martes, marzo 13, 2012

Los primeros días. El silencio (4)

 De los primeros días recuerdo una masa de días. No es una sucesión, es un amasijo. No son días desperdigados unos detrás de otros, son días como un día: el día total. Recuerdo ir aquí, allí. Recuerdo la aparición de los nombres de las zonas. Nombres que me acentuaban en esa lejanía insondable, desconocida: Maracaibo, Maracay, Macaracuay, Antímano, Palos Grandes, Chacao, Chacaíto, La Guaira, Boleíta Norte.  Nombres que iban sonando y que resultaban, a su vez, una deslumbrante novedad. Los leía, los comprendía, pero había algo en la variación, en la nueva sonoridad, que desconcertaba y resultaba extraño y hermoso.  Los nombres los fui conociendo porque, a lo largo de esa suma de días que fue aquel día global de los primeros días, íbamos a hacer cosas, a resolver papeles o a buscar apartamentos para vivir, pero sobre todo los veía impresos en la parte de adelante de los autobuses que plagaban la ciudad. Autobuses pequeños, que parecían miniaturas de autobuses o caricaturas, autobuses destartalados y locos que definían su ruta con esos carteles colgando del cristal, que avanzaban hacia zonas insospechadas, remotas, imposibles. Ahí iban los conductores estrafalarios con crucifijos colgados del retrovisor avanzando hacia Palo Verde o hacia Cumbres de Curumo. Allí iban en una carrera enloquecida donde cada uno de los millones de pequeños autobuses terminaba en un nombre sonoro y nuevo.

 Mirar aquellos carteles era leer un libro imposible, una especie de poema sonoro, palabras que suenan y que no significan y que el significado lo completas o lo imaginas. Experimentación poética Todos aquellos autobuses con su ennumeración de lugares, pegados al cristal, colgando nombres sueltos, tipografías distinta, cartelones de colores dispares. Palo Verde con fondo negro y letras naranjas, Santa Fe con fondo blanco y letras rojas. No había uniformidad. Cada uno parecía haberse fabricado a mano aquel cartel con el nombre de cada lugar. Un cartel, un lugar. Así avanzábamos por la ciudad: conociendo los nombres. Luego muchos de aquellos autobuses parecían anunciar un lema, un slogan o una advertencia que no comprendí hasta que lo pregunté: Silencio- Petare. Tantos de ellos lo llevaban, tantos advertían, aconsejaban ese Silencio. Yo me formulaba teorías, completando la historia. Quizá en los autobuses no se podía hablar y si se hablaba el conductor Petaría. Quizá Petare era un verbo, casi siempre, en todas mis teorías lo vi como un verbo. Con silencio no me cabía duda. Silencio es silencio, pero ¿a quién se le solicitaba el silencio? ¿a los pasajeros? ¿a los conductores? ¿Qué tipo de aviso y a quién se requería ese silencio? ¿Cual era esa consecuencia? ¿Aquella amenaza? ¿Petare? ¿A quién Petara el conductor si no se cumple esa solicitud de silencio? ¿Qué norma de educación ciudadana, en esa ciudad desconocida, debía aprender urgentemente antes de subirme a uno de esos autobuses? No quería ser yo el que encendiera, alarmara y incitase a ese Petare. ¿Qué terrible amenaza recorría esa ciudad nueva en aquellos autobuses de apariencia casi cómica?

  Aquel día bloque, aquel día global, fue transcurriendo. Repleto de dudas, consulté con mi hermano el dilema. Él masticaba la misma duda, sus argumentos y sus respuestas no andaban lejos de las mías. Alguien escuchó nuestra conversación. Se acercó y silencioso nos tradujo y aclaro nuestras dudas:

.- Silencio. Municipio Libertador, en el centro de Caracas. Donde las torres. Petare, el laberinto tremendo y anguloso, el laberinto imposible. Ladrillo y cerro. Un barrio tremendo. Exagerado. Petare está al Este.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te juro que soy fan de esta serie. Tuve exactamente las mismas preguntas. Nunca me habia montado en un autobus y jamas habia ido ni a Petare Pero sabia que era un lugar; ni tampoco fui a Silencio, pero de ese ignoraba su existencia, y tuve las mismas conjeturas, excepto que yo asumí que era una orden. Acá se va a Petare en Silencio. Y es que a mi siempre me mandaban a callar. Siempre hablé mucho.

CL

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