lunes, noviembre 13, 2023

Nadie conoce la verdad

 Esa noche conozco a Pablo Ezquivel en un bar del centro. Yo estaba ahi porque había quedado con un amigo que hacía años que no veía. No me gusta entrar en bares solo. Me incomoda y no sé actuar, pero esa noche entré porque llevaba todo el día caminando por la ciudad y necesitaba sentarme un rato. Mi amigo no llegaba y Pablo, la persona que luego supe que se llamaba Pablo, estaba algunos taburetes más allá hablando con el camarero. Yo saqué un libro que acaba de comprar, pero el discurso encendido de Pablo me atrajo o me despistó de la lectura y empecé a atender. Pablo hablaba de unas muertes que no habían sido noticias y hablaba de la verdad. No entendía a qué verdad se refería, pero hablaba de la verdad. "Nadie conoce la verdad" decía cada cierto rato. En un momento, consciente de que le miraba, Pablo empezó a hablarme a mi. Me preguntó si me interesaba esta historia. Yo le contesté que sí, pero que no la entendía. Y Pablo, contundente, me dijo que no había nada que entender, porque la verdad no se conoce. En televisión hablaban de un temporal de nieve y viento que iba a alcanzar toda la península. El tono de la presentadora era apocalíptico. Pablo miró la pantalla y luego al camarero y le dijo que sería conveniente que apagara ese aparato demoniaco. El camarero sonrió, pero siguió atendiendo un poco más allá. Luego me miró a mi y me dijo que esa presentadora le gustaba muchísimo, "la he visto alguna vez en otro tipo de escenarios" y se quedó unos segundos más mirando a la pantalla. Cuando yo miré a la pantalla había ya imágenes de arboles agitados por el viento y la lluvia en alguna ciudad del norte, pero no había ninguna presentadora, no pude aportar nada a su comentario. Pablo me preguntó entonces que a qué me dedicaba. Yo le conté rápido, que llevaba unos meses en paro, pero que mi profesión era la literatura. Él me preguntó si yo escribía. Le contesté que escribía sobre lo que otros escriben y que daba clases sobre lo que otros escriben, pero que en realidad me hubiera gustado escribir, pero que escribir requiere de unas características psicológicas que yo no tengo. Yo tampoco escribo, pero a su manera soy escritor, porque a su manera todos los somos, me contestó. La verdad no existe, insistió, por eso todo lo que pensamos o decimos o susurramos o soñamos, es un relato. En ese momento me invita a una cerveza, yo a la siguiente, él a la de después, yo a otras dos. Pierdo conciencia del tiempo y asumo que mi amigo no aparecerá. El camarero nos invita a otra y después a unos aguardientes de su pueblo. El aguardiente no me gusta, pero lo bebo obediente. Ausmo la ebriedad. Miro el móvil. Mi amigo no ha mensajeado. Pablo me habla de otros muertos y del fascismo, de la estructura social bajo la que vivimos. Todo ha mutado. Ya no hay dictaduras en este continente, pero tampoco las necesitan. Ahora el juego es otro. Son magos. Se adaptan y ahora el juego es invisible, silente, tremendo. Ya no hay torturas, la tortura es otra. El miedo no es obvio. El miedo va por otro lado. En cada respiración de cada peatón, de cada ciudadano, de cada periodista, de cada alumno, de cada presentador de televisión, de cada influencer de redes sociales. El miedo lo impera todo, pero no se ve, no se le intuye, porque todo lo gobierna. Estamos aterrorizados, pero lo peor es que ya no lo sabemos y no lo vamos a diluir. Porque como diluyes lo que no sabes que está. No hay revolución social que lo diluya. Han ganado. Yo le pregunto quiénes han ganado. Él contesta que nunca lo sabremos, pero hay unos que han ganado, que han impuesto este modelo de vida que es imposible de alterar. Entonces Pablo me dice que si quiero acompañarle a un sitio donde Madrid parece otra cosa. Las ciudades son muchas cosas y nunca las conocemos, como al verdad. Las ciudades son la verdad, las calles, el asfalto, las aceras, los edificios, los barrios, todo eso es la verdad y nosotros peatones. Estoy tan borracho que le digo que sí. Salimos del bar. A unos metros tiene aparcada una moto vieja, una vespa muy deteriorada, pero entrañable. No parece un capricho de un adorador de lo antiguo, parece la moto de alguien que ha resistido varias décadas el deterioro mecánico de su única pertenencia. Me da un casco que me parece muy incomodo. Me dice que me monte y arranca. Conduce prudente a pesar del alcohol. Voy mirando las calles y sintiendo un frio insoportable. No sé qué hago ahí, pero por un lado me siento a gusto. Pablo atraviesa la calle San Bernardo. La ciudad ya tiene poco tráfico a esa hora. En San Bernardo gira a Alberto Aguilera. Por la acera de la derecha, veo un grupo de neonazis gritando cánticos y amenazas. Pienso en el miedo del que me hablaba Pablo en la barra del bar. Seguimos por Marqués de Urquijo. Atravesamos el parque del Oeste. La moto va ligera en la bajada. Hay una patrulla policial detenida en un lado, cerca de la rotonda de arriba, bajo los árboles del parque. Nos ignoran. Dos policías en el interior parecen estar viendo vídeos en el teléfono. ¿Qué videos estarán viendo? Me pregunto y especulo mientras la método sigue bajando hacia el puente de los franceses. Pablo acelera y yo me desubico y cada vez siento más frio. Llegamos a la M30. El tráfico es escaso, a nuestro lado, durante algunos metros un coche de alta gama se queda en paralelo. Miro al conductor, él me mira a mi. Le saco un dedo y él me mira con desprecio y acelera. Nunca realizo actos de ese estilo y no sé por qué le he sacado un dedo. A esas alturas de la noche ya no sé cómo va a suceder nada, me siento muy borracho y congelado. La moto parece frágil entre tanto carril. Coge el desvío a El Pardo. En los primeros metros de la carretera de El pardo veo un conejo atravesar la carretera, los ojos aterrorizados del animal cuando ve la luz de la moto de frente, pero logra evitar el atropello. En un lado veo un ciervo, el ciervo se pone a correr en paralelo a la moto, el ciervo me mira mientras corre casi a nuestro lado. Le preguntó a Pablo si sabía que los ciervos corrían tanto. No habíamos hablado desde hacia bastantes minutos. Pablo me contesta que eso no es un ciervo: eso es tu miedo. Y esa respuesta me hace sentir un miedo muy concreto, un miedo que casi se puede tocar. Es la primera vez en toda la noche que me pregunto qué coño hago ahí. Tengo un frio insoportable. La noche está congelada. El ciervo se pierde monte adentro. Pablo se mete en una salida a la derecha. La carretera que cogemos es muy estrecha y está muy deteriorada. Nos metemos también en una oscuridad muy profunda. La carretera esta llena de agujeros y baches y Pablo conduce muy lento. Vamos ascendiendo, la cuesta es muy pronunciada. Creo que veo otro ciervo a un lado, pero no digo nada. Al fondo, quizá a uno kilometro o dos veo una construcción con luz, ahí en medio del monte. Entiendo que ese es nuestro destino. De repente Pablo para la moto. Me dice que me baje. La moto la deja a un lado, bajo un arbol. Me mira mientras se quita el casco y me dice que le dé el mio. Este trozo hay que hacerlo andando, me dice. Nada de toses, ni  de estornudos, me exige. Por nuestro bien conviene no ser descubiertos. Salimos de la carretera y vamos entre árboles, por un camino muy estrecho de arena, abierto a trompicones entre los que me parece en la oscuridad olivos. Veo poco, veo mal y no entiendo nada. Pablo respira muy acelerado y haciendo ruido. Intuyo que es por la cantidad de tabaco que fuma. Yo respiro mal, pero es por la tensión y el miedo. No entiendo mi situación y lo peor es que no sé a esas alturas cómo darle la vuelta. Cuando ya estamos muy cerca del edificio tenuemente iluminado, Pablo se detiene y me dice: Ahí dentro están los que han ganado. Ahí dentro se planifica el miedo. A mi me parece de repente que llevo toda la noche con un loco y que soy un insensato, pero Pablo me mira serio y me dice que sigamos. Llegamos a una especie de parking hay varios coches aparcados. Rodeamos el edificio para entrar por detrás. El edificio es una construcción de dos pisos, que emula un palacio o algo por el estilo. Es de granito y con pocas ventanas. Vemos luces tenues y se escucha murmullo de voces, cada cierto rato también risas. Nos asomamos a una ventana donde se ve un salón amplio, con una chimenea encendida. En una pared la cabeza de un toro. La decoración es espantosa. Hay cinco hombres desnudos con copas en la mano. Rien y hablan.Están de pié, pero soy incapaz de entender qué hacen. Hablan o ríen. Su actitud es de espera o de ritual o de reunión. Hablan de pie, desnudos, están inquietos porque se desplazan a un lado y a otro, como si les doliera algo: los pies o el estómago o un dolor ilocalizable.  Reconozco a uno de los lideres del partido de derechas entre los cinco, a su lado un cantante de izquierdas, activista político y muy implicado en algunas luchas sociales, hay un empresario muy conocido y un tipo con barba que intuyo o me parece ser uno de los fascistas que salen en Televisión. Ese abraza de repente al cantante de izquierdas y se pone a llorar, el cantante le da un beso en el cuello y le consuela. Los otros ríe. La quinta persona no sé quién es. Del fondo, de la puerta que está debajo de la cabeza del toro, aparece una famosa presentadora también desnuda. Se acerca al grupo y todos callan. Se pone a hablar y todos la escuchan, pero no logro escuchar nada de lo que dice. Pablo se gira hacia mi y susurrando me dice: qué buena esta esa tipa. A mi la frase me molesta, porque de repente tengo la sensación de que todo esta excursión es porque Pablo sabía que podía ver a la mujer desnuda y que era el único motivo de este extraño paseo. Aparece una segunda mujer, es una locutra de una emisora progresista. Va vestida. Se acerca al cantante de izquierdas y le besa, también besa al fascista y a la presentadora, con la que se queda abrazada  ¿Qué cojones es esto? Le digo a Pablo susurrando. Aquí es donde la verdad se diluye, también el miedo. Porque ya te he dicho que nadie conoce la verdad, me dice en un tono monótono, como si estuviera pensando en otra cosa. De repente siento vértigo o una nausea. Y por primera vez Pablo me parece la única verdad que he conocido en los últimos 25 años. Le miro y veo que está llorando. Le pregunto que qué le pasa. Me mira aterrorizado y me dice: que cada vez estamos más jodidos y que lo peor es que no lo sabemos. En ese momento tengo muchas ganas de volver a casa, de entrar, de ver a mi hija dormir y meterme en la cama con Arantxa y olvidar esa noche. 

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