miércoles, mayo 12, 2021

Los días perdidos

 Yo ya casi no me hablaba con mi padrastro. No había habido un momento roto, un momento donde, por una discusión o conflicto, nos habíamos dejado de hablar. Simplemente la relación había llegado a un punto donde no teníamos nada que decirnos. Se había dicho todo ya, que tampoco había sido mucho, se había acabado el relato, la narración. No quedaba nada que contarse. El caso es que no nos hablábamos, tampoco recuerdo si manteníamos la cordialidad del saludo o si hasta eso lo habíamos dado por dicho ya. Un saludo todos los saludos. Yo llegaba tarde a casa porque no me quería cruzar con ellos, en realidad lo honesto y valiente por mi parte hubiera sido irme mucho antes, pero cierto temor al futuro no me dejaba hacerlo, también mi noviazgo. Un noviazgo extraño y algo desesperado, me mantenía aferrado a aquella casa, a aquella ciudad y aquella forma de vida que se había quedado inútil, obsoleta. Cuesta creer que la vida cuando menos sentido tiene es cuando eres muy joven. El mundo se deshilacha, el presente se convierte en una masa amorfa, inmoldeable en la que a ratos pareces no tener cabida. No estaba deprimido o melancólico, simplemente estaba fuera, fuera de algo que no se sabe qué es y que es un lugar en el que muchas veces parece tener hueco todo el mundo menos tú. 

 Pasé meses así. Un tiempo que ahora parece uno. Eso que solemos llamar "época". Realmente las épocas en las personas no existen. Porque en cierta manera, y esto que voy a afirmar es arriesgado, las personas no existen. Somos cúmulos. Un amasijo de órganos, vísceras y cosas, pero además de eso, cúmulos de tiempo y decisiones que no tomamos y que tampoco toman del todo los otros. O quizá sí existen las personas, pero no el individuo. La mayoría de las cosas importantes en mi vida no las he decidido yo y creo que así sucede con casi todos. Tampoco sé si nos deciden. Nos vamos decidiendo, quizás. No lo sé. ¿Quién puede saber algo? Cuando entiendes algo se abre un espacio a algo que dejas de comprender porque se abre algo nuevo que tienes que aprender. Y quizá en esa época, si es que finalmente nos atrevemos a llamarlo época, estaba comprendiendo que el mundo era incomprensible. Así que a menudo caminaba por la ciudad sin mucho orden, durante muchas horas. Convertí caminar en algo importante, lleno de simbología. Me gustaba descubrir esquinas, dotarlas de personalidad, comprenderlas desde otra perspectiva. La ciudad tenía cambios estilísticos y de desarrollo muy pronunciados. Había fronteras evidentes. Me iba de un lado al otro como el que cruza a otro país. Cuando has perdido cierto rumbo en tu vida, observar el día a día de la ciudad te recuerda permanentemente lo fuera que estás, el desorden de tu vida. Era una época que mi núcleo de amigos y conocidos o bien se habían ido fuera o bien estaban muy ocupados y yo tenia ante mi las horas del día vacías, sin ocupación, salvo esperar que mi novia saliera de clase y entre actividad y actividad, tuviera una rato para vernos. Así que yo caminaba horas por las calles de la ciudad, recorriendo zonas como el que va investigando algo, pero yo no investigaba nada, ni siquiera buscaba. La gente iba y venía, entraban a sus trabajos, a sus labores. Los niños entraban y salían del colegio, los panaderos atendían su negocio, los empleados de los restaurantes preparaban las meses y limpiaban los locales, los buhoneros tomaban las aceras y las llenaban con sus mercancías. La vida mercantil en plena ebullición. Los autobuses recorriendo sus rutas. Mensajeros en moto. Y yo fuera, caminando por ese mundo al que no tenía acceso y al que en el fondo no quería acceder. Pensando si aquel movimiento permanente no era una excusa para no detenernos: y si el sistema no es más que un intento extraño de huir de la nada. Como si asumiéramos que estar en ese ciclo agotador nos permitiera huir del vacío y la quietud eterna. Fue en esa época que me sentí perro, a ratos gato también. Uno de esos animales aceptados en las ciudades. Que deambulan, como deambulaba yo, siendo ajenos o partícipes periféricos. Era un gato o un perro de ciudad. Uno de esos que ves pasar por la acera y no prestas demasiada atención. ¿Qué hacen esos animales de ciudad? Lo que hacía yo: existir. Yo existía, porque caminaba. Así que cambié el aforismo: camino, luego existo.  

Un dia atravesé la ciudad de este a oeste, llegué casi hasta el monumento que representa a la ciudad en las postales. Había subido por la avenida principal del comercio. Había atravesado aquel bullicio a ratos molesto, había pasado por el terminal de autobuses, donde vi a un hombre sin piernas recitando el Apocalipsis y llamándonos a la salvación. Un autobús accidentado en un lado de la avenida por donde salían todos los autobuses, echaba humo y había alboroto alrededor. El conductor estaba muy nervioso y  maldecía su mala suerte. Un niño muy pequeño, que casi no sabia hablar me pidió dinero. Giré más arriba, por una zona donde se concentraban talleres mecánicos, ferreterías y almacenes de venta materiales industriales. Me asomé a uno de los almacenes donde había trabajado una chica que había estudiado conmigo todo el bachillerato, que un año antes, nos habíamos encontrado y que siempre me había gustado mucho. La vi sentada en un escritorio hablando por teléfono, el local tenía abierto los portones para que entraran los vehículos a cargar, ella tenía la mesa al fondo, y estaba allí, sería, hablando. La miré unos segundos y levantó la cabeza, me vio y me sentí descubierto. Colgó el teléfono y se acercó hasta mi para saludar. Fue muy amable. A mi me costaba mantener conversaciones en aquella época. Me costaba encontrar frases para ser sociable. Mentí sobre mi ocupación: no quise confesar que en mi vida no había actividad, que era un tipo de 17 años sin nada que hacer. Me dijo que si la esperaba un rato podíamos comer juntos. Dije que sí, sabiendo que no tenía nada de dinero para comer. Esperé fuera, hacía calor, porque en aquella ciudad a mediodía siempre hacía calor. Olía a taller, a productos químicos, a Apocalipsis. Recordé al tipo sin piernas y pensé que quizá tenía razón: "Ha llegado el fin", pero no había llegado, o al menos hoy, 28 años después, aún no ha llegado, aunque aún siga dando la sensación de que está a punto de llegar. Esperé unos minuto más y apareció. Pensé en mi novia y me sentí raro, pero en ese momento, justo en ese momento, me di cuenta que no teníamos nada que ver y que seguramente ella, hacía tiempo, que me veía como un objeto aburrido. La chica salió. Me miró y me dijo que fuéramos a un sitio barato:"hoy invito yo" dijo, y sentí un profundo agradecimiento al destino, a la vida, o a lo que fuera, por no hacerme pasar un mal rato. Caminamos por las calles de atrás de esa zona de la ciudad en la que se entremezclaban casas muy humildes con naves industriales y calles mal asfaltadas. Giramos por una calle que iba paralela al cementerio. En uno de los muros del cementerio había un grafiti que ponía: "Solo nos queda la violencia", el país estaba siempre a punto de estallar. Ella me iba hablando de su trabajo, no le gustaba, y se había inscrito en la universidad para hacer periodismo, pero en su casa había problemas económicos y no podía dejarlo. Entramos en una casa, una señora tenía dos mesas armadas para comer en un patio de suelo de tierra, ella saludó a la mujer con confianza y me presentó. En una tabla estaba anotado el menú del día: hervido de pollo con cilantro. Ella pidió cervezas. La mujer las sacó. Estaban heladas y las bebimos con rapidez. En ese momento pensé que me había enamorado. No sé porque lo pensé, pero en ese justo instante pensé que me hubiera fugado con ella para siempre No dije nada, me preguntó por mi vida y le dije que estaba perdido, contesté así, sin mucho entusiasmo. "Me quiero volver a mi país", ella me miró con melancolía. Luego le hablé del tiempo, porque estaba obsesionado con el tiempo, y finalmente le hablé de mis paseos, le confesé que sólo caminaba, que era lo único que hacía al cabo del día y que hacía todo lo posible por volver tarde a casa. Entonces ella me cogió la mano y sonrió. Giró la cabeza y pidió otra ronda de cerveza. Yo tenía el estomago vacío y esa segunda cerveza me iba a marear, pero me agradó la sensación de despreocupación. La mujer apareció con las dos cervezas y los dos platos de hervido. Comimos despacio, y nos bebimos dos cervezas más. La otra mesa seguía vacía. Ella se reía y me contaba cosas de su trabajo. Luego me empezó a hablar de Hector Lavoe y de Ismael Rivera y le pidió a la mujer que pusiera música. Hacía un calor tremendo en el patio, sonaba "Sangre Son Colora" de la Orquesta Conspiración. Entonces ella me levantó y me cogió para ponernos a bailar. Yo no sabía bailar, de hecho me dejaba llevar con cierta torpeza, pero ella cerraba los ojos y bailaba con maestría. La mujer sacó dos cervezas más y nos las dejó en la mesa mientras seguíamos desplazándonos por el suelo de tierra. Estábamos solos en ese patio, en ese mediodía abrasador, en la zona de detrás del terminal de autobuses de una ciudad en medio de Latinoamérica. Al terminar la canción no sentamos. Ella me dijo riéndose: qué mal bailas, muchacho. Y sentí algo de vergüenza. Brindamos con las botellas y bebimos un sorbo largo. Pidió la cuenta, pagó y salimos. Ella tenía que volver al almacén. Caminando por la acera, se detuvo y me dio un beso, se giró y siguió andando. Nos despedimos sin ganas, yo me hubiera quedado toda la tarde con ella, quizá todo el mes, quizá varios años, pero nos despedimos y cuando la vi entrar en el almacén sentí que perdía una oportunidad, no sé de qué, pero una oportunidad perdida para siempre. Caminé un buen rato, afectado por una forma de nostalgia, me senté debajo de un árbol, en una pequeña plaza donde por un razón incomprensible, nunca se sentaba nadie, un vendedor de helado raspao estaba a mi lado, escuchaba las noticias en una pequeña radio que sonaba muy aguda, el locutor hablaba indignado de algo que había sucedido en la asamblea nacional. Le pedí un cigarro al vendedor y me lo negó, pero no me levanté, me quedé mucho rato ahí sentado, deseando que ella, al salir del almacén, algunas horas más tardes, pasara por ahí, me viera y me invitara a acompañarla a algún lado. Pero no pasó, nunca la vi pasar por allí. Sólo pasó la tarde, fue pasando muy despacio, fue cayendo el calor, el flujo de gente y en algún momento comencé el camino de vuelta a casa. Sin prisa, sin ganas de llegar, cansado de caminar, pero tarareando obsesivamente el estribillo de Sangre Son Colorá. 

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