viernes, noviembre 19, 2021

Primera cena

 Salen a cenar a un sitio cerca del hotel. El recepcionista alerta de la hora y que en Caracas, entrada la noche, es mejor no ir de paseo. Eso a N le alarma ligeramente, porque le otorga a la calle una sensación de vacío. Aunque pasen carros, aunque se vea gente, todo parece una proyección, un engaño, porque en realidad, conviene no estar ahí en las horas de penumbra. Sin embargo el padrastro se decide a cruzar caminando, el restaurant al que van esta a una cuadra y media de allí, parece inútil usar el automóvil. 

Salen a la calle. N aún se sorprende de la temperatura, ese verano inesperado en medio de ese invierno gallego en el que estaba menos de un día atrás le parece una forma de milagro. Y eso, probablemente, es lo que le tenga más sumido en esa permanente sensación de irrealidad en la que se ha instalado. Los negocios están cerrados, las calles, efectivamente, poco concurridas, sin embargo hay ruido urbano. Motores, aires acondicionados, el bullicio que sale de las casas. Huela a una planta, es un olor nuevo también. Para N Caracas va ir siempre asociado a ese ruido urbano que es muy concreto, como una especie de masa sonora comprimida y ese olor que no es capaz de descifrar. También esa luz mortecina que emiten las pocas farolas y que le dan a la calle un halo cinematográfico. Una especie de film de misterio tropical. Llegan al restaurante. Es decadente, viejo, pero tiene algo de magnetismo. Está vacío y el camarero parece ido, aturdido quizá, como si no esperara por nadie. La decoración es extraña, parece de otra época, anterior. Esos restaurantes que se quedan en tierra de nadie, que nunca llegaron a ser actuales o modernos pero que el paso de los años va enterrando en una extraña sensación de atemporalidad, pero una atemporalidad lejana. Como si fueran de una época pasada que no existió. El camarero les ofrece cualquier mesa: "escojan ustedes", porque todas están vacías. Se sientan al azar y se miran. Es la primera vez que los cuatro se han detenido juntos, en algo. Posiblemente ese sea el momento en el que "llegan". El camarero pone pan de ajo y toma las bebidas. La carta ofrece platos que no ubican del todo y jugos de frutas con nombres excitantes. Guayaba pide N. Parchita su hermano. De repente suena música en el bar. A un volumen ligero, no molesta. N reconoce un arpa y un ritmo desconocido, la voz del cantante es aguda, pero hermosa. "Es música folclórica" dice la madre. Suenan unas maracas, que siguen un ritmo constante y que empuja. Ese sonido se queda enterrado en la memoria de N. El padrastro cuenta algunas cosas de sus dos meses de anticipo. Ha buscado casa, pero no ha encontrado. Ha empezado en el trabajo, que fue el principal motor de convertirlos en emigrantes, y viaja todas las semanas a una ciudad de nombre prodigioso: Maracaibo. Describe el calor de esa ciudad, pasa mucho rato hablando de ese calor y concluye con una frase: "Vivir en Maracaibo está descartado". El hombre ha pedido la euforia que le tuvo en activo en Vigo todos los meses previos a su partida. Ningún de los tres lo sabe ver, pero el padrastro ya está arrepentido, y es importante saber eso, que ellos desconocen y que no lo sabrán con certeza algún tiempo, porque eso condiciona el resto de cosas. Trata de emitir emoción, pero no hay emoción y debería ser más evidente. Quizá los tres, inconscientemente, se están protegiendo, porque por otro lado hay un no retorno en todo el planteamiento. Quizá N, su hermano y su madre, cierran los ojos a ese leve decaimiento emocional  y es quizá ahí donde se está asistiendo el nacimiento de un misterio. Un misterio que flota inaudible sobre esa mesa de un restaurante decadente, de comida barata. Luego el hombre habla de la ciudad, del metro, de avenidas. Habla de un sueño que ha tenido. Gasta una broma torpe. Mira al camarero y recibe los platos de comida, como esperando que el hambre saciada calme la incertidumbre, su incertidumbre y su incomprensión, porque en realidad, lo que sucede, es que el hombre ha dejado de entenderlo todo, pero sobre todo a él mismo. N y su hermano comen con furor. Devoran la yuca que desconocían, devoran los jugos de frutas, devoran las arepas que acompañan, devoran los nuevos sabores, porque ellos están el proceso contrario: están empezando, justo en cada bocado, a adaptarse al país. Lentamente, a trompicones y sin conciencia, pero ellos ya están en ello, su madre aún no ha despegado de la pista del aeropuerto de Galicia, y el padrastro aún, y después de dos meses, sigue sobrevolando nubes por encima del atlántico y ahí se quedará ya para siempre. 

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