jueves, enero 31, 2013

Fotografía de árboles

  Hacía fotos con cierta adicción. Una foto me llevaba a otro foto y cada una parecía el boceto de la siguiente o una suerte de aprendizaje en busca de la foto definitiva. Con esto no quiere decir que fuera buen fotógrafo, que no lo era. En realidad, y sin ningún complejo, admito que era un pésimo fotógrafo Mi atracción por encontrar una imagen desdoblada me llevó a ver la vida con una obsesión de quietud, debía detener esa micromilésima de segundo, debía cazarla para mi, por mi propio placer. Fotografíe de todo: fotografié carreteras, coches, nubes, aviones, helados, señores, líneas, agujeros, arena, paredes, casetas de vigilantes de noche, casetas de vigilantes al amanecer, fotografié atletas, el mar, fotografié otros continentes y al final sólo fotografié árboles, cualquier árbol, todos los árboles. Si la foto es detener; un árbol, a su manera, detiene el tiempo. Así que fotografié árboles casi con la idea inconsciente de fotografiar hasta el último árbol de la tierra, hasta ese arbusto perdido en mitad de la nada. Comprendí que las formas de los árboles, que sus ramas, emiten expresiones; creí aprenderlas a leer. Creí comprender un significado o llegué a fabular significados. Creí ver un lenguaje evidente en la forma en que las ramas se abren y se alzan hacia el aire, en la distribución de las hojas, en la forma en como estas eligen ir cayendo, creí ver un orden en esa caída melancólica y paulatina a la llegada del otoño. Creí ver que los árboles exigen y gritan o se emocionan o ríen o pierden el control con una lentitud sobrecogedora. Sus gestos son nuestros gestos ejecutándose a una velocidad incomprensible a nuestra velocidad. Como en esas repeticiones deportivas donde se ve una acción de un segundo sucediendo en cinco. En los árboles los gestos me parecían gestos desarrollándose despacio, la sonrisa abriéndose durante treinta y dos años, el grito de enfado reverberando inapreciablemente durante cuarenta y siete años. Eso creí comprender hasta estar convencido de que lo que creía era una verdad inamovible, los árboles, sin ninguna duda, desplegaban sus ramas formando una expresión y en eso se basó durante muchos meses mi vida. Fotografías amontonadas hasta lo ingobernable de un árbol tras otro árbol. Cada árbol que pasaba por delante de mi vista quedaba retratado y por las noches trataba de descifrar sus expresiones, sus gestos. Luego fui cayendo en el detalle: ya no me valía una foto general del árbol. Retrataba las hojas, la forma en que se amontonaban las ramas, en como la corteza producía esas formas que parecen un lenguaje milenario, intraducible. Cada vez más cerca, cada vez más horas pegado al árbol. Foto tras foto, hora tras hora, hasta subirme a ellos, hasta desplegarme por las ramas en busca de no sé qué: algo invisible, algo que reuniera el gesto definitivo del árbol. Logré ejecutar fotografías en posturas casi acrobáticas, adaptándome y creyendo entender la forma de los árboles. Así hasta que creí empezar a ver, casi como una visión privilegiada, casi  como un poder de superhéroe, la forma en que las ramas, inapreciablemente, van creciendo. Me movía hábil y me detenía creyendo ver ese movimiento invisible, ese crecimiento casi estático. Y las ramas, porque fueron las ramas, empezaron a agarrarse a mi, como si se fueran a fundir con mi piel; y me pareció ver que me rodeaban con sigilo. Entonces dejé de fotografiar porque no pude hacerlo, porque las ramas me inmovilizaron primero el cuello y luego los hombros, casi al tiempo los tobillos y las rodillas. Todo aquella biología parecía fundirse contra mi piel y mi piel se hizo corteza y fui gritando y fui emitiendo gestos, pero sólo ahora sé que esos gestos tardaron años en formase, que mis dedos buscando la salida se convirtieron en ramas alzándose y finalmente aceptando la transformación. Ahora, simplemente, crezco y de vez en cuando te veo pasar.

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