sábado, enero 18, 2014

Procesión

 No creo en otros mundos. No es una duda, es una certeza. Aquí se acaba todo una vez que se acaba. Siento una especie de fascinación por los creyentes. Son capaces de creer y creen. Su creencia altera toda su percepción de la vida y son capaces de hablar con esa nada que personifican. Me resulta aterrador y admirable a la vez. Se encomiendan y suplican y le otorgan a la nada la capacidad de ayudarles o comprenderles y aunque esa nada que generalmente, si actuaran como creen que actúa, como poder absoluto, es cruel hasta el delirio, ellos justifican su crueldad. No creo en nada de eso. Les veo creer y no comprendo y posiblemente menos creo, si es que hay un vestigio escondido en mi, recóndito, que pudiera creer.

 La virgen salía creo que poco antes de mediodía. No recuerdo exactamente, pero casi seguro. Aquel año bajé hasta la avenida Lara. Fui solo. La avenida, cuando llegué, ya estaba abarrotada. Siempre escuché que era la procesión con más asistencia del continente, ese tipo de records que a los lugareños les fascina y exhiben con orgullo sin que quede demostrado de donde salen los datos de esa estadística. Lo que si es cierto y demostrable es que la ciudad se abarrotaba de gente y que la asistencia era masiva, excesiva, brutal. Kilómetros de la ciudad cubiertos de gente creyente, porque puestos a estadísticas, hay mucho creyente. Y ahí estaban con fe y devoción, orando, conjugados, suplicando algún favorcillo, algún leve recordatorio, que las cosas sigan más o menos como están, virgencita, pero si pudiera ser un poco de salud para mi padre. Un empujón en la hipoteca, un trabajo por salir, ese pariente agonizando. Uno pide cosas buenas, complejas de cumplir, pero buenas, sin mala intención, sin egoísmo, puro altruismo. Ahí estaba yo, pasando un calor apabullante, rodeado de esa masa que cuando sentía de cerca la figura pasando se crecía, se excitaba. Me metí en el bullicio de fe, sin mi fe a cuestas, pero con la fe de cruzarme con ella, que ni tenía ni idea de en que punto de la ciudad la esperaba y hasta donde acompañaban a la virgen. Sé que iba, con sus hermanas, con su familia y fui por cruzarme con ella y caminé tras la virgen y escuché ese mantra de rezos que terminaron por sumirme en un estado incomprensible, porque forcejeaba con los que iban más pegados a la figura elevada, casi como si fuera uno de los mas creyentes. No me quedé fuera, a un lado, acompañando sin entusiasmo, con la frialdad del que no cree. Me metí dentro, en mitad de la avenida, donde los penitentes y los feligreses más entregados iban buena parte del largo recorrido. Ahí donde sólo veía pies y manos y era tan complejo avanzar sin ser arrasado por la masa. Sudando y sin pensar, escuchando el rezo colectivo, la leve histeria de los más entregados, de los mas fervorosos. Empujado por esa río de fe, seguí avenida arriba, sin haber decidido previamente hasta donde ir, simplemente empujado por la fe de encontrarme con ella, sin saber para qué me quería encontrar con ella. Los cantos se sumaban como una especie de eco, como una capa, y esa capa sudaba, esos cantos sudaban y te hacían participe. Una mujer a mi lado gritaba, pero no entendía sus gritos. Los pies en el suelo confundían, se agolpaban y pensé en salir del epicentro de la procesión, salir a un lateral, sin embargo me vi incapaz de romper la dinámica. Pensé en la gente que conocía en la ciudad, la imaginé desperdigada por la multitud, me imagine sus pies sumados a esa masa de pies que avanzaban como sin pertenecer a nadie.

 Mucho más adelante, cuando ya habíamos abandonado la avenida Lara, logré salir a un lado y también salí de ese mantra. A los lados la fe era más contenida, igual de profunda, pero seguramente menos frenética. También en la fe hay estética. Empecé a ver la imagen de la virgen algo separada de mi, en ese baile que la zarandea en su lento avance. En el giro de la Morán para enganchar con la Venezuela hacia arriba, pensé que me volvería a casa, pero imaginé el resto de rincones de la ciudad fuera del recorrido de la procesión vacíos, silenciosos, un contraste extraño, donde solo caminaríamos los tipos sin fe, los pocos tipos sin fe de esa ciudad. En la Venezuela los espacios se ampliaron levemente, ya no era la estrechez agobiante. Avancé por el lado de la derecha. Pasé por donde ella había vivido tres años antes y sopesé la posibilidad de que estuviera por esa zona. Empecé a prestar mucha atención a cada rostro a mi lado, pero buscar una cara entre tanta cara es un ejercicio visual que desgasta y confunde y te lleva a ver esa cara repetida en muchas caras sin ser nunca. A la altura de la Avenida Vargas me detuve. Fui dejando ir a la virgen. Y me fui a un lado. Caminé sin mucho orden, sabiendo que un día así me tocaría volver andando hasta casa. Había renunciado a mi única fe que me había llevado hasta allí: la posibilidad de cruzarme con ella.

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