...

Creo que fue exactamente ahí, justo ahí cuando sentí el golpe en el entrecejo. Luego hubo alguno más, pero no recuerdo mucho más de la parte violenta. En algún momento sé que estábamos rodeados del personal del colegio y que había mucho alboroto. Fue así como tantos años después volví de nuevo al despacho de la directora, como entonces, como aquel, como el mismo.




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